sábado, 5 de septiembre de 2015
ATADOS: CAPITULO 19
Un mes después habían adoptado una cómoda rutina.
Pasaban el día juntos en la oficina y cenaban en casa de Paula casi todas las noches. Los fines de semana, en cambio, ella se negaba en rotundo a quedar y lo sacaba de quicio a él. Argumentaba que los fines de semana siempre había quedado con sus amigos y que si de repente desaparecía su madre o su hermana se enterarían, dado que la suya era una ciudad pequeña y no quería tener que mentirles. Pedro se moría por decirle que no necesitaba mentirles, que con contarles la verdad era suficiente, pero Paula abortaba cualquier intento de hacer pública su relación. Él no sabía exactamente cuál era su problema como tampoco sabía cómo abordar sus reservas. Lo único que tenía claro era que ella bien valía la espera. Así que se dedicaba a mostrarse encantador, a armarse de paciencia y a esperar hasta que cambiara de idea.
Una noche de miércoles estaban en el dormitorio de la segunda planta de su casa viendo un partido de la Champions League completamente desnudos, después de una sesión de sexo extenuante, cuando sonó el timbre y acto seguido se abrió la puerta de la casa.
—Paula, soy mamá, he venido a por unos libros. ¿Puedo pasar?
Estaba claro que no esperaba respuesta porque se la oía subir los peldaños. Paula empujó con fuerza a Pedro, quien fue pillado por sorpresa y cayó de la cama. Subió el edredón indicándole que se escondiera. Saltó también ella, lanzó su traje debajo de la cama y le vino justo ponerse un camisón cuando su madre llamó y abrió.
—Hola, cariño.
—Mamá, qué sorpresa. No te he oído llegar.
Su madre miró la tele significativamente.
—Lo que no me sorprende si estabas viendo el fútbol. Lo tuyo con ese deporte raya la obsesión, hija.
Ella le dio la razón mientras la sacaba de su habitación.
—¿A qué has venido? —Vio libros en su mano—. ¿A llevarte lectura y a traérmela a mí?
Madre e hija eran muy aficionadas a las novelas románticas así que compraban libros por separado, llamándose siempre primero para asegurarse de que no los tenían, y después se los cambiaban.
—Pues sí. He cenado con la tía y he pensado en coger unas novelas y traértelas.
—¡Estupendo! Tengo algunas preparadas para ti.
Diez minutos después Paula regresaba, su madre ya en la calle. Pedro estaba vestido. Ella se reía.
—Ufff, ha faltado poco ¿eh?
Estaba enfadado, en cuanto le miró a la cara se dio cuenta.
—Pasaré del tema porque entiendo que me has tirado debajo de tu cama, literalmente, porque no querías que tu madre te pillara con un hombre en la cama y no porque no querías que tu madre te pillara conmigo en la cama.
Agradeció que no profundizara. Sonrió de nuevo, insegura.
—¿Ya te vas? No seas así, quédate.
—¿Para qué? ¿Para que me eches más tarde?
Se puso a la defensiva.
—¿Qué pretendes, quedarte a dormir? ¡Venga ya! Tú no eres de los que se queda a dormir, estoy convencida.
Ahora estaba cabreado de veras. Su voz sonaba tensa, como si apenas pudiera controlarse.
—Paula, me temo que tú no tienes ni idea del tipo de hombre que soy. —Se amilanó ante su ira—. Pero te diré qué tipo de tío no soy. No soy de los que se esconden debajo de una cama, ni de los que no quedan los fines de semana, ni de los que ocultan una relación como cuando iban al instituto. ¡Que me has hecho meterme debajo de una cama, joder!
Se iba encogiendo a cada palabra y la palabrota todavía le preocupó más. Sabía que tenía razón pero no podía remediar hacer lo que hacía. Estaba convencida de que si alguien se enteraba de lo suyo se reiría. No pegaban ni con cola. Y todo el mundo se lo haría saber. Mientras nadie lo supiera, mientras nadie dijera en voz alta que lo suyo no podía funcionar, todo iría bien. Él corto sus pensamientos.
Mientras se ponía la chaqueta le dijo:
—Y desde luego no soy el Santo Job, Paula. Mi paciencia no es infinita.
No le gustaban las amenazas y eso sonaba como una maldita amenaza. Se aferró a ella dado que era a lo único que podía aferrarse. En el resto tenía razón y ella debía callar.
—¿Es eso un ultimátum?
Como respuesta le dio un beso, un beso duro.
—No vuelvas a meterme debajo de una maldita cama, Paula. Va en serio.
Y se fue sin decir nada más y sin mirar atrás. Esta vez, debía reconocer, la gran salida había sido toda suya.
Al día siguiente Pedro tuvo que irse a Madrid por una urgencia en otra de sus empresas. Entró en su despacho, le dijo que tenía que ausentarse por unos días y se fue.
Apenas le rozó los labios a modo de despedida.
Paula se pasó toda la mañana y la tarde dándole vueltas al tema. Por un lado, porque no tenía nada mejor que hacer, dado que sin él ella no tenía trabajo. Y por otro porque estaba preocupada. Su exceso de celo podía cargarse lo que tenían. Seguía convencida de que si hacían pública su relación esta tendría los días contados. Pero al parecer manteniéndola en privado no iría mucho mejor.
Se hallaba en la dicotomía más complicada de su vida. ¿Qué hacer? Fuera como fuese seguro que no iban a resolverlo a trescientos cincuenta kilómetros de distancia, así que lo mejor era hacer las paces. Y en arreglar «cagadas» era una experta. Cogió el móvil.
«Si estás enfadado porque anoche te tiré de la cama recuerda que debajo de la cama tiene la mano María.»1
De inmediato envió un segundo WhatsApp.
«Siento lo de mi madre. Te echo de menos. Un beso.»
Esperó la respuesta de él. En los veinte minutos que tardó en llegar su estómago se encogió tanto que pensó que vomitaría la comida. Por fin sonó su móvil.
«Tu encanto no te salvará siempre, pero por esta vez aceptaremos pulpo como animal de compañía.»
Sonrió aliviada. En el futuro tendría que ser más cuidadosa.
Quizá debiera cambiar la cerradura y no dar llaves a su madre. O dejar la llave puesta dentro cuando estuviera con él. Lo bueno es que su toma de decisión se postergaba.
Todavía no tenía que decidir qué hacer con Pedro.
Su móvil volvió a sonar. Era otro WhatsApp suyo. Nerviosa lo abrió.
«Ah, y yo también te quiero.»
1 Juego de palabras en valenciano o catalán que traducido significa «debajo de la cama te la mamaría».
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