¿Qué habría ocurrido en realidad la noche del sábado?
Pedro no dejaba de darle vueltas. Amparo había pasado el domingo llorando porque al parecer se había encontrado a Paula en una discoteca y ella le había amenazado con inventar alguna patraña para separarles. Entre sollozos le contaba que era casi seguro que Paula estaba maquinando algo para desacreditarla a sus ojos e intentar que rompieran.
—Paula te quiere para ella y haría cualquier cosa para intentar que anulemos el compromiso.
No dejaba de lamentarse y de suplicarle que la despidiera.
Pedro quería creerle. De veras quería creer que Paula lo quería. Pero lo que no podía creer de ninguna de las maneras era que inventaría algo así para separarles. La conocía desde siempre y sí, era bastante borde a veces y podía manipular la situación a su favor cuando se lo proponía. Pero era también la persona más honrada que Pedro hubiera conocido. Paula no mentía y procuraba mantenerse al margen de polémicas salvo que fuera ella quien las generara. Y nunca, nunca, haría daño a nadie a propósito. Paula era, resumiendo, una buena persona.
El lunes, sentado ya en su despacho, esperaba no sabía muy bien qué. Paula ya había llegado pero no la había visto.
Algo le decía que aquel no sería un día plácido. Y que le urgía cada vez más dar una salida a su prometida.
Llegó la respuesta que llevaba dos semanas esperando y se olvidó de todo excepto de lo que tenía delante. Una Caja de menor tamaño que la suya solicitaba servicios de otra empresa. Pedro había ofrecido a algunas entidades pequeñas el servicio técnico que podían ofrecer y una entidad del sur deseaba negociar. Llamó a Gómez y pasaron horas hablando del tema y concertando una reunión con la otra junta directiva para ese mismo viernes. Sería una inyección importante de beneficios con apenas costes.
Mandaron al servicio de Asesoría que prepara unos contratos marco sobre los que trabajar, pliegos que serían enviados a la otra entidad el miércoles por la tarde a más tardar.
Y, qué mala suerte, Paula tendría que acudir a la reunión del viernes en Marbella, pues su firma era necesaria para cerrar el acuerdo.
***
Hoy tocaba La Encrucijada de Arthur Miller. Metió el enlace en la plataforma de teatro y esperó. No dejaba de recordar a la maldita rubia saliendo del baño con aquel crío pero se negaba a ser ella quien levantara la liebre. Simplemente no era su estilo. Iban a detener a la esposa del protagonista cuando entró un mail. Así que estaba convocada para una reunión el viernes en Marbella. Pedro y ella, solos. O eso esperaba; contaba con que la «peliteñida» no acudiera. Un montón de mariposas incontroladas comenzaron a revolotear por su estómago. Se abría ante ella un mundo de posibilidades. Sintiéndose estúpida comenzó a pensar qué ropa se llevaría, detallando al máximo la ropa interior.
¿Habría lugar para un intento de seducción?
Sus fantasías fueron interrumpidas por la encarnación del diablo que entró hecha una fiera en su despacho.
—¡¡¿Qué le has dicho a Pepe, maldita zorra?!!
Probablemente todo el edificio oyó su grito. Desde luego los ocupantes del despacho del al lado sí lo hicieron porque entraron antes de que Paula pudiera rehacerse y contestar.
Cuando Amparo vio a su prometido rompió a llorar.
—¿Te ha dicho que me vio con otro, no? La muy puta te ha dicho que te puse los cuernos en la discoteca.
Pedro se quedó de piedra. ¿Sería cierto que el sábado, cuando había salido con unas amigas, le había sido infiel de nuevo? Una ira desconocida hasta entonces lo invadió. El silencio cayó pesado en la sala. Gómez se lavó las manos.
—Os dejaré solos, con vuestro permiso. —Cerró al salir.
Amparo se envalentonó ante el silencio, convencida de tener razón.
—Por eso no me has cogido el teléfono, ¿no es cierto? Llevo toda la mañana llamándote, pero tú has preferido creer a esta… fulana que te engañó para casarse contigo antes que a mí, la mujer a la que amas.
Paula decidió mantenerse al margen. La palabra amor, referida a Amparo, le había dolido en lo más profundo de su alma y no estaba segura de poder controlar su furia mezclada con el dolor. Pedro habló, en cambio. Su voz era engañosamente suave.
—No te he cogido el teléfono, ni a ti ni a nadie, porque llevo reunido con Gómez desde las ocho y media de la mañana en una transacción que puede garantizar la viabilidad de la Caja durante los próximos meses, al menos, sin necesidad de emitir más deuda. —La rubia calló. Él continuó, severo—. ¿Por qué habría Paula de inventar una infidelidad?
Amparo se puso roja como la grana, pero se enquistó más en su postura.
—Te lo dije, ella me amenazó el sábado con inventar algo para forzar que me dejaras. Seguro que la muy…
—Amparo —la interrumpió a punto de perder la paciencia y algo más—, Paula y yo no nos hemos visto hoy. Hemos llegado a horas distintas.
La aludida enmudeció, sorprendida de que Paula no la hubiera descubierto. Rompió a llorar con más fuerza.
—Despídela, por favor. Esto acabará con nosotros y yo no puedo vivir sin ti. —Se colgó de su cuello, suplicante.
—Creo que voy a vomitar.
Dos pares de ojos se giraron hacia Paula, la autora de esas palabras.
—Mierda. —Chasqueó la lengua, fastidiada—. ¿Lo he dicho en voz alta?
Pedro sonrió. Separó a Amparo de su cuerpo y se dirigió a Paula, que sonreía, divertida también.
—¿Qué tal te viene lo del viernes? Pasaremos la noche allí, le he dicho a mi secretaria que nos busque un buen hotel.
Amparo volvió a ponerse histérica.
—¿Cómo? ¿Dónde vais el viernes? ¿Y solos?
—Sí, a Marbella, por negocios. Y sí, solos, no hace falta nadie más.
—Por encima de mi cadáver.
Eso sí tensó el ambiente al máximo. Amparo rectificó al momento.
—Déjame ir contigo.
—Amparo, son negocios, créeme, te aburrirás.
—Compraré cosas, déjame ir.
—No.
—Pero…
—No, y no insistas. —Zanjó el tema—. Paula, esta tarde me gustaría contarte los detalles de la operación, si puedes.
—Cuenta conmigo.
Y salió, dejándolas solas. Estaba seguro de que Paula se bastaba y sobraba.
—Maldita seas, maldita seas mil veces. Si estropeas esto te mataré con mis propias manos.
Y salió dando un portazo.
Paula esperó la tarde con impaciencia pero la reunión fue estrictamente de negocios. Eran once personas y ella no tenía preparación suficiente para entender la mitad de lo que decían. Su admiración por él ganaba enteros día a día.
La semana pasó volando y antes de que se diera cuenta estaba en un coche camino del aeropuerto, con él a su lado.
Nunca, jamás, había estado más nerviosa. Ni más segura de algo, tampoco. Pedro sentía algo por ella. No sabía qué ocurría con su prometida, pero no le importaba. Ese fin de semana él caería: sí o sí.
Pedro, por su parte, simulaba leer unos informes para la reunión de ese mediodía. Llegarían con el tiempo justo para comer con los clientes en el hotel y pasar la tarde cerrando el acuerdo si todo iba bien. Pero en realidad toda su mente y su cuerpo estaban concentrados en cómo seducir a Paula y cómo superar los reparos que ella pudiera tener sobre su compromiso.
Porque ese fin de semana, ella sería suya: sí o sí.
Aquella semana recibieron buenas noticias de su abogado respecto de la desestimación de la demanda de nulidad por el juez ultraconservador. Al parecer el Consejo General del Poder Judicial, debido al volumen de denuncias recibidas y recursos interpuestos, había decidido abrir una investigación tratando de evitar tener que pagar después indemnizaciones por errores judiciales. Según el letrado, en un plazo máximo de cuatro meses su matrimonio estaría disuelto. Cuando coincidieron en el ascensor esa tarde, Paula no pudo evitar la pulla.
—¿Verdad que ahora te alegras de que no firmara el divorcio? Si es que hay que confiar más en la intuición femenina…
—Me rindo a tu inteligencia superior. Estoy contentísimo de que no lo firmaras. —Le guiñó el ojo—. La idea de seguir casado contigo es tan tentadora que estoy pensando en arrodillarme y besarte los pies. Si no temiera recibir una patada…
Su carcajada inundó el ascensor al tiempo que sintió que su rostro enrojecía. Dichoso Pedro que llevaba varios días mostrándose encantador con ella. Y ella se sentía encantada con él, para qué negarlo.
Ya en su planta cada uno se dirigió a su propio despacho. Paula no se lo podía creer. Pedro le había guiñado un ojo y definitivamente había sido un coqueteo. Esta vez no tenía dudas. ¿Tanto le alegraba la idea de divorciarse? ¿O tenía acaso algo que ver con el día del incendio, cuando había estado rozándola cada dos por tres y sonriéndole con cariño? Su mente iba a toda velocidad. ¿Sería posible que él estuviera interesado en ella? ¿Existiría realmente la química que creía sentir crepitar entre ambos cuando estaban juntos? Su corazón se aceleró ante el mero pensamiento, pero su mente, siempre firme, le recordó que él estaba prometido con otra mujer y que debía desechar cualquier esperanza.
Mientras, en la estancia contigua las reflexiones estaban exactamente en el mismo punto. ¿Cómo iba a solventar el tema del compromiso? No quería romper sin más. Aun sabiéndose mezquino, quería dejarla a lo grande. La solución que no dejaba de repetirse en su cabeza era plantarla frente al altar. Que cuando el sacerdote le preguntara si deseaba desposarla dijera que no y se marchara. Pero por más que le atrajera la idea no iba a someter a sus padres a semejante situación. No podía mirar a los ojos a su madre y hacerle creer que iba a casarse cuando no era así.
Ojalá pudiera consultar a Paula. Era la mujer de las mil y una ideas para salir airosa. Le había encantado verla sonrojarse en el ascensor. Le maravillaba que una mujer tan segura de sí misma pudiera ruborizarse ante un gesto cariñoso inesperado. Y hablando de gestos cariñosos inesperados, Amparo, el día anterior, no había dejado de intentar llevárselo a la cama hasta que él simuló una llamada y dijo tener que irse. Eso sí tenía que solventarlo de inmediato. No pensaba acostarse con ella. La sola idea le daba repelús. Inspirado le mandó un mail.
«Cariño, buenas noticias: en menos de cuatro meses podremos casarnos. ¿No sería romántico no practicar sexo hasta nuestra noche de bodas? Piénsalo.»
En buena hora dejaría él de acostarse todos los días del año con cierta señorita que estaba a una pared de distancia.
***
Era sábado por la noche. Las seis primas Chaves y otras tres primas políticas habían salido de cena… y lo que la noche les quisiera deparar. Solían quedar un par de veces al año, más que a beber y bailar, a cenar y ponerse al día sin interrupciones de niños o parejas.
Eso no significaba que no tomaran un par de copas o más si eran necesarias pero la gracia era pasar un buen rato juntas.
Y esa noche no era una excepción. Habían cenado en una pizzería y Blanca, la mayor, que trabajaba para una revista de moda, había mostrado, vanidosa, entradas para una discoteca de moda en Valencia. Había una fiesta de VIPs allí así que sería una noche de pijos, lo que seguro sería divertido.
Estaban tomando una copa en uno de los reservados cuando Paula necesitó ir al lavabo. Tan lleno estaba el local que le costó más de diez minutos llegar. Y una vez allí hubo de esperar otros cinco minutos. Las chicas de la cola no paraban de reír con disimulo. En uno de los baños había una pareja en actitud más que cariñosa. Además de que a través del cristal traslúcido se veían las formas de dos personas en una postura inequívoca, los jadeos tampoco dejaban demasiado margen de error. Se unió a las risitas. Estaba lavándose las manos, a punto de irse ya, cuando la puerta en cuestión se abrió y una Amparo completamente ebria salió con un chico bastante joven que, desde luego, no era Pedro. Sus miradas se cruzaron por un momento, pero la rubia alzó el mentón y salió tambaleándose con el chico del brazo.
Volvió con sus primas, pero le costó divertirse. Su mente no dejaba de divagar. ¿Qué hacer? Una de sus normas inquebrantables era no meterse jamás en una pareja. Nunca opinaba sobre los novios de sus amigas ni aconsejaba sobre relaciones. Y desde luego, nunca advertía si era consciente de una infidelidad. ¿Debía hacer una excepción y decírselo a Pedro? Pero ¿y si Pedro no quería saberlo? O peor aún, ¿y si ya lo sabía y lo consentía? Sabía de relaciones en las que la infidelidad estaba a la orden del día. Sonrió al pensar que ella misma estaba casada con un tío que le era infiel con una mujer que también era infiel. Si no estuviera enamorada de él le resultaría desternillante.
Porque estaba enamorada de Pedro, de eso no le cabía ninguna duda. Sus sentimientos, tanto tiempo reprimidos, habían resurgido con fuerza al enfrentarse a él a diario. Y sentía que él estaba receptivo. Desde hacía algunos días la miraba diferente, la trataba diferente. En otra situación ni se le hubiera ocurrido seguirle el juego, pero a fin de cuentas la situación era la que era. Su prometida le estaba siendo infiel, no es que se metiera en una relación que funcionara. Y ¡qué narices! Él era su esposo. Solo trataba de conquistar lo que legalmente era suyo.
¿Recordaría Amparo que la había sorprendido en flagrante delito? ¿Qué haría? Nunca, en años, había tenido tantas ganas de que llegara el lunes para ir a trabajar.
Por la noche Pedro repasaba los extraños acontecimientos del día. Había sido una jornada reveladora aunque no estaba seguro de poder considerarla positiva.
Veinticuatro horas después de la riña entre Amparo y Paula, dentro de su coche camino del restaurante donde había quedado con sus socios, tenía una desbordante sensación de irrealidad. La tarde anterior no había dejado de pensar en la actuación de Amparo y había decidido poner fin a la relación. Lo lamentaba profundamente dadas las circunstancias, pero Amparo palidecía en contraste con Paula. Cada vez le costaba más recordar qué era lo que le había gustado de ella. Desde luego que una mujer que le necesitara era una novedad acostumbrado a los desplantes de la señorita Chaves, si es que un hombre podía acostumbrarse a algo así, pero no sabía cómo había terminado enamorado de una mujer tan frágil como Amparo.
O no tan frágil a tenor de sus acusaciones del día anterior.
Quizá se había dejado llevar por la inercia. Quizá era otro estúpido machista al que le gustaba sentirse importante y eso lo convertía en carne de cañón para las mujeres más ambiciosas. «Todo lo que tiene Pedro es mío». Esa inquietante frase le había decidido.
Así que esa mañana había salido antes de lo habitual de la empresa para hablar con ella. Pretendía zanjar el asunto antes de la comida de negocios. Había ido a su casa, había abierto con su propia llave… y se había encontrado a su prometida en el sofá, desnuda con un rubio debajo de ella en una postura imposible. La sorpresa lo había paralizado en el umbral y la pareja estaba tan concentrada y hacía tanto ruido que ni siquiera había reparado en su presencia. Incómodo como nunca, había cerrado la puerta y había permanecido inmóvil en el pasillo. Por supuesto que se sentía humillado, pero no encontraba restos de dolor en sus sentimientos. En realidad, y a pesar de la bochornosa confirmación de que era un imbécil, se sentía aliviado. Había pasado los últimos meses odiándose por haber truncado los sueños de boda de su prometida y ahora sabía que ella quería el dinero «de Pepe», pero no «a Pepe». Ni siquiera era capaz de serle fiel.
La vergüenza lo invadió una vez más. El cuerpo le pedía entrar de nuevo y poner las cosas en su sitio, no obstante, algo se lo impedía. Y no era su sentido de la caballerosidad, sino el instinto. Sentía que ahora tenía un as en la manga y hasta que no supiera qué hacer con él era preferible no hacer nada.
Así que llegó al restaurante algo confuso aunque con la conciencia mucho más ligera. Subió a la octava planta del altísimo edificio de oficinas donde se emplazaba uno de los mejores restaurantes de la ciudad y se sintió libre para sentarse al lado de Paula y flirtear un poco si se daba el caso y a ella se la veía proclive. Nunca había flirteado con ella, se dio cuenta.
La comida era una reunión informal sobre la estrategia de riesgos de la entidad para el siguiente semestre. Le gustó oír sus opiniones. Había pasado años en la red de oficinas y aportaba un punto de vista fresco a la cuestión. En un par de ocasiones le sirvió agua y le rozó el brazo a propósito, sintiendo un pequeño estremecimiento en ella. Tal vez algo bueno hubiera salido de Amparo y quizá después de todo sí fuera cierto que no le era indiferente.
Había disfrutado muchísimo de la comida, aunque no tuviera ni la más remota idea de qué había pedido, hasta los postres. Fue entonces cuando se desató el caos. En la mesa del rincón habían pedido pata de cerdo flambeada y cuando el chef acercaba el mechero de cocina al banquete una gran llamarada se había prendido como si de una falla se tratara.
En cuestión de segundos el mantel ardía y el foco se trasladaba a los pesados cortinajes y la moqueta. En menos de treinta segundos saltaban las alarmas antiincendios. Ellos se encontraban en el lugar más alejado de la puerta.
Quienes allí se encontraban, nerviosos, comenzaron a correr, pero el fuego avanzaba también, y con él el calor de las llamas y un espeso humo negro. Pedro tomó a Paula de la mano. Ella lo miró a los ojos por un instante, la apretó con confianza y se encaminaron a la salida sin soltarse. El fuego llegaba ya a las puertas del restaurante avivado por la moqueta, sin duda de tejido sintético, y amenazaba con extenderse por el pasillo. No había ascensores suficientes para todos ni debían utilizarlos en caso de incendio. Del resto de plantas atestadas de oficinas se asomaban algunos trabajadores curiosos y al ver el humo avisaban a sus compañeros y todos ellos se unía a la avalancha de personas que pretendían desalojar el edificio. El agua de los dispositivos del techo les estaba empapando, ciñendo la blusa blanca de gasa de Paula provocativamente a sus senos, como pudo apreciar Pedro. Tomaron las escaleras y no hablaron ni soltaron sus manos hasta llegar a la planta baja. Una vez allí les invadió el alivio. Miraron sus manos unidas, se miraron a los ojos y por un momento fue mágico.
Como si el infierno no se estuviera desatando a su alrededor. Vio preocupación en la mirada de Paula, y ternura, y algo mucho más intenso que iba más allá del deseo. Se deshacía en las ansias de acercarse y besarla.
Ardía de deseo. Y ella parecía hipnotizada por su mirada, las pupilas fijas en él, expectantes, casi deseosas.
«Bésame.»
Por desgracia, las sirenas de los camiones de bomberos rompieron el hechizo. Entraron estos en el edificio y concentraron toda la atención de ella. La absorbió, de hecho, para desesperación de Pedro. El momento pasó.
Era ya de noche y se revolvía en su cama, inquieto. ¿Así que ella era una más de las mujeres que se trastornaban con los bomberos? ¿Qué tenía el maldito cuerpo de bomberos que volvía loca a cualquier fémina de entre cinco y cien años?
Siguió repasando el final del accidente. Se habían quedado para hablar con la policía, que les tomó declaración sobre las circunstancias que habían provocado el fuego. Al menos el uniforme de policía nacional no la trastornaba, se consoló.
Pero entonces los bomberos habían regresado, seguros de que todo estaba controlado, y la situación, que parecía extrema, había empeorado. Paula conocía a uno de ellos.
Era el ex novio de una compañera del instituto o algo así, no había terminado de escuchar la conexión. Se habían saludado, habían tonteado y ella le había dado su número de teléfono. Con él nunca había sido tan amable, nunca había coqueteado.
Los celos le consumían. Ella parecía estar colada por él en un momento y al siguiente semejaba una adolescente hormonada ante una manguera con casco. Se encogió mentalmente ante su metonimia. Ni a él le había sonado bien.
¿Sería Paula celosa? Si él se pavoneara delante de ella con Amparo, ¿se sentiría como él con el dichoso bombero?
Quizá podría utilizar un tiempo más a su infiel prometida, especuló sin remordimientos. Presionaría un poco, a ver qué ocurría. Y seguiría mostrándose encantador con ella. En el restaurante Paula había disfrutado de sus atenciones. La había sentido temblar; había buscado su contacto, incluso.
Se levantó desnudo y buscó su móvil. De pasada se miró en el espejo. Nadaba a diario desde los cinco años. Había jugado al waterpolo en la universidad. Se cuidaba. Con ojo crítico se felicitó por no tener nada que envidiar a los bomberos del calendario de sus hermanas. Pero claro, él rescataba empresas y no gatitos que se habían quedado atrapados en un árbol. Riéndose de su tontería cogió su PDA de la chaqueta. Tenía cinco llamadas perdidas de Amparo. Si quería jugar con ella sería mejor que no la ignorara. Mañana, se dijo. Envió un WhatsApp a Paula.
«Espero que estés bien. Estoy en la cama pensando en lo que pudo ocurrir esta tarde y soy incapaz de dormir. Que tengas dulces sueños.»
Lo que era técnicamente cierto, pues no dejaba de pensar en que casi se habían besado. ¿Lo entendería ella?
***
No podía dormir. Extrañada se levantó pensando que tal vez fuera Rafa, el bombero. Vaya tarde más increíble. No debió haberle dado su número, fue un impulso. Un momento antes casi la besa Pedro, estaba convencida. Si bien no había habido ningún acercamiento físico, por la forma en la que la había mirado al llegar a la planta baja estaba convencida de que si no los interrumpe la entrada de los camiones y sus sirenas él la hubiera besado. Y desde luego ella le hubiera correspondido. Después de todas las atenciones que le había dedicado durante la comida lo deseaba como nunca lo había hecho. No sabía a qué se debía su nueva actitud, pero al parecer no era tan inmune a ella como pretendía. Sin embargo, se recordó, Pedro estaba prometido y el bombero soltero y muy interesado.
Le sonó la PDA: un aviso de mensaje. La cogió de la mesilla de noche y lo leyó. Y sonrió. Solo Pedro podría enviar una línea inocente y volverla loca aun sin querer. Se referiría al incendio al hablar de «lo que pudo ocurrir», pero ella también había estado a punto de arder. Y tampoco podía dormir pensando en eso que casi ocurre. Eso que había incendiado sus sentidos cuando se detuvieron en el hall de la entrada principal cogidos de la mano.
Juguetona contestó.
«Temí que el incendio se extendiera sobre nosotros.»
Pedro leyó el mensaje, que tuvo una reacción incendiaria inmediata sobre su ingle.
Solo Paula era capaz de volverlo loco aun sin querer. Era sin duda la mujer de su vida.
Paula estaba sentada en su despacho sin hacer nada. Que era la misma actividad que llevaba practicando las últimas tres semanas. Llegaba a las ocho en punto, saludaba a su nueva secretaria, que sospechaba se aburría tanto como ella, entraba en su flamante despacho del que había destronado a la mano derecha de Pedro, Gómez, solo por fastidiar a aquel, encendía su ordenador… y no hacía absolutamente nada. No tenía función alguna. Muchas compañeras le habían escrito preguntándole por su nueva situación y por su matrimonio con el «jefazo buenorro», como llamaban al nuevo propietario de la Caja, pero ella no había querido comentar nada. Solo con que se hubiera dedicado a contestar aquellos correos podría haber ocupado días enteros. Rocío, su compañera más íntima, era la única que conocía la historia y era precisamente quien no le había preguntado nada al respecto.
Pedro la ignoraba y siendo sincera consigo misma lo hacía muy, muy bien. También era cierto que ella no le había provocado más allá del primer día, cuando regresó con los poderes revocados que le obligaban a consultarle y pedirle apoyo sobre cualquier decisión del consejo y había desalojado el segundo mejor despacho del edificio. Pero en cualquier caso, apenas la saludaba al entrar y se despedía al salir. Siempre tan correcto. Era increíble cómo un hombre tan distinto a ella podía atraerle como un imán. Quizá después de todo fuera cierto que los extremos se atraían, por más tópico que sonara. ¿Rompería su impavidez si entraba en su despacho, le hacía un streptease y pegaban un señor polvo encima de la mesa? Riéndose de su propia estupidez se centró en la pantalla de su ordenador.
Bien, la incógnita era qué ver esa mañana. La plataforma Digital Theatre permitía ver las mejores obras de teatro que se representaban en Londres y que se grababan en una representación especial en directo. Una versión ochentera de Mucho Ruido y Pocas Nueces llamó su atención. Iba a alquilarla cuando la puerta se abrió sobresaltándola tanto como interrumpiéndola. Amparo entró hecha un basilisco, gritando con su molesta voz chillona.
—Cuando me he enterado no me lo podía creer. ¿Cómo te atreves a estar aquí?
Arqueó una ceja, no solo divertida sino sabiendo que la diversión iba a aumentar todavía más.
—Resulta que una cuarta parte de esto es mío, ¿sabes? Así que me atrevo simplemente porque puedo atreverme. ¿Cuál es tu excusa para estar aquí?
—Yo no necesito ninguna excusa. Esto es mío, no tuyo. —Ante su mirada siguió jactándose—. O lo será en cuanto firmes los malditos papeles y desaparezcas de nuestras vidas.
—Lo que será aproximadamente en… —Paula contó con los dedos simulando hacer cuentas—. Unos treinta meses. Y en cualquier caso será de Pedro, no tuyo.
—Todo lo que sea de Pepe es mío, ¡todo! Cuando dos personas se casan se pertenecen. —La miró con odio—. El propio Pepe es mío así que mantente alejada.
—Es curioso que la amante de mi esposo me diga que me aleje de mi marido. —Rio sin ganas solo por fastidiarla—. Aunque siguiendo tu razonamiento, dado que Pepe —se sintió ridícula llamándolo así— es mi esposo, me pertenece a mí y no a ti.
Eso terminó de desquiciar a la rubia.
—Escúchame, deja de hacer el ridículo y lárgate. ¿Crees que no me he fijado durante estos años en cómo lo miras cada vez que coincidís?
Paula se puso en guardia. Nadie se había dado cuenta o le habrían lanzado alguna pulla al respecto, ¿no? ¿O sí? Quizá Amparo no era tan estúpida después de todo.
—Dado que nos hemos visto en dos bodas en los últimos tres años, no sé de qué me hablas.
—Lo sabes de sobra. Le miras cuando crees que nadie se fija. Y te lo comes con los ojos. Te he visto hacerlo. —Ahora era ella quien reía presumida—. Olvídalo, Pepe nunca se fijaría en una ordinaria como tú, pudiendo tener a una mujer como yo.
En ese momento alguien llamó a la puerta, que había quedado entornada. El sujeto de la disputa entró y se sorprendió al verlas.
—Amparo, no sabía que vendrías.
Ella le respondió lastimera.
—Quería darte una sorpresa, pero he sido yo la sorprendida. No sabía que ella estuviera aquí. He entrado a suplicarle que firme los papeles y nos deje ser felices. —Una lágrima cayó por su mejilla inmaculada—. Pepe, no sé cuánto tiempo podré resistir esto, te amo tanto… Quizá debiéramos salir de aquí e irnos durante unas semanas a relajarnos. Las Bahamas, tal vez.
Él la abrazó, mientras miraba a Paula, admonitorio.
—Paula, vuelvo en un minuto, no te muevas. —Empujó a Amparo con suavidad—. Salgamos de aquí, cielo, y no llores.
Paula no se lo podía creer. El tío era un capullo. ¿Cómo diablos se había enamorado de un capullo? Hubo de sentarse, indignada. No estaba segura de cuál de las dos revelaciones le asustaba más, si la ceguera de él o haber vuelto a rendirse al amor de su vida.
Aún dilucidaba la respuesta cuando él volvió a entrar.
—¿Ella ya se ha ido? —Le vio asentir—.Vaya, eres un «consolador» profesional.
—Paula, no me provoques. —Lanzó un taco de folios encuadernados hacia la mesa—. Te traigo un informe sobre la reunión de esta tarde, solo tienes que votar sí a todas las propuestas. ¿Crees que podrás recordarlo?
Ella se llevó el pulgar y el índice al puente de la nariz y negó casi imperceptiblemente con la cabeza.
—Lo intentaré, pero no sé si podré hacerlo. —Estaba siendo melodramática como la mejor actriz de telenovela—. Esta situación empieza a desbordarme, quizá no logre recordar la palabra «sí». Si me pagas un viaje a las Seychelles, quizá consiga no equivocarme. Regla nemotécnica, ¿sabes? Seychelles Islands, «SI», lo que quieres que diga.
La miró sonriendo a su pesar.
—¿Estás tratando de manipularme para conseguir algo de mí?
—¿Por qué no? A tu prometida le funciona a las mil maravillas.
Si la mirada de él pudiera quemar ella habría ardido en ese instante. Y no precisamente de deseo.
Salió de su despacho dando un portazo que debió oírse incluso en el hall, diez plantas más abajo. Podía aseverar sin temor a equivocarse que lo había cabreado. «Bueno, al menos siente algo por mí», se consoló. Ojalá tuviera más sentido del humor, porque ella había sido graciosa, ¿no?
Pedro entró en su despacho hecho una furia, más consigo mismo que con Paula. Había visto a Amparo salir del ascensor y se había levantado para saludarla. Pero cuando la había visto entrar en el despacho contiguo, y contra toda norma de corrección, se había quedado en el quicio de la puerta a escuchar. Las dos secretarias habían simulado estar muy interesadas en sus ordenadores y no en el hecho de que el director general se comportara como un crío de quince años demasiado curioso.
No sabía qué pensar de la actuación de su prometida.
Bueno, sabía a la perfección qué pensar y eso le hacía sentirse tan estúpido que le costaba digerirlo. ¿Quién era esa arpía que se proclamaba propietaria de todo lo suyo y de él mismo y luego le hacía morritos y le lloriqueaba pidiéndole salir de viaje? ¿Era en realidad tan bobo como para no ver más allá de una mujer que lo idolatraba y que tenía un par de buenas…? Prefirió no seguir esa línea de pensamientos.
Era humillante. ¿Cuánta gente se habría dado cuenta antes que él? Tenía la sensación de ser el único que no se había percatado.
Prefirió pensar en la otra revelación de aquella conversación: ¿sería cierto que Paula se lo comía con los ojos cuando lo miraba? Ella no lo había negado aunque con Paula nunca se sabía. Desde luego parecía despreciarle, pero… Sintió una euforia que se obligó a refrenar. ¿Sería menos inmune a él de lo que aparentaba? Negando con la cabeza se amonestó.
¿Es que no aprendía? Hacía quince minutos pensaba que Amparo le amaba y no era el caso. Y ahora pensaba que Paula estaba loca por él. Pero sería maravilloso que ese sí fuera el caso. No por nada, se justificó al punto.
Sencillamente sería un arma importante contra la impasible Paula Chaves, la mujer que nunca se alteraba.
El teléfono interrumpió sus pensamientos, una llamada de Gómez. Contestó volviendo a ser el hombre de negocios, pero sonriendo como un adolescente.
Amparo había quedado con Pedro media hora más tarde.
Ya vestida, ensayaba lo que le iba a decir. Sabía que le estaba perdiendo. No, se le estaba escapando. Se habían conocido aproximadamente dos años antes, por casualidad.
Aparcando en el gimnasio le había roto uno de los faros y le había dejado una nota con su número de teléfono. Él la llamo agradecido por su honradez, quedaron para hacer el parte para el seguro y aquella fue la primera de muchas citas que habían culminado seis meses antes en una pedida de mano.
Esa era la versión oficial. La realidad era diametralmente opuesta. Ella había sabido de él unos meses antes del golpe a través de una amiga. Era guapo y rico por igual, la clase de hombre que ella buscaba. Hija de una familia venida a menos, siempre había sabido que su meta en la vida era casarse con un hombre adinerado y dedicarse al gimnasio, los cafés y a tener hijos pronto que le garantizaran una buena posición en caso de divorcio. Había investigado sus gustos, sus preferencias y se había transformado en la mujer que él buscaba. Incluso se había teñido el pelo. Se había apuntado al mismo gimnasio que él y una tarde había golpeado su coche y había dejado el teléfono.
Todo habría funcionado a las mil maravillas de no ser por la maldita Paula. Nunca pensó que la mosquita muerta fuera más lista que ella. Ni sospechó jamás que él pudiera fijarse en una mujer así. Era mona, eso era cierto, pero no era una belleza espectacular. Estaba delgada, tenía poco pecho y vestía discretamente. No entendía que a Pedro pudiera interesarle, pero a tenor de lo ocurrido dos días antes, mejor que actuara cuanto antes. Cuando los había visto besándose se había sentido furiosa. Había deseado cogerla del pelo y arrastrarla hasta la balsa de riego. Pero su ambición la había frenado. ¿Y qué que él tuviera una aventura? Ella tampoco le había sido fiel, a pesar de que él no fuera consciente de sus devaneos. Desde luego le molestaba que estuviera con otra, era posesiva y Pedro le gustaba mucho. Pero montar una escena podía complicar las cosas. En ese momento lo tenía todo controlado. Él comía de su mano y estaba explotando al máximo su sentimiento de culpabilidad por lo ocurrido, siempre con moderación. En lugar de insultarle por el descubrimiento de su matrimonio apenas dos semanas antes de la boda, le había apoyado en todo adoptando el papel de mártir. Lloraba a veces disculpándose después por su tristeza.
Si todo hubiera ido según lo esperado ahora sería la magnífica señora de Pedro Alfonso y su vida estaría solucionada. Solo tenía que mantenerse alerta un poco más y presionar correctamente. Paula tenía que salir de sus vidas ya, pues era el único obstáculo real que podía impedirle alcanzar su objetivo: y a Dios ponía por testigo…
En ese momento sonó el timbre. Se había puesto un vestido muy escotado que apenas le cubría la mitad de los muslos.
Cuando le abrió, Pedro la miró apreciativo, pero no con deseo. «Aguanta un poco más. Ya casi es tuyo».
—Hola.
—Hola. Siéntate si quieres, mientras preparo mi bolso.
Se encerró en su habitación, donde tenía un poco de colirio.
Se lo puso y dejó que el rímel se diluyera en sus mejillas como si de un reguero de lágrimas se tratara. Tres minutos después él llamó a la puerta, extrañado de que no saliese. Al verla, se acercó y se sentó a su lado en la cama y la abrazó.
Ella se apoyó en su hombro y comenzó su actuación.
***
El lunes siguiente esperaba en su despacho cual reo espera el cadalso a que Paula apareciera, apostaría su fortuna a que con un cabreo de mil demonios y con mucha razón. Solo que este reo no parecía un condenado a muerte sino uno que se supiera indultado. Ella había pasado una semana de vacaciones, tiempo que Pedro había aprovechado para instalarse en la sede de Valencia y buscarle una sustituta. El primer trabajo de la nueva delegada de Recursos Humanos había sido preparar para Paula una excedencia de tres años. Remunerada.
Cuando había visto a Amparo llorar en su habitación diciéndole que no soportaba la idea de que él pasara los días con su todavía esposa, le había desarmado. Y al dejar de llorar y disculparse por ser tan débil y por tener tanto miedo de perderle, la culpabilidad le había obligado a prometerle que lo solucionaría. Después habían hecho el amor.
Desde ese momento tenía dos molestas sensaciones: la certeza de haber sido manipulado de algún modo y la desazón, por primera vez en su vida, de desear a otra mujer mientras se acostaba con su pareja. Había deseado acariciar unos pechos más pequeños, y un cabello más oscuro y perderse en el deseo de unos ojos verdes y no azules.
Maldita fuera Paula, por complicarle la vida de nuevo. Había pasado años tratando de olvidarla y lo había logrado al encontrar el faro de su coche roto y una nota con un teléfono. Su prometida era todo lo que Paula no sería jamás.
Era afable de trato, dulce y cariñosa, y frágil. Aunque en ocasiones le molestaba su dependencia, era cierto que ella le hacía sentir fuerte, su héroe personal. Era gratificante que lo veneraran, en lugar de ignorarle, como había hecho Paula desde siempre.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por las voces apuradas de su secretaria y la puerta que se abría bruscamente. Paula, la mujer terremoto, había regresado.
—Señor Alfonso, disculpe, le he dicho que estaba ocupado, pero no me ha querido escuchar.
—Es cierto, no la culpes a ella. Si pretendías que no viniera a verte después del recadito que has dejado en mi despacho, deberías haber contratado a un «segurata». O a un ejército entero.
Pedro sonrió y su cuerpo se tensó de anticipación ante la batalla que se le presentaba.
—Tranquila, Marta, estaba esperando a la señorita Chaves. Cierra la puerta al salir, por favor.
Ya solos, Paula se apoyó en su mesa, amenazante. Ni siquiera levantaba uno setenta del suelo, pensó Pedro divertido, ya que él medía metro ochenta y cinco, y aun así daba miedo verla.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué, Paula? —preguntó con voz hastiada.
—Hay otra mujer en mi despacho que dice que he sido la afortunada ganadora de tres años de sueldo sin trabajar.
Él sonrió ante su sarcasmo. Siempre había adorado en secreto su ingenio.
—Enhorabuena, entonces.
—Pedro, no puedes manipularme a tu antojo.
—Que levante la mano quien sea el presidente de esta empresa. —Fue esta vez él quien alzó el brazo—. Tus poderes así lo atestiguan.
—Muy bien, devuélvemelos.
Se puso alerta.
—¿El qué?
—Los poderes, dámelos. —Ante su negativa se enfureció más—. Muy bien, no los necesito. Solo tengo que ir al notario y revocarlos.
Pedro se maldijo. Paula era demasiado lista para su propio bien; para el propio bien de los dos. Decidió ser sincero.
—Amparo me ha pedido que me mantenga alejado de ti.
—Amparo no es la dueña de esta empresa. —Vio culpabilidad en los ojos de él—. En cualquier caso, si quieres hacerle caso por mi perfecto, lárgate a la sede central. Trescientos cincuenta kilómetros serán suficientes, ¿no?
Pedro chasqueó la lengua.
—No puedo hacer eso. Me alejaría de ambas, de ella y de ti.
—Claaaaro, porque el señor no puede vivir con ella en pecado. —Alzó las manos mirando al cielo simulando pedir paciencia.
—Paula, lamento la situación, pero después de lo que pasó en la huerta de María es mejor que no te acerques a mí.
—¿Qué se supone que estás haciendo? —Se sulfuró al ver que su decisión era inamovible—. ¿Amenazarme con besarme si no me voy? Mira cómo tiemblo.
¿Ella consideraba sus besos como una medida de coacción?
¿Se podía ser más borde?
—Piensa lo que quieras, Paula, lo harás igualmente. Pero estás fuera de la empresa. Aprovecha y haz cualquier cosa que te guste hacer, como martirizar a los hombres que tienen la desgracia de cruzarse en tu camino.
Ahogó a duras penas un grito y tuvo que cogerse con ímpetu a la mesa. Nunca había deseado golpear a nadie, pero estaba cerca de querer hacerlo.
Él la miró con suficiencia. Rozaba la histeria y era una novedad. Todos sabían que Paula Chaves nunca se ponía nerviosa. Una vez, de niños, habían montado una excursión en bici y a una de sus primas la habían atropellado y la moto había huido tras el golpe. Afortunadamente, Elena solo se rompió la clavícula y hubo que tirar su bicicleta porque quedó destrozada, pero fue poco en comparación con lo que podría haber ocurrido. Había sangre, pues tenía varias heridas. Fue Paula quien se hizo cargo de la situación. Mandó a un grupo a la cabina más próxima para avisar a sus padres, a otro a la policía que estaba cerca, y estuvo consolando a su prima hasta que llegaron adultos. Aquel día se enamoró de nuevo hasta el tuétano de ella.
—Y una mierda —le dijo con voz apenas contenida.
—No seas malhablada o se lo diré a tu madre. —Siempre la reñía cuando decía una palabrota.
Por primera vez en su vida no sabía qué decir. No, no era cierto: se le ocurrían un millar de cosas que decir; no obstante, no estaba segura de poder controlarse si empezaba a hablar. Ella era una mujer inalterable, por Dios.
Presumía de mantener la calma siempre. Y no iba a darle el gusto de perder los nervios en su presencia. Intentado modular la voz para que sonara monocorde, solo dijo:
—Esto no ha acabado, Pedro. Al contrario. Esto no ha hecho más que empezar.
Y salió de allí, directa a la notaría.
Pedro sonreía a su espalda aplaudiendo su bravura mientras disfrutaba de la forma en que aquel pantalón se ceñía a su magnífico trasero mientras caminaba enérgica y sus tacones repiqueteaban contra el suelo gritando su enfado.
No dio portazo.