viernes, 4 de septiembre de 2015
ATADOS: CAPITULO 17
Regresaban a casa. Habían pasado un fin de semana maravilloso, solos. Habían ocupado su tiempo haciendo el amor, comiendo y durmiendo como si el resto del mundo no existiera. Como por acuerdo tácito, ninguno de los dos había mencionado a Amparo, o a Gómez, o el tema de la anulación del matrimonio. Y desde luego Pedro no había vuelto a insinuar que hablaran con sus respectivas familias.
Compartían un taxi. La acompañaría a casa, la ayudaría con su equipaje y regresaría a la suya en el mismo transporte.
Paula estaba inusitadamente callada, pero no necesitaba preguntar en qué estaba pensando. Era obvio que su negativa a hacer público lo suyo era lo que la mantenía en silencio y Pedro trataba de respetar sus pensamientos manteniéndose callado también. Le preocupaba mucho que no quisiera que nadie supiera de su relación. No sabía si era porque no pretendía mantener una relación con él, no más allá de aquel fin de semana, porque él acababa de romper su compromiso y la gente asociaría ambas cosas o por algo más profundo que, por más que se esforzaba, no lograba comprender. Paula no era de las que se amilanaban por las apariencias. Era discreta, sí, pero no se escondía. Seguro que era porque no quería que nadie la relacionara con su ruptura con Amparo. Se negaba a creer otra cosa a pesar de que su mente no dejaba de repetirle que algo no iba bien.
Una vez en su casa, bajó del taxi, cargó con sus maletas, tomando sus llaves le abrió la puerta y se despidió con un suave «buenas noches» y una caricia dulce en la mejilla. No quería presionarla, era innegable que no estaba preparada para hablar de lo que empezaba a florecer entre ellos. Y probablemente si él decía algo sería que la amaba, que siempre la había amado, lo que o bien la asustaría o la haría reír, dado que hasta hacía nada estaba pensando en casarse con otra. Resignado, volvió a subirse al vehículo y dio su dirección, poniendo rumbo a su propia casa.
El lunes por la mañana Paula se presentó en su despacho con un par de cajas. Recogió sus cosas y las dejó a un lado.
Pediría a alguien que le ayudara a trasladarlas. La pregunta del millón era adónde. Su anterior despacho estaba ocupado ahora y no tenía dónde ir. Lo que le daba la excusa perfecta para ver a Pedro a pesar de que temía verle y que él la dejara. Estaba tratando de infundirse valor cuando llamaron a su puerta y el hombre de sus desvelos entró sonriente.
Cerró la puerta, se acercó y sin previo aviso y la besó con avidez. Paula se entregó al beso aliviada. Él se separó feliz hasta que vio las cajas. Frunció el entrecejo.
—¿Y eso?
—Ya no soy la mujer del jefe, ni accionista, ni nadie. Así que será mejor que vuelva a la realidad. Te agradecería que me dijeras dónde debo ir ya que mi empleo de recursos humanos se lo diste a otra.
La miró haciendo acopio de paciencia.
—Paula, nada ha cambiado, puedes seguir aquí.
Se sintió ofendida por su comentario sin saber por qué. Su vieja costumbre de atacarle surgió antes de que pudiera controlarla. Soez, le dijo:
—¿Es porque ahora follamos?
Pedro esperaba una salida de tono. Empezaba a entenderla y no solo a conocerla.
—No follamos, Paula. Y no, no es por eso. Necesito a alguien de confianza aquí.
—Sí, sí follamos, o como quieras llamarlo, si prefieres ir de finolis. Y en cualquier caso, yo no soy tu persona de confianza. Hace menos de un mes querías matarme.
Esa exasperante mujer era capaz de llevar dos conversaciones al mismo tiempo sin inmutarse, mientras que a él le costaba seguirla. ¿Sería cierto lo de que los hombres no podían hacer dos cosas a la vez?, se preguntó, irónico.
—De acuerdo, tú follas conmigo. Yo, que soy un ¿finolis?, te hago el amor. Y esto no tiene que ver con el magnífico sexo que compartimos sino con que conoces a todos los empleados de aquí y me vendría bien una ayuda en eso. Y no, no quería matarte, solo que firmaras unos malditos papeles que afortunadamente no firmaste. Y bien, ¿quieres trabajar a mi lado?
—¿Pretendes que sea tu secretaria? ¿Y qué entrará dentro de mis responsabilidades, chupárt…?
La calló de la mejor manera posible, besándola. Poco después interrumpió el beso. Ambos jadeaban.
—Paula, déjate de estupideces. De veras necesito a alguien que me ayude en esto. Sé de negocios bancarios, pero no de la red de oficinas. Tú conoces ambos mundos, me vendría bien una ayuda. Y como has señalado, tu puesto ya no está vacante. ¿Crees que podrías hacer algo constructivo en ese sentido o busco a otra persona?
Se sintió ridícula. ¿Por qué se empeñaba en mostrarse razonable cuando ella estaba siendo deliberadamente desagradable? Aceptó su propuesta. A fin de cuentas él tenía razón, ella podía aportar algo a la empresa. Y además eso le permitiría verle a diario. Cambió de tema.
—¿Has anunciado ya a tu familia lo de la anulación?
—Sí, ¿y tú?
—Todavía no.
No lo había hecho porque en realidad no le había dado importancia al matrimonio. No creía en la institución en sí, para ella no eran más que papeles. No se había sentido casada y por eso no le importaba que se hubiera declarado nulo. En cualquier caso, su madre ya conocería la noticia si la familia de Pedro lo sabía.
A pesar de todo tenía una ligera sensación de pérdida.
Pedro nunca había sido suyo, su mente se lo repetía, pero su corazón le decía que ahora lo era menos que nunca.
Le molestó que ella no hubiera hablado con su familia sobre el fin de su matrimonio, pero se lo guardó. Ya tendría tiempo de abordar ese tema. Una victoria cada vez, esa era su estrategia. Y de momento había conseguido mantenerla en el despacho de al lado.
—¿Les has comentado también lo de Amparo?
—Sí. —No dijo más.
—¿Y? —le inquirió.
—Paula, no hablo de mi vida privada en el trabajo. Nunca mezclo lo personal con lo profesional. Así que si quieres saberlo, tendrás que cenar conmigo.
Era una buena táctica, pues así se aseguraba de que siguiera quedando con él. Aunque tuviera que inventarse mil historias, intentaría quedar con ella hasta vencer sus defensas, fueran cuales fueran. Sentía que tenía ante sí la oportunidad de conquistar al amor de su vida y no pensaba dejarla escapar. Ella le miraba, seductora.
—¿Nunca mezclas lo personal con lo profesional?
—Nunca en la empresa.
—¿Nunca?
Él negó con la cabeza.
—Nunca, es una norma inquebrantable
De nuevo ella le miraba. Ardiente.
—¿Quieres decir que si me desnudo e intento desnudarte a ti, fracasaría?
Pedro sintió que el deseo se apoderaba de él. Se acercó a la puerta, giró el pestillo y se volvió, con idéntico deseo.
—Bueno, todas las normas tienen sus excepciones…
Durante un buen rato la puerta del despacho se mantuvo cerrada.
Después, cada uno en su despacho, sus mentes llevaban derroteros diametralmente opuestos. Pedro estaba más convencido que nunca de que lo suyo sería para siempre, mientras que Paula pensaba en disfrutar de la relación mientras durara, sin querer pensar en un futuro juntos
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