sábado, 2 de enero de 2016

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 20




Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Pedro se movió hacia delante y aumentó la intensidad del beso. No encontró resistencia, y lo que comenzara como un tropiezo se convirtió al instante en un beso incendiario. Abrió la boca y la saboreó hasta el fondo. El ronco gruñido que se escapó de la garganta de ella y la forma en que se enganchó a su cuello terminaron por volverlo loco.


Tenía unos labios maravillosos que la besaban de manera escandalosa. Paula había dado y recibido otros besos; pero ninguno como aquellos. Le acarició la nuca con los dedos, introduciéndolos entre los mechones de cabello negro. Él la envolvió por completo entre sus brazos y su fuerza la atravesó como una lanza. La cabeza le daba vueltas y cada fibra de piel aguardaba expectante su contacto. Era increíble el nivel de excitación que aquel hombre conseguía solo tocándola con la boca. Dispuesta a averiguar lo que ocurriría si la tocara con todo el cuerpo, Paula se separó de él y se sacó el jersey y la camiseta interior. Se quedó quieta frente al fuego únicamente con su sencillo sujetador negro y los vaqueros, antes de lanzarle una tímida mirada. Sin saber qué hacer se mordió el labio inferior. No sentía pudor ni reservas, pero jamás había estado tan nerviosa.


Él se puso pie muy despacio sin dejar de mirarla. El negro de sus ojos resplandeció como el azabache a la luz del fuego.


—Voy a hacerte el amor —susurró.


No era una petición de permiso, sino más bien la constatación de un hecho. Pero oír cómo lo pronunciaba la hizo contraerse de deseo. Fue hacia él y lo abrazó. Pedro bajó la mano a lo largo de su espalda desnuda, atrayéndola hacia sí. Levantó la cabeza y la volvió a besar en la boca; lenta y profundamente. Mientras, le desabrochaba el botón del vaquero y le bajaba la cremallera con una lentitud exasperante que la hizo gemir y apretarse más contra él.


—Oh, por favor —rogó, enfebrecida de deseo.


Sus labios se elevaron en una sonrisa mientras le besaba el cuello.


—Por favor, ¿qué? —preguntó, torturándola con suaves besos cerca del lóbulo de su oreja.


—Hazme el amor, Pedro —rogó, con la voz ronca de deseo—. Por favor.


La forma en que pronunció su nombre le produjo un escalofrío que recorrió su espina dorsal. Con un ágil movimiento le desabrochó el sujetador, que cayó al suelo. 


Sus pechos quedaron libres, redondos y plenos. Pedro bajó la cabeza y fue besando su piel en movimientos descendentes hasta posar sus labios sobre uno de los excitados pezones. 


Encantado con su reacción, repitió la acción con el otro pecho. Se demoró con suaves caricias circulares con la lengua antes de cerrar la boca sobre la excitada cima y dar un ligero tirón.


Paula gemía y se contorsionaba contra él, buscando un mayor contacto allí donde sus cuerpos ansiaban unirse.


Sin embargo, antes de perder la cabeza por completo él recordó algo.


—¡Mierda! —gruñó, tomándola por los brazos y apartándola para mirarla a la cara.


Paula abrió los ojos y le miró, completamente desorientada.


—¿Usas algún método anticonceptivo?


La pregunta tardó unos segundos en adquirir significado en su obturada mente.


—No —murmuró, con la voz quebrada por sus violentas respiraciones.


Pedro miró al techo antes de maldecir.


Pero Paula recordó algo que había visto cuando le estaba curando. Se apartó ligeramente de él para introducir la mano en el botiquín y sacar una cajita de cuatro preservativos.


Él la miró con admiración y suspiró aliviado.


—¿Es que esperabas visita? —preguntó con sorna, alzando una ceja.


Paula se ruborizó al instante.


—Me encantaría decirte que soy tan previsora —respondió, tratando de disimular su timidez y parecer más mundana—. Pero venían con el botiquín.


—¿Están en buen estado?


Ella achicó los ojos para ver la fecha de caducidad y asintió.


Pedro bajó la cabeza y la besó. La abrazó con fuerza, disfrutando lo indecible del contacto de sus pechos desnudos contra su torso.


—¿Te he dicho que me vuelves loco cuando te sonrojas?


Paula le miró confusa, pero se limitó a negar con la cabeza.


 Él sonrió con aquella risa amplia y ronca que la dejaba sin respiración.


—¿Te he dicho que me vuelves loca cuando sonríes?


Su gesto se tornó serio mientras sus ojos la observaban con una intensidad desconocida. Volvió a besarla con pasión y la empujó hasta que ambos cayeron frente a la chimenea, enredados en abrazos apasionados y ardientes besos.


Pedro se alzó sobre ella y, agarrando la cintura de sus vaqueros tiró de ellos hasta sacárselos por las piernas.


 Comenzó a desabrocharse el cinturón y el pantalón de su traje mientras sus ojos no se apartaron de los de ella ni por un instante.


Paula contempló su amplio torso y el movimiento de sus músculos mientras se desnudaba frente a ella. Le estudió con avidez, disfrutando de su belleza masculina. El resto de su ropa fue desapareciendo poco a poco. Se besaron y tocaron hasta que el anhelo se hizo prácticamente insoportable, hasta que sus cuerpos se inflamaron por las caricias y los dos supieron que ya no podrían detenerse.


Pese a estar frente al fuego, Paula temblaba como una hoja. 


Él la observó con admiración y le acarició el vientre con la mano. Su piel resplandecía como el oro a la luz del fuego. 


Fue descendiendo hasta la cadera para introducir los dedos bajo su ropa interior y bajársela. Paula se elevó buscando su contacto allí donde más lo deseaba. Pedro la acarició de forma íntima con los dedos, comprobando que estaba tan excitada como él. Con manos temblorosas se colocó el preservativo y regresó a su lado.


Continuó besándola, deslizando los labios lentamente por sus pechos, erguidos para él. Subió la boca por su cuello hasta mordisquearle el mentón. Ella echó la cabeza hacia atrás con un ronco gemido y él tuvo acceso libre a su cuello.


 Fue dejando un rastro de ardientes besos hasta la mandíbula, para regresar a su boca y devorarla con pasión mientras con la mano le acariciaba los pechos.


Paula sentía que la sangre le bullía en las venas. Su cuerpo ardía entero, gemía y se contorsionaba contra él. Trataba de abrazarlo para que no se alejara al mismo tiempo que intentaba acariciarle y proporcionarle placer. Sus labios volvieron a asaltarla y ella correspondió al beso con toda el alma. Arqueó la espalda y abrió las piernas en cuanto lo sintió alzarse sobre ella.


Pedro se colocó entre sus piernas mientras apoyaba las manos en el suelo para no aplastarla con su peso. La penetró larga y lentamente, abriéndola por dentro, permitiendo que se estirara y se adaptara a su tamaño. 


Paula gimió y arqueó la espalda. Se contorsionó contra él, invitándolo a moverse, a entrar más profundamente. Pedro emitió un ronco gemido antes de agarrar sus nalgas y apretarla contra él. Con la respiración agitada y entrecortada, enterró la cara en su cuello y comenzó a moverse sobre ella con lentas y largas acometidas. Estaban demasiado excitados para dominar a los instintos y el fuego que les quemaba por dentro pedía a gritos ser sofocado. Así, lo que comenzara como un suave balanceo se convirtió en unos minutos en una cabalgada hacia el mayor éxtasis alcanzado por ninguno.


Tiempo después, ambos permanecían abrazados bajo la manta observando el fuego, completamente satisfechos. 


Pedro acarició lánguidamente la piel de su hombro y se dio cuenta de que ya era Navidad. Sonrió cuando recordó sus antiguos planes para aquella fecha. En unos pocos días su vida había dado un giro de trescientos sesenta grados. La muerte de su padre había trastocado su perfecto mundo; racional, sofisticado, y carente de apegos. ¿Querría regresar a él cuando dejara de llover y consiguiera salir de allí?


La contempló dormir durante un buen rato, y se dio cuenta de que ya conocía la respuesta.





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