—Lo sabías.
Cata observó impertérrita el airado rostro de Pedro.
—Sabías que no se había ido con Kieran.
—Todo el mundo lo sabía —respondió muy calmada.
—¿Ah, sí?, ¡pues yo no! —le gritó él fuera de sí.
—Bueno, pues ahora ya lo sabes —dijo ella encogiéndose de hombros.
—¿Y dónde ha estado todo este tiempo?
—Tampoco es que sea un gran secreto ni nada de eso —farfulló—. Todo el mundo sabía que se había mudado a su casa.
Pedro sintió deseos de estrangularla.
—Pero yo no.
—Bueno, no me lo preguntaste, y te pasaste semanas como un zombi, de casa al trabajo y del trabajo a casa.
—¿Y por qué no me dijo que él la estuvo engañando con otras?
—¿Para qué? ¿Para que fueras a machacarlo? Paula no quería que acabaras en la cárcel —le dijo con una sonrisa.
—Ese canalla… —murmuró Pedro sacudiendo la cabeza—.Y pensar que la pobre Nieves no sabe nada.
Cata esbozó una sonrisa traviesa.
—Bueno, por eso no hay que preocuparse. Creo que se hizo una pequeña idea de qué clase de hombre es Kieran en realidad antes de que se marcharan.
Pedro se quedó mirándola boquiabierto.
—¿No le dirías…?
Cata se fingió ofendida.
—¿Por quién me tomas, Alfonso? Simplemente le hice saber que Kieran me había dicho que quería hablar con ella de algo, antes de que empezara la subasta, y que la esperaba en el pasillo, detrás del escenario.
Pedro se rió con ganas por primera vez en varios días.
—¡Dios, Cata, eres terrible!
****
—¿Que Pedro ha hecho qué?
Cata se encogió de hombros con aire inocente. —Sí, va a dejar el trabajo, con quince días de preaviso según he entendido.
—¿Pero por qué?, ¿y qué va a hacer ahora?
—¿Y a ti por qué te importa Pedro de repente?
—¡Cata!, ¿cómo puedes decir eso?
—¿Qué? Te lo digo en serio, Paula. ¿No te parece que lo has castigado bastante por lo que hizo? Lo de ir a ese baile con Nico Scallon fue un golpe bajo.
—Yo solo quería darle celos a ese idiota, que se diera cuenta de lo que se está perdiendo, pero no reaccionó. Bueno, sí reaccionó, pero no como yo quería —aclaró al ver que su amiga enarcaba una ceja.
—Esto se te ha ido de las manos, Paula —murmuró Cata sacudiendo la cabeza—. Pedro te quiere, pero es muy orgulloso, y se va porque no soporta verte con otro hombre, ya sea Kieran, Scallon, o cualquier otro.
Paula sentía deseos de ir a estrangularlo.
—¿Y si me quiere por qué demonios no lo dice? ¿Tanto le cuesta? —masculló irritada, conteniendo lágrimas de rabia—. Además, ¿adonde diablos se supone que piensa ir?
—No sabría decirte. Lo oí decir algo de unos tigres en peligro de extinción en la India o algo así… —Paula había salido disparada hacia la puerta de la tienda—. ¡Eh, Paula!, ¿adonde vas? —pero no trató de detenerla y, cuando la hubo perdido de vista, sonrió triunfal.
La primera vez que Pedro volvió a ver a Paula tras el incidente del festival, fue en un baile organizado por el ayuntamiento. El primer evento público al que se decidía a ir en semanas, y tenía que ir a encontrársela allí… ¡bailando con aquel condenado Scallon!
Sin pensar lo que hacía, se dirigió derecho a ellos, abriéndose camino entre las parejas que bailaban, y con los ojos de toda la comunidad fijos en él.
—¿Se puede saber qué diablos estás haciendo aquí? —le espetó a Paula.
La joven y Nico se detuvieron.
—Creo que lo llaman bailar —masculló ella, enarcando una ceja.
Pedro se quedó mirándola, entre atónito y furibundo.
—Déjame tranquila, Pedro. No es asunto tuyo lo que esté haciendo o con quién.
—¡Ya lo creo que lo es!
—Escuche, Alfonso —le dijo Scallon en un tono conciliador—, la señorita le ha pedido que la deje en paz. Me parece que está muy claro que no quiere hablar con usted.
Si hubiera podido, Pedro lo habría fulminado con la mirada.
—No se meta donde no lo llaman, Scallon, a menos que quiera que le parta los dientes.
—¡Pedro!
—Lo digo en serio. Como vuelva a decir otra palabra te juro que lo tumbo aquí mismo —le aseguró Pedro. Miró en derredor, ignorando las miradas de los demás asistentes—. ¿Dónde está?
—¿Dónde está quién? —contestó Paula frunciendo el ceño.
—Sabes muy bien a quién me refiero. ¿Dónde está Kieran?
Paula se cruzó de brazos y frunció los labios.
—Oh, te refieres al hombre en cuyos brazos prácticamente me echaste. Pues no sé, supongo que estará en Dublín… con su prometida—y girándose hacia Scallon, entrelazó su brazo con el de él y le dijo—: Nico, ¿te importa si vamos a otro sitio? La verdad es que detesto los lugares atestados de gente.
Pedro se había quedado paralizado, pero al verla alejarse la agarró por el brazo para retenerla.
—¡Espera un momento! ¿No te fuiste con Kieran?
Nico cometió el error de interponerse entre los dos. apartando la mano de Pedro.
—¿Por qué no la deja tranquila, Alfonso? Como le dije antes ella le ha dicho que no quería…
No pudo terminar la frase. Pedro le pegó un puñetazo, derribándolo. Hubo algún «¡oh!» entre los asistentes, y la gente empezó a cuchichear.
—¡Por Dios, Pedro! ¿Qué crees que estás haciendo? —le gritó Paula—. ¿Estás bien, Nico? —inquirió arrodillándose junto a Scallon.
—Se lo advertí —dijo Pedro, con la mandíbula tensa mientras se frotaba el puño—. ¿Dónde has estado hasta ahora si no has estado con Kieran?
Paula ayudó a Scallon a levantarse antes de enfrentarse a Pedro.
—Eres un completo idiota, ¿lo sabías? ¿Quién diablos te has creído que eres para venir aquí con exigencias cuando me entregaste a Kieran? Por mí puedes irte al infierno, ¿me oyes?
—¡Lo besaste!
—¡Y tú besaste a Marie Donnelly!
—¡Eso fue distinto!
—¡Y un cuerno!
Se quedaron mirándose, retándose con la mirada, hasta que finalmente fue Pedro quien decidió que aquella era una batalla perdida.
—Como quieras —masculló furioso—. Quédate con tu donjuán de tres al cuarto —le espetó señalando con la cabeza a Scallon, que estaba sujetándose dolorido el carrillo derecho.
Paula no pudo resistirse cuando vio que se daba la vuelta para alejarse en dirección a la salida.
—Oh, y por cierto, ese amigo tuyo al que ibas a entregarme tan caballerosamente…
—¿Qué pasa con él? —inquirió Pedro con aspereza, girándose en redondo.
—Que fue él quien fastidió lo nuestro, no yo.
—¿Qué?
Paula estuvo a punto de ablandarse cuando vio la expresión de asombro en su rostro, pero se dijo que ya era hora de que afrontara los hechos.
—Sí, al poco tiempo de que yo empezara a tener dudas sobre nuestra relación me demostró que no estaba equivocada: me engañó no una, sino varias veces. Así que, ¿qué?, ¿todavía crees que soy lo suficientemente masoquista como para volver con él?
Distintas emociones cruzaron por el rostro de Pedro.
—Yo… no tenía ni idea, Paula. Lo siento de veras… Si lo hubiera sabido… —balbució sacudiendo la cabeza.
Los ojos verdes de Paula lo miraron sin pestañear.
—Esa es precisamente la razón por la que no te lo dije, porque sabía exactamente lo que habrías hecho.
Y, agachando la cabeza, se dio la vuelta para volver junto a Nico.
—Paula… —la llamó él. Ella se detuvo y se volvió despacio hacia él.
—¿Por qué lo besaste?
—Yo no lo besé —suspiró la joven—, me besó él. Si hubieras esperado diez segundos más, te habrías enterado exactamente de lo que pensaba de él y de ese beso.
La orquesta había empezado a tocar una melodía melancólica, y Pedro y Paula se habían quedado en medio de la pista de baile, rodeados por las parejas que giraban, mirándolos con curiosidad.
—He fastidiado lo nuestro, ¿verdad? —murmuró Pedro.
Paula tragó saliva.
—Fue esa estúpida apuesta, Pedro. Eso fue lo que lo ha fastidiado todo. Tal vez las cosas deberían haberse quedado como estaban.
Hizo ademán de volverse otra vez, pero él la retuvo una vez más por el brazo.
—Paula, espera, por favor… ¿Qué puedo hacer para solucionar esto?
La joven lo miró con tristeza.
—Si todavía no lo sabes, Alfonso, no creo que sea yo quien deba decírtelo.
Paula se quedó esperando una respuesta, pero, al ver que no llegaba, se soltó suavemente y se alejó.
Paula no se había sentido tan vacía en toda su vida. Antes, cuando se había sentido sola, siempre había tenido a su lado a Pedro; cuando había estado asustada, allí había estado Pedro; cuando se había sentido confundida, allí había estado Pedro… ¿Cómo podría seguir viviendo sin él?
Tras recoger sus cosas de casa de Pedro se había ido a la que estaban construyéndole. Después de todo estaba prácticamente acabada y tenía lo poco que podía necesitar para empezar a vivir allí.
El primer día, lo había pasado alternando pensamientos de odio hacia Pedro e hinchándose a llorar, y al cabo de una semana tenía un aspecto realmente terrible y ya no le quedaban lágrimas que derramar. ¡Aquella estúpida apuesta…! Tal vez debería haber vuelto a Estados Unidos, pero estaba pendiente de un encargo para hacer unas fotografías del parque natural, y Cata estaba a punto de dar a luz, y no podía dejar la tienda desatendida por más tiempo y…
En realidad sabía que todo eran excusas, que la verdad era que no quería, que no podía volver a marcharse. «El hogar está donde esté tu corazón», le había dicho siempre su madre, y el corazón de Paula estaba en aquel pequeño rincón del mundo donde estaba Pedro.
Aquella tarde, Cata había ido a visitarla, así que Paula hizo té y se sentaron las dos a merendar en el porche trasero.
—¿Cómo va la tienda? —inquirió Paula.
—Bien, va bien. El chico de los Forrester aprende muy rápido.
—Estupendo.
—¿Y cómo llevas el embarazo?
—Bien, aparte de las patadas, el dolor de espalda y todo lo demás, lo llevo de maravilla.
Paula se rió un poco.
—¿Y cómo le va a Paul con…?
Finalmente Cata explotó.
—¡Por amor de Dios, Paula!, ¿es que no piensas preguntarme por Pedro?
Paula la miró con tristeza y agachó la cabeza.
—¿Cómo está Pedro? —musitó.
—Oh, tiene mejor aspecto que nunca… si es que se puede decir eso de los zombis.
Paula se levantó y fue a apoyarse en la barandilla del porche, dándole la espalda a su amiga. Creía que ya había llorado todo lo que tenía que llorar, pero según parecía no era así.
—Paula, ¿no crees que es hora de que pongáis fin a esto?
—¿Vas a hablarme como mi madre?, ¿que esto es culpa mía por haber salido corriendo en lugar de haber hecho que se explicara? ¿Es que no cuenta para nada que besara a otra mujer delante de todo el pueblo para vengarse de mí por algo que ni siquiera le había hecho? —alzó la vista hacia el lago—. Pedro le dejó el camino libre a Kieran, Cata, decidió que no merecía la pena luchar por mí. Si me hubiera amado la mitad de lo que yo lo amo a él, jamás se habría dado por vencido de ese modo, y yo no puedo conformarme con que solo me quiera al cincuenta por ciento, Cata… —su voz se quebró—. Yo quería… yo quería que se enamorara de mí… tan perdidamente como me he enamorado yo de él.
—Tal vez esté asustado, Paula.
—¿Pedro Alfonso, el superhéroe? —le espetó Paula, soltando una risotada amarga—. Lo dudo.
—Quizá tenga miedo de que en el fondo sigas enamorada de Kieran, o de que vuelvas a marcharte a América y le rompas otra vez el corazón.
—Yo nunca le rompí el corazón por irme a América —replicó Paula girándose hacia ella.
—¿Eso crees?
La casa nunca le había parecido tan vacía a Pedro. Después de su desquite durante la subasta Paula había desaparecido literalmente. Debía de haberse pasado por allí, porque faltaban varias de sus cosas, pero no le había dejado ninguna nota, aunque se imaginaba muy bien adonde se había ido y con quién. Pedro se había pasado todo el día siguiente tirado en el sillón, mirando el techo, detestándola a ella y a sí mismo por haberse engañado. Al cabo de una semana tenía un aspecto terrible, y aquella mañana de sábado, cuando llamaron a la puerta, ignoró el timbre hasta tres veces antes de levantarse. Cuando al fin se rindió y fue a abrir, se encontró con Cata.
—Vaya, hola —murmuró esforzándose por sonreír—. ¿Todavía no has salido de cuentas? —inquirió mirando su hinchado vientre. Se hizo a un lado y la dejó pasar, ofreciéndole asiento en el salón.
—No, todavía no, y no creas que no tengo ganas… Estoy tan grande que casi me parece que cuando dé a luz vaya a salir el niño con mochila y todo para irse al colegio —dijo Cata. Pedro se rió sin demasiadas ganas ante la ocurrencia—. Iba a preguntarte cómo estás, pero viéndote puedo decir que estás pasándolo fatal —le confió socarrona—. Sé que no está bien que lo piense, pero, si quieres mi opinión, en parte te mereces un poco de sufrimiento.
—Estupendo —gimió Pedro, hundiendo el rostro entre las manos—; un sermón, justo lo que necesitaba.
—Bueno, alguien tenía que decírtelo —se excusó Cata, sin parecer arrepentida en absoluto.
—Ya, pues, ¿podrías dejarlo para cuando esté un poco más deprimido? Así podrás aprovechar y aplastarme como a una cucaracha —le espetó él con ironía.
Cata suspiró.
—Pedro, Paula te quiere.
—Sí, claro, bonita forma de demostrarlo: primero la encuentro besándose con Kieran, después la ofendo por pagarle con la misma moneda, y a continuación sale corriendo, huyendo de mí como de la peste y haciéndome sentir como un canalla —farfulló Pedro, dejándose caer en el sofá frente a ella.
—Pedro Alfonso, no pienso permitir que le eches la culpa a ella. Tenéis tanta culpa el uno como el otro, por no haber afrontado este asunto como adultos.
—No es verdad —se defendió él—, yo quería habérselo dicho desde un principio a Kieran, fue ella la que no quiso hacerlo. Todo para proteger al «pobre» y «sensible» Kieran.
—De acuerdo, pero lo que hiciste sobre ese escenario fue de lo más infantil —replicó Cata—. De todos modos eso ya da igual. ¿Qué es lo que piensas hacer?
—¿Y qué es lo que quieres que haga? —exclamó él, lanzando los brazos al aire—. ¿Que vaya a Dublín a machacar a Kieran, cosa que estoy deseando hacer, y me la traiga a ella a rastras? Mira, Cata, sé muy bien que me he portado como un imbécil, y me siento tan mal que me pasaría el día dándome cabezazos contra la pared, ¿satisfecha?
—No.
—¿Y entonces qué diablos quieres que diga? —bramó Pedro fuera de sus casillas.
—Que admitas que estás enamorado de ella.
Pedro dejó escapar una risa amarga.
—¿Eso es todo? Sí, Cata, estoy tan loco por ella que es como si me faltara el aire cuando ella no está.
—¿Y por qué no pruebas a decírselo?
—¿Que por qué…? Porque llevo doce años tratando de decírselo y nunca me ha escuchado, ¿por qué iba a hacerlo ahora que Kieran ha vuelto a escena? Paula lo es todo para mí, Cata, no puedo arriesgarme a perderla para siempre. Tal y como están las cosas, tal vez al menos podamos seguir siendo amigos.
Pedro estaba a punto de ser «subastado» cuando Paula llegó a los escalones que subían al escenario. Le dirigió una sonrisa de ánimo, pero él no se la devolvió. La joven se quedó mirándolo confusa. Trató de leer en su rostro, pero era como si se hubiese cerrado a ella.
—A por ellas, Alfonso —le dijo el encargado del sonido, aún entre bastidores.
Pedro frunció los labios y se enderezó, caminando hacia el escenario sin volverse a mirar a Paula. Aquello era lo último que le apetecía hacer después de lo que había presenciado, pero estaba tan dolido que decidió dar a la joven un poco de su propia medicina.
—Señoras —saludó al colocarse bajo el foco, esbozando su sonrisa más seductora—, me parece que las presentaciones sobran. ¿A quién puedo tentar para pasar conmigo una cita en la que disfrutará de toda mi atención?
En un gesto que casi pareció ensayado, se quitó la chaqueta y se la colgó sobre un hombro, desanudando a continuación la pajarita.
—¿A quién de ustedes, damiselas, le gustaría pasar una noche conmigo?
Unas cuantas mujeres se habían ido acercando al escenario, como hipnotizadas.
—¡Cincuenta libras! —gritó Maura Connell.
Pedro le dirigió una sonrisa forzada.
—Maura, por favor, tú, de entre todas las presentes, deberías saber que valgo mucho más que eso. Vamos, señoras, ¿cuánto pagarían por mí?
Otra voz surgió de entre el público:
—¡Setenta!
—¿Por tener toda mi atención? —espetó Pedro, desabrochándose los primeros botones de la camisa—. ¿No les parece que valgo algo más que eso?
—¿Y cómo sabemos que vales más que eso, Pedro? —lo increpó Maura, alzando la barbilla y dirigiéndole una sonrisa insolente.
Pedro enarcó una ceja y torció el gesto.
—Bueno, si hay dudas, tal vez debería demostrarles que valgo mucho más que setenta libras.
—¿Qué diablos estás haciendo? —le siseó Paula entre bastidores.
Pero Pedro la ignoró.
—Marie, ¿dónde estás? ¿No está Marie Donnelly entre las asistentes?
Paula lo miró con los ojos como platos.
—¡Alfonso!
En ese mismo momento Marie estaba siendo empujada por unas amigas hacia el escenario.
—¡Ah, ahí estás. Marie! —exclamó Pedro, ayudándola a subir al escenario.
La joven se colocó a su lado, roja como una amapola y sonriendo con timidez, sin saber qué se esperaba de ella.
Paula no podía comprender qué estaba tramando Pedro, pero los celos hicieron presa de ella cuando vio que tomaba a Marie Donnelly de la mano, mirándola a los ojos, y le decía con su voz más dulce, hablando al micrófono en su otra mano:
—Marie, debo decir que estás preciosa esta noche. Te importaría ayudarme a demostrarle a estas encantadoras damas cuál es mi verdadero valor?
Entre el público varias féminas empezaron a jalearla: «¡Hazlo, Marie!», «¡venga, Marie!».
¿Hacer qué?, se preguntó Paula angustiada. ¿No se atrevería a…?
Un silencio expectante se apoderó del salón cuando Pedro se inclinó hacia Marie.
—¡Alfonso, ni se te ocurra hacerlo! —le gritó.
—¿Hacer qué? —le espetó él con aspereza, girándose un instante hacia ella—. ¿Que no haga lo mismo que has hecho tú?
Y, diciendo eso, Pedro se volvió de nuevo hacia Marie Donnelly, la tomó por la barbilla, y comenzó a besarla como si le fuera la vida en ello. De pronto Paula comprendió de qué se trataba todo aquello, por qué él estaba comportándose de aquel modo: había visto a Kieran besándola. Se sintió temblar de ira por dentro. ¿Había creído que practicaba un doble juego? ¿Tan poco la conocía? Paula sintió una punzada en el pecho. Nunca hubiera imaginado que Pedro pudiera ser capaz de hacerle algo así, pero allí estaba, sobre el escenario, besando a otra mujer delante de ella y de más de cien personas.
—¡Cien libras! —pujó una mujer al fondo de la sala, cuando los labios de Pedro se hubieron despegado de los de la sorprendida y azorada Marie Donnelly.
—¡Ciento veinte! —gritó otra.
Paula no lo soportó más. Sacó el monedero de su bolso y salió al escenario.
—Cincuenta peniques.
Pedro se volvió en redondo.
—¿Qué has dicho?
—Cincuenta peniques —repitió Paula esforzándose por contener las lágrimas—. Eso es todo lo que vales ahora mismo —le dijo arrojando la moneda a sus pies.
Se giró sobre los talones, y echó a correr sin parar hasta que estuvo fuera del hotel.