sábado, 5 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 21




Él no habló. Su cara le dijo primero que no lo esperaba y después que se alegraba de verle. Que se alegraba muchísimo. Y acto seguido se lo demostró.


En el momento que creyó lo que estaba viendo, que interiorizó que Pedro estaba allí, reaccionó. Lo tomó por las solapas del traje de chaqueta que llevaba y lo metió en su casa. No hubo resistencia. Dio un puntapié a la puerta y lo apoyó contra esta y durante más de un minuto se dedicó a besarle, a deslizarle la lengua por el cuello, a darle pequeños mordisquitos mientras él no podía tocarla porque tenía ambas manos ocupadas y los brazos abiertos.


Solo cuando necesitó de su contacto, cuando se le hizo imperativo, sin dejar de besarle tiró de nuevo de las solapas y lo acercó a la pequeña cómoda de la entrada. Tomó la bolsa de comida china que portaba en una mano y la dejó con descuido en un extremo. Cogió después la cartulina con delicadeza e inició un reguero de besos por el cuello. Abrió el enorme cajón que había tras ella y guardó como pudo su precioso cartel. Cerró con la cadera mientras sus labios regresaban a la boca que le esperaba impaciente.


Una vez liberadas las manos Pedro, enredó una en su melena y la otra en el muslo y la pegó a él, levantándole la pierna y ciñéndola a su pelvis, dejando que se encontraran sus caderas y se mezclaran sus deseos mientras el beso se tornaba más húmedo. Gimió. Y Paula se volvió más pasional. Le encantaba escucharle gemir y saber que era por ella por quien perdía el control.


Tiró del nudo de la corbata y la dejó caer con descuido en el suelo. La chaqueta cayó cerca y le pasó las manos por los hombros y el pelo. Le encantaba su pelo. Se deleitó peinando con los dedos sus gruesos mechones y dejando que fuera él quien marcara el ritmo del beso.


Continuó con los botones de la camisa. Fue quitándolos uno tras otro, pero cuando quiso sacarla se encontró con que los puños se cerraban con gemelos.


—Jodidos gemelos… —se quejó contra su boca.


Pedro sonrió ante su apasionada queja y se apartó de sus labios.


—Yo me quito la camisa y tú el suéter.


Vio cómo se le nublaban los ojos ante la idea de que se desvistiera. Se quitó el suéter que llevaba, se sentó sobre la cómoda y esperó, atenta a sus movimientos.


Sintiéndose extraño se quitó la camisa. A ella le gustaba así que se quitó los zapatos y los calcetines y continuó con el cinturón. Los ojos verdes de Paula lo devoraban.


—¿Quieres que siga?


—Quítate los pantalones —le pidió con voz ronca.


Se bajó la cremallera despacio y los dejó caer. De una patada los apartó y se quedó enfrente suyo, dejándose mirar, disfrutando de verla tan excitada.


—Los calzoncillos —le exigió.


—Después de ti —le respondió.


Paula lo miró fijamente unos segundos. Se puso en pie y se quitó los pantalones. El resto de su ropa cayó prenda a prenda. Ya desnuda quiso acercase a él pero Pedro la tomó por la cintura y la subió de nuevo a la cómoda y se abalanzó sobre ella. Más que besarla la devoró. Sus manos le sujetaban la cabeza mientras se deleitaba en su boca. Bajó después por el cuello hasta sus pechos, donde se dio un festín mientras sus manos seguían errantes por su estómago, sus muslos, hasta llegar donde ella esperaba con impaciencia. Introdujo un dedo en ella y la escuchó jadear.


Lo movió deliberadamente despacio y ella se hizo atrás y se dejó hacer, ida, jadeante.


Pero cuando se le unió un segundo dedo e imprimió un ritmo mayor Paula lo separó de sus pechos y lo pegó a su cara.


Pedro. Desnúdate. Ahora.


No necesitó más alicientes. Se quitó los calzoncillos tan rápido como pudo y quiso agacharse a buscar su cartera.


—Tomo la píldora —le dijo atrayéndolo a su cuerpo, introduciéndolo en ella.


Y sus cuerpos se fundieron y dejaron de pensar. No hubo palabras o caricias, solo embestidas frenéticas. Estaban ávidos el uno del otro y no podían esperar.


—Paula —le dijo a punto de estallar—.Paula, por favor, ahora.


Necesitaba que llegara con él. Y lo hizo. Sus palabras fueron el último empujón hacia un orgasmo que no había dejado de cimentarse y crecer desde que abriera la puerta. Y en cuanto sintió cómo se dejaba ir, cuando su cuerpo lo envolvió y gritó también él se dejó llevar como nunca hasta entonces.


Se mantuvieron abrazados unos minutos, satisfechos y a gusto tal y como estaban.


—Creí que no te gustaban las sorpresas.


Sonrió ella.


—Y no me gustan.


—Pues si esta es tu reacción cuando no te gustan…


—Es la comida china lo que me apasiona, en realidad.


Pedro rio.


—Será mejor que me vista y vaya poniendo la mesa entonces. —A ella le sonaron las tripas. Sonrieron los dos—. ¿Tienes hambre? Yo estoy famélico.


Paula asintió.


—Sí, lo cierto es que sí. Pero no pongas la mesa. Acabo de decidir que la comida china me gusta cenármela en la cama. —Se ganó una mirada de órdago. Saltó de la cómoda y le dio una palmada en el trasero—. Y tampoco te vistas. Creo que me gusta comerla desnuda.


Cenaron en su dormitorio.


Y Paula le explicó qué más le gustaba de la comida china.





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