sábado, 5 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 21




Él no habló. Su cara le dijo primero que no lo esperaba y después que se alegraba de verle. Que se alegraba muchísimo. Y acto seguido se lo demostró.


En el momento que creyó lo que estaba viendo, que interiorizó que Pedro estaba allí, reaccionó. Lo tomó por las solapas del traje de chaqueta que llevaba y lo metió en su casa. No hubo resistencia. Dio un puntapié a la puerta y lo apoyó contra esta y durante más de un minuto se dedicó a besarle, a deslizarle la lengua por el cuello, a darle pequeños mordisquitos mientras él no podía tocarla porque tenía ambas manos ocupadas y los brazos abiertos.


Solo cuando necesitó de su contacto, cuando se le hizo imperativo, sin dejar de besarle tiró de nuevo de las solapas y lo acercó a la pequeña cómoda de la entrada. Tomó la bolsa de comida china que portaba en una mano y la dejó con descuido en un extremo. Cogió después la cartulina con delicadeza e inició un reguero de besos por el cuello. Abrió el enorme cajón que había tras ella y guardó como pudo su precioso cartel. Cerró con la cadera mientras sus labios regresaban a la boca que le esperaba impaciente.


Una vez liberadas las manos Pedro, enredó una en su melena y la otra en el muslo y la pegó a él, levantándole la pierna y ciñéndola a su pelvis, dejando que se encontraran sus caderas y se mezclaran sus deseos mientras el beso se tornaba más húmedo. Gimió. Y Paula se volvió más pasional. Le encantaba escucharle gemir y saber que era por ella por quien perdía el control.


Tiró del nudo de la corbata y la dejó caer con descuido en el suelo. La chaqueta cayó cerca y le pasó las manos por los hombros y el pelo. Le encantaba su pelo. Se deleitó peinando con los dedos sus gruesos mechones y dejando que fuera él quien marcara el ritmo del beso.


Continuó con los botones de la camisa. Fue quitándolos uno tras otro, pero cuando quiso sacarla se encontró con que los puños se cerraban con gemelos.


—Jodidos gemelos… —se quejó contra su boca.


Pedro sonrió ante su apasionada queja y se apartó de sus labios.


—Yo me quito la camisa y tú el suéter.


Vio cómo se le nublaban los ojos ante la idea de que se desvistiera. Se quitó el suéter que llevaba, se sentó sobre la cómoda y esperó, atenta a sus movimientos.


Sintiéndose extraño se quitó la camisa. A ella le gustaba así que se quitó los zapatos y los calcetines y continuó con el cinturón. Los ojos verdes de Paula lo devoraban.


—¿Quieres que siga?


—Quítate los pantalones —le pidió con voz ronca.


Se bajó la cremallera despacio y los dejó caer. De una patada los apartó y se quedó enfrente suyo, dejándose mirar, disfrutando de verla tan excitada.


—Los calzoncillos —le exigió.


—Después de ti —le respondió.


Paula lo miró fijamente unos segundos. Se puso en pie y se quitó los pantalones. El resto de su ropa cayó prenda a prenda. Ya desnuda quiso acercase a él pero Pedro la tomó por la cintura y la subió de nuevo a la cómoda y se abalanzó sobre ella. Más que besarla la devoró. Sus manos le sujetaban la cabeza mientras se deleitaba en su boca. Bajó después por el cuello hasta sus pechos, donde se dio un festín mientras sus manos seguían errantes por su estómago, sus muslos, hasta llegar donde ella esperaba con impaciencia. Introdujo un dedo en ella y la escuchó jadear.


Lo movió deliberadamente despacio y ella se hizo atrás y se dejó hacer, ida, jadeante.


Pero cuando se le unió un segundo dedo e imprimió un ritmo mayor Paula lo separó de sus pechos y lo pegó a su cara.


Pedro. Desnúdate. Ahora.


No necesitó más alicientes. Se quitó los calzoncillos tan rápido como pudo y quiso agacharse a buscar su cartera.


—Tomo la píldora —le dijo atrayéndolo a su cuerpo, introduciéndolo en ella.


Y sus cuerpos se fundieron y dejaron de pensar. No hubo palabras o caricias, solo embestidas frenéticas. Estaban ávidos el uno del otro y no podían esperar.


—Paula —le dijo a punto de estallar—.Paula, por favor, ahora.


Necesitaba que llegara con él. Y lo hizo. Sus palabras fueron el último empujón hacia un orgasmo que no había dejado de cimentarse y crecer desde que abriera la puerta. Y en cuanto sintió cómo se dejaba ir, cuando su cuerpo lo envolvió y gritó también él se dejó llevar como nunca hasta entonces.


Se mantuvieron abrazados unos minutos, satisfechos y a gusto tal y como estaban.


—Creí que no te gustaban las sorpresas.


Sonrió ella.


—Y no me gustan.


—Pues si esta es tu reacción cuando no te gustan…


—Es la comida china lo que me apasiona, en realidad.


Pedro rio.


—Será mejor que me vista y vaya poniendo la mesa entonces. —A ella le sonaron las tripas. Sonrieron los dos—. ¿Tienes hambre? Yo estoy famélico.


Paula asintió.


—Sí, lo cierto es que sí. Pero no pongas la mesa. Acabo de decidir que la comida china me gusta cenármela en la cama. —Se ganó una mirada de órdago. Saltó de la cómoda y le dio una palmada en el trasero—. Y tampoco te vistas. Creo que me gusta comerla desnuda.


Cenaron en su dormitorio.


Y Paula le explicó qué más le gustaba de la comida china.





ATADOS: CAPITULO 20




Pedro regresaba de Madrid. Había sido una semana larga pero afortunadamente provechosa. Una de sus empresas había resultado afectada por rumores de impago y toda su semana había consistido en reuniones con socios y clientes impartiendo mensajes de calma. Esa mañana había recibido un pedido nuevo de su mejor cliente, había tranquilizado al banco respecto de unos vencimientos y por fin regresaba a casa, agotado pero satisfecho.


Era viernes a media tarde. Su mayor deseo era ver a Paula, pero eso no sería posible precisamente porque era viernes.


Ella se negaba a quedar con él los fines de semana alegando que si cambiaba su rutina sospecharían que estaba con alguien y que sería cuestión de tiempo que se supiera con quién. Entendía cada palabra de lo que ella le decía y sin embargo no el significado general. Paula tenía treinta y cuatro años, era una mujer hecha y derecha. Desde que la conocía, y eso significaba desde siempre, había manifestado una seguridad en sí misma arrolladora que hacía que las opiniones de los demás pasaran a un segundo plano. No necesitaba la aprobación de nadie, solo la propia.


Y ahora se negaba a reconocer que estaban juntos.


Aunque insistía que no había por qué preocuparse, que sencillamente era muy celosa de su vida privada, no había que ser muy listo para saber que algo no iba bien. ¿Acaso le avergonzaba que la relacionaran con él? Una parte suya se revolvió. Quizá no fuera tan divertido o ingenioso como otros, pero era un hombre decente y un buen partido según muchas mujeres. Bueno, según sus hermanas, su madre y alguna amiga. Pero estaba a la altura de Paula, ¿no?


Molesto por tener que justificarse ante sí mismo y más molesto aún por no poder ver a Paula sin una razón de peso pensó en cómo enderezar la situación sin presionar en exceso. Ella parecía padecer de alergia a la presión. Cada vez que apretaba se salía por la tangente; en el mejor de los casos. En el peor hacía exactamente lo que más podía fastidiar a quien le exigía, como cuando firmó el divorcio pero no la cesión de bienes.


Sonrió aun en contra de su voluntad ante su fiereza. Era irónico que lo que más le gustara de ella fuera su combatividad a pesar de que ese rasgo se estuviera volviendo contra él. Debía de estar muy enamorado para amarla por sus defectos. Y así era. Adoraba todos sus defectos. Incluso que fuera tan borde le gustaba, y eso que solía ser objeto de su mala leche a menudo. Pero en secreto disfrutaba de su ingenio y creatividad aunque estuvieran tan mal dirigidos.


Quizá no quería que alguien en concreto se enterara de lo suyo. Se le heló la sangre en cuanto lo pensó. Tal vez ella estaba saliendo con otro… no, no, reflexionó, Paula iba de frente, no tendría ningún problema en decirle alto y claro que se había terminado.


O tal vez estaba enamorada de otro hombre y no quería que se enterara de que estaba saliendo con alguien. Debía ser eso. Una pequeña parte de él se sintió mal, como siempre que le había visto con otro en alguna reunión familiar o durante los veranos. Pero lo que le superó fue una posesividad enorme. Paula era suya y de nadie más. Le había costado años, una boda frustrada, un compromiso roto, millones de euros en una empresa, un viaje y una bronca por un bombero en la que se había sentido ridículo, para que ella se diera cuenta de que existía. No pensaba permitir que nadie la alejara de él. Al menos no sin luchar.


Convencido como nunca de lo que quería pensó en cómo ablandar la coraza que llevaba puesta, cómo derrumbar ladrillo a ladrillo el muro que había alzado entre ambos. 


Desde luego no iba a seguir consintiéndole cada capricho. 


No iba a bailar al son que marcara y nada más. Pero probaría una estrategia poco habitual, una con la que ella se sintiera desarmada.


En lugar de presionar, acariciaría.


Paula estaba en casa. Era viernes por la noche, pero no había quedado con nadie. Los amigos habían ido a la bolera y ella había declinado la invitación esperando que Pedro se presentara sin avisar. A pesar de que él le había dicho de quedar muchos viernes y se había negado siempre. Se sintió estúpida. ¿Por qué negarse lo que quería? ¿Por qué no quedar con él a todas horas si era lo que más deseaba? Y encima se enfadaba con él porque era obediente. Ella le decía que no se vieran los fines de semana y él la respetaba. ¿Qué más podía pedir?


Sabía de sobra qué podía pedir. Podía pedir dejarse de tonterías y reconocer que estaba enamorada de él. Pero enamorada de verdad. No como cuando era una niña y tenía sueños románticos. Ni como a los quince años cuando llenaba diarios con anécdotas con él y deseaba que la besara. O como cuando tenía veinticinco y fantaseaba con casarse con él. Ahora amaba a Pedro, al Pedro que había conocido y a quien admiraba. Muchas veces después de hacer el amor sentía la necesidad de decírselo, de confesarle que moriría por pasar el resto de su vida con él. 


Pero entonces recordaba lo diferentes que eran y se imaginaba a todo el mundo diciendo que no funcionaría, que no duraría, y un nudo de ansiedad se le formaba en el estómago y le embargaba la más profunda de las tristezas, y se abrazaba a él deseando que no amaneciera nunca.


El móvil la sacó de sus pensamientos. Un WhatsApp.


«Por fin en casa, ¿qué estás haciendo?»


Debía decirle que estaba en casa, sin cenar y sin nada que echarse al estómago, languideciendo de amor por él. Debía decirle que arrepintiéndose de ser una cobarde. Debía decirle que le amaba.


Contestó.


«Con los amigos en la bolera. ¿Y tú?»


«Pequeña mentirosa», pensó Pedro entre divertido y asombrado. De la bolera nada de nada. Sintiéndose esperanzado había comprado algo de comida china para llevar y se había dirigido hacia la casa de ella. En un impulso de última hora paró en una tienda que abría veinticuatro horas y compró una cartulina rosa y un rotulador de purpurina rojo.


Estaba enfrente de la casa de Paula, viéndola por la ventana. Se sentía como un acosador, pero se moría por verla y tenía la esperanza de que no le rechazase. Con que en la bolera, ¿eh? Quizá estaba como él, sola y pensando en verle. Cogió el rotulador, escribió y salió del coche sonriendo a pesar de saberse un cursi.


Paula estaba delante de la tele cambiando de canal cada dos segundos incapaz de centrarse cuando sonó el timbre.


Un cosquilleo de anticipación le recorrió la columna, pero enseguida se refrenó. «Será tu madre, y es lo que menos te apetece, así que déjate de tonterías y abre».


Su madre le había dicho que si no esa noche, por la mañana se acercaría a enseñarle el vestido que se había comprado para la boda de su primo mayor. Desde luego no eran horas, pero…


Abrió la puerta y quedó conmocionada.


Pedro estaba de pie, en el vano, mirándola. En una mano llevaba una bolsa del restaurante chino de al lado de su casa. En la otra una cartulina rosa escrita con un rotulador
ridículamente precioso. Se leía:
«Te he echado de menos. ¿Me dejas quedarme a dormir contigo?»










ATADOS: CAPITULO 19





Un mes después habían adoptado una cómoda rutina.


Pasaban el día juntos en la oficina y cenaban en casa de Paula casi todas las noches. Los fines de semana, en cambio, ella se negaba en rotundo a quedar y lo sacaba de quicio a él. Argumentaba que los fines de semana siempre había quedado con sus amigos y que si de repente desaparecía su madre o su hermana se enterarían, dado que la suya era una ciudad pequeña y no quería tener que mentirles. Pedro se moría por decirle que no necesitaba mentirles, que con contarles la verdad era suficiente, pero Paula abortaba cualquier intento de hacer pública su relación. Él no sabía exactamente cuál era su problema como tampoco sabía cómo abordar sus reservas. Lo único que tenía claro era que ella bien valía la espera. Así que se dedicaba a mostrarse encantador, a armarse de paciencia y a esperar hasta que cambiara de idea.


Una noche de miércoles estaban en el dormitorio de la segunda planta de su casa viendo un partido de la Champions League completamente desnudos, después de una sesión de sexo extenuante, cuando sonó el timbre y acto seguido se abrió la puerta de la casa.


—Paula, soy mamá, he venido a por unos libros. ¿Puedo pasar?


Estaba claro que no esperaba respuesta porque se la oía subir los peldaños. Paula empujó con fuerza a Pedro, quien fue pillado por sorpresa y cayó de la cama. Subió el edredón indicándole que se escondiera. Saltó también ella, lanzó su traje debajo de la cama y le vino justo ponerse un camisón cuando su madre llamó y abrió.


—Hola, cariño.


—Mamá, qué sorpresa. No te he oído llegar.


Su madre miró la tele significativamente.


—Lo que no me sorprende si estabas viendo el fútbol. Lo tuyo con ese deporte raya la obsesión, hija.


Ella le dio la razón mientras la sacaba de su habitación.


—¿A qué has venido? —Vio libros en su mano—. ¿A llevarte lectura y a traérmela a mí?


Madre e hija eran muy aficionadas a las novelas románticas así que compraban libros por separado, llamándose siempre primero para asegurarse de que no los tenían, y después se los cambiaban.


—Pues sí. He cenado con la tía y he pensado en coger unas novelas y traértelas.


—¡Estupendo! Tengo algunas preparadas para ti.


Diez minutos después Paula regresaba, su madre ya en la calle. Pedro estaba vestido. Ella se reía.


—Ufff, ha faltado poco ¿eh?


Estaba enfadado, en cuanto le miró a la cara se dio cuenta.


—Pasaré del tema porque entiendo que me has tirado debajo de tu cama, literalmente, porque no querías que tu madre te pillara con un hombre en la cama y no porque no querías que tu madre te pillara conmigo en la cama.


Agradeció que no profundizara. Sonrió de nuevo, insegura.


—¿Ya te vas? No seas así, quédate.


—¿Para qué? ¿Para que me eches más tarde?


Se puso a la defensiva.


—¿Qué pretendes, quedarte a dormir? ¡Venga ya! Tú no eres de los que se queda a dormir, estoy convencida.


Ahora estaba cabreado de veras. Su voz sonaba tensa, como si apenas pudiera controlarse.


—Paula, me temo que tú no tienes ni idea del tipo de hombre que soy. —Se amilanó ante su ira—. Pero te diré qué tipo de tío no soy. No soy de los que se esconden debajo de una cama, ni de los que no quedan los fines de semana, ni de los que ocultan una relación como cuando iban al instituto. ¡Que me has hecho meterme debajo de una cama, joder!


Se iba encogiendo a cada palabra y la palabrota todavía le preocupó más. Sabía que tenía razón pero no podía remediar hacer lo que hacía. Estaba convencida de que si alguien se enteraba de lo suyo se reiría. No pegaban ni con cola. Y todo el mundo se lo haría saber. Mientras nadie lo supiera, mientras nadie dijera en voz alta que lo suyo no podía funcionar, todo iría bien. Él corto sus pensamientos.


 Mientras se ponía la chaqueta le dijo:
—Y desde luego no soy el Santo Job, Paula. Mi paciencia no es infinita.


No le gustaban las amenazas y eso sonaba como una maldita amenaza. Se aferró a ella dado que era a lo único que podía aferrarse. En el resto tenía razón y ella debía callar.


—¿Es eso un ultimátum?


Como respuesta le dio un beso, un beso duro.


—No vuelvas a meterme debajo de una maldita cama, Paula. Va en serio.


Y se fue sin decir nada más y sin mirar atrás. Esta vez, debía reconocer, la gran salida había sido toda suya.


Al día siguiente Pedro tuvo que irse a Madrid por una urgencia en otra de sus empresas. Entró en su despacho, le dijo que tenía que ausentarse por unos días y se fue. 


Apenas le rozó los labios a modo de despedida.


Paula se pasó toda la mañana y la tarde dándole vueltas al tema. Por un lado, porque no tenía nada mejor que hacer, dado que sin él ella no tenía trabajo. Y por otro porque estaba preocupada. Su exceso de celo podía cargarse lo que tenían. Seguía convencida de que si hacían pública su relación esta tendría los días contados. Pero al parecer manteniéndola en privado no iría mucho mejor.


Se hallaba en la dicotomía más complicada de su vida. ¿Qué hacer? Fuera como fuese seguro que no iban a resolverlo a trescientos cincuenta kilómetros de distancia, así que lo mejor era hacer las paces. Y en arreglar «cagadas» era una experta. Cogió el móvil.


«Si estás enfadado porque anoche te tiré de la cama recuerda que debajo de la cama tiene la mano María.»1


De inmediato envió un segundo WhatsApp.


«Siento lo de mi madre. Te echo de menos. Un beso.»


Esperó la respuesta de él. En los veinte minutos que tardó en llegar su estómago se encogió tanto que pensó que vomitaría la comida. Por fin sonó su móvil.


«Tu encanto no te salvará siempre, pero por esta vez aceptaremos pulpo como animal de compañía.»


Sonrió aliviada. En el futuro tendría que ser más cuidadosa. 


Quizá debiera cambiar la cerradura y no dar llaves a su madre. O dejar la llave puesta dentro cuando estuviera con él. Lo bueno es que su toma de decisión se postergaba. 


Todavía no tenía que decidir qué hacer con Pedro.


Su móvil volvió a sonar. Era otro WhatsApp suyo. Nerviosa lo abrió.


«Ah, y yo también te quiero.»


1 Juego de palabras en valenciano o catalán que traducido significa «debajo de la cama te la mamaría». 





viernes, 4 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 18




Era viernes y estaban juntos en el despacho de él trabajando. Había pasado una semana desde su regreso y seguía en la última planta. No había necesitado un día para darse cuenta de que no la necesitaba para manejar al personal de la Caja; era extremadamente eficiente. Pero Paula no se lo había hecho notar por dos razones: la primera y más obvia porque podía pasar todo el tiempo a su lado; y la segunda, más profesional, era que estaba aprendiendo muchísimo sobre estrategia empresarial. A cada momento lo admiraba más. Era inteligente. No, más que eso: Pedro era brillante.


«Demasiado brillante para ti. Es taaaan listo que no tardará en darse cuenta de que tú no eres su pareja ideal. Mira Paula, hemos quedado que nos íbamos a dejar de chorradas y a divertirnos, así que déjate de monsergas y céntrate en él. 

Dios, qué bueno está…». 


El móvil la sacó de sus ensoñaciones y lo agradeció. Le preguntó con la mirada si le importaba que lo cogiera y con su consentimiento descolgó. No conocía el número.


—¿Sí?


Resultó ser Rafa, el bombero que había visto quince días antes. No la había llamado antes porque había estado de apoyo en otro retén. Quería quedar el sábado. Paula le explicó que su sobrina cumplía cuatro años y lo celebraba ese día y aún no sabía si habían quedado a comer, merendar o cenar en familia. Anotó mentalmente que debería escuchar a su hermana con más atención cuando le llamaba. Se grabó el número y prometió mandarle un mensaje esa noche cuando supiera más sobre la fiesta de Alma. Colgó, levantó la vista y la mirada de Pedro se lo dijo todo. Aun así preguntó.


—¿Qué?


No se lo podía creer. ¿De verdad estaba quedando con otro tío delante de sus narices? Y no con cualquier otro tío, no, con el maldito bombero. Y le miraba como si fuera él el raro. ¿Cuál era su problema?


—¿Has quedado con un bombero para cenar?


—Todavía no sé si será cena, comida o un café. O nada. —Se supo obligada a justificarse—. Y no me mires así, es una cita inocente para hablar con un viejo amigo del colegio.


—No es un viejo amigo del colegio. —Trataba de mantener la calma, pero cada vez le costaba más—. Es un bombero.


—¿Tienes algún trauma infantil con los bomberos o qué?


Soltó la estilográfica y se pasó la mano por el mentón, a punto de perder los nervios. Ella lo observaba maravillada. 


No había pretendido ponerle celoso, en realidad no había pretendido nada, pero era interesante verle perturbado.


—Paula, estamos juntos, no puedes tener citas con un tío que está más que interesado en ti.


En definitiva: estaba celoso. «Yupii». Quiso llevarlo al límite solo por diversión, aun sabiendo que no era sano. Pero los celos le eran un sentimiento casi ajeno.


—¿Por qué? Seguro que Amparo te ha estado llamando estos días y tú le has cogido el teléfono. Es más, y para colmo, no me lo habrás contado.


—Por supuesto que sí. Amparo no ha dejado de llamar intentando arreglarlo. —Ante su gesto triunfal continuó—: Pero hay una pequeña diferencia, Paula.


—¿Cuál, Pedro, si puede saberse? —Su tono era tan autosuficiente como el que acababa de escuchar.


—Que yo no tengo ninguna intención de quedar con ella.


Mierda. Eso era incontestable. Pero de veras que no había pretendido nada. Solo quedar con un viejo amigo, sin más pretensiones. Estaba con Pedro, o eso creía, y no iba a estropearlo con otro por muy bombero que fuera.


Eso era lo que ocurría cuando pasabas tanto tiempo sin una relación estable, se te olvidaban las normas más básicas como «no quedes con nadie que no sea tu chico». Joder, pues no pensaba explicarle que hacía siglos que no tenía novio. Igual se reía; o peor, pensaba que ella le estaba pidiendo que fueran novios. Enrojeció violentamente ante la idea.


Pedro volvió a coger la pluma, intentó escribir algo y la volvió a soltar.


—Huyes de mí, Paula.


—No me he movido ni un ápice. —Sonrió, pero a él no le hizo ninguna gracia.


—Tienes razón, no huyes. Me echas. Cada vez que me acerco me apartas, me rechazas. —Le tomó la mano—. Si necesitas tiempo para ordenar algo que dejaste a medias antes del fin de semana pasado dímelo y te esperaré. Si necesitas espacio para hacerte a la idea de que estamos juntos, dímelo y daré un paso atrás. Pero no me apartes, Paula, porque no tengo intención de irme a ningún sitio.



Se quedó quieta, asumiendo lo que acababa de oír. Estaban juntos. Y él era tan estupendo que se lo había dicho de la forma más estupenda. Y de nuevo ese era el tema. Él era estupendo siempre, Pedro «el Estupendo», y ella una arpía. 


Se enfadó consigo misma al darse cuenta que de nuevo no estaba a su altura. Iba a replicar una sandez, pero se refrenó a tiempo. Optó por ser sincera, aunque sin pasarse. Sería una novedad con él.


Pedro esperaba alguna salida de tono por su parte. Siempre le soltaba una fresca cuando la contrariaba. Por eso se sorprendió con su siguiente frase.


—Eres estupendo. Es increíble que siempre digas lo correcto.


Y por su tono.


—¿Por qué eso no me suena a elogio? —La mentalidad de ella le fascinaba. Otra persona no lo hubiera dicho como si fuera un insulto.


Ella hizo un mohín y continuó.


—Porque no lo es en realidad. ¿Sabes lo frustrante que es que siempre digas o hagas lo correcto en el momento correcto? Haces que los demás parezcamos… parezcamos poca cosa.


Alucinó. ¿Ella lo consideraba perfecto? ¿Ella? ¿La mujer más increíble del mundo lo consideraba perfecto a él? Era extraño, siempre pensó que lo tenía por un aburrido. Le invadió la satisfacción. La miró a los ojos y vio que lo decía realmente frustrada. La corrigió.


—Paula, yo no soy precisamente perfecto. Y desde luego no siempre hago lo correcto. Hace unos meses por poco me caso con una… una mujer que me ponía los cuernos y soy tan estúpido que no solo tardé meses en darme cuenta sino que por poco no puedo ni darme el gusto de dejarla y es ella la que me tiene que dejar a mí. —Ella le escuchaba atentamente—. Créeme, soy esencialmente imperfecto.


Joder, pues era cierto. El muy estúpido casi se casa con Amparo. Lo miró con ojo crítico. Quizá después de todo no era tan listo, ni tan perfecto. «Pero está como un tren», pensó infantil. Se sentía pletórica. Si lo analizaba con atención, en esa historia él había sido menos correcto que ella. Quizá después de todo sí estaba a la altura sencillamente porque él no estaba tan alto. El saberlo humano la hizo tan feliz que le plantó un sonoro beso en la boca mientras reía.


El problema resultó que mientras elucubraba sobre los errores de Pedro no había oído la puerta y Gómez había sido testigo de su arranque de cariño. Este, que rara vez perdía la compostura, estaba estupefacto. Le sonrió mientras se levantaba para irse.


—No puedes contarle esto a nadie, Gómez. Seguro que el secreto profesional te obliga. Además —le guiñó un ojo—, si te chivas se lo diré al jefe y le pediré que te eche.


Pedro soltó una carcajada. Gómez también sonrió. Los encaró a ambos, divertida.


—¿Qué? Podría hacerlo. —Y bajó la voz, como si fuera a contarles un secreto—: Me lo estoy tirando.


Dicho esto salió de la habitación sin mirar atrás.








ATADOS: CAPITULO 17




Regresaban a casa. Habían pasado un fin de semana maravilloso, solos. Habían ocupado su tiempo haciendo el amor, comiendo y durmiendo como si el resto del mundo no existiera. Como por acuerdo tácito, ninguno de los dos había mencionado a Amparo, o a Gómez, o el tema de la anulación del matrimonio. Y desde luego Pedro no había vuelto a insinuar que hablaran con sus respectivas familias.


Compartían un taxi. La acompañaría a casa, la ayudaría con su equipaje y regresaría a la suya en el mismo transporte. 


Paula estaba inusitadamente callada, pero no necesitaba preguntar en qué estaba pensando. Era obvio que su negativa a hacer público lo suyo era lo que la mantenía en silencio y Pedro trataba de respetar sus pensamientos manteniéndose callado también. Le preocupaba mucho que no quisiera que nadie supiera de su relación. No sabía si era porque no pretendía mantener una relación con él, no más allá de aquel fin de semana, porque él acababa de romper su compromiso y la gente asociaría ambas cosas o por algo más profundo que, por más que se esforzaba, no lograba comprender. Paula no era de las que se amilanaban por las apariencias. Era discreta, sí, pero no se escondía. Seguro que era porque no quería que nadie la relacionara con su ruptura con Amparo. Se negaba a creer otra cosa a pesar de que su mente no dejaba de repetirle que algo no iba bien.


Una vez en su casa, bajó del taxi, cargó con sus maletas, tomando sus llaves le abrió la puerta y se despidió con un suave «buenas noches» y una caricia dulce en la mejilla. No quería presionarla, era innegable que no estaba preparada para hablar de lo que empezaba a florecer entre ellos. Y probablemente si él decía algo sería que la amaba, que siempre la había amado, lo que o bien la asustaría o la haría reír, dado que hasta hacía nada estaba pensando en casarse con otra. Resignado, volvió a subirse al vehículo y dio su dirección, poniendo rumbo a su propia casa.


El lunes por la mañana Paula se presentó en su despacho con un par de cajas. Recogió sus cosas y las dejó a un lado.


Pediría a alguien que le ayudara a trasladarlas. La pregunta del millón era adónde. Su anterior despacho estaba ocupado ahora y no tenía dónde ir. Lo que le daba la excusa perfecta para ver a Pedro a pesar de que temía verle y que él la dejara. Estaba tratando de infundirse valor cuando llamaron a su puerta y el hombre de sus desvelos entró sonriente. 


Cerró la puerta, se acercó y sin previo aviso y la besó con avidez. Paula se entregó al beso aliviada. Él se separó feliz hasta que vio las cajas. Frunció el entrecejo.


—¿Y eso?


—Ya no soy la mujer del jefe, ni accionista, ni nadie. Así que será mejor que vuelva a la realidad. Te agradecería que me dijeras dónde debo ir ya que mi empleo de recursos humanos se lo diste a otra.


La miró haciendo acopio de paciencia.


—Paula, nada ha cambiado, puedes seguir aquí.


Se sintió ofendida por su comentario sin saber por qué. Su vieja costumbre de atacarle surgió antes de que pudiera controlarla. Soez, le dijo:
—¿Es porque ahora follamos?


Pedro esperaba una salida de tono. Empezaba a entenderla y no solo a conocerla.


—No follamos, Paula. Y no, no es por eso. Necesito a alguien de confianza aquí.


—Sí, sí follamos, o como quieras llamarlo, si prefieres ir de finolis. Y en cualquier caso, yo no soy tu persona de confianza. Hace menos de un mes querías matarme.


Esa exasperante mujer era capaz de llevar dos conversaciones al mismo tiempo sin inmutarse, mientras que a él le costaba seguirla. ¿Sería cierto lo de que los hombres no podían hacer dos cosas a la vez?, se preguntó, irónico.


—De acuerdo, tú follas conmigo. Yo, que soy un ¿finolis?, te hago el amor. Y esto no tiene que ver con el magnífico sexo que compartimos sino con que conoces a todos los empleados de aquí y me vendría bien una ayuda en eso. Y no, no quería matarte, solo que firmaras unos malditos papeles que afortunadamente no firmaste. Y bien, ¿quieres trabajar a mi lado?


—¿Pretendes que sea tu secretaria? ¿Y qué entrará dentro de mis responsabilidades, chupárt…?


La calló de la mejor manera posible, besándola. Poco después interrumpió el beso. Ambos jadeaban.


—Paula, déjate de estupideces. De veras necesito a alguien que me ayude en esto. Sé de negocios bancarios, pero no de la red de oficinas. Tú conoces ambos mundos, me vendría bien una ayuda. Y como has señalado, tu puesto ya no está vacante. ¿Crees que podrías hacer algo constructivo en ese sentido o busco a otra persona?


Se sintió ridícula. ¿Por qué se empeñaba en mostrarse razonable cuando ella estaba siendo deliberadamente desagradable? Aceptó su propuesta. A fin de cuentas él tenía razón, ella podía aportar algo a la empresa. Y además eso le permitiría verle a diario. Cambió de tema.


—¿Has anunciado ya a tu familia lo de la anulación?


—Sí, ¿y tú?


—Todavía no.


No lo había hecho porque en realidad no le había dado importancia al matrimonio. No creía en la institución en sí, para ella no eran más que papeles. No se había sentido casada y por eso no le importaba que se hubiera declarado nulo. En cualquier caso, su madre ya conocería la noticia si la familia de Pedro lo sabía.


A pesar de todo tenía una ligera sensación de pérdida. 


Pedro nunca había sido suyo, su mente se lo repetía, pero su corazón le decía que ahora lo era menos que nunca.


Le molestó que ella no hubiera hablado con su familia sobre el fin de su matrimonio, pero se lo guardó. Ya tendría tiempo de abordar ese tema. Una victoria cada vez, esa era su estrategia. Y de momento había conseguido mantenerla en el despacho de al lado.


—¿Les has comentado también lo de Amparo?


—Sí. —No dijo más.


—¿Y? —le inquirió.


—Paula, no hablo de mi vida privada en el trabajo. Nunca mezclo lo personal con lo profesional. Así que si quieres saberlo, tendrás que cenar conmigo.


Era una buena táctica, pues así se aseguraba de que siguiera quedando con él. Aunque tuviera que inventarse mil historias, intentaría quedar con ella hasta vencer sus defensas, fueran cuales fueran. Sentía que tenía ante sí la oportunidad de conquistar al amor de su vida y no pensaba dejarla escapar. Ella le miraba, seductora.


—¿Nunca mezclas lo personal con lo profesional?


—Nunca en la empresa.


—¿Nunca?


Él negó con la cabeza.


—Nunca, es una norma inquebrantable


De nuevo ella le miraba. Ardiente.


—¿Quieres decir que si me desnudo e intento desnudarte a ti, fracasaría?


Pedro sintió que el deseo se apoderaba de él. Se acercó a la puerta, giró el pestillo y se volvió, con idéntico deseo.


—Bueno, todas las normas tienen sus excepciones…


Durante un buen rato la puerta del despacho se mantuvo cerrada.


Después, cada uno en su despacho, sus mentes llevaban derroteros diametralmente opuestos. Pedro estaba más convencido que nunca de que lo suyo sería para siempre, mientras que Paula pensaba en disfrutar de la relación mientras durara, sin querer pensar en un futuro juntos