miércoles, 2 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 11




Por la noche Pedro repasaba los extraños acontecimientos del día. Había sido una jornada reveladora aunque no estaba seguro de poder considerarla positiva.


Veinticuatro horas después de la riña entre Amparo y Paula, dentro de su coche camino del restaurante donde había quedado con sus socios, tenía una desbordante sensación de irrealidad. La tarde anterior no había dejado de pensar en la actuación de Amparo y había decidido poner fin a la relación. Lo lamentaba profundamente dadas las circunstancias, pero Amparo palidecía en contraste con Paula. Cada vez le costaba más recordar qué era lo que le había gustado de ella. Desde luego que una mujer que le necesitara era una novedad acostumbrado a los desplantes de la señorita Chaves, si es que un hombre podía acostumbrarse a algo así, pero no sabía cómo había terminado enamorado de una mujer tan frágil como Amparo. 


O no tan frágil a tenor de sus acusaciones del día anterior. 


Quizá se había dejado llevar por la inercia. Quizá era otro estúpido machista al que le gustaba sentirse importante y eso lo convertía en carne de cañón para las mujeres más ambiciosas. «Todo lo que tiene Pedro es mío». Esa inquietante frase le había decidido.


Así que esa mañana había salido antes de lo habitual de la empresa para hablar con ella. Pretendía zanjar el asunto antes de la comida de negocios. Había ido a su casa, había abierto con su propia llave… y se había encontrado a su prometida en el sofá, desnuda con un rubio debajo de ella en una postura imposible. La sorpresa lo había paralizado en el umbral y la pareja estaba tan concentrada y hacía tanto ruido que ni siquiera había reparado en su presencia. Incómodo como nunca, había cerrado la puerta y había permanecido inmóvil en el pasillo. Por supuesto que se sentía humillado, pero no encontraba restos de dolor en sus sentimientos. En realidad, y a pesar de la bochornosa confirmación de que era un imbécil, se sentía aliviado. Había pasado los últimos meses odiándose por haber truncado los sueños de boda de su prometida y ahora sabía que ella quería el dinero «de Pepe», pero no «a Pepe». Ni siquiera era capaz de serle fiel. 


La vergüenza lo invadió una vez más. El cuerpo le pedía entrar de nuevo y poner las cosas en su sitio, no obstante, algo se lo impedía. Y no era su sentido de la caballerosidad, sino el instinto. Sentía que ahora tenía un as en la manga y hasta que no supiera qué hacer con él era preferible no hacer nada.


Así que llegó al restaurante algo confuso aunque con la conciencia mucho más ligera. Subió a la octava planta del altísimo edificio de oficinas donde se emplazaba uno de los mejores restaurantes de la ciudad y se sintió libre para sentarse al lado de Paula y flirtear un poco si se daba el caso y a ella se la veía proclive. Nunca había flirteado con ella, se dio cuenta.


La comida era una reunión informal sobre la estrategia de riesgos de la entidad para el siguiente semestre. Le gustó oír sus opiniones. Había pasado años en la red de oficinas y aportaba un punto de vista fresco a la cuestión. En un par de ocasiones le sirvió agua y le rozó el brazo a propósito, sintiendo un pequeño estremecimiento en ella. Tal vez algo bueno hubiera salido de Amparo y quizá después de todo sí fuera cierto que no le era indiferente.


Había disfrutado muchísimo de la comida, aunque no tuviera ni la más remota idea de qué había pedido, hasta los postres. Fue entonces cuando se desató el caos. En la mesa del rincón habían pedido pata de cerdo flambeada y cuando el chef acercaba el mechero de cocina al banquete una gran llamarada se había prendido como si de una falla se tratara. 


En cuestión de segundos el mantel ardía y el foco se trasladaba a los pesados cortinajes y la moqueta. En menos de treinta segundos saltaban las alarmas antiincendios. Ellos se encontraban en el lugar más alejado de la puerta. 


Quienes allí se encontraban, nerviosos, comenzaron a correr, pero el fuego avanzaba también, y con él el calor de las llamas y un espeso humo negro. Pedro tomó a Paula de la mano. Ella lo miró a los ojos por un instante, la apretó con confianza y se encaminaron a la salida sin soltarse. El fuego llegaba ya a las puertas del restaurante avivado por la moqueta, sin duda de tejido sintético, y amenazaba con extenderse por el pasillo. No había ascensores suficientes para todos ni debían utilizarlos en caso de incendio. Del resto de plantas atestadas de oficinas se asomaban algunos trabajadores curiosos y al ver el humo avisaban a sus compañeros y todos ellos se unía a la avalancha de personas que pretendían desalojar el edificio. El agua de los dispositivos del techo les estaba empapando, ciñendo la blusa blanca de gasa de Paula provocativamente a sus senos, como pudo apreciar Pedro. Tomaron las escaleras y no hablaron ni soltaron sus manos hasta llegar a la planta baja. Una vez allí les invadió el alivio. Miraron sus manos unidas, se miraron a los ojos y por un momento fue mágico. 


Como si el infierno no se estuviera desatando a su alrededor. Vio preocupación en la mirada de Paula, y ternura, y algo mucho más intenso que iba más allá del deseo. Se deshacía en las ansias de acercarse y besarla. 


Ardía de deseo. Y ella parecía hipnotizada por su mirada, las pupilas fijas en él, expectantes, casi deseosas.


«Bésame.»


Por desgracia, las sirenas de los camiones de bomberos rompieron el hechizo. Entraron estos en el edificio y concentraron toda la atención de ella. La absorbió, de hecho, para desesperación de Pedro. El momento pasó.


Era ya de noche y se revolvía en su cama, inquieto. ¿Así que ella era una más de las mujeres que se trastornaban con los bomberos? ¿Qué tenía el maldito cuerpo de bomberos que volvía loca a cualquier fémina de entre cinco y cien años?


Siguió repasando el final del accidente. Se habían quedado para hablar con la policía, que les tomó declaración sobre las circunstancias que habían provocado el fuego. Al menos el uniforme de policía nacional no la trastornaba, se consoló.


Pero entonces los bomberos habían regresado, seguros de que todo estaba controlado, y la situación, que parecía extrema, había empeorado. Paula conocía a uno de ellos. 


Era el ex novio de una compañera del instituto o algo así, no había terminado de escuchar la conexión. Se habían saludado, habían tonteado y ella le había dado su número de teléfono. Con él nunca había sido tan amable, nunca había coqueteado.


Los celos le consumían. Ella parecía estar colada por él en un momento y al siguiente semejaba una adolescente hormonada ante una manguera con casco. Se encogió mentalmente ante su metonimia. Ni a él le había sonado bien.


¿Sería Paula celosa? Si él se pavoneara delante de ella con Amparo, ¿se sentiría como él con el dichoso bombero? 


Quizá podría utilizar un tiempo más a su infiel prometida, especuló sin remordimientos. Presionaría un poco, a ver qué ocurría. Y seguiría mostrándose encantador con ella. En el restaurante Paula había disfrutado de sus atenciones. La había sentido temblar; había buscado su contacto, incluso.


Se levantó desnudo y buscó su móvil. De pasada se miró en el espejo. Nadaba a diario desde los cinco años. Había jugado al waterpolo en la universidad. Se cuidaba. Con ojo crítico se felicitó por no tener nada que envidiar a los bomberos del calendario de sus hermanas. Pero claro, él rescataba empresas y no gatitos que se habían quedado atrapados en un árbol. Riéndose de su tontería cogió su PDA de la chaqueta. Tenía cinco llamadas perdidas de Amparo. Si quería jugar con ella sería mejor que no la ignorara. Mañana, se dijo. Envió un WhatsApp a Paula.


«Espero que estés bien. Estoy en la cama pensando en lo que pudo ocurrir esta tarde y soy incapaz de dormir. Que tengas dulces sueños.»


Lo que era técnicamente cierto, pues no dejaba de pensar en que casi se habían besado. ¿Lo entendería ella?



***


No podía dormir. Extrañada se levantó pensando que tal vez fuera Rafa, el bombero. Vaya tarde más increíble. No debió haberle dado su número, fue un impulso. Un momento antes casi la besa Pedro, estaba convencida. Si bien no había habido ningún acercamiento físico, por la forma en la que la había mirado al llegar a la planta baja estaba convencida de que si no los interrumpe la entrada de los camiones y sus sirenas él la hubiera besado. Y desde luego ella le hubiera correspondido. Después de todas las atenciones que le había dedicado durante la comida lo deseaba como nunca lo había hecho. No sabía a qué se debía su nueva actitud, pero al parecer no era tan inmune a ella como pretendía. Sin embargo, se recordó, Pedro estaba prometido y el bombero soltero y muy interesado.


Le sonó la PDA: un aviso de mensaje. La cogió de la mesilla de noche y lo leyó. Y sonrió. Solo Pedro podría enviar una línea inocente y volverla loca aun sin querer. Se referiría al incendio al hablar de «lo que pudo ocurrir», pero ella también había estado a punto de arder. Y tampoco podía dormir pensando en eso que casi ocurre. Eso que había incendiado sus sentidos cuando se detuvieron en el hall de la entrada principal cogidos de la mano.


Juguetona contestó.


«Temí que el incendio se extendiera sobre nosotros.»


Pedro leyó el mensaje, que tuvo una reacción incendiaria inmediata sobre su ingle.


Solo Paula era capaz de volverlo loco aun sin querer. Era sin duda la mujer de su vida.







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