martes, 19 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 2




Cuando sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo, Pedro Alfonso dio un respingo y movió las persianas sin querer. Se maldijo por llamar así la atención, viendo cómo la imponente pelirroja movía la cabeza como si supiera que la estaba observando... y deseando como hacía tiempo que no deseaba a otra mujer, y menos a una desconocida. Había algo en ella que le desbocaba el corazón.


Por fuera ofrecía una imagen de frialdad y distanciamiento, pero el modo de caminar y su misteriosa sonrisa llamaban algo más que su atención.


Estaba excitado.


A través de la persiana de plástico había observado su retirada. Su cabello, recogido en una cola contra sus hombros descubiertos y pálidos. Cuando se paró junto a la puerta, la minifalda se le había levantado, ofreciendo una breve imagen de un muslo blanco. Se había dado la vuelta y mirado hacia él. No sonrió ni frunció el ceño.


Pero había mirado.


Cuando sonó el móvil por cuarta vez. Pedro maldijo de nuevo y se apartó.


—¿Qué quieres?


—Oh, veo que estas dos semanas de clandestinidad empiezan a afectarte. Estás perdiendo facultades, Alfonso.


Pedro gruñó. No estaba perdiendo facultades, pero sí la paciencia con su compañero, que lo llamaba todos los días igual que solía hacer su padre cuanto se fue a la universidad. El caso también lo impacientaba, y el hecho de que una hermosa irlandesa se hubiera mudado a la casa de enfrente rompía la monotonía en cierto sentido, pero, más que aliviar el estrés, lo hacía sufrir por una diversión que no podía permitirse.


Entró en la cocina y se llevó a la boca el último de los panecillos dulces que le quedaban.


—¿No se te ha ocurrido pensar que tu llamada podría interrumpir el trabajo policial?


—Es casi mediodía. Seguro que Davison está comiendo.


—Puede que no solo esté observando a Davison.


Una pelirroja con cola de caballo. Un cuerpo bien formado, no demasiado bajo, pero decididamente femenino, con unas voluptuosas curvas que parecían llamar a la mano de un hombre. Pedro se limpió los dedos en la camiseta y pensó que estaba siendo patético. Esa mujer ni siquiera se había quitado las gafas de sol. Era demasiado fría.


Y sin embargo... su libido siempre le había causado problemas en sus labores de vigilancia, y ie resultaba imposible no fantasear con la nueva vecina.


—Será mejor que Davison sea la única persona a la que estés vigilando, o Méndez se encargará de servir tu trasero a Asuntos Internos, junto a mi cabeza. Me he jugado mucho por conseguirte este puesto, Pedro. Espero que no lo jorobes.


 Incapaz de quitarse a la vecina de la cabeza, Pedro volvió a la sala de estar y echó un último vistazo por la ventana. No había ningún coche aparcado en la entrada, de modo que no era probable que saliera pronto. Podría seguir espiándola más tarde. De momento, tenía que presentar su informe como un buen soldado.


Como un buen soldado sin nada que informar. —Sí, sí, te lo agradezco tanto que se me saltan las lágrimas. Supongo que no podrías hacer que Davison cometiera algún error, como dar una voltereta lateral, ¿verdad? Algo que demuestre que está fingiendo...


—Si pudiera hacer eso, sería el preferido del teniente en vez de ti.Todavía no hay nada, ¿eh?


—El tipo es bueno —Pedro volvió a la cocina y tiró el envoltorio de los panecillos a la basura—. Anoche inicié una conversación. Parece que es un fan de los Buc.


—¿Podrías conseguir que le diera algunas patadas a un balón? Serviría para probar que sus heridas no valen dos millones de dólares.


Pedro frunció el ceño. El hecho de que el departamento de policía hubiera tenido que pagar esa suma a un ladrón y timador lo irritaba más que todas las horas que había pasado
de servicio en los diez últimos años. Después de que Stanley Davison se interpusiera en la carrera de un policía durante el desfile anual de Gasparilla, se quedara inconsciente y empezase el aluvión de acusaciones, nadie en su sano juicio pensó que podría ganar el pleito, y mucho menos esa fortuna. Pero, por lo visto, ningún miembro del jurado estaba en su sano juicio.


Sin embargo, el nuevo alcalde no estaba de acuerdo, y había ordenado al departamento que demostrase la verdadera gravedad de las heridas de Davison. Sus abogados, preocupados por las implicaciones legales de una investigación oficial, aconsejaron a la policía que actuase con discreción. Pedro, confinado a un escritorio desde que abriera fuego en el arresto de un sospechoso de asesinato, sugirió que le asignaran el trabajo. Después de todo, era uno de los mejores detectives de incógnito. Jake, el agente con el historial más limpio del departamento, habló con el teniente y lo convenció para que Pedro y él se hicieran cargo del caso. Jugar al fútbol con un maestro del engaño como Stanley Stuart Davison tal vez no fuera muy sugerente, pero Pedro haría cualquier cosa antes volver a rellenar fichas sin moverse de una mesa.


—Estoy trabajando en él —le dijo a Jake—. Es un tipo muy receloso.


—Yo también lo sería si tuviera que fingir por ese dinero. Lo que no entiendo es por qué se ha quedado en la ciudad. Tendría que haberse largado con la pasta.


Pedro también había pensado en eso, y suponía que Stanley no solo era un timador, sino un timador increíblemente soberbio. Quería restregar su victoria en la cara de los policías durante un tiempo. Incluso el restaurante al que iba cada día era frecuentado por agentes y oficiales. 


—Es muy listo, y va ser difícil de atrapar. 


—Tu tipo de caso, ¿eh?


Pedro se rio. Era el caso que nadie quería. Ni siquiera se planteaba la posibilidad de arrestarlo. Su única labor era reunir las pruebas necesarias para demostrar que Stanley Davison fingía o exageraba sus heridas. Los cargos por fraude llegarían después, cuando Pedro se estuviera encargando de otra investigación, con suerte más entretenida.


Después de unos minutos más hablando con Jake, dejó el teléfono y miró su reloj. Stanley llegaría a casa dentro de veinte minutos, si cumplía con su horario habitual. Comía a diario en el Blue Star Diner; luego, tomaba café con los otros millonarios que se pasaban por allí. Después volvía a casa para dormir una siesta, ya fuera en una hamaca en el jardín trasero, o en la inmensa cama de agua de su dormitorio si el tiempo era malo.


Por suerte para Pedro, el ciclo estaba despejado y lucía un sol radiante. Si salía al jardín trasero de la casa, convenientemente subarrendada poco después de que Stanley se mudase a la de al lado, tal vez tuviera la oportunidad de entablar una conversación con él. Stanley necesitaba sentirse cómodo y despreocupado antes de cometer algún desliz.


Y como Pedro ya había descubierto que Stanley apreciaba la jardinería, había ido a la tienda el día anterior y había comprado tres ramos de rosas. Las había colocado junto a la valla que separaba ambos jardines. Con un poco de suerte encontraría algo de lo que hablar.


Agarró la caja de herramientas que había dejado en el porche, y se dirigió hacia el jardín, mirando por encima del hombro hacia la casa al otro lado de la calle. Se preguntó si a su nueva y sexy vecina le gustarían los hombres con las manos manchadas de tierra.


Pero, que él supiera, la jardinería no figuraba entre las diez actividades más valoradas por las mujeres, de modo que era preferible que la pelirroja estuviese ocupada deshaciendo el equipaje en su nuevo hogar.


Aunque la casa parecía tan reformada y limpia como las otras del elegante barrio residencial, el departamento de policía prefirió pedirle el favor al propietario de la casa de enfrente cuando vieron el viejo aparato de aire acondicionado y las goteras en el techo.


Esa mujer tenia que estar forrada si había pagado el exorbitante precio que pedían, pero no sería la primera persona que despilfarraba el dinero en Tampa. El día anterior había llegado un enorme camión de mudanzas con suficientes muebles para amueblar dos casas.


Pero cuando la propietaria llegó aquella mañana, tan solo llevaba cinco cajas y una bolsa que tampoco parecía muy pesada. Pedro se preguntó cómo se ganaría la vida, y qué la habría llevado a la zona más selecta de la ciudad.


Y también cómo sería su ropa interior... Sacudió la cabeza y se preguntó si no estaría pillando una insolación. No tenía tiempo para tontear con la vecina. Le quedaban una semana o dos para conseguir algo, antes de que le asignaran otro caso. Y aunque se moría de ganas por volver a la calle, no le gustaba la idea de dejar una investigación a medias. Y eso significaba no flirtear, ni hablar ni interactuar de ninguna manera con su nueva y hermosa vecina. No importaba lo apetitoso que pareciera su trasero, ceñido a la minifalda vaquera que llevaba. Ni lo contorneados que parecieran sus pechos bajo el top...


Dejó escapar una maldición. Sí esa mujer podía encender su lujuria desde veinte metros de distancia, ¿cómo sería bajo las sábanas?


Abrió el grifo de la manguera y regó las rosas hasta que eí agua las deshojó. Iba a necesitar una ducha helada si quería concentrar la atención en el caso. Donde debía estar.



LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 1







—¡Oh, chica, menudo aliciente para el trabajo!


Paula Chaves siguió la mirada de su mejor amiga hacia la casa al otro lado de la calle. O, para ser más exacto, hacia el hombre que supuestamente vivía allí.


Iba vestido con una camiseta ajustada y unos pantalones cortos, y parecía moverse con una ligera dificultad; tan ligera, que un ojo menos experto o más romántico la hubiera confundido con un pavoneo propio de John Wayne. Pero Paula era una experta en detectar las manías y rarezas de las personas, ya que era una habilidad esencial en su trabajo. Y en aquel hombre observó una poderosa fuerza masculina que emanaba de su cuerpo. Anchos hombros, vientre liso, brazos y piernas bronceadas, musculosas y apenas cubiertas con una fina capa de vello oscuro.


Pero, a pesar de ser arrebatadoramente atractivo, no era John Wayne. Sentada en el regazo de su padre, Paula había visto de niña Río Bravo y La diligencia, sabía apreciar las diferencias.


No, no era John Wayne.


¿Mel Gibson? ¿Robert Redford? Se parecía, pero seguía siendo... distinto. Fuera cjuien fuera su vecino, tenía una presencia tan imponente que atraería la atención de todas las mujeres que hubiera a veinte kilómetros a la redonda.


Era el último tipo de hombre que Paula necesitaba en esos momentos.


No se había mudado allí para que alguien pudiera distraerla, sino para realizar un trabajo que demandaba su entera atención las veinticuatro horas del día. Un trabajo por el que debía infiltrarse en el vecindario lo más rápido y lo más discretamente posible.


Pero bajo el sol de Florida, que la obligaba a protegerse con gafas oscuras, no tuvo más remedio que rendirse a las hormonas y observar junto a Elisa.Aunque, a diferencia de su amiga, ella hizo un esfuerzo por mantener los labios pegados.


Observó sin perder detalle cómo el vecino se paraba junto a una farola por la que trepaban los jazmines y cómo se inclinaba para arrancar las malas hierbas de la base. A Paula le dio un vuelco el corazón. Tenía a un dios viviendo al otro lado de la calle, una libido que no sentía tan despierta desde que Luke Hamilton le propuso ir más lejos en su decimosexto cumpleaños, y un millar de razones por las que debía comportarse como si su sexy vecino no la excitara. 


Las contradicciones la marearon. Elisa se sacó el pirulí que siempre llevaba en la boca y bajó los escalones del porche para unirse a Paula.


—Supongo que no será ese el hombre a quien tienes que vigilar.


Paula sacó una bolsa de ropa del coche de Elisa y se volvió hacia la casa que había alquilado en Hyde Park, un agradable barrio al sur deTampa.Al acercarse a la puerta, vio en el reflejo del cristal a su vecino recogiendo el correo.


Tragó saliva.


Seguramente Elisa ya estaría pensando que su amiga se había enamorado.


—¿Se parece a una de esas comadrejas con gafas que sacan el dinero a todo el mundo?


—¿Ya estamos con los estereotipos?


—¿Qué estereotipo? He visto a Stanley Davison, y, créeme, es una comadreja.


—Entonces, ¿quién es ese hombre? 


Paula se dio la vuelta y vio que el hombre levantaba la mirada y la saludaba al estilo militar. Tuvo que reprimir el impulso de devolverle el saludo, y dejó que fuera Elisa quien lo hiciera con una de sus mejores sonrisas. No podía distraerse del trabajo. Había demasiado en juego como para permitir que algo o alguien la distrajera.


Y menos un macizo moreno escasamente vestido que representaba la manifestación física de sus fantasías sexuales.


Llevaba el cabello negro corto por la nuca, pero lo suficiente largo por delante para que entre los mechones pudieran entrelazarse los dedos de su amante. Y su cuerpo, atlético y bronceado, estaba hecho a la medida de un hombre que no temía sudar.


Paula ahogó un gemido.


El vecino devolvió con una sonrisa el saludo de Elisa, pero, a pesar de los veinte metros que los separaban, Paula sintió que su atención se dirigía a ella. Vio que la miraba con ojos entrecerrados y que el extremo de su boca se elevaba en un gesto de... ¿Interés?


No lo sabía, y tampoco quería saberlo. Si la encontraba atractiva, mejor para él. Pero que ella lo encontrase atractivo era un grave inconveniente. Había pasado mucho tiempo desde que quiso a un hombre en su vida, y empezaba a preguntarse si el divorcio, supuestamente superado, no seguiría controlando sus decisiones. Tenía una gran vida social gracias a los amigos y la familia, pero no quería ni oír hablar de citas. No tenía tiempo. Demasiado trabajo del que ocuparse... y demasiada ambición que alimentar.


En doce años trabajando para la agencia de detectives de su tío, el único aliciente que había tenido había sido el equipo de vigilancia que le habían instalado en el dormitorio, el día antes de su llegada.


Pero se había encontrado con un apuesto vecino al que podría comerse con los ojos en sus ratos libres... En caso de tener ratos libres. Su labor era vigilar a la comadreja que vivía al lado. Cuando hubiera demostrado que Stanley Davison era un estafador, algo en lo que habían fallado dos agencias de detectives, un juez y un ejército de abogados, habría conseguido el reconocimiento que necesitaba como la nueva directora de Chaves Group.


Nacida en medio de cinco hermanos, Paula había aprendido muy pronto que tenía que esforzarse por conseguir atención. 


Empezó trabajando como investigadora privada en el departamento de correos, durante las vacaciones de verano. 


Poco a poco fue escalando posiciones, hasta llegar a conocer todas las facetas de Chaves Group, la engañosa cartelera corporativa para la más prestigiosa agencia de detectives del sur. Pero, aunque se había sentado en el sillón de su tío en más de una ocasión, sobre todo para arreglar algún problema en el último minuto, el sillón seguía siendo de su tío.


Y lo sería hasta que se retirara y le cediera el poder.A ella o a su hermano.


La idea le hizo apartar la mirada del vecino. con su pelo oscuro e imponentes hombros. Le encantaban los hombros anchos y robustos, especialmente los que se curvaban entre los pectorales y la clavícula, para apoyar en ellos la cara. 


Sacudió la cabeza. No podía permitirse una distracción semejante. Entró en la casa y dejó la bolsa sobre cinco cajas apiladas al pie de la escalera.Al salir, el vecino había desaparecido.


—Tiene un trasero delicioso —aseguró Elisa. Paula se mordió el labio. Elisa, su mejor amiga y contable de Chaves Group, había sido una cazadora de hombres hasta que su tío contrató a Ted Buttler para dirigir el equipo técnico. Meses después, Elisa y Ted formaban una apasionada pareja, lo que bastó para convencer a Paula de que el amor aún existía en el mundo, pero no para ella.


—No creo que Ted apreciara tu gusto por el trasero de otros hombres.


Elisa se encogió de hombros y le dio otra lametada al pirulí.


—Ted tiene un trasero perfecto. El de tu vecino solo es delicioso —se dejó caer en un banco de mimbre e invitó a sentarse a Paula.


—Perfecto, ¿en? —Paula miró el maletero vacío del coche de Elisa, y decidió que no le vendría mal un descanso.Tal vez hablar del trasero de Ted la distrajera del hecho de que acababa de trasladar todas sus pertenencias en cinco cajas y una bolsa de mano.


No había visto el trasero de su vecino, pero si se correspondía al resto de su cuerpo,Ted iba a tener a un serio rival. —Oh, sí —respondió Elisa—.Ted jugaba al béisbol. ¿No te has fijado en que los jugadores de béisbol tienen los mejores traseros?


Paula miró hacia la ventana de la casa de enfrente. Creyó ver que las persianas se movían, pero se dijo a sí misma que estaba equivocada. Además, aunque el vecino estuviera espiando, estaría mirando a Elisa.Aunque las dos eran igual de atractivas, su amiga irradiaba una sensualidad que embelesaba a cualquier hombre.


Paula, en cambio, estaba tan dedicada a su trabajo que no podía transmitir unas vibraciones semejantes. Había malgastado todo su romanticismo en un matrimonio fallido, y solo le quedaba un deseo: las llaves del despacho de su tío... a pesar de que se había convertido en una esperta en forzar cerraduras. —Está claro que no —dijo Elisa.


-¿Qué?


—¿Béisbol? ¿Traseros? No importa. Deberías vigilar a ese tipo —Elisa apoyó en el banco sus bronceadas piernas y se estiró, como si hubiera transportado veinte cajas en vez de cinco. —Estoy aquí para vigilar a Stanley Davison, y eso es lo que voy a hacer.


—¿Las veinticuatro horas al día, siete días a la semana? No estará tanto tiempo en casa. Y sé que le has encargado a un segundo equipo que lo siga cuando salga.


Paula se metió las manos en los bolsillos de su minifalda vaquera y asintió. Aquel era su primer trabajo de campo, y quería que todo saliera bien. Por eso había asignado más de un agente a la vigilancia de Stanley. Era caro, pero merecía la pena si conseguían las pruebas.


Un mes atrás, Stanley Davison había ganado un pleito contra el departamento de policía de Tampa. Había alegado heridas graves en el cuello y en la espalda durante una persecución policial, y había recibido una indemnización de dos millones de dólares. Al principio, Paula no sintió ningún interés por el caso.A miz de lo de Stanley, el departamento de policía se vio inundado de cargos y acusaciones por sus métodos, y estaba a la espera de enfrentarse a un aluvión de pleitos judiciales.


Pero una entrevista con el agente de seguros de la policía llamó la atención de Paula. El portavoz de First Mutual Insureance se quejaba del elevado número de reclamaciones falsas que se le presentaban. La compañía tenía a sus investigadores trabajando a destajo, ya que con demasiada frecuencia los demandantes conseguían engañar a médicos y jurados.


Paula hizo algunas averiguaciones y supo que First Mutual necesitaba ayuda. Inmediatamente, convenció a su tío Noah para que presentara un plan, pero ella quiso añadir algo más; algo que destacase a Chaves Group del resto.


Algo como demostrar que Stanley Davison, el demandante más famoso del momento, era un fraude.Y además, con ello le demostraría a su tío que era ella, y no su hermano Patricio, quien merecía el puesto de director.


—Si siguen mis instrucciones —le dijo a Elisa—, Stanley Davison no hará nada sin que alguien de Chaves Group tome nota. Cuando esté fuera, Jase y Tim lo seguirán, Y cuando esté en casa es cosa mía.


—Stan no es un tipo casero. ¿Qué harás cuando no esté?


Paula prefería no pensar en el aburrimiento que sugería la pregunta de Elisa. Desde que se licenció, se había pasado en la oficina rodos los días de la semana, de todas las semanas del año, salvo Navidad y Pascua. Llegaba a las siete de la mañana y nunca se iba antes de las siete de ía tarde. Sus pasatiempos eran el estudio de antiguas investigaciones, revisar los libros de los contables y asegurarse de que ninguno de los empleados se diera cuenta de los errores de su tío. Pero allí, lejos de la rutina diaria, no tenía nada más que un estafador para llenar el tiempo. Y quizá, el señor Trasero al otro lado de la calle.


—Supongo que me dedicaré a leer.


—¿Apasionadas novelas de espionaje?


—Informes de casos.


—Menuda distracción...


—Puede, pero una novela no va a ayudarme a conseguir lo que quiero —no iba a reconocer que tenía una novela de suspenso escondida entre las ropas. Tenía que proteger su imagen de mujer negocios, incluso ante su mejor amiga.


Elisa se echó a reír. Se levantó y sacó las llaves del bolsillo de sus pantalones ceñidos.


—Puede que no, pero sí te ayudaría a conseguir lo que necesitas.


—No empieces otra vez con eso de que necesito un hombre.Ya tuve uno.Y un matrimonio. Lo único que quiero ahora es una empresa propia.


—Ninguna empresa te dará calor por la noche, cariño.


—Tengo mantas, y esto es Florida. No voy a pasar frío.


Elisa frunció el ceño, pero no discutió. Habían mantenido esa conversación demasiadas veces, y aunque Paula nunca lo admitiera, era indudable que se sentía sola.


—Supongo que no querrás encargar un par de pizzas y revisar conmigo esta noche el caso Anderson, ¿verdad? —le preguntó Paula, cuando Elisa bajó los escalones del porche.


—¿Repasar un caso cerrado contigo y con comida italiana? —Elisa miró por encima del hombro y sonrió—. ¿O acompañar a Ted en su vigilancía de la finca de Rinaldo? Que elección tan difícil...


—Te llamaré por la mañana —dijo Paula.


Elisa subió al coche y bajó la ventanilla mientras arrancaba.


—¿Tienes todo lo que necesitas mientras tu coche está en el taller?


Paula asintió y se despidió con la mano. No pudo evitar pensar que Leonel, su ex marido, y ella se acostaban en el asiento trasero del coche cuando se suponía que él debía estar vigilando. En aquellos tiempos resultaba emocionante por la fascinación de lo prohibido, pero en esos momentos Paula solo podía recordarlo con amargura, por lo ingenua que había sido.


Oh, cuánto echaba de menos el sexo prohibido. .. Y qué no daría por echar un vistazo al interior de la casa de su vecino. 


A su dormitorio. Por la noche...


Se dirigió hacia la puerta, decidida a mantener la cabeza en su sitio.Tenía trabajo que hacer, cajas que desempaquetar y llamadas que hacer antes de que Stanley Davison volviera a casa.


Pero, antes de empujar la puerta, sintió un escalofrío en la nuca. Un sudor helado se deslizó entre sus pechos. Alguien la estaba observando.


Desde muy cerca.


Lentamente, giró la cabeza hacia la izquierda y por el rabillo del ojo captó un movimiento. Al otro lado de la calle, las persianas se habían movido. Podría ser el aire acondicionado. Algún animal doméstico.


O podría ser él. Observándola.


El calor que la había abandonado segundos antes ardió en su estómago y se propagó en llamas por su interior. Tan solo la idea de que la estuviese mirando la hizo pensar en sensuales escenarios y abrasadoras situaciones de pasión.
Intentó sofocar sus fantasías recordándose que no sabía nada de aquel hombre que tal vez la estuviese observando. 


Podía ser un psicópata, o quizá solo fuera un fisgón, pero Paula prefirió creer que le había gustado lo que vio minutos antes y que quería echar otro vistazo.


Pero eso sería todo lo que él consiguiera. Una simple mirada de vez en cambio, y como mucho un saludo cortés con la mano cuando se encontraran.


¿Y si él le hablaba? Paula no quiso imaginárselo, pero su mente hedonista la torturó con sugerentes posibilidades. Un hombre como aquel debía de tener una voz capaz de derretir el chocolate.


LA MIRADA DEL DESEO: SINOPSIS





A la detective Paula Chaves le gustaba mirar. Estaba segura de que aquel caso iba a suponer el espaldarazo definitivo a su carrera, hasta que se enteró de que sus compañeros estaban vigilando la casa equivocada. Pero entonces descubrió que era Pedro Alfonso, su sexy vecino, al que estaban espiando por error. Y aunque sabía que aquello no era asunto suyo, no podía apartar la vista de la pantalla.


El detective Pedro Alfonso estaba llevando a cabo una misión de vigilancia, pero cuando echó un vistazo a las piernas de su guapísima vecina no pudo pensar más que en llevársela a la cama.


Por eso, cuando descubrió que ella estaba espiándolo, decidió demostrarle que tocar podía ser mucho más emocionante que mirar...





lunes, 18 de julio de 2016

RENDICIÓN: CAPITULO FINAL




Se casaron en Irlanda un mes antes de que su bebé naciera. 


Asistió toda la familia de Paula: su padre, sus hermanos y sus familias llenaron la pequeña iglesia. Cuando se retiraron al hotel que habían reservado, la fiesta aún seguía al más típico estilo irlandés. Su familia irlandesa le dijo que, en cuanto el bebé naciera, lo celebrarían como se merecía. El alcohol no dejaría de correr durante al menos dos días. Al escuchar aquello, Pedro se echó a reír y les dijo que antes de que el bebé descubriera lo maravillosa que puede ser una fiesta irlandesa, tendría que descubrir las maravillas de acompañar a sus padres de luna de miel. Los dos habían acordado que el bebé los acompañaría fueran donde fueran.


Amelie nació sin problemas con más de cuatro kilos de peso, cabello oscuro y unos enormes ojos castaños.


Raquel, que estaba encantada ante la perspectiva de tener una hermana, se mostró maravillada cuando fue a verlas al hospital y se asomó a la cunita que Paula tenía junto a la cama.


Mientras observaba la escena, Pedro no pudo evitar pensar que eran la imagen de la familia perfecta. Su hermosa esposa, radiante a pesar de estar agotada por el parto, no podía parar de sonreír a la niña que tenía entre sus brazos. 


Mientras tanto, Raquel, la hija que había creído perder para siempre, estaba junto a ellas. El cabello oscuro le caía como una cortina sobre madre e hija y acariciaba suavemente la regordeta y sonrosada mejilla de su hermana.


Si Pedro hubiera podido embotellar en el tiempo aquel instante, lo habría hecho. Se limitó a acercarse al pequeño grupo sabiendo por fin que aquello era la esencia de la vida.





RENDICIÓN: CAPITULO 20





Una hora más tarde, Paula se vio por fin en una habitación privada. Mientras Pedro se sentaba a su lado, no podía dejar de pensar en las palabras que había creído escuchar de sus labios. ¿Habían sido reales o más bien producto de su febril imaginación?


–Gracias por traerme al hospital, Pedro –susurró con una débil sonrisa.


–Estás cansada, pero todo va a ir bien con el bebé. ¿Acaso no te lo dije?


Paula sonrió con los ojos medio cerrados. El alivio que sentía era abrumador. Había escuchado los fuertes latidos del corazón de su bebé y le habían asegurado que todo iba bien. Había pensado trabajar desde casa en el último trimestre de embarazo. Tendría que hacerlo mucho antes.


–Sí…


–Y… y te decía en serio lo que te dije cuando te llevaban para hacerte la ecografía.


Paula abrió los ojos de par en par y sintió que el corazón se le detenía un instante. No quería recordárselo, por si había oído mal, pero al ver cómo él la miraba deseaba perderse en las posibilidades que ofrecían aquellas palabras.


–¿Y qué me dijiste? Yo no… me acuerdo…


Se miró la mano que, de algún modo, se había colocado entre las de él.


–De repente, me puse a pensar en lo que yo haría si te pasara algo… y me asusté mucho.


–Sé que te sientes responsable porque yo esté embarazada… –susurró ella tratando de refrenar la esperanza.


–No estoy hablando del bebé. Estoy hablando de ti –afirmó él mirándola a los ojos–. No sé lo que haría si te ocurriera algo porque eres el amor de mi vida. No, espera. No digas nada. Solo escucha lo que tengo que decir y luego, si quieres echarme a patadas de tu vida, haré lo que tú digas. Podemos organizar el tema de la custodia y lo de la pensión para ti. Entonces, dejaré de molestarte con mi presencia.


–Te escucho… –musitó ella. ¿Amor de su vida? Solo quería repetirse esa frase una y otra vez porque no creía que se pudiera acostumbrar a escucharla.


–Cuando apareciste por primera vez en mi casa, supe que eras diferente a la mujer que yo había conocido hasta aquel momento. Eras inteligente, descarada, alegre… Me sentí atraído por ti y supongo que el hecho de que tú ocuparas un lugar especial en un pedazo de mi intimidad y en ciertos aspectos de mi vida que no son públicos atrajo más aún mi atención. Era como si todo el paquete resultara irresistible. 
Eras completamente sexy sin saberlo. Inteligente y sabías cosas sobre mí.


Paula recordó el modo en el que la miraba cuando hacían el amor, en las cosas que él le decía y no dudó ni un instante que aquella atracción fuera totalmente verdadera.


–Todo parecía encajar tan bien entre nosotros… Cuanto más nos conocíamos, mejor era todo. Yo pensaba que todo tenía que ver solo con el sexo, pero era algo mucho más importante. Simplemente no me di cuenta. Después de lo ocurrido con Bianca, di por sentado que las mujeres solo podían satisfacer una cierta parte de mí antes de hartarme y desaparecer de mi vida. Yo no buscaba compromiso alguno ni esperaba encontrarlo. Sin embargo, el compromiso me encontró sin que yo me diera cuenta.


Cuando Pedro sintió que ella le acariciaba suavemente la mejilla, le agarró la mano y le dio la vuelta para poder besarle la palma.


–Gracias a ti –prosiguió–, mi relación con Raquel es mejor que nunca. Gracias a ti, he descubierto que hay mucho más en la vida que tratar de ser padre de una adolescente hostil y enterrarme en mi trabajo. Jamás me he parado para cuestionarme por qué no me sentí abrumado cuando me dijiste lo del embarazo. Sabía que esta vez era diferente de lo de Bianca. Si me hubiera tomado tiempo para analizar las cosas, podría haber empezado a ver que ya había ocurrido. Me habría dado cuenta de que me había enamorado perdidamente de ti.


Había puesto sus cartas encima de la mesa y se sentía muy bien. Fuera cual fuera el resultado, siguió hablado para que Paula no lo interrumpiera diciéndole que no era el hombre adecuado para ella.


–Tal vez no llore en las películas de chicas, pero puedes fiarte de mí. Soy una apuesta segura. Estoy a tu lado, ya lo sabes. Siempre lo estaré porque no soy nada sin ti. Si sigues sin querer casarte conmigo o si quieres ponerme a prueba, estoy dispuesto a aceptarlo porque siento que puedo demostrarte que soy la clase de hombre que quieres que sea.


–¿A prueba?


–Sí, para que puedas ver si soy adecuado para ti.


–Sé lo que quiere decir –replicó ella. Quería estrecharlo entre sus brazos, besarlo y saltar de alegría–, pero, ¿por qué no me lo dijiste antes? Ojalá lo hubieras hecho. He sufrido
mucho porque te amo tanto que pensaba que lo último que necesitabas era verte atrapado en un matrimonio con una persona con la que no querías estar. Sabía que me estaba enamorando de ti, pero sabía que tú no buscabas el compromiso en tus relaciones.


–Es cierto.


–Eso debería haberme detenido, pero no lo vi venir. Tú no eras la clase de hombre del que yo pensé que podía enamorarme, pero, ¿quién ha dicho que el amor sigue las reglas? Cuando me di cuenta de que te amaba, estaba tan enamorada que la única salida que tenía era salir corriendo tan rápidamente como pudiera en la dirección opuesta. Fue lo más difícil que he hecho en toda mi vida, pero pensé que, si me quedaba, se me rompería tanto el corazón que no me recuperaría jamás.


–Cariño mío… mi hermosa y especial compañera… –susurró él mientras la besaba suavemente en los labios.


–Entonces, me enteré de que estaba embarazada. Cuando se me pasó el shock, me puse enferma al pensar que tenía que decírtelo, al pensar que te horrorizaría y que sería como si tu peor pesadilla se hiciera realidad.


–Y aquí estamos ahora. Voy a volver a pedírtelo, cariño mío… ¿Quieres casarte conmigo?



RENDICIÓN: CAPITULO 19




El dolor empezó justo después de medianoche, cinco meses antes de que saliera de cuentas. Al principio, Paula se despertó desorientada. Cuando vio que estaba sangrando, el terror se apoderó de ella.


¿Qué significaba aquello? Había leído algo en uno de los muchos libros que Pedro le había comprado. Sin embargo, en aquellos momentos, su cerebro parecía haber dejado de funcionar. En lo único en lo que podía pensar era en encontrar su teléfono móvil para llamarlo.


Le había dicho una y otra vez que no iba a casarse con él, pero Pedro había seguido desafiando sus defensas convirtiéndose poco a poco en su más firme apoyo. Pasaba la mayor parte de las tardes con ella. Acudía a las citas con el médico. Había incorporado a Raquel llevándola consigo en muchas ocasiones cuando iba a visitarla, hablando como si el futuro contuviera la posibilidad de que todos se convirtieran en una familia, aunque Paula se negaba a aceptar nada de lo que él le decía. No sabía lo que Pedro estaba esperando alcanzar. No la amaba.


Poco a poco, Paula comenzó a apoyarse en él y nunca tanto como aquella noche, cuando el sonido de su profunda voz tuvo el efecto inmediato de tranquilizarla.


–Debería haberme quedado contigo a pasar la noche –le dijo, tras presentarse en su casa en tiempo récord.


–Entonces no era necesario…


Paula se reclinó y cerró los ojos. El dolor había disminuido, pero aún seguía en estado de shock al pensar que algo podía ir mal y que podría perder al niño.


–En realidad, no debería haberte llamado –dijo ella, más secamente de lo que había querido en un principio–. No lo habría hecho si hubiera pensado que lo único que ibas a hacer era preocuparte…


Sin embargo, no se le había ocurrido otra cosa más que tomar el teléfono para llamarlo. Pedro se había convertido en parte fundamental de su vida a pesar de que él no la amaba, a pesar de que no estaría con ella en el coche si ella no se hubiera presentado aquel día en su despacho.


No había podido prever el modo en el que él se iba a convertir en parte indispensable de su vida, ocupándose de ella y ayudándola en todo lo que podía. Paula jamás había pensado adónde les podía llevar todo aquello.


–Por supuesto que debías llamarme. ¿Y por qué no ibas a hacerlo? Ese bebé es mío también. Yo comparto todas las responsabilidades contigo.


Y así había sido, hasta el punto de pedirle que se casara con él. A Pedro le sorprendía la obstinación de Paula para no hacerlo. ¿Y por qué no quería? No lo comprendía. Estaban bien juntos. Iban a tener un bebé. A pesar de que no había vuelto a tocarla, ardía en deseos de tenerla en su casa y los recuerdos del sexo que habían compartido le hacía perder la concentración en las reuniones. Tal vez había mencionado algunas veces que había aprendido amargas lecciones en la vida por verse atrapado en un matrimonio con la mujer equivocada y por las razones equivocadas, pero eso había hecho precisamente que su proposición de matrimonio fuera más sincera. Estaba dispuesto a olvidar aquellas desgraciadas lecciones del pasado y a volver a recorrer el mismo camino.


¿Por qué no lo veía Paula?


Había dejado de pensar en la posibilidad de que pudiera estar reservándose para el hombre perfecto. Solo pensarlo lo volvía loco.


–No me gusta cuando hablamos de responsabilidades –le espetó ella mirándolo brevemente antes de apartar de nuevo los ojos–. Vas demasiado deprisa. Nos vamos a estrellar.


–No he pasado del límite de velocidad. Por supuesto que voy a hablar de responsabilidades. ¿Y por qué no?


¿Acaso prefería que le diera la espalda y se olvidara de ella? ¿Era eso lo que quería?


–Solo quiero que sepas –dijo Paula–, que si le ocurre algo a este bebé…


–No le va a ocurrir nada.


–Eso no lo sabes…


Pedro no quería discutir con ella, por lo que decidió guardar silencio. No era lo más adecuado en aquellos momentos, mientras se dirigían al hospital.


–Por eso quiero que sepas que, si ocurre algo, tus 
responsabilidades conmigo han terminado. Te puedes marchar con la conciencia tranquila sabiendo que no me dejaste tirada cuando estaba esperando un hijo tuyo.


Pedro contuvo la respiración. Por suerte, el hospital ya se veía en la distancia.


–Creo que no es el momento para esta clase de conversación –dijo, mientras se detenía con un brusco frenazo frente a la puerta de Urgencias. Sin embargo, antes de apagar el motor, la miró a los ojos–. Tienes que relajarte, cariño mío. Sé que tienes mucho miedo, pero yo estoy aquí a tu lado –añadió mientras le acariciaba suavemente la mejilla.


–Estás aquí por el bebé, no por mí –replicó ella.


No pudieron seguir hablando. Se vieron atrapados en la vorágine del eficiente proceso de ingreso por urgencias en un hospital. Pedro acompañó a Paula por los pasillos del hospital junto a la silla de ruedas en la que la llevaban. 


Parecían estar rodeados por mucha gente, pero ella le apretó la mano con fuerza, casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo.


–Si algo le ocurre al bebé –le susurró él al oído mientras se dirigían a la sala de ecografías–, yo seguiré a tu lado.