lunes, 6 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 6





El sábado siguiente, Pedro aparcó en la puerta de Paula. 


Había tenido que hacer un montón de malabarismos para acoplar todas las reuniones y todo el trabajo en cinco días en lugar de seis. Esperaba que la visita, mereciera la pena de tanto esfuerzo.


No le sorprendió cuando ella salió al porche antes de que él llegara a los escalones.


—Pensé que te había dejado claro lo que pienso —dijo ella cruzándose de brazos beligerante.


Utilizaba las hostilidades como un escudo, pero el efecto quedaba totalmente apaciguado por el vestido blanco vaporoso que le llegaba a mitad de la pantorrilla y por su pelo. Sus rizos dorados brillaban al sol y pedían a gritos que las manos de un hombre los enredara aún más. Sus ojos azules brillaban con indignación haciendo que él deseara ver en ellos excitación,


«Tómatelo con calma. ¿No ves que te odia, imbécil patético?»


Dejó escapar un suspiro y se recordó que, aunque era un bombón, su atracción era ilógica e irrelevante. Así tenía que ser. Estaba allí para hablarle de la cuenta que había abierto para el niño. Cualquier otra cosa sería un conveniente.


Con los ojos sobre su presa, se amonestó a sí mismo; pero su autocontrol en todo lo concerniente a Paula era inexistente. Así se lo había demostrado a él mismo y a su hermano hacía cinco años.


—Todo está muy claro —le dijo, cerrando la puerta del coche lentamente—. No te gusto. No confías en mí. Y no me vas a perdonar. Y tengo que ganarme esas tres cosas. ¿Me falta algo? —se cruzó de brazos y se apoyó en el coche.


—Sí —Paula dio unos pasos hacia él—. Se te olvidó decirme a qué vienen estas visitas.


—¿Cómo puedo ganarme tu perdón, tu confianza, o tu buena voluntad si no nos vemos? Tengo que intentarlo; por el hijo de German.


Ella tomó aliento.


—No puedo creerme que estés interesado en un bebé, aunque sea el de tu hermano. Son ruidosos, exigentes, a menudo huelen mal y siempre están ahí. No puedes hacer que desaparezcan comprándoles joyas cuando resulten inconvenientes.


Pedro sintió que se le encendían las mejillas. Así que Laura también le había contado aquello.


—Nunca pensé hacer algo así. Y una vez más: sólo quiero ayudarte. Por favor, créeme cuando dije lo que dije estaba furioso y desconcertado. No quiero quitarte al niño. Y tampoco quiero que lo sepa mi familia. Yo soy el único que conoce tu embarazo. Sólo te pido que aceptes un cheque mensual de una cuenta que he abierto para él. Quería a mi hermano y quiero que su hijo tenga todo lo necesario. ¿Es eso tan difícil de aceptar?


—No —dijo ella pensativa—. Pero me gustaría saber qué entiendes por necesario. 


Él la miró pensativo.


—Creo que el niño debería tener una buena educación en un buen colegio. Después, debería ir a la universidad; a la mejor a ser posible. Luego, ya estará preparado para trabajar y ganar mucho dinero.


—La educación es importante. Estoy de acuerdo —dijo ella mirándolo—. ¿Pero quién decide cuál es el mejor colegio para un niño? ¿Y en función de qué?


—Los padres son los que deciden.


—Mi hermana y yo fuimos a una escuela pública porque mis tíos querían guardar el dinero de nuestros padres para que fuéramos a la universidad.


—Una decisión inteligente.


—Después del instituto, mi hermana se decidió por la Universidad de Pensilvania. Quería ir a la ciudad. Sin embargo, yo preferí quedarme aquí. ¿Has oído hablar de nuestra universidad?


Él meneó la cabeza.


—Es buena. Pequeña. Tranquila. Perfecta para mí. Tomamos esas decisiones juntas. Éramos gemelas y cada una hizo una elección diferente.


Aunque habían sido iguales en muchos aspectos. Por ejemplo en sus sentimientos hacia el matrimonio y la familia. Sin embargo, a Laura le encantaba el bullicio de la ciudad y Paula era una chica de campo.


—¿Y qué significa eso?


—Que lo que es bueno en unas circunstancias, no lo es en otras. Sé que piensas que el dinero es un factor decisivo; pero no lo es. Por ejemplo, German dejó una carrera muy exitosa y decidió montar su propio negocio para poder pasar más tiempo con Laura. Y ella se cambió a una empresa más pequeña para tener más tiempo libre. Eran felices. Yo voy a montar mi negocio —continuó ella señalando al granero—. Voy a convertir ese granero en la tienda de antigüedades de la que te hablé. Y voy a quedarme aquí donde soy feliz y a criar aquí a mi hijo. Quizás no me haga rica, pero tendré éxito porque me levantaré feliz cada mañana.


Paula lo estaba mirando fijamente cuando él apartó los ojos de granero. Nunca la había visto tan entusiasmada. Aquello realmente le importaba.


—Siempre he considerado a German un hombre de mucho éxito —continuó ella— porque le gustaba lo que hacía y porque era feliz con mi hermana. Eso es el éxito, Pedro. Sin embargo, tu familia pensaba que era un fracasado. ¿Y tú, Pedro? ¿Eres feliz?


¿Feliz? Pedro se quedó mirándola; aquella vez no tenía respuesta. Aparentemente, la felicidad era un concepto al que no estaba acostumbrado. Aunque infeliz tampoco era. 


Se encogió de hombros.


—Me imagino que la felicidad es una de las medidas para el éxito — aventuró él. 


Paula meneó la cabeza.


—No. Para mí, es la única medida. Por eso no quiero tu dinero. Si acepto aunque sólo sea un céntimo, pensarás que tienes derecho a decirme cómo debo educar a mi hijo. Sé que German tuvo una infancia desgraciada. No sé lo que tú sentirás al respecto; pero a mí eso me duele mucho.


Pedro no pensaba hablarle de sus sentimientos. Ya tenía demasiado poder sobre él; aunque ella no se diera cuenta.


Hasta le costaba pensar en su presencia.


Siempre había dicho que si hubiera sabido lo inexperta que era la noche que casi la seduce, nunca la habría tocado. Se había consolado con eso durante años. Pero ahora no estaba tan seguro. Y aquella conclusión le daba miedo porque significaba que no se conocía a sí mismo.


Estaba a punto de asegurarle a Paula que lo único que quería era que aceptara su dinero; pero enseguida se dio cuenta de que eso nunca sería suficiente. Aunque él no era muy paternal, no podía alejarse de la vida de aquel niño.


Pero no podía formar parte de su vida sin la cooperación de ella. Y ella lo odiaba, lo cual significaba que tenía que trazar un plan. Hacerla cambiar de opinión. Y él no era una persona a la que se le dieran mal las mujeres.


—¿Al menos pensarás lo de la cuenta bancaria?


—¿No te das cuenta de que no es el dinero, Pedro? Es de donde proviene; no quiero pasarme los próximos dieciocho o veinte años peleándome contigo sobre la educación de mi hijo.




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