martes, 1 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 9




Amparo había quedado con Pedro media hora más tarde. 


Ya vestida, ensayaba lo que le iba a decir. Sabía que le estaba perdiendo. No, se le estaba escapando. Se habían conocido aproximadamente dos años antes, por casualidad. 


Aparcando en el gimnasio le había roto uno de los faros y le había dejado una nota con su número de teléfono. Él la llamo agradecido por su honradez, quedaron para hacer el parte para el seguro y aquella fue la primera de muchas citas que habían culminado seis meses antes en una pedida de mano.


Esa era la versión oficial. La realidad era diametralmente opuesta. Ella había sabido de él unos meses antes del golpe a través de una amiga. Era guapo y rico por igual, la clase de hombre que ella buscaba. Hija de una familia venida a menos, siempre había sabido que su meta en la vida era casarse con un hombre adinerado y dedicarse al gimnasio, los cafés y a tener hijos pronto que le garantizaran una buena posición en caso de divorcio. Había investigado sus gustos, sus preferencias y se había transformado en la mujer que él buscaba. Incluso se había teñido el pelo. Se había apuntado al mismo gimnasio que él y una tarde había golpeado su coche y había dejado el teléfono.


Todo habría funcionado a las mil maravillas de no ser por la maldita Paula. Nunca pensó que la mosquita muerta fuera más lista que ella. Ni sospechó jamás que él pudiera fijarse en una mujer así. Era mona, eso era cierto, pero no era una belleza espectacular. Estaba delgada, tenía poco pecho y vestía discretamente. No entendía que a Pedro pudiera interesarle, pero a tenor de lo ocurrido dos días antes, mejor que actuara cuanto antes. Cuando los había visto besándose se había sentido furiosa. Había deseado cogerla del pelo y arrastrarla hasta la balsa de riego. Pero su ambición la había frenado. ¿Y qué que él tuviera una aventura? Ella tampoco le había sido fiel, a pesar de que él no fuera consciente de sus devaneos. Desde luego le molestaba que estuviera con otra, era posesiva y Pedro le gustaba mucho. Pero montar una escena podía complicar las cosas. En ese momento lo tenía todo controlado. Él comía de su mano y estaba explotando al máximo su sentimiento de culpabilidad por lo ocurrido, siempre con moderación. En lugar de insultarle por el descubrimiento de su matrimonio apenas dos semanas antes de la boda, le había apoyado en todo adoptando el papel de mártir. Lloraba a veces disculpándose después por su tristeza.


Si todo hubiera ido según lo esperado ahora sería la magnífica señora de Pedro Alfonso y su vida estaría solucionada. Solo tenía que mantenerse alerta un poco más y presionar correctamente. Paula tenía que salir de sus vidas ya, pues era el único obstáculo real que podía impedirle alcanzar su objetivo: y a Dios ponía por testigo…


En ese momento sonó el timbre. Se había puesto un vestido muy escotado que apenas le cubría la mitad de los muslos. 


Cuando le abrió, Pedro la miró apreciativo, pero no con deseo. «Aguanta un poco más. Ya casi es tuyo».


—Hola.


—Hola. Siéntate si quieres, mientras preparo mi bolso.


Se encerró en su habitación, donde tenía un poco de colirio. 


Se lo puso y dejó que el rímel se diluyera en sus mejillas como si de un reguero de lágrimas se tratara. Tres minutos después él llamó a la puerta, extrañado de que no saliese. Al verla, se acercó y se sentó a su lado en la cama y la abrazó. 


Ella se apoyó en su hombro y comenzó su actuación.



***


El lunes siguiente esperaba en su despacho cual reo espera el cadalso a que Paula apareciera, apostaría su fortuna a que con un cabreo de mil demonios y con mucha razón. Solo que este reo no parecía un condenado a muerte sino uno que se supiera indultado. Ella había pasado una semana de vacaciones, tiempo que Pedro había aprovechado para instalarse en la sede de Valencia y buscarle una sustituta. El primer trabajo de la nueva delegada de Recursos Humanos había sido preparar para Paula una excedencia de tres años. Remunerada.


Cuando había visto a Amparo llorar en su habitación diciéndole que no soportaba la idea de que él pasara los días con su todavía esposa, le había desarmado. Y al dejar de llorar y disculparse por ser tan débil y por tener tanto miedo de perderle, la culpabilidad le había obligado a prometerle que lo solucionaría. Después habían hecho el amor.


Desde ese momento tenía dos molestas sensaciones: la certeza de haber sido manipulado de algún modo y la desazón, por primera vez en su vida, de desear a otra mujer mientras se acostaba con su pareja. Había deseado acariciar unos pechos más pequeños, y un cabello más oscuro y perderse en el deseo de unos ojos verdes y no azules.


Maldita fuera Paula, por complicarle la vida de nuevo. Había pasado años tratando de olvidarla y lo había logrado al encontrar el faro de su coche roto y una nota con un teléfono. Su prometida era todo lo que Paula no sería jamás. 


Era afable de trato, dulce y cariñosa, y frágil. Aunque en ocasiones le molestaba su dependencia, era cierto que ella le hacía sentir fuerte, su héroe personal. Era gratificante que lo veneraran, en lugar de ignorarle, como había hecho Paula desde siempre.


Sus pensamientos se vieron interrumpidos por las voces apuradas de su secretaria y la puerta que se abría bruscamente. Paula, la mujer terremoto, había regresado.


—Señor Alfonso, disculpe, le he dicho que estaba ocupado, pero no me ha querido escuchar.


—Es cierto, no la culpes a ella. Si pretendías que no viniera a verte después del recadito que has dejado en mi despacho, deberías haber contratado a un «segurata». O a un ejército entero.


Pedro sonrió y su cuerpo se tensó de anticipación ante la batalla que se le presentaba.


—Tranquila, Marta, estaba esperando a la señorita Chaves. Cierra la puerta al salir, por favor.


Ya solos, Paula se apoyó en su mesa, amenazante. Ni siquiera levantaba uno setenta del suelo, pensó Pedro divertido, ya que él medía metro ochenta y cinco, y aun así daba miedo verla.


—¿Y bien?


—¿Y bien qué, Paula? —preguntó con voz hastiada.


—Hay otra mujer en mi despacho que dice que he sido la afortunada ganadora de tres años de sueldo sin trabajar.


Él sonrió ante su sarcasmo. Siempre había adorado en secreto su ingenio.


—Enhorabuena, entonces.


Pedro, no puedes manipularme a tu antojo.


—Que levante la mano quien sea el presidente de esta empresa. —Fue esta vez él quien alzó el brazo—. Tus poderes así lo atestiguan.


—Muy bien, devuélvemelos.


Se puso alerta.


—¿El qué?


—Los poderes, dámelos. —Ante su negativa se enfureció más—. Muy bien, no los necesito. Solo tengo que ir al notario y revocarlos.


Pedro se maldijo. Paula era demasiado lista para su propio bien; para el propio bien de los dos. Decidió ser sincero.


—Amparo me ha pedido que me mantenga alejado de ti.


—Amparo no es la dueña de esta empresa. —Vio culpabilidad en los ojos de él—. En cualquier caso, si quieres hacerle caso por mi perfecto, lárgate a la sede central. Trescientos cincuenta kilómetros serán suficientes, ¿no?


Pedro chasqueó la lengua.


—No puedo hacer eso. Me alejaría de ambas, de ella y de ti.


—Claaaaro, porque el señor no puede vivir con ella en pecado. —Alzó las manos mirando al cielo simulando pedir paciencia.


—Paula, lamento la situación, pero después de lo que pasó en la huerta de María es mejor que no te acerques a mí.


—¿Qué se supone que estás haciendo? —Se sulfuró al ver que su decisión era inamovible—. ¿Amenazarme con besarme si no me voy? Mira cómo tiemblo.


¿Ella consideraba sus besos como una medida de coacción? 


¿Se podía ser más borde?


—Piensa lo que quieras, Paula, lo harás igualmente. Pero estás fuera de la empresa. Aprovecha y haz cualquier cosa que te guste hacer, como martirizar a los hombres que tienen la desgracia de cruzarse en tu camino.


Ahogó a duras penas un grito y tuvo que cogerse con ímpetu a la mesa. Nunca había deseado golpear a nadie, pero estaba cerca de querer hacerlo.


Él la miró con suficiencia. Rozaba la histeria y era una novedad. Todos sabían que Paula Chaves nunca se ponía nerviosa. Una vez, de niños, habían montado una excursión en bici y a una de sus primas la habían atropellado y la moto había huido tras el golpe. Afortunadamente, Elena solo se rompió la clavícula y hubo que tirar su bicicleta porque quedó destrozada, pero fue poco en comparación con lo que podría haber ocurrido. Había sangre, pues tenía varias heridas. Fue Paula quien se hizo cargo de la situación. Mandó a un grupo a la cabina más próxima para avisar a sus padres, a otro a la policía que estaba cerca, y estuvo consolando a su prima hasta que llegaron adultos. Aquel día se enamoró de nuevo hasta el tuétano de ella.


—Y una mierda —le dijo con voz apenas contenida.


—No seas malhablada o se lo diré a tu madre. —Siempre la reñía cuando decía una palabrota.


Por primera vez en su vida no sabía qué decir. No, no era cierto: se le ocurrían un millar de cosas que decir; no obstante, no estaba segura de poder controlarse si empezaba a hablar. Ella era una mujer inalterable, por Dios. 


Presumía de mantener la calma siempre. Y no iba a darle el gusto de perder los nervios en su presencia. Intentado modular la voz para que sonara monocorde, solo dijo:
—Esto no ha acabado, Pedro. Al contrario. Esto no ha hecho más que empezar.


Y salió de allí, directa a la notaría.


Pedro sonreía a su espalda aplaudiendo su bravura mientras disfrutaba de la forma en que aquel pantalón se ceñía a su magnífico trasero mientras caminaba enérgica y sus tacones repiqueteaban contra el suelo gritando su enfado.


No dio portazo.








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