sábado, 2 de enero de 2016

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 19




Pedro se apoyó de espaldas contra la dura roca y fue levantándose poco a poco hasta quedar completamente de pie. Debido a su impaciencia por marcharse se había metido en un pequeño problema. Y a medida que habían pasado las horas, el grado del problema había crecido en intensidad hasta convertirse en la situación de peligro en la que estaba ahora.


Intentó sacar el coche usando dos tablas, como había pensado en un principio. Pero pronto se dio cuenta de que iba a necesitar muchas más para usarlas a modo de raíles hasta llegar al camino, o volvía una y otra vez al principio del problema.


Mientras permanecía concentrado en hacer acopio de madera no se fijó en que había anochecido temprano. La falta de luz para ver por donde pisaba y el lecho de húmedo y resbaladizo musgo que pisaba, le hicieron perder el equilibrio. Con la espalda pegada a la pared se desplomó varios metros en caída libre hasta que sus pies chocaron contra un saliente del acantilado.


Había varios metros verticales por encima de él, y estaba demasiado oscuro para intentar una escalada. Así que decidió sentarse y esperar a que Paula advirtiera su ausencia y saliera a buscarle.


Pero hacía un minuto que la situación había empeorado hasta el pánico. Al comenzar a llover de nuevo, Pedro se dio cuenta de que el agua se estaba llevando el saliente que lo mantenía a salvo del vacío. No podía distinguir el final del barranco, pero por lo lejos que escuchaba las olas debía ser profundo, muy profundo. Se levantó con cuidado de no dar un paso en falso y comenzó a gritar, rogando para que Paula le escuchase desde la casa.


Paula, que había dado un par de vueltas a la casa sin hallar rastro de él, temió que hubiese decidido irse andando. Pues su coche todavía estaba frente al porche.


—¡Pedro! ¿Dónde estás? —gritó contra la noche, y esta le devolvió la respuesta.


—¡Aquí, ayúdame!


La urgencia del lamento confirmó que estaba en problemas. 


Y corrió tan veloz como pudo en su dirección.


Llegó hasta el borde del acantilado sin hallar rastro de él.


—¡¿Dónde estás?!


—Aquí abajo.


Su voz, ahora mucho más cercana, sonó desde el fondo del barranco. Hacía rato que respiraba agitada, pero cuando se dio cuenta de la situación casi pierde el sentido. ¡Había caído por el acantilado!


—Por el amor Dios —sollozó, sofocada por el miedo—, ¿cómo has podido…?


—¿Dejarme caer por aquí? —inquirió él, tratando de completar su pregunta y esforzándose en no perder la calma.


—¿Estás herido?


—Estoy bien, solo un poco magullado. Para el rescate de hoy te va a tocar el rey de los estúpidos.


Paula sabía que se refería al episodio con la gaviota, pero decidió ignorar su pésimo sentido del humor en aquel momento. Exhaló el aire que había contenido y, conjurando un montón de demonios, se dijo que más magullado iba a estar cuando lograra sacarlo de allí. Pues ella misma estaba dispuesta a golpear con un mazo su cabeza de chorlito.


—Hay unos cuatro o cinco metros hasta donde estoy. Paula, será mejor que no tardes mucho porque... —él se calló durante unos segundos que a ella le parecieron aterradores—, la lluvia está deshaciendo el saliente y no tengo otro punto de apoyo.


Tratando de dominar su nerviosismo, Paula intentó concentrarse. «Bien, un punto de apoyo. Necesito sujetarlo a algo para después subirlo. Pero, ¿cómo voy a hacerlo?» Con el peso del cuerpo masculino y su escasa fuerza, iba a ser poco probable que consiguiera sacarlo tirando de él.


Salió corriendo hacia la casa sin saber lo que buscaba, y por fortuna se dio de bruces con el pozo.Paula se cayó de espaldas. Ya en el suelo, contempló cómo el cubo de metal que usaba para recoger agua caía a sus pies, seguido por la cuerda con la que estaba atado. Recogió el recipiente y tomó la cuerda entre sus manos. Tiró de ella hasta que la polea en la que se sujetaba hizo ruido. Su rostro fue iluminándose al mismo tiempo que el plan tomaba forma en su mente.



****

—¿Por qué me has salvado?


Extrañada por la pregunta, Paula apartó la mirada de la pequeña brecha de su frente y se concentró en su rostro.


—Esa pregunta es una tontería —contestó con censura.


Después de lanzarle la cuerda del pozo, le llevó solo unos minutos subirlo con la ayuda de la polea. Descartadas las ganas de echarse a sus brazos cuando lo tuvo delante, decidió concentrarse en sus heridas.


Entraron en casa y él, aterido, fue directamente hasta la chimenea. Se sacó la empapada chaqueta y la camisa para entrar en calor cuanto antes.


Paula entró tras él y lo contempló desnudarse frente al fuego. Entonces pudo constatar que solo tenía algunos moratones en el costado, unos cuantos rasguños en la espalda, y aquella brecha de la frente por la que brotaba un hilo de sangre. Fue a por el botiquín de primeros auxilios y lo exhortó a sentarse.


Con una mueca de dolor en el rostro él se dejó caer obediente sobre el sofá. Colocándose entre sus piernas separadas y levantándole la cara, Paula se concentró en detener la hemorragia de la frente.


—No es ninguna tontería —dijo él, regresando a aquella absurda conversación—. Si yo no estuviera tendrías acceso al dinero. Piénsalo. Soy lo único que se interpone entre tu sueño y tú.


Paula se detuvo al instante y le lanzó una mirada asesina. 


Jamás había estado tan furiosa con nadie. No se conocían desde hacía mucho, pero la intimidad compartida los últimos días tendría que haberle bastado para saber que ella jamás pensaría algo tan rastrero como aquello.


—Eres idiota —exclamó, tratando de contenerse para no abofetearle. Pues él solito se había hecho suficiente daño por una noche.


Sus labios dibujaron una sonrisa sarcástica, que no llegó a afectar a sus ojos. Los músculos del rostro parecieron relajarse en lo que parecía un gesto de tristeza.


—Estoy de acuerdo —reconoció con un suspiro—. Lo siento.


Paula no respondió, pero presionó demasiado fuerte el algodón.


—¡Au!


Apartándose y frotándose la dolorida frente, él la contempló ceñudo.


—Lo siento —dijo ella—. Supongo que ahora estamos empatados.


Pedro se acercó de nuevo, cauteloso.


—Más o menos —reconoció—; yo por rematadamente idiota, y tú por un poco bruja.


Paula no pudo evitar sonreír.


Él se frotó la maltrecha frente con el dorso de la mano.


—¿Qué estás haciendo? No lo toques…


—Pero escuece —se quejó.


Cuando pensó lo que hacía ya era demasiado tarde. Paula tomó su cabeza entre las manos, se inclinó sobre él y sopló ligeramente sobre la herida.


El gesto le pilló desprevenido por completo. Pedro levantó la cara y sus bocas se tropezaron a medio camino. Paula abrió los ojos por la sorpresa y trató de alejarse, pero él no se lo permitió. La tomó por el cuello con la mano derecha y empujó su cabeza hacia abajo, sin apartar ni por un momento la mirada de su boca. Se acercaron hasta que sus alientos se mezclaron.


Cerrando los ojos, él posó sus labios sobre los de ella; suaves, frescos, y todavía húmedos por la lluvia.








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