sábado, 5 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 20




Pedro regresaba de Madrid. Había sido una semana larga pero afortunadamente provechosa. Una de sus empresas había resultado afectada por rumores de impago y toda su semana había consistido en reuniones con socios y clientes impartiendo mensajes de calma. Esa mañana había recibido un pedido nuevo de su mejor cliente, había tranquilizado al banco respecto de unos vencimientos y por fin regresaba a casa, agotado pero satisfecho.


Era viernes a media tarde. Su mayor deseo era ver a Paula, pero eso no sería posible precisamente porque era viernes.


Ella se negaba a quedar con él los fines de semana alegando que si cambiaba su rutina sospecharían que estaba con alguien y que sería cuestión de tiempo que se supiera con quién. Entendía cada palabra de lo que ella le decía y sin embargo no el significado general. Paula tenía treinta y cuatro años, era una mujer hecha y derecha. Desde que la conocía, y eso significaba desde siempre, había manifestado una seguridad en sí misma arrolladora que hacía que las opiniones de los demás pasaran a un segundo plano. No necesitaba la aprobación de nadie, solo la propia.


Y ahora se negaba a reconocer que estaban juntos.


Aunque insistía que no había por qué preocuparse, que sencillamente era muy celosa de su vida privada, no había que ser muy listo para saber que algo no iba bien. ¿Acaso le avergonzaba que la relacionaran con él? Una parte suya se revolvió. Quizá no fuera tan divertido o ingenioso como otros, pero era un hombre decente y un buen partido según muchas mujeres. Bueno, según sus hermanas, su madre y alguna amiga. Pero estaba a la altura de Paula, ¿no?


Molesto por tener que justificarse ante sí mismo y más molesto aún por no poder ver a Paula sin una razón de peso pensó en cómo enderezar la situación sin presionar en exceso. Ella parecía padecer de alergia a la presión. Cada vez que apretaba se salía por la tangente; en el mejor de los casos. En el peor hacía exactamente lo que más podía fastidiar a quien le exigía, como cuando firmó el divorcio pero no la cesión de bienes.


Sonrió aun en contra de su voluntad ante su fiereza. Era irónico que lo que más le gustara de ella fuera su combatividad a pesar de que ese rasgo se estuviera volviendo contra él. Debía de estar muy enamorado para amarla por sus defectos. Y así era. Adoraba todos sus defectos. Incluso que fuera tan borde le gustaba, y eso que solía ser objeto de su mala leche a menudo. Pero en secreto disfrutaba de su ingenio y creatividad aunque estuvieran tan mal dirigidos.


Quizá no quería que alguien en concreto se enterara de lo suyo. Se le heló la sangre en cuanto lo pensó. Tal vez ella estaba saliendo con otro… no, no, reflexionó, Paula iba de frente, no tendría ningún problema en decirle alto y claro que se había terminado.


O tal vez estaba enamorada de otro hombre y no quería que se enterara de que estaba saliendo con alguien. Debía ser eso. Una pequeña parte de él se sintió mal, como siempre que le había visto con otro en alguna reunión familiar o durante los veranos. Pero lo que le superó fue una posesividad enorme. Paula era suya y de nadie más. Le había costado años, una boda frustrada, un compromiso roto, millones de euros en una empresa, un viaje y una bronca por un bombero en la que se había sentido ridículo, para que ella se diera cuenta de que existía. No pensaba permitir que nadie la alejara de él. Al menos no sin luchar.


Convencido como nunca de lo que quería pensó en cómo ablandar la coraza que llevaba puesta, cómo derrumbar ladrillo a ladrillo el muro que había alzado entre ambos. 


Desde luego no iba a seguir consintiéndole cada capricho. 


No iba a bailar al son que marcara y nada más. Pero probaría una estrategia poco habitual, una con la que ella se sintiera desarmada.


En lugar de presionar, acariciaría.


Paula estaba en casa. Era viernes por la noche, pero no había quedado con nadie. Los amigos habían ido a la bolera y ella había declinado la invitación esperando que Pedro se presentara sin avisar. A pesar de que él le había dicho de quedar muchos viernes y se había negado siempre. Se sintió estúpida. ¿Por qué negarse lo que quería? ¿Por qué no quedar con él a todas horas si era lo que más deseaba? Y encima se enfadaba con él porque era obediente. Ella le decía que no se vieran los fines de semana y él la respetaba. ¿Qué más podía pedir?


Sabía de sobra qué podía pedir. Podía pedir dejarse de tonterías y reconocer que estaba enamorada de él. Pero enamorada de verdad. No como cuando era una niña y tenía sueños románticos. Ni como a los quince años cuando llenaba diarios con anécdotas con él y deseaba que la besara. O como cuando tenía veinticinco y fantaseaba con casarse con él. Ahora amaba a Pedro, al Pedro que había conocido y a quien admiraba. Muchas veces después de hacer el amor sentía la necesidad de decírselo, de confesarle que moriría por pasar el resto de su vida con él. 


Pero entonces recordaba lo diferentes que eran y se imaginaba a todo el mundo diciendo que no funcionaría, que no duraría, y un nudo de ansiedad se le formaba en el estómago y le embargaba la más profunda de las tristezas, y se abrazaba a él deseando que no amaneciera nunca.


El móvil la sacó de sus pensamientos. Un WhatsApp.


«Por fin en casa, ¿qué estás haciendo?»


Debía decirle que estaba en casa, sin cenar y sin nada que echarse al estómago, languideciendo de amor por él. Debía decirle que arrepintiéndose de ser una cobarde. Debía decirle que le amaba.


Contestó.


«Con los amigos en la bolera. ¿Y tú?»


«Pequeña mentirosa», pensó Pedro entre divertido y asombrado. De la bolera nada de nada. Sintiéndose esperanzado había comprado algo de comida china para llevar y se había dirigido hacia la casa de ella. En un impulso de última hora paró en una tienda que abría veinticuatro horas y compró una cartulina rosa y un rotulador de purpurina rojo.


Estaba enfrente de la casa de Paula, viéndola por la ventana. Se sentía como un acosador, pero se moría por verla y tenía la esperanza de que no le rechazase. Con que en la bolera, ¿eh? Quizá estaba como él, sola y pensando en verle. Cogió el rotulador, escribió y salió del coche sonriendo a pesar de saberse un cursi.


Paula estaba delante de la tele cambiando de canal cada dos segundos incapaz de centrarse cuando sonó el timbre.


Un cosquilleo de anticipación le recorrió la columna, pero enseguida se refrenó. «Será tu madre, y es lo que menos te apetece, así que déjate de tonterías y abre».


Su madre le había dicho que si no esa noche, por la mañana se acercaría a enseñarle el vestido que se había comprado para la boda de su primo mayor. Desde luego no eran horas, pero…


Abrió la puerta y quedó conmocionada.


Pedro estaba de pie, en el vano, mirándola. En una mano llevaba una bolsa del restaurante chino de al lado de su casa. En la otra una cartulina rosa escrita con un rotulador
ridículamente precioso. Se leía:
«Te he echado de menos. ¿Me dejas quedarme a dormir contigo?»










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