sábado, 2 de enero de 2016

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 20




Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Pedro se movió hacia delante y aumentó la intensidad del beso. No encontró resistencia, y lo que comenzara como un tropiezo se convirtió al instante en un beso incendiario. Abrió la boca y la saboreó hasta el fondo. El ronco gruñido que se escapó de la garganta de ella y la forma en que se enganchó a su cuello terminaron por volverlo loco.


Tenía unos labios maravillosos que la besaban de manera escandalosa. Paula había dado y recibido otros besos; pero ninguno como aquellos. Le acarició la nuca con los dedos, introduciéndolos entre los mechones de cabello negro. Él la envolvió por completo entre sus brazos y su fuerza la atravesó como una lanza. La cabeza le daba vueltas y cada fibra de piel aguardaba expectante su contacto. Era increíble el nivel de excitación que aquel hombre conseguía solo tocándola con la boca. Dispuesta a averiguar lo que ocurriría si la tocara con todo el cuerpo, Paula se separó de él y se sacó el jersey y la camiseta interior. Se quedó quieta frente al fuego únicamente con su sencillo sujetador negro y los vaqueros, antes de lanzarle una tímida mirada. Sin saber qué hacer se mordió el labio inferior. No sentía pudor ni reservas, pero jamás había estado tan nerviosa.


Él se puso pie muy despacio sin dejar de mirarla. El negro de sus ojos resplandeció como el azabache a la luz del fuego.


—Voy a hacerte el amor —susurró.


No era una petición de permiso, sino más bien la constatación de un hecho. Pero oír cómo lo pronunciaba la hizo contraerse de deseo. Fue hacia él y lo abrazó. Pedro bajó la mano a lo largo de su espalda desnuda, atrayéndola hacia sí. Levantó la cabeza y la volvió a besar en la boca; lenta y profundamente. Mientras, le desabrochaba el botón del vaquero y le bajaba la cremallera con una lentitud exasperante que la hizo gemir y apretarse más contra él.


—Oh, por favor —rogó, enfebrecida de deseo.


Sus labios se elevaron en una sonrisa mientras le besaba el cuello.


—Por favor, ¿qué? —preguntó, torturándola con suaves besos cerca del lóbulo de su oreja.


—Hazme el amor, Pedro —rogó, con la voz ronca de deseo—. Por favor.


La forma en que pronunció su nombre le produjo un escalofrío que recorrió su espina dorsal. Con un ágil movimiento le desabrochó el sujetador, que cayó al suelo. 


Sus pechos quedaron libres, redondos y plenos. Pedro bajó la cabeza y fue besando su piel en movimientos descendentes hasta posar sus labios sobre uno de los excitados pezones. 


Encantado con su reacción, repitió la acción con el otro pecho. Se demoró con suaves caricias circulares con la lengua antes de cerrar la boca sobre la excitada cima y dar un ligero tirón.


Paula gemía y se contorsionaba contra él, buscando un mayor contacto allí donde sus cuerpos ansiaban unirse.


Sin embargo, antes de perder la cabeza por completo él recordó algo.


—¡Mierda! —gruñó, tomándola por los brazos y apartándola para mirarla a la cara.


Paula abrió los ojos y le miró, completamente desorientada.


—¿Usas algún método anticonceptivo?


La pregunta tardó unos segundos en adquirir significado en su obturada mente.


—No —murmuró, con la voz quebrada por sus violentas respiraciones.


Pedro miró al techo antes de maldecir.


Pero Paula recordó algo que había visto cuando le estaba curando. Se apartó ligeramente de él para introducir la mano en el botiquín y sacar una cajita de cuatro preservativos.


Él la miró con admiración y suspiró aliviado.


—¿Es que esperabas visita? —preguntó con sorna, alzando una ceja.


Paula se ruborizó al instante.


—Me encantaría decirte que soy tan previsora —respondió, tratando de disimular su timidez y parecer más mundana—. Pero venían con el botiquín.


—¿Están en buen estado?


Ella achicó los ojos para ver la fecha de caducidad y asintió.


Pedro bajó la cabeza y la besó. La abrazó con fuerza, disfrutando lo indecible del contacto de sus pechos desnudos contra su torso.


—¿Te he dicho que me vuelves loco cuando te sonrojas?


Paula le miró confusa, pero se limitó a negar con la cabeza.


 Él sonrió con aquella risa amplia y ronca que la dejaba sin respiración.


—¿Te he dicho que me vuelves loca cuando sonríes?


Su gesto se tornó serio mientras sus ojos la observaban con una intensidad desconocida. Volvió a besarla con pasión y la empujó hasta que ambos cayeron frente a la chimenea, enredados en abrazos apasionados y ardientes besos.


Pedro se alzó sobre ella y, agarrando la cintura de sus vaqueros tiró de ellos hasta sacárselos por las piernas.


 Comenzó a desabrocharse el cinturón y el pantalón de su traje mientras sus ojos no se apartaron de los de ella ni por un instante.


Paula contempló su amplio torso y el movimiento de sus músculos mientras se desnudaba frente a ella. Le estudió con avidez, disfrutando de su belleza masculina. El resto de su ropa fue desapareciendo poco a poco. Se besaron y tocaron hasta que el anhelo se hizo prácticamente insoportable, hasta que sus cuerpos se inflamaron por las caricias y los dos supieron que ya no podrían detenerse.


Pese a estar frente al fuego, Paula temblaba como una hoja. 


Él la observó con admiración y le acarició el vientre con la mano. Su piel resplandecía como el oro a la luz del fuego. 


Fue descendiendo hasta la cadera para introducir los dedos bajo su ropa interior y bajársela. Paula se elevó buscando su contacto allí donde más lo deseaba. Pedro la acarició de forma íntima con los dedos, comprobando que estaba tan excitada como él. Con manos temblorosas se colocó el preservativo y regresó a su lado.


Continuó besándola, deslizando los labios lentamente por sus pechos, erguidos para él. Subió la boca por su cuello hasta mordisquearle el mentón. Ella echó la cabeza hacia atrás con un ronco gemido y él tuvo acceso libre a su cuello.


 Fue dejando un rastro de ardientes besos hasta la mandíbula, para regresar a su boca y devorarla con pasión mientras con la mano le acariciaba los pechos.


Paula sentía que la sangre le bullía en las venas. Su cuerpo ardía entero, gemía y se contorsionaba contra él. Trataba de abrazarlo para que no se alejara al mismo tiempo que intentaba acariciarle y proporcionarle placer. Sus labios volvieron a asaltarla y ella correspondió al beso con toda el alma. Arqueó la espalda y abrió las piernas en cuanto lo sintió alzarse sobre ella.


Pedro se colocó entre sus piernas mientras apoyaba las manos en el suelo para no aplastarla con su peso. La penetró larga y lentamente, abriéndola por dentro, permitiendo que se estirara y se adaptara a su tamaño. 


Paula gimió y arqueó la espalda. Se contorsionó contra él, invitándolo a moverse, a entrar más profundamente. Pedro emitió un ronco gemido antes de agarrar sus nalgas y apretarla contra él. Con la respiración agitada y entrecortada, enterró la cara en su cuello y comenzó a moverse sobre ella con lentas y largas acometidas. Estaban demasiado excitados para dominar a los instintos y el fuego que les quemaba por dentro pedía a gritos ser sofocado. Así, lo que comenzara como un suave balanceo se convirtió en unos minutos en una cabalgada hacia el mayor éxtasis alcanzado por ninguno.


Tiempo después, ambos permanecían abrazados bajo la manta observando el fuego, completamente satisfechos. 


Pedro acarició lánguidamente la piel de su hombro y se dio cuenta de que ya era Navidad. Sonrió cuando recordó sus antiguos planes para aquella fecha. En unos pocos días su vida había dado un giro de trescientos sesenta grados. La muerte de su padre había trastocado su perfecto mundo; racional, sofisticado, y carente de apegos. ¿Querría regresar a él cuando dejara de llover y consiguiera salir de allí?


La contempló dormir durante un buen rato, y se dio cuenta de que ya conocía la respuesta.





PERFECTA PARA MI: CAPITULO 19




Pedro se apoyó de espaldas contra la dura roca y fue levantándose poco a poco hasta quedar completamente de pie. Debido a su impaciencia por marcharse se había metido en un pequeño problema. Y a medida que habían pasado las horas, el grado del problema había crecido en intensidad hasta convertirse en la situación de peligro en la que estaba ahora.


Intentó sacar el coche usando dos tablas, como había pensado en un principio. Pero pronto se dio cuenta de que iba a necesitar muchas más para usarlas a modo de raíles hasta llegar al camino, o volvía una y otra vez al principio del problema.


Mientras permanecía concentrado en hacer acopio de madera no se fijó en que había anochecido temprano. La falta de luz para ver por donde pisaba y el lecho de húmedo y resbaladizo musgo que pisaba, le hicieron perder el equilibrio. Con la espalda pegada a la pared se desplomó varios metros en caída libre hasta que sus pies chocaron contra un saliente del acantilado.


Había varios metros verticales por encima de él, y estaba demasiado oscuro para intentar una escalada. Así que decidió sentarse y esperar a que Paula advirtiera su ausencia y saliera a buscarle.


Pero hacía un minuto que la situación había empeorado hasta el pánico. Al comenzar a llover de nuevo, Pedro se dio cuenta de que el agua se estaba llevando el saliente que lo mantenía a salvo del vacío. No podía distinguir el final del barranco, pero por lo lejos que escuchaba las olas debía ser profundo, muy profundo. Se levantó con cuidado de no dar un paso en falso y comenzó a gritar, rogando para que Paula le escuchase desde la casa.


Paula, que había dado un par de vueltas a la casa sin hallar rastro de él, temió que hubiese decidido irse andando. Pues su coche todavía estaba frente al porche.


—¡Pedro! ¿Dónde estás? —gritó contra la noche, y esta le devolvió la respuesta.


—¡Aquí, ayúdame!


La urgencia del lamento confirmó que estaba en problemas. 


Y corrió tan veloz como pudo en su dirección.


Llegó hasta el borde del acantilado sin hallar rastro de él.


—¡¿Dónde estás?!


—Aquí abajo.


Su voz, ahora mucho más cercana, sonó desde el fondo del barranco. Hacía rato que respiraba agitada, pero cuando se dio cuenta de la situación casi pierde el sentido. ¡Había caído por el acantilado!


—Por el amor Dios —sollozó, sofocada por el miedo—, ¿cómo has podido…?


—¿Dejarme caer por aquí? —inquirió él, tratando de completar su pregunta y esforzándose en no perder la calma.


—¿Estás herido?


—Estoy bien, solo un poco magullado. Para el rescate de hoy te va a tocar el rey de los estúpidos.


Paula sabía que se refería al episodio con la gaviota, pero decidió ignorar su pésimo sentido del humor en aquel momento. Exhaló el aire que había contenido y, conjurando un montón de demonios, se dijo que más magullado iba a estar cuando lograra sacarlo de allí. Pues ella misma estaba dispuesta a golpear con un mazo su cabeza de chorlito.


—Hay unos cuatro o cinco metros hasta donde estoy. Paula, será mejor que no tardes mucho porque... —él se calló durante unos segundos que a ella le parecieron aterradores—, la lluvia está deshaciendo el saliente y no tengo otro punto de apoyo.


Tratando de dominar su nerviosismo, Paula intentó concentrarse. «Bien, un punto de apoyo. Necesito sujetarlo a algo para después subirlo. Pero, ¿cómo voy a hacerlo?» Con el peso del cuerpo masculino y su escasa fuerza, iba a ser poco probable que consiguiera sacarlo tirando de él.


Salió corriendo hacia la casa sin saber lo que buscaba, y por fortuna se dio de bruces con el pozo.Paula se cayó de espaldas. Ya en el suelo, contempló cómo el cubo de metal que usaba para recoger agua caía a sus pies, seguido por la cuerda con la que estaba atado. Recogió el recipiente y tomó la cuerda entre sus manos. Tiró de ella hasta que la polea en la que se sujetaba hizo ruido. Su rostro fue iluminándose al mismo tiempo que el plan tomaba forma en su mente.



****

—¿Por qué me has salvado?


Extrañada por la pregunta, Paula apartó la mirada de la pequeña brecha de su frente y se concentró en su rostro.


—Esa pregunta es una tontería —contestó con censura.


Después de lanzarle la cuerda del pozo, le llevó solo unos minutos subirlo con la ayuda de la polea. Descartadas las ganas de echarse a sus brazos cuando lo tuvo delante, decidió concentrarse en sus heridas.


Entraron en casa y él, aterido, fue directamente hasta la chimenea. Se sacó la empapada chaqueta y la camisa para entrar en calor cuanto antes.


Paula entró tras él y lo contempló desnudarse frente al fuego. Entonces pudo constatar que solo tenía algunos moratones en el costado, unos cuantos rasguños en la espalda, y aquella brecha de la frente por la que brotaba un hilo de sangre. Fue a por el botiquín de primeros auxilios y lo exhortó a sentarse.


Con una mueca de dolor en el rostro él se dejó caer obediente sobre el sofá. Colocándose entre sus piernas separadas y levantándole la cara, Paula se concentró en detener la hemorragia de la frente.


—No es ninguna tontería —dijo él, regresando a aquella absurda conversación—. Si yo no estuviera tendrías acceso al dinero. Piénsalo. Soy lo único que se interpone entre tu sueño y tú.


Paula se detuvo al instante y le lanzó una mirada asesina. 


Jamás había estado tan furiosa con nadie. No se conocían desde hacía mucho, pero la intimidad compartida los últimos días tendría que haberle bastado para saber que ella jamás pensaría algo tan rastrero como aquello.


—Eres idiota —exclamó, tratando de contenerse para no abofetearle. Pues él solito se había hecho suficiente daño por una noche.


Sus labios dibujaron una sonrisa sarcástica, que no llegó a afectar a sus ojos. Los músculos del rostro parecieron relajarse en lo que parecía un gesto de tristeza.


—Estoy de acuerdo —reconoció con un suspiro—. Lo siento.


Paula no respondió, pero presionó demasiado fuerte el algodón.


—¡Au!


Apartándose y frotándose la dolorida frente, él la contempló ceñudo.


—Lo siento —dijo ella—. Supongo que ahora estamos empatados.


Pedro se acercó de nuevo, cauteloso.


—Más o menos —reconoció—; yo por rematadamente idiota, y tú por un poco bruja.


Paula no pudo evitar sonreír.


Él se frotó la maltrecha frente con el dorso de la mano.


—¿Qué estás haciendo? No lo toques…


—Pero escuece —se quejó.


Cuando pensó lo que hacía ya era demasiado tarde. Paula tomó su cabeza entre las manos, se inclinó sobre él y sopló ligeramente sobre la herida.


El gesto le pilló desprevenido por completo. Pedro levantó la cara y sus bocas se tropezaron a medio camino. Paula abrió los ojos por la sorpresa y trató de alejarse, pero él no se lo permitió. La tomó por el cuello con la mano derecha y empujó su cabeza hacia abajo, sin apartar ni por un momento la mirada de su boca. Se acercaron hasta que sus alientos se mezclaron.


Cerrando los ojos, él posó sus labios sobre los de ella; suaves, frescos, y todavía húmedos por la lluvia.








viernes, 1 de enero de 2016

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 18




El día de Nochebuena Pedro alcanzó la cima de su tolerancia al encierro. Ya había dado por perdida su reserva en la estación de esquí, y sus perfectas vacaciones nevadas en Suiza, pero las continuas alteraciones de ánimo que aquella mujer empezaba a producirle lo instaban a salir de allí cuanto antes. Esa misma mañana, sin ir más lejos, al entrar al baño había permanecido más de un minuto con los ojos cerrados disfrutando el aroma de ella al salir de la ducha.


Ya no llovía todo el tiempo y cuando lo hacía, no era de forma torrencial. Así que trazó un plan: desde una ventana había visto unos tablones con los que creía poder liberar el coche, introduciéndolos bajo los neumáticos a modo de rampa. Cada vez más convencido de su éxito, decidió que lo intentaría después del almuerzo.


Paula lo escuchó hacer ruido en la parte de arriba, y puso el pan en el horno con una sonrisa. Le encantaba la familiaridad que se había establecido entre ellos. Pese a que no habían hablado mucho de Samuel, ella había descubierto algunas semejanzas entre los dos. Claro que, las sensaciones que Pedro producía en ella cuando sus cuerpos se tocaban por casualidad, poco tenían que ver con la ternura que le había inspirado su padre.


Paula se limpió las manos y suspiró hondamente. Cerró los ojos y allí, apoyada contra el frío mármol, lo reconoció. Había tratado de no pensar demasiado pero sabía lo que le sucedía. A sus treinta y cinco años, y aunque no tan rápido e intenso, ya le había pasado antes. Se negaba a ponerle nombre porque él se iba a marchar y lo más probable era que nunca más volvieran a verse. Y sin embargo sabía lo que era; lo sabía, pero no lo nombraría.


Paula se esforzó para que la comida de Nochebuena fuera especial, a pesar de que las provisiones que quedaban en la despensa ya no eran de lo mejor. Por la noche solo tendría que calentar los platos y no se pasaría el día en la cocina. 


Había escampado y llevaba tantos días encerrada que le apetecía más que nada disponer de algo de tiempo para dar un paseo.


Él había permanecido anormalmente callado y pensativo durante el almuerzo, por eso la sorprendió que decidiera acompañarla. Salir de la casa les hizo bien a ambos, porque en cuanto llegaron a la playa sus lenguas parecieron soltarse. Pedro le habló de su madre, y de cómo su padre lo internó cuando ella se marchó.


—¿Le echas de menos? —preguntó Paula, motivada por su accesibilidad.


Pedro comprendió que se refería a su padre.


—Es imposible extrañar lo que nunca has tenido.


No había rencor en sus palabras, solo un poco de tristeza.


Paula pensó que tenía razón; probablemente ella sabía más de Samuel que su propio hijo. Su padre lo abandonó de niño en el colegio, y él hizo lo propio con el anciano en la residencia. Se percató entonces de que al marcharse la madre, como en un barco a pique, todos decidieron abandonar la familia.


Los dos se concentraron en sus pensamientos, caminando juntos y en silencio un buen rato más. Paula fue consciente de que él adaptaba sus largas zancadas a sus pasos para permanecer a su lado. El mar se sacudía enfurecido lanzando olas contra la arena, que se deshacían entre altas nubes de espuma. Ella se paró al notar las gotitas que el aire le dejó en el rostro, y cerró los ojos.


—Qué bonito es el mar, ¿no te parece?


Pedro volvió la vista hacia su cara.


—Sí —convino—. Muy bonito.


La voz le salió enronquecida.


La brisa había deshecho su peinado y agitaba su melena. 


Pedro parecía embelesado con el espectáculo. La caricia de un rizo rubio en su mejilla le devolvió a la realidad. Estaba en una playa desierta rodeada de acantilados. En lo alto se alzaba la casa, como posada allí por el viento. El paisaje era tan irreal que parecía un cuento. Pedro recordó el Plan de Empresa de Paula y acordó que la comparación no podía ser mejor. Entonces tuvo una doble certeza: el hotel iba a ser un éxito, y él tenía que salir de allí cuanto antes. Necesitaba volver al paisaje urbano y perfectamente controlado de su vida diaria, o de un momento a otro iba a perder el poco sentido común que le quedaba.


Dio un paso hacia ella y la agarró por los brazos.


—Me tengo que marchar —exclamó en voz alta, aunque dirigiéndose más a sí mismo que a ella.


Paula lo contempló alejarse corriendo, por segunda vez.



****

La tarde dio paso a la noche y él no había vuelto a entrar en la casa desde su regreso. Paula, que se había asomado a la ventana en un par de ocasiones muerta de curiosidad, lo había observado ir y venir de un lado a otro cargando tablones. Después de buscar inútilmente alguna explicación para su comportamiento, hacía horas que había decidido ignorarlo. Calentó la cena y se entristeció de tener que tomarla sola en Nochebuena. Agarró el libro que estaba leyendo y se dispuso a terminarlo frente a la chimenea.


Sin embargo, cuando llevaba media hora intentando averiguar lo que decían aquellas dos líneas, se dio cuenta de que ya había pasado demasiado tiempo allí afuera. Cerró el libro con furia y lo dejó sobre el sofá, dispuesta a buscar a Pedro y a enfrentarlo. Ya empezaba a estar un poco harta. 


Si tan desagradable le resultaba su compañía, que entrara y se lo dijera a la cara. Después de todo, él era quien la había buscado.


Paula se puso el chubasquero y salió a la oscura noche.


Afuera llovía, otra vez.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 17





Durante los dos días siguientes no dejó de llover. Pedro salió a por leña, puso la mesa y fregó los platos tras cada comida; ojeó un libro que había encontrado, y jugó con ella a las cartas. Lo había hecho todo con su mejor disposición porque, para su sorpresa, se había descubierto disfrutando de las tareas cotidianas en compañía de Paula. Sin embargo, tanta reclusión empezaba a impacientarlo.


—¿Por qué demonios has puesto un árbol de Navidad, si ni siquiera tienes muebles?


Paula, que llevaba un buen rato tratando de concentrarse en el solitario y no en su ir y venir, levantó la vista de las cartas para mirarlo.


—Ya te dije que siempre pasé aquí estas vacaciones. Sabía dónde estaban los adornos, por eso decidí ponerlo. —Se encogió de hombros, volviendo la atención al solitario—. Además, por ahora tampoco hay mucho más que hacer.


—¿Quién querría perderse en este cuento de terror?


Paula giró la cabeza y le fulminó con la mirada. Sabía que se estaba refiriendo al eslogan que había utilizado en su Plan de Empresa, aquel que él mismo había elogiado durante su charla del primer día.


—No sé, ¿cualquier «fantasma»? —respondió, clavándole una mirada nada sutil.


Pedro estuvo a punto de soltar una carcajada. Acostumbrado a que la gente respetase sus opiniones, se descubrió a sí mismo disfrutando del desafío de que alguien le enfrentara.


—Vamos, Paula, ¿quién querría desaparecer del mundo de hoy en día, diseñado para satisfacer cada una de nuestras necesidades al instante? —dijo, llevándose las manos a la cintura en actitud de espera.


—Cualquiera que se haya perdido a sí mismo entre tantas necesidades,Pedro.


No supo si fue cómo sonó su nombre al final de la genial frase, o el tono suave y dulce con que lo pronunció, pero el caso es que a Pedro le faltó el aire y debió inspirar con fuerza.


—En estos parajes y en esta casa he encontrado la felicidad —continuó ella, ya sin animadversión—, y me gustaría que otros pudieran hacer lo mismo. Espero ofrecerles tiempo sin el ruido de la vida, ese que nos aleja de lo que realmente somos, de evaluar las necesidades que no dejan de crecer y nuestros esfuerzos por satisfacerlas. Simplemente espero que la gente venga aquí a descansar del mundo, a que la soledad y la belleza de la tierra y del mar les rescaten el alma de la vorágine de inmediatez y consumismo.


Pedro abrió la boca para responder pero, acto seguido volvió a cerrarla


—¡Qué metafísico! —Resopló, ante la falta de una réplica mejor.


—¡Qué idiota!


Él achicó los ojos y se cruzó de brazos.


—¿Qué es idiota: yo, o mi definición de tu discurso? —preguntó, absolutamente regocijado con la discusión.


—Ambos —fue la escueta respuesta.


Paula volvió su atención a las cartas del solitario al que estaba jugando. En pocos días había llegado a conocerlo bien. Pedro era una persona inquieta que no soportaba la soledad ni la inactividad. Estaba cansado y aburrido del encierro, y aquella discusión absurda solo pretendía ser un estímulo para él. Pero ella no iba a permitirle hacerle dudar
sobre su proyecto ni que la usara como una distracción. Así que se concentró en las cartas, y decidió ignorarle por completo.


Sentada en el suelo y con las piernas abiertas, Paula se inclinaba sobre su juego, que en aquel momento parecía importarle más que nada en el mundo. Molesto por su falta de atención, Pedro se acercó y se acuclilló a su espalda.


—Ese Rey no va ahí.


Paula le lanzó una fugaz mirada de soslayo y siguió ignorándole.


Cuando se dio cuenta de que no iba a hacerle caso, estiró el brazo por encima de su hombro y él mismo movió la carta.


Paula achicó los ojos y se armó de paciencia.


—¿Es que no sabes lo que significa la palabra «solitario»?


Sin hacerle el menor caso, Pedro chasqueó la lengua y cambió otra carta.


—Sé lo que significa, pero es que me necesitas. —Movió otra—. Uf, me necesitas muchísimo.


—¡Oye! —protestó ella, propinándole un ligero empujón.


Pedro, que permanecía sentado sobre sus tobillos, cayó hacia atrás.


Ella lo observó riendo.


—Así aprenderás a no meter las narices donde no te llaman.


La cantarina carcajada le aceleró el corazón. Aquella emoción pilló a Paula completamente por sorpresa.


—Ahora verás…


No le dio tiempo de reaccionar y tiró de su brazo para derribarla. Cuando se dieron cuenta, los dos forcejeaban desternillándose como dos chiquillos en el suelo. Paula usó toda su fuerza para levantarse, pero su esfuerzo fue en vano. En menos de un segundo la inmovilizó debajo de él, sujetándole los brazos a ambos lados de la cabeza.


—¿Qué era eso que tenía que aprender, eh, señorita? —preguntó, todavía riendo.


Al levantar la cabeza Pedro se dio cuenta de que ella ya no sonreía. Sus ojos se habían vuelto de un inusual gris plata, y el resplandor del fuego arrancaba reflejos a los rizos esparcidos alrededor de su cara. Tenía las mejillas sonrosadas y la boca entreabierta. Sus labios lo hipnotizaron, y el fuerte apetito por probarlos lo asustó.


Debían estar demasiado cerca del fuego, porque Paula sintió incendiarse su sangre. Había tenido tres días para estudiarlo y sabía que tenía un cuerpo bonito. Pero al sentirlo sobre ella, con los músculos duros como piedras, ansió con desesperación que la aplastara con todo su peso.


Por fin se dio cuenta de que todos los años que llevaba de celibato comenzaba a pasarle factura. Justo en aquel momento, él levantó la cara y dejó de sonreír. Cuando sus ojos se posaron en su boca y centellearon,Paula creyó que iba a besarla. Anticipando el sabor de sus labios con el corazón desbocado, se revolvió debajo de él para acercarse más.


Pedro supo enseguida que acababa de entrar en territorio peligroso. Por pura supervivencia tomó impulso y se levantó de encima de ella.


—Creo que es mejor que nos acostemos. —Cuando pensó lo que decía ya era tarde—. Esto… quiero decir —trató de explicarse, azorado—, que nos vayamos a la cama.


Estaba claro que en aquella ocasión iba a ser a él a quien traicionaran las palabras. Gruñendo de frustración, decidió cerrar la boca.


Echó una rápida ojeada hacia donde estaba ella y su nerviosismo creció en intensidad. Así que, para no seguir metiendo la mata, decidió resumir.


—Buenas noches —dijo, antes de abandonar la sala.


Paula se incorporó y lo vio alejarse. Tristemente frustrada, se dio cuenta de que su historia con el sexo opuesto no podía ir a peor. Acababa de lograr que un hombre alcanzara la velocidad de un Fórmula 1 solo para alejarse de ella.


Aquella noche ninguno de los dos logró conciliar el sueño. 


Sin embargo, en aquella ocasión no fue debido a las camas hinchables.










PERFECTA PARA MI: CAPITULO 16




Pedro observó su recato y a punto estuvo de soltar una carcajada. Estaba claro que ella creía que aquel tema afectaba a sus sentimientos y por ello se mostraba pudorosa.


—Me cuidaba yo solo, Paula.


No había resentimiento ni tampoco tristeza en su voz, lo que a Paula sí le pareció triste.


—Después de marcharse mi madre, mi padre me dejó en un colegio suizo en donde atendían todas mis necesidades —explicó, ante la desoladora mirada de ella.


—¿Nunca necesitaste a nadie?


Pedro la miró fijamente, un tanto molesto con su lástima.


—Sí, Paula, necesitaba a mis compañeros, a los profesores, a la gente de administración y al equipo de limpieza del centro —respondió malhumorado—. Tal vez eso sea difícil de entender para alguien que ha tenido unos padres amorosos y una infancia parecida a una teleserie —continuó con ironía—, pero la familia está ampliamente sobrevalorada.


Suspirando, ella le miró con una sonrisa melancólica. La soledad que debió sentir de niño le había convertido en un cínico.


—Mi padre trabajaba casi diez horas en una cadena de montaje y cuando llegaba a casa solo quería descansar —murmuró Paula—. Mi madre era contable en un taller de barcos y tampoco estaba en casa. Así que yo y mi hermano también nos cuidamos solos. Pero no les culpo; hicieron lo que creyeron que debían, y nos fue bien. Aunque te aseguro que aquello no se parecía a ninguna teleserie que yo recuerde.


Pedro achicó los ojos e inspiró con fuerza, un tanto arrepentido por haberla afligido.


—¿Tu hermano es mayor que tú? —preguntó, ansioso por alejar aquel desconsuelo de su mirada, pero también por saber más de ella.


Paula volvió a prestarle atención, pues por un momento pareció evadirse entre los recuerdos.


—Un año mayor —confirmó.


—¿Y dónde está ahora?


—En Somalia.


Pedro alzó las cejas con un inequívoco gesto de sorpresa.


—Es médico en una ONG —explicó ella, con una sincera y orgullosa sonrisa.


Ambos se callaron a la vez mientras se contemplaban en silencio.


—Bueno —dijo él al fin—, entonces se podría decir que tus padres no lo hicieron del todo mal.


Inspirando con fuerza, Paula terminó por sonreír otra vez. 


Sabía que solo intentaba confortarla y aquello la sorprendió; porque la historia de él era mucho más triste y, si alguien precisaba allí de consuelo, desde luego que no era ella.


—¿Qué te parece si preparo el desayuno a mi único huésped? —preguntó, usando sus propias palabras. Estaba dispuesta a que el cambio de tema lo animara y devolviera la conversación hacia temas menos personales.


Pedro permaneció en mitad de la habitación sin decir nada mientras la miraba con una intensidad que a Paula le resultó incómoda. Bajó la cabeza para romper el contacto visual y se dirigió hacia la encimera en la que estaba la cafetera.


Al pasar a su lado, él la tomó por el brazo para detenerla.


—Lo siento, Paula, no quería disgustarte.


Los ojos de ella se desplazaron de la mano que le rodeaba el brazo hasta su rostro, que parecía realmente mortificado.


—No pasa nada, Pedro, de verdad. Mi historia no es triste —dijo, acariciando sin darse cuenta el dorso de su mano—. Nuestros padres cubrían todas nuestras necesidades económicas, y mis abuelos nos aportaron el resto; nos dedicaron su tiempo, y todo el amor y la magia que un niño puede desear.


Pedro sintió la suavidad de los dedos femeninos trazando pequeños círculos sobre su piel. Sus ojos recorrieron ávidos el rostro de Paula, como si desearan memorizarla. La pequeña nariz se arrugaba mientras hablaba, y sus labios se fruncían de una forma tan seductora que le hizo tragar con dificultad.


—¿Amor y magia? —murmuró, sorprendido por la reacción que su cercanía le provocaba—. Suena bien.


Paula asintió un tanto desorientada. No supo en qué momento se habían acercado tanto, pero se sorprendió a sí misma a escasos centímetros de él mientras le acariciaba la mano. Estaban tan cerca que pudo contar las pequeñas pecas que bañaban el puente de su nariz; tan cerca que su respiración le hizo cosquillas en la frente, y tan cerca que pudo sentir el calor que emanaba de su poderoso cuerpo.


«¿Amor y magia? ¿En serio has dicho lo que acababas de decir?» pensó Pedro, mientras su mente le daba un patada en el trasero. Soltó su mano y se alejó, decidido a dejar de decir tonterías.


—¿Quieres que te ayude a preparar el desayuno? —dijo, apartando los ojos de ella para romper aquella extraña fascinación que le producía.


Paula se sacudió mentalmente aquel arrobamiento absurdo que le provocaba su cercanía. Estaba claro que hacía demasiado tiempo que no veía a un hombre guapo.


—No —respondió, tratando de esbozar una sonrisa—, no será necesario. Tú solo tendrás que disfrutarlo.


Su rostro enrojeció al darse cuenta de las posibles connotaciones sensuales de lo que acababa de decir.


—El desayuno, quiero decir —explicó, completamente azorada.


A punto de gemir de puro bochorno decidió cerrar la boca.


 Giró sobre sus talones y fue a cocinar.


Asombrado y divertido, Pedro la observó sonrojarse hasta las orejas. No se dio cuenta, pero sonreía mientras la veía moverse de forma atolondrada tratando de evitar su mirada. 


Entonces, su pecho se fue colmando con una agradable sensación que no supo identificar.