martes, 7 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 9





Pedro deseó que Paula volviera para que le explicara lo que había en aquella foto. Estaba mirándola confundido, intentando ver algún rasgo humano.


Como los minutos pasaban y Paula no volvía, empezó a preguntarse dónde habría ido. Decidió ir a buscarla y se la encontró en el vestíbulo mirándose en un espejo y llorando en silencio. Se puso detrás de ella, consciente de que ella no se había dado cuenta de su presencia.


—Paula —susurró él.


Ella levantó los ojos y se fijó en su reflejo.


—Es como ver una versión más dulce de ella, ¿verdad? —preguntó mientras las lágrimas amenazaban con ahogarla—. Ella era tan alegre y tan vital. ¿Cómo puede haberse ido? —volvió los ojos a su imagen—. Pero nunca se irá. Siempre me mirará desde el otro lado del espejo —se quedó unos segundos en silencio y después continuó—: quería una niña —susurró Paula con la voz tan rota como su corazón—. La deseaba tanto... Y ahora,.. oh, Dios mío. Laura.


Pedro no había nada que le diera más miedo que una mujer llorando. No tenía ni idea de lo que hacer.


—Piensa en lo feliz que la hiciste durante las últimas dos semanas de su vida —le dijo Pedro. Después, se encontró a sí mismo mordiéndose los labios y luchando por controlar las lágrimas.


No se había permitido llorar por su hermano ni siquiera una vez. No sabía muy bien por qué. Quizás porque no había nadie en el mundo que lo abrazara mientras lo hacía. O quizás porque tenía miedo de que si cedía y se permitía llorar, nunca pararía.


Sin saber cómo, se encontraba compartiendo aquel dolor con la única persona en el mundo que realmente lo sentía con la misma intensidad y que realmente comprendía lo que le importaba.


La apartó del espejo y la abrazó.


Estuvieron mucho tiempo abrazados, llorando en silencio. 


Pero, después de un rato, ella lo rodeó con sus brazos y él sintió que algo en su interior se removía.


De repente, era demasiado consciente de sus brazos y sintió como si una corriente de alto voltaje le hubiera golpeado en el corazón. Entonces, se dio cuenta de lo bien que encajaba en su cuerpo. Maldición, él no era de piedra y nunca había pretendido ser un santo. Cuando la tuvo en sus brazos aquella noche, el cuerpo de ella le había prometido el éxtasis. Una promesa incumplida que nunca había logrado borrarse de la cabeza.


Pedro empezó a respirar con dificultad. Aquello era peligroso. Ella no era el tipo de mujer con la que él salía.


Nunca.



Y aquella mujer, sobre todas las demás, tenía que permanecer fuera de su alcance.


—Vamos —le susurró él contra el pelo—. Vamos a sentarnos en ese porche que casi tengo terminado.


Dieron unos cuantos pasos en dirección al salón. Paula levantó la cara y sus ojos brillaron como dos gemas por el efecto de las lágrimas. Se quedaron mirándose y uno de los dos se giró hacia el otro. Él no podía recordar quién lo hizo. 


Pero no importaba; cuando sus labios se unieron pudo sentir el impacto de la primera vez. Siempre había negado que hubiera tenido ese efecto; pero, ahora, se presentaba con la misma fuerza.


Pedro le rodeó la cara con las manos e introdujo los dedos en su pelo sedoso. El beso se hizo más intenso y él saboreó sus lágrimas. Entonces, Paula dejó escapar un gemido y él se separó, con miedo a que fuera una protesta... aterrado ante la idea de que no lo fuera.


—Tenemos que parar. Olvidarnos de esto. Tenías mucha razón cuando dijiste que venimos de mundos diferentes —le tomó la mano y le devolvió la ecografía—; pero nuestros mundos se han cruzado por ella y eso ya no va a cambiar.


La expresión de ella cambió. De repente, dejó de mostrar un aspecto soñador y lo miró desafiante.


—Podrías volverte a tu mundo y dejarme sola para que educara a mi hija en el mío.


Él le levantó la mano donde tenía la foto y le besó los dedos, meneando la cabeza.


—Volveré —dijo él y desapareció por el vestíbulo.


Su promesa permaneció en el aire unos instantes.


Mientras conducía hacia el norte, Pedro llegó a la conclusión de que nunca podría borrarse la cara de Paula de la cabeza. El dolor y el temor que había visto en sus facciones al marcharse casi lo hace caer de rodillas. Después, lo había atormentado durante las tres horas y media que había durado el viaje de vuelta a Devon.


Nunca debería haber cedido a su deseo por ella. ¿Y ahora qué?


Ella no lo quería en su vida; pero eso no era posible. 


Especialmente, porque una nueva verdad había ido calando en él a lo largo del día.


Desde que el bebé fue concebido, German había esperado de él que fuera más que un simple tío: le había pedido que fuera el padrino. Lo cual significaba que sus obligaciones iban más allá de un fondo bancario, más allá de los regalos por el cumpleaños y las navidades. Sus obligaciones ahora eran mucho más importantes a causa de la muerte de German. 


Y crecían mientras la niña crecía dentro de Paula.


Cuando había mirado la ecografía mientras se la devolvía, algo mágico había sucedido: de repente, había visto la cara del bebé. Entonces, recordó todas las esperanzas y los deseos de su hermano con respecto a ella y llegó a la conclusión de que tenía que ocupar su lugar. Compartir la vida de esa niña hasta donde Paula le permitiera. Por German. Por el bebé. Y, que Dios lo ayudara, por él mismo.



Sin embargo, todavía tenía que convencer a Paula de que no era el ogro que ella pensaba. Lo lograría; aunque tuviera que acampar en la puerta de su casa.


Pedro, que estaba descargando el todoterreno, se paró en seco y dejó la sierra en el maletero. Eso sería exactamente lo que haría.


Justo al otro lado de la carretera, había una pequeña casa rodeada de árboles enormes. Y estaba en venta. La cabaña no era de su estilo y tampoco estaba en muy buenas condiciones; pero podría contratar a alguien para que la arreglara. Después, si quería podría venderla. Sería una buena inversión.


Tenía un montón de vacaciones acumuladas. Incluso su padre, uno de los socios con más antigüedad del bufete, había mencionado que tenía que tomarse unos días. Se los tomaría.



HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 8







Paula estaba en la cocina, poniendo la mesa, cuando Pedro se unió a ella. Intentó tranquilizarse; pero no lo consiguió.


—Esto tiene un aspecto fantástico —dijo él, sentándose donde ella le indicó.


«Tú también», pensó Paula mientras echaba la última mirada a la mesa; casi toda la comida la había traído él.


—No te he dado las gracias por la comida que dejaste en el porche— dijo ella sabiendo que lo que más les separaba era la diferencia de clase social.


—No hace falta que me des las gracias —dijo él.


Pedro, no estoy tan mal como piensas. He estado ahorrando dinero para convertir el granero en una tienda y ya tengo bastantes muebles. Tuve que posponer mis planes cuando mi tío cayó enfermo. Cuando murió Laura y German vinieron al funeral, me pidieron lo del niño. A mí no me importó posponer mis planes un poco más.


—Eres muy generosa. Debió ser una decisión muy difícil. Ibas a darles a tu primer hijo.


Ella sintió calor en las mejillas.


—Laura habría hecho lo mismo por mí. Lo sé. Sé que no habría sido fácil ver cómo criaban a la niña, pero...


—¿Niña? —la miró sorprendido—. ¿Eso es lo que te gustaría?


Paula se puso de pie y fue a buscar la ecografía que le habían hecho el día anterior.


—Tuve suerte —le dijo a Pedro mientras le mostraba la foto—. En la semana dieciséis todavía es muy difícil ver el sexo del bebé. Pero ella estaba en la posición adecuada. Ésa es mi niña —la voz de Paula se rompió y las lágrimas aparecieron en sus ojos.


Laura había deseado tanto una niña.


No quería llorar delante de él por lo que se excusó y salió de la habitación. En el camino al baño, vio su reflejo en el espejo del vestíbulo y se quedó paralizada. La increíble muerte de su gemela la golpeó una vez más con fuerza.


Su propio reflejo le recordaría siempre a su hermana y al lazo que las había unido. Paula no supo cuánto tiempo estuvo allí acariciando la cara del espejo. Allí estaban las dos: la que se había ido y la que quedaba. Sólo la mitad de ella, pero dos personas a la vez.


¿Es que siempre iba a perder a todos a los que quería y en los que confiaba?



HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 7




EL sábado por la mañana, alguien llamó a la puerta de Paula y la despertó de un sueño maravilloso en el que Pedro era el protagonista. Encima, se sentía molesta porque la habían arrancado de sus brazos. Después, cuando se dio cuenta de lo que estaba pensando, se enfadó consigo misma. ¿Qué era lo que le pasaba? ¿A qué venían aquellos sueños ridículos?


Aún estaba medio dormida cuando se puso la bata y se dirigió escaleras abajo. Al abrir la puerta, se encontró con Pedro Pero no estaba golpeando la puerta. Estaba dando golpes a los tablones sueltos del porche. Su sorpresa continuó cuando lo vio como nunca lo había visto antes: con vaqueros desgastados y una camiseta vieja. Y aún había más. Los músculos de sus brazos eran fuertes y su piel morena.


—¿Qué estás haciendo?


Él la miró con una sonrisa.


—Yo... —comenzó a decir, después se calló y se quedó mirándola mudo. Era como si hubiera perdido la capacidad de hablar.


El corazón de Paula se aceleró al darse cuenta de que él la recorría con la mirada. No podía moverse. No podía respirar. Lo que podía ver en sus ojos era mucho más peligroso que todas las ataduras y todas las cuentas bancarias del mundo. Se apretó la bata y sintió que se ponía colorada.


Entonces, vio la sonrisa de él. Dio media vuelta y golpeó la puerta al cerrarla.


¿Qué le estaba pasando? Primero soñaba con él y, después, pensaba que la estaba mirando con deseo y le gustaba. Ella sabía que era un hombre que tenía muchas mujeres y que solía despedirlas con un regalo. Ella misma ya había sentido el dolor de su rechazo.


Su médico le había advertido que sus hormonas estarían alteradas; pero ella nunca se habría imaginado aquello. 


Llevaba toda la noche soñando con Pedro y, en lugar de despertarse molesta, se despertaba necesitada.


Aquello tenía que parar. En lo que a las mujeres se refería, Pedro Alfonso era veneno puro.


Paula decidió ser sincera consigo misma y admitir que aquella atracción que sentía por él era el motivo por el que se negaba a aceptar el dinero.


Y también había otra cosa que la molestaba. ¿Tenía ella derecho a privar a su hijo de una relación con el mejor amigo y hermano de su padre?


Paula no habría tenido ningún problema si hubiera estado convencida de que la influencia de Pedro sería mala. El problema era que su relación con él se veía influenciada por lo que había sucedido entre ellos la noche que se habían conocido y por su rechazo del día siguiente.


La verdad era que no lo conocía. Lo único que había oído de él era sobre sus relaciones con las mujeres. Aparte de eso, su hermana apenas le había contado nada.


Y ella lo estaba juzgando por las cosas que había hecho su familia. No era justo. German, que había crecido en la misma familia, era un hombre maravilloso.


Estaba claro que Laura y German nunca le habrían cerrado la puerta. ¿Qué iba a hacer ella?


Decidió alejarse del problema y evitarlo, posponiendo cualquier decisión hasta que pudiera mirarlo con la cabeza despejada.


Después de eso, se puso a trabajar catalogando todos los muebles que pensaba llevar a la tienda. Cuando acabó, llamó a un cliente para entrevistarse con él la semana siguiente. Después miró su reloj. Eran las cinco y Pedro seguía trabajando duro. Ella lo había ignorado todo el día, lo cual no había resultado muy fácil con el sonido de las herramientas de fondo.


Se abanicó con un sobre y pensó que hacía mucho calor. 


Entonces, se sintió culpable. Ni siquiera le había ofrecido un vaso de agua en todo el día. Fue a la cocina a por un vaso y se lo llevó al porche.


Pedro dejó de dar golpes, la miró y, esa vez, no sonrió.


Solamente se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y asintió a modo de saludo.


—¿Es eso para mí? —preguntó él.


—Estaba trabajando y no me di cuenta que hiciera tanto calor. ¿Dónde aprendiste a arreglar un porche?


Pedro caminó hacia el montón de herramientas y sacó un libro de debajo de la caja.


—Todo está en los libros.


Paula se quedó mirando el libro y pensó en todas las cosas que había aprendido de su familia. Pensando en su conversación sobre la vida y la felicidad, pensó que no todo estaba en los libros. Pero aquél no era el momento de decírselo.


Buscando algo que decir que no fuera comprometido, señaló al todoterreno plateado de la puerta.


—¿Lo has cambiado por tu deportivo?


Él la miró como si se hubiera vuelto loca.


—No, no. Sólo lo he alquilado para el fin de semana porque tenía que traer la madera.


Paula no pudo evitarlo. Se rió. La camioneta de su tío todavía estaba oxidándose en el granero y su amigo Izaak todavía utilizaba la carreta de su padre para transportar la madera. Sólo una persona proveniente de una familia como la suya alquilaría un coche para eso.


—¿Vas a contarme qué te hace tanta gracia? —preguntó él.


Ella meneó la cabeza.


—¿Has visto muchos coches así por aquí?


Pedro miró el coche y luego a ella.


—La próxima vez, alquilaré un Chevrolet —le dijo con una sonrisa.


Paula se sintió conmocionada por aquella sonrisa. 


Entonces, se dio cuenta de algo: cuando Pedro no intentaba mostrarse encantador, sus verdaderos encantos eran realmente peligrosos. Nunca se lo habría imaginado.


Aquel hombre era muy peligroso.


Le hubiera gustado despedirlo para no volver a verlo más; pero, ¿qué habría pensado la tía Dora?


—¿Te gustaría quedarte a cenar?


—Sería fantástico —dijo él con una sonrisa y, por segunda vez en menos de un minuto, no había nada oculto tras su mirada. Y, por segunda vez, Paula tuvo que sujetarse, el corazón para que no le saltara del pecho.


—Si quieres puedes darte una ducha.


—Gracias —dijo Pedro—. Tengo ropa en el coche. Esta mañana no he parado en el motel.



lunes, 6 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 6





El sábado siguiente, Pedro aparcó en la puerta de Paula. 


Había tenido que hacer un montón de malabarismos para acoplar todas las reuniones y todo el trabajo en cinco días en lugar de seis. Esperaba que la visita, mereciera la pena de tanto esfuerzo.


No le sorprendió cuando ella salió al porche antes de que él llegara a los escalones.


—Pensé que te había dejado claro lo que pienso —dijo ella cruzándose de brazos beligerante.


Utilizaba las hostilidades como un escudo, pero el efecto quedaba totalmente apaciguado por el vestido blanco vaporoso que le llegaba a mitad de la pantorrilla y por su pelo. Sus rizos dorados brillaban al sol y pedían a gritos que las manos de un hombre los enredara aún más. Sus ojos azules brillaban con indignación haciendo que él deseara ver en ellos excitación,


«Tómatelo con calma. ¿No ves que te odia, imbécil patético?»


Dejó escapar un suspiro y se recordó que, aunque era un bombón, su atracción era ilógica e irrelevante. Así tenía que ser. Estaba allí para hablarle de la cuenta que había abierto para el niño. Cualquier otra cosa sería un conveniente.


Con los ojos sobre su presa, se amonestó a sí mismo; pero su autocontrol en todo lo concerniente a Paula era inexistente. Así se lo había demostrado a él mismo y a su hermano hacía cinco años.


—Todo está muy claro —le dijo, cerrando la puerta del coche lentamente—. No te gusto. No confías en mí. Y no me vas a perdonar. Y tengo que ganarme esas tres cosas. ¿Me falta algo? —se cruzó de brazos y se apoyó en el coche.


—Sí —Paula dio unos pasos hacia él—. Se te olvidó decirme a qué vienen estas visitas.


—¿Cómo puedo ganarme tu perdón, tu confianza, o tu buena voluntad si no nos vemos? Tengo que intentarlo; por el hijo de German.


Ella tomó aliento.


—No puedo creerme que estés interesado en un bebé, aunque sea el de tu hermano. Son ruidosos, exigentes, a menudo huelen mal y siempre están ahí. No puedes hacer que desaparezcan comprándoles joyas cuando resulten inconvenientes.


Pedro sintió que se le encendían las mejillas. Así que Laura también le había contado aquello.


—Nunca pensé hacer algo así. Y una vez más: sólo quiero ayudarte. Por favor, créeme cuando dije lo que dije estaba furioso y desconcertado. No quiero quitarte al niño. Y tampoco quiero que lo sepa mi familia. Yo soy el único que conoce tu embarazo. Sólo te pido que aceptes un cheque mensual de una cuenta que he abierto para él. Quería a mi hermano y quiero que su hijo tenga todo lo necesario. ¿Es eso tan difícil de aceptar?


—No —dijo ella pensativa—. Pero me gustaría saber qué entiendes por necesario. 


Él la miró pensativo.


—Creo que el niño debería tener una buena educación en un buen colegio. Después, debería ir a la universidad; a la mejor a ser posible. Luego, ya estará preparado para trabajar y ganar mucho dinero.


—La educación es importante. Estoy de acuerdo —dijo ella mirándolo—. ¿Pero quién decide cuál es el mejor colegio para un niño? ¿Y en función de qué?


—Los padres son los que deciden.


—Mi hermana y yo fuimos a una escuela pública porque mis tíos querían guardar el dinero de nuestros padres para que fuéramos a la universidad.


—Una decisión inteligente.


—Después del instituto, mi hermana se decidió por la Universidad de Pensilvania. Quería ir a la ciudad. Sin embargo, yo preferí quedarme aquí. ¿Has oído hablar de nuestra universidad?


Él meneó la cabeza.


—Es buena. Pequeña. Tranquila. Perfecta para mí. Tomamos esas decisiones juntas. Éramos gemelas y cada una hizo una elección diferente.


Aunque habían sido iguales en muchos aspectos. Por ejemplo en sus sentimientos hacia el matrimonio y la familia. Sin embargo, a Laura le encantaba el bullicio de la ciudad y Paula era una chica de campo.


—¿Y qué significa eso?


—Que lo que es bueno en unas circunstancias, no lo es en otras. Sé que piensas que el dinero es un factor decisivo; pero no lo es. Por ejemplo, German dejó una carrera muy exitosa y decidió montar su propio negocio para poder pasar más tiempo con Laura. Y ella se cambió a una empresa más pequeña para tener más tiempo libre. Eran felices. Yo voy a montar mi negocio —continuó ella señalando al granero—. Voy a convertir ese granero en la tienda de antigüedades de la que te hablé. Y voy a quedarme aquí donde soy feliz y a criar aquí a mi hijo. Quizás no me haga rica, pero tendré éxito porque me levantaré feliz cada mañana.


Paula lo estaba mirando fijamente cuando él apartó los ojos de granero. Nunca la había visto tan entusiasmada. Aquello realmente le importaba.


—Siempre he considerado a German un hombre de mucho éxito —continuó ella— porque le gustaba lo que hacía y porque era feliz con mi hermana. Eso es el éxito, Pedro. Sin embargo, tu familia pensaba que era un fracasado. ¿Y tú, Pedro? ¿Eres feliz?


¿Feliz? Pedro se quedó mirándola; aquella vez no tenía respuesta. Aparentemente, la felicidad era un concepto al que no estaba acostumbrado. Aunque infeliz tampoco era. 


Se encogió de hombros.


—Me imagino que la felicidad es una de las medidas para el éxito — aventuró él. 


Paula meneó la cabeza.


—No. Para mí, es la única medida. Por eso no quiero tu dinero. Si acepto aunque sólo sea un céntimo, pensarás que tienes derecho a decirme cómo debo educar a mi hijo. Sé que German tuvo una infancia desgraciada. No sé lo que tú sentirás al respecto; pero a mí eso me duele mucho.


Pedro no pensaba hablarle de sus sentimientos. Ya tenía demasiado poder sobre él; aunque ella no se diera cuenta.


Hasta le costaba pensar en su presencia.


Siempre había dicho que si hubiera sabido lo inexperta que era la noche que casi la seduce, nunca la habría tocado. Se había consolado con eso durante años. Pero ahora no estaba tan seguro. Y aquella conclusión le daba miedo porque significaba que no se conocía a sí mismo.


Estaba a punto de asegurarle a Paula que lo único que quería era que aceptara su dinero; pero enseguida se dio cuenta de que eso nunca sería suficiente. Aunque él no era muy paternal, no podía alejarse de la vida de aquel niño.


Pero no podía formar parte de su vida sin la cooperación de ella. Y ella lo odiaba, lo cual significaba que tenía que trazar un plan. Hacerla cambiar de opinión. Y él no era una persona a la que se le dieran mal las mujeres.


—¿Al menos pensarás lo de la cuenta bancaria?


—¿No te das cuenta de que no es el dinero, Pedro? Es de donde proviene; no quiero pasarme los próximos dieciocho o veinte años peleándome contigo sobre la educación de mi hijo.




HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 5




Paula abrió la puerta para recoger el periódico y no se pudo creer lo que veían sus ojos. En los escalones del porche debía haber unas veinte bolsas de supermercado y una pequeña bolsa de regalo. Fue a ver de qué se trataba llena de sorpresa.


Las bolsas estaban llenas sólo a medias. Como si alguien lo hubiera hecho adrede para que ella no cargara demasiado peso. Aquello significaba que quien quiera que las hubiera dejado allí sabía lo del bebé. No podían ser ni Izaak ni Margarita, ni nadie de la comunidad de Amish. Ellos llevaban la comida en cestas y nunca las hubieran dejado ahí fuera.


¡Tenía que haber sido Pedro!


Pedro.


¿Es que no había entendido lo que le había dicho?


Pensó dejarlo todo allí para que se pudriera al sol. Después, vio que de la bolsa de regalo salía algo marrón y no pudo resistir la tentación. Los peluches eran una de sus debilidades.


Sacó el peluche de la bolsa. Quizá podía ignorar la mirada en los ojos grises de Pedro; pero no la de los ojos dorados del osito.


Intentó convencerse de que al meter la compra en la cocina sólo había sido práctica. Después de todo, no podía dejar que aquella comida se estropeara en el porche. Además, hacer la compra implicaba mucho trabajo y ella estaba muy ocupada poniendo en marcha el negocio.


Ahora, sentada en la mesa de la cocina, reparando un libro antiguo de decoración, tuvo que admitir que aquel gesto le había conmovido. Sin embargo, no podía pensar en otra cosa y, al final, acabó sintiéndose molesta.


—Un leopardo no cambia en unas cuantas horas. A mí no me vas a engañar, Pedro Alfonso —declaró y fue a buscar el oso para meterlo de nuevo en la bolsa. Pero entonces, dentro de la bolsa vio un sobre que no había visto antes.


—Querida Paula —leyó en voz alta—. Te vuelvo a pedir disculpas por las cosas que te dije. No quiero entrometerme en tu vida, pero, como el hijo que llevas es de mi hermano, no puedo apartarme por completo. Volveré el próximo fin de semana para continuar con nuestra conversación. Por favor, cuídate. P.P.A.


—¿Qué significa la «P»? ¿Patético? Si vuelve a aparecer por aquí le diré a Antonio que lo eche del condado —murmuró ella apretando los dientes.


HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 4




Pedro estaba dispuesto a marcharse. Pero sólo de momento, hasta que encontrara otra manera de acercarse a ella. No quería amenazarla y tampoco asustarla.


Pero tenía que hacer algo. No podía dejar que las cosas quedaran así. Quizás había sido un abogado durante demasiado tiempo. Quizás, como Paula le había dicho, había sido un Alfonso demasiado tiempo.


—Siento haberte asustado. Sólo vine aquí a ofrecerte mi ayuda. German se gastó hasta el último céntimo en montar su empresa, pero aún debe quedar algo. Me mantendré en contacto contigo —dejó escapar un suspiro y se puso de pie buscando las palabras apropiadas para despedirse de una manera neutral—. Mientras tanto, cuídate hasta que volvamos a vernos.


Dio media vuelta y se marchó. Antes de subirse al coche, volvió a mirarla. Parecía la heroína de una película antigua. 


Ahí sentada en una mecedora, en el porche de una casa desvencijada, con la brisa meciendo su pelo suave y dorado.


Era demasiado hermosa para describirla con palabras.


Pedro arrancó el coche haciendo un esfuerzo por concentrarse en lo que estaba haciendo. Cuando volvió a la carretera principal, recordó que había visto un centro comercial con un gran supermercado. Todo el mundo necesitaba comida, pensó.


¿Y cuál era el viejo dicho? Ahora ella tenía que comer por dos. Si le compraba comida, ayudaría al bebé y también la ayudaría a ella porque no tendría que gastarse el dinero.


Durmió en un motel en la carretera y, por la mañana temprano, entró en un supermercado por primera vez en muchos años. Normalmente, el ama de llaves era la que hacía ese trabajo y mantenía los armarios llenos. Recorrió los pasillos, echando al carrito todo lo que le parecía saludable o útil. Pronto lo llenó, pero había dejado el pasillo más importante para el final. El pasillo de cosas para bebés. 


Fue para allá para recordarse por qué estaba allí. Entonces, un oso de peluche le llamó la atención. Lo agarró y decidió que debía ser demasiado temprano para pensar con claridad: podría haber jurado que la mirada de peluche suplicaba un hogar. Lo devolvió a la estantería; pero no pudo alejarse de él. Recordó que su hermano, en cuanto se había enterado de que el bebé estaba en camino, había empezado a comprar juguetes; él nunca lo habría dejado en el estante, así que lo echó al carro. También eligió una bolsa de regalo y una tarjeta y se dirigió a la salida.


Cuando volvió al coche, repleto de bolsas de comida, escribió una nota para decirle que volvería. Quería decirle algo más, cualquier cosa, ¿pero qué podía decirle para arreglar el lío que había armado el día anterior?


No quería tener que enfrentarse a ella por eso los últimos metros los hizo con el motor apagado. Rápidamente dejó las bolsas en el porche y volvió al coche. Lo arrancó y se marchó antes de que ella pudiera mandar al sheriff tras sus pasos. Cuanto más lejos, mejor.



Sin embargo, cuanto más se alejaba, más pensaba en ella. 


No podía dejarla sola con aquel niño. Especialmente, porque era el hijo de su hermano y, además, su actitud generosa era la que la había metido en aquel lío. Tenía que lograr que aceptara su ayuda.


Ella no quería atarse a su familia y eso podía entenderlo.


Sus padres, tíos y primos habían tratado a German y a Laura con desdén.


Y Laura que, después que haber perdido a sus padres necesitaba el calor familiar, había sufrido mucho con ese desprecio. No le extrañaba que Paula quisiera proteger a su hijo de su familia.


Además, tenía que admitir que él pensaba lo mismo. Por eso no les había dicho nada a sus padres del hijo que había concebido Paula de Gary justo un mes antes de su muerte.