martes, 7 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 7




EL sábado por la mañana, alguien llamó a la puerta de Paula y la despertó de un sueño maravilloso en el que Pedro era el protagonista. Encima, se sentía molesta porque la habían arrancado de sus brazos. Después, cuando se dio cuenta de lo que estaba pensando, se enfadó consigo misma. ¿Qué era lo que le pasaba? ¿A qué venían aquellos sueños ridículos?


Aún estaba medio dormida cuando se puso la bata y se dirigió escaleras abajo. Al abrir la puerta, se encontró con Pedro Pero no estaba golpeando la puerta. Estaba dando golpes a los tablones sueltos del porche. Su sorpresa continuó cuando lo vio como nunca lo había visto antes: con vaqueros desgastados y una camiseta vieja. Y aún había más. Los músculos de sus brazos eran fuertes y su piel morena.


—¿Qué estás haciendo?


Él la miró con una sonrisa.


—Yo... —comenzó a decir, después se calló y se quedó mirándola mudo. Era como si hubiera perdido la capacidad de hablar.


El corazón de Paula se aceleró al darse cuenta de que él la recorría con la mirada. No podía moverse. No podía respirar. Lo que podía ver en sus ojos era mucho más peligroso que todas las ataduras y todas las cuentas bancarias del mundo. Se apretó la bata y sintió que se ponía colorada.


Entonces, vio la sonrisa de él. Dio media vuelta y golpeó la puerta al cerrarla.


¿Qué le estaba pasando? Primero soñaba con él y, después, pensaba que la estaba mirando con deseo y le gustaba. Ella sabía que era un hombre que tenía muchas mujeres y que solía despedirlas con un regalo. Ella misma ya había sentido el dolor de su rechazo.


Su médico le había advertido que sus hormonas estarían alteradas; pero ella nunca se habría imaginado aquello. 


Llevaba toda la noche soñando con Pedro y, en lugar de despertarse molesta, se despertaba necesitada.


Aquello tenía que parar. En lo que a las mujeres se refería, Pedro Alfonso era veneno puro.


Paula decidió ser sincera consigo misma y admitir que aquella atracción que sentía por él era el motivo por el que se negaba a aceptar el dinero.


Y también había otra cosa que la molestaba. ¿Tenía ella derecho a privar a su hijo de una relación con el mejor amigo y hermano de su padre?


Paula no habría tenido ningún problema si hubiera estado convencida de que la influencia de Pedro sería mala. El problema era que su relación con él se veía influenciada por lo que había sucedido entre ellos la noche que se habían conocido y por su rechazo del día siguiente.


La verdad era que no lo conocía. Lo único que había oído de él era sobre sus relaciones con las mujeres. Aparte de eso, su hermana apenas le había contado nada.


Y ella lo estaba juzgando por las cosas que había hecho su familia. No era justo. German, que había crecido en la misma familia, era un hombre maravilloso.


Estaba claro que Laura y German nunca le habrían cerrado la puerta. ¿Qué iba a hacer ella?


Decidió alejarse del problema y evitarlo, posponiendo cualquier decisión hasta que pudiera mirarlo con la cabeza despejada.


Después de eso, se puso a trabajar catalogando todos los muebles que pensaba llevar a la tienda. Cuando acabó, llamó a un cliente para entrevistarse con él la semana siguiente. Después miró su reloj. Eran las cinco y Pedro seguía trabajando duro. Ella lo había ignorado todo el día, lo cual no había resultado muy fácil con el sonido de las herramientas de fondo.


Se abanicó con un sobre y pensó que hacía mucho calor. 


Entonces, se sintió culpable. Ni siquiera le había ofrecido un vaso de agua en todo el día. Fue a la cocina a por un vaso y se lo llevó al porche.


Pedro dejó de dar golpes, la miró y, esa vez, no sonrió.


Solamente se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y asintió a modo de saludo.


—¿Es eso para mí? —preguntó él.


—Estaba trabajando y no me di cuenta que hiciera tanto calor. ¿Dónde aprendiste a arreglar un porche?


Pedro caminó hacia el montón de herramientas y sacó un libro de debajo de la caja.


—Todo está en los libros.


Paula se quedó mirando el libro y pensó en todas las cosas que había aprendido de su familia. Pensando en su conversación sobre la vida y la felicidad, pensó que no todo estaba en los libros. Pero aquél no era el momento de decírselo.


Buscando algo que decir que no fuera comprometido, señaló al todoterreno plateado de la puerta.


—¿Lo has cambiado por tu deportivo?


Él la miró como si se hubiera vuelto loca.


—No, no. Sólo lo he alquilado para el fin de semana porque tenía que traer la madera.


Paula no pudo evitarlo. Se rió. La camioneta de su tío todavía estaba oxidándose en el granero y su amigo Izaak todavía utilizaba la carreta de su padre para transportar la madera. Sólo una persona proveniente de una familia como la suya alquilaría un coche para eso.


—¿Vas a contarme qué te hace tanta gracia? —preguntó él.


Ella meneó la cabeza.


—¿Has visto muchos coches así por aquí?


Pedro miró el coche y luego a ella.


—La próxima vez, alquilaré un Chevrolet —le dijo con una sonrisa.


Paula se sintió conmocionada por aquella sonrisa. 


Entonces, se dio cuenta de algo: cuando Pedro no intentaba mostrarse encantador, sus verdaderos encantos eran realmente peligrosos. Nunca se lo habría imaginado.


Aquel hombre era muy peligroso.


Le hubiera gustado despedirlo para no volver a verlo más; pero, ¿qué habría pensado la tía Dora?


—¿Te gustaría quedarte a cenar?


—Sería fantástico —dijo él con una sonrisa y, por segunda vez en menos de un minuto, no había nada oculto tras su mirada. Y, por segunda vez, Paula tuvo que sujetarse, el corazón para que no le saltara del pecho.


—Si quieres puedes darte una ducha.


—Gracias —dijo Pedro—. Tengo ropa en el coche. Esta mañana no he parado en el motel.



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