sábado, 29 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 37




Paula iba sentada al lado de German mientras tomaban la autopista para salir de Sídney. Solo eran las cinco de la mañana, pero al menos alguien quería animarla y desearle un feliz cumpleaños.


German tenía una sorpresa para ella.


Paula intentó concentrarse en el paisaje. Estaban cerca del parque Burragorang y la sorpresa de German era un viaje en globo. En cuanto llegaron al parque Paula bajó del coche antes de que German pudiese quitar la llave del contacto.


–Tú sí que sabes organizar una sorpresa de cumpleaños.


–Hace un poquito de frío –dijo él, tomando una chaqueta de ante del asiento trasero–. Póntela.


–¿Es para mí? –Paula acarició el ante, suave como una nube, con una capucha de piel–. Tú no puedes comprar una prenda tan cara y, aunque pudieses, no lo harías.


German se encogió de hombros.


–La he tomado prestada. No hagas preguntas, ¿de acuerdo?


–Pero es nueva. Aún tiene la etiqueta del precio…


German arrancó la etiqueta de un tirón y la guardó en el bolsillo.


–Póntela, venga. Ahí arriba hace un frío terrible.


–Mientras no sea robada –bromeó Paula, mirándolo de reojo–. No lo es, ¿verdad?


–No, maldita sea. Venga.


–Estás muy raro… espera un momento. Esto no tendrá nada que ver con Pedro, ¿verdad?


–¿No habéis roto?


–¿No puedes dejar que lo olvide?


–Eres tú quien ha sacado el tema. Por cierto, ¿quieres saber lo que pienso?


–No.


–Creo que estás enamorada de él.


Paula se apartó, intentando contener las lágrimas.


–No te he preguntado lo que piensas. Es mi cumpleaños, así que vamos a pasarlo bien, ¿de acuerdo?


Paula escuchó al jefe de la excursión mientras el grupo recibía información sobre el vuelo, pero a pesar de sus buenas intenciones no podía dejar de pensar en Pedro y en ese evento que tendría lugar por la noche.


Tardaron veinte minutos en inflar todos los globos, con algunos de los pasajeros ayudando… era una visión magnífica al amanecer: un globo azul y rojo, otro con cuadros amarillo, otro naranja y verde.


–Ese es el nuestro –dijo German, tomando su mano para dirigirse a un globo azul.


–Buenos días. Soy Jacob, su piloto durante la próxima hora –el hombre ayudó a Paula a subir a bordo–. ¿Listos para nuestra aventura aérea? Va a ser la aventura de su vida.


Mejor eso que la montaña rusa con Pedro. No, no iba a estropear el momento pensando en él.


Se volvió para hablar con German… pero German no estaba en la cesta sino en la hierba, con una sonrisa en los labios.


–Aquí es donde yo me despido.


–¿Qué?


De repente, un hombre se apartó del grupo para dirigirse al globo y el corazón a Paula le dejó de latir durante una décima de segundo.


Pedro.


–Buena suerte –oyó que decía German.


Pedro caminaba a toda prisa hacia el globo.


Mientras la miraba, ella levantó una mano para llevársela al pecho. Esa tenía que ser una buena señal, ¿no? Significaba que su corazón se había acelerado también. Pero las señales que enviaba no auguraban nada bueno.


Daba igual. Pedro solo quería llegar a ella, tocarla y hacer que lo escuchase. Solo eso lo empujaba.


German y él se cruzaron.


–Gracias, amigo, te debo una.


–Ve con ella, anda.


Pedro saltó al interior de la cesta.


–Hola –dijo con voz ahogada.


En ese momento, el globo levantó el vuelo, pero Pedro apenas se dio cuenta, concentrado como estaba en la mujer que tenía delante, el rostro levantado hacia el cielo, las mejillas rojas.


–Imagino que la chaqueta también es tuya –dijo Paula, sin molestarse en saludarlo.


–No, es tuya.


Ella negó con la cabeza.


–Es demasiado elegante para mí. Le pega más a alguien que la lleve con estilo –dijo, sarcástica.


–Sé que estas últimas semanas no han sido fáciles, pero podemos hacerlo, Pau.


Ella volvió a negar con la cabeza. ¿Y cuando terminase qué pasaría?


–Te deseo –dijo Pedro, tomando su mano–. Tu espontaneidad, tu energía. Estás llena de sorpresas. Contigo nunca sé lo que va a pasar de un minuto a otro.


Vio la profunda pasión en sus ojos, la sintió en el roce de su mano, la oyó en sus palabras. Pero le dolía el corazón como si él lo hubiera golpeado.


–No va a funcionar, Pedro –le dijo, apartando la mano para que no notase que temblaba–. No sé si fue hace cinco años o hace cinco semanas, pero en algún momento me enamoré de ti. Sé que va contra las reglas y me duele demasiado.


–Pau…


Pedro intentó tomar su mano de nuevo, pero ella se apartó.


–No me toques, por favor.


–Podemos hacer que funcione –dijo él en voz baja.


–Si no somos sinceros, nada puede funcionar. Tú mismo lo dijiste.


–Me equivoqué. Ahora me doy cuenta de que hiciste todo lo que estuvo en tu mano para ponerte en contacto conmigo, para darme una oportunidad de ser parte de tu vida. Sé que no querías hacerme daño contándome la verdad sobre esa llamada de teléfono.


Pau apretó los dientes.


–¿Y tú? ¿Puedes decir que has sido sincero conmigo?


–No te entiendo.


–¿Ah, no? ¿Y la mujer con la que vas a salir esta noche? ¿Tu cita a las seis con Eleanora? He encontrado la lista, Pedro. ¿Es uno de los cócteles de tu padre?


–¿Eleanora? –repitió él.


Y entonces, de repente, esbozó una sonrisa.


–La mujer con la que voy a salir esta noche es una mujer guapísima que puede mezclarse con los mejores. Incluso tiene loco a mi padre. Y espero que celebremos nuestro compromiso hoy mismo.


La última frase, pronunciada con voz ronca, fue como un cuchillo en el corazón de Paula. Todos sus sueños, sus esperanzas, sus deseos murieron en ese momento.


Atónita, vio que Pedro se desabrochaba el abrigo, bajo que el llevaba un esmoquin. ¿Un esmoquin?


En ese momento, los primeros rayos del sol aparecieron en el horizonte, haciendo brillar sus ojos.


–La mujer a la que quiero es una mujer inteligente. Al menos yo siempre había pensado eso.


«¿La mujer a la que quiero?».


Paula no se movió, no podía hacerlo. Su pulso latía acelerado y su mente eran un caos. ¿Era lo bastante valiente, lo bastante fuerte como para pensar que se había equivocado?


–Esto no va como yo había planeado, pero contigo debería haberlo esperado –dijo Pedro, esbozando una sonrisa–. Deja de intentar analizar, Paula, y escucha a tu corazón.


–Pero Eleanora… ibas a buscarla a las seis…


Él suspiró.


–Tu corazón, Pau –repitió, dando un paso adelante para no dejar espacio entre ellos y juntar sus pechos.


–No lo entiendo.


–Lo único que tienes que entender es que te quiero, Paula Chaves. Sí, somos diferentes y eso es lo que me gusta de nosotros. Nos complementamos el uno al otro, somos el yin y el yang. En cuanto al resto… Eleanora es la esposa de un famoso joyero, por eso tenía que llamarla, porque le he encargado el anillo.


–¿El anillo?


–El anillo, sí. Una promesa para la mujer con la que quiero pasar el resto de mi vida.


Paula se quedó sin aliento.


¿Un anillo? ¿El resto de su vida?


Pedro se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un anillo que brillaba como el fuego


–Espero que te gusten las amatistas y los diamantes amarillos. Cásate conmigo, Paula.


Sus palabras brillaban en el aire como las piedras preciosas que le ofrecía. Las palabras que jamás había pensado escuchar de los labios de Pedro Alfonso.


–¿Lo dices en serio? –murmuró, su corazón volando como el globo mientras miraba esos ojos de color caramelo.


–Pues claro que hablo en serio.


–¿Pero tu carrera, tu padre?


–He decidido cambiar de carrera. Ya he estado suficiente tiempo fuera del país, lejos de la gente que más me importa. He pasado esta última semana tomando decisiones y voy a dedicarme al negocio hotelero con Benja, ya que espero que seamos cuñados. Y tú tienes tu propia carrera mientras quieras. En cuanto a mi padre… –Pedro se inclinó para mirarla a los ojos–. Tú has hecho que cambie de opinión, cariño. Con tu personalidad, tu lealtad y tu honestidad. No lo denunciaste porque no querías hacerle quedar mal y él lo sabe. De hecho, ahora mismo está metiendo champán en un cubo de hielo para nosotros –Pedro le levantó la cara con un dedo–. ¿Quieres compartir el resto de tu asombrosa vida conmigo?


Paula tenía un nudo en la garganta y los ojos empañados.


–Sí –consiguió decir.


Vio cómo le ponía el anillo en el dedo y suspiró cuando los labios de Pedro rozaron los suyos, apretándola contra su torso, acariciándole la cara. Sentía como si estuviera volando…


–Enhorabuena –una voz interrumpió el momento, recordándole la razón por la que experimentaba la sensación de volar.


Paula sonrió a Jacob por encima del hombro.


–Gracias.


–Ahora que lo han solucionado todo pueden disfrutar de lo que queda del viaje y admirar la vista desde aquí.


–Gracias, Jacob –Pedro sonrió también, acariciando el pelo de Paula–. No es tan malo como había temido.


–Es maravilloso –dijo ella, apoyando la cara en su torso–. Mira, qué bonito –al oeste podían ver esa neblina azul que le daba nombre a las montañas. Al este, la ciudad de Sídney brillando al amanecer–. Siempre habías jurado que nada ni nadie te harían subir a un globo.


–Nadie más que tú –Pedro se llevó su mano a los labios para besar el anillo–. Yo esperaba que el viento nos zarandease de un lado a otro, pero es muy tranquilo.


–Porque estamos volando con la corriente, ¿verdad, Jacob?


–Así es –respondió el hombre.









SEDUCIDA: CAPITULO 36




Paula detuvo el coche frente al apartamento de Pedro y salió del coche. Pero cuando iba a subir los escalones del portal volvió a ver a su vecina, doña perfecta, mirándola desde el balcón de al lado.


–Hola, ¿quería algo? Pedro no está en casa.


Paula frunció el ceño. ¿Cómo lo sabía? ¿Lo vigilaba?


–Se fue hace una hora –siguió la mujer–. Yo estaba sacando a Poochie cuando llegó un taxi y le oí decir que se iba al aeropuerto.


–Ah, gracias –la rabia de Paula desapareció, reemplazada por una oleada de miedo.


¿Ese viaje era una reacción extrema a los eventos de aquel día o lo tenía planeado de antemano?


Mientras subía al coche dejó escapar un suspiro de angustia.


Habían sido amantes menos de doce horas antes y había sentido algo especial entre ellos. Nunca habían estado tan cerca el uno del otro. No eran solo amantes… habían compartido sus pensamientos, sus corazones.


Cuando llegó a casa vio la lucecita del contestador encendida y pulsó el botón con manos temblorosas.


–Pau, soy yo. Imagino que estarás con Mariza –Pedro hizo una pausa–. Solo quería decirte que…


El mensaje se cortó de repente y Paula tiró el teléfono al sofá. Había olvidado rebobinar la cinta y el mensaje se había cortado antes del final. Pero ya sabía lo que iba a decir, no tenía que escucharlo de nuevo.


Adiós.








viernes, 28 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 35




Apretando la carta de Paula, Pedro entró en su antigua casa y se dirigió al cenador del jardín, donde sus padres solían pasar las tardes.


Encontró a su padre dormitando en un sillón, con el periódico sobre las rodillas, las gafas deslizándosele por el puente de la nariz.


–¿Dónde está mamá? Tengo que hablar con los dos.


Su padre abrió los ojos.


–Hola, hijo. Tu madre ha ido a comer con sus amigas y no volverá hasta más tarde. ¿Qué pasa? Pareces enfadado.


Lo estaba.


Pedro le mostró la carta.


–Esta carta es de Paula, la escribió hace cinco años. Estaba en una caja con la correspondencia que no me enviaste nunca.


Su padre se colocó las gafas en el puente de la nariz y dobló el periódico.


–Lo siento, Pedro. ¿Era algo importante?


–Yo diría que sí. Paula dice que intentó ponerse en contacto conmigo… ¿llamó a casa alguna vez?


Su padre hizo una mueca.


–Sí, llamó en una ocasión.


Pedro apretó los dientes.


–¿Y no le diste mi nueva dirección? –le preguntó, intentando no levantar la voz–. ¿O mi nuevo número de teléfono, el correo electrónico? ¿No le dijiste dónde estaba?


–No quería que una camarera te robase la concentración, hijo. Estabas empezando tu carrera y quería que tuvieras éxito. Sé que ahora tiene una nueva vida…


–¿Y no se te ocurrió preguntarme a mí? –lo interrumpió Pedro, dando un paso adelante–. Tú ni siquiera querías que estudiase ingeniería geológica. Me querías aquí para que fuera tu sombra.


Claudio Alfonso frunció el ceño.


–No, eso no es verdad. Yo…


–¿Sabes lo que has hecho, papá? –Pedro arrugó la carta y la tiró al suelo, a sus pies–. Le diste la espalda a Paula cuando estaba embarazada.


Él palideció, pero, tan testarudo como siempre, replicó:
–¿Me estás diciendo que intentó atraparte con esa vieja engañifa?


–Te estoy diciendo que sufrió un aborto. Un aborto que yo podría haber impedido de haber estado a su lado –Pedro intentó llevar oxígeno a sus pulmones–. Entiendo que pudieras haber olvidado la carta, pero esa llamada de teléfono… la trataste como si no fuera nadie y era alguien, papá. Alguien que me importaba mucho, alguien que me sigue importando. Paula estaba sola, embarazada de un hijo mío. Era mi responsabilidad.


–Pero yo…


–Lo que hiciste podría haberte costado tu única oportunidad de ser abuelo –lo interrumpió Pedro, golpeando el quicio de la puerta antes de salir.



*****


Ver a Pedro en la puerta de su casa cuando se había ido un par de horas antes fue una sorpresa para Paula.


No quería escuchar esa voz que la noche anterior había murmurado que iba a besarla por todas partes… y lo había hecho.


–Voy a ver a Mariza y al niño –le dijo.


Pero Pedro no dio un paso atrás.


–Yo también pensaba pasar por el hospital para ver a Mariza.


Paula no intentó leer su expresión ni entender por qué parecía tan ansioso por hablar con ella.


–Quiero ver a mi hermana a solas.


–Muy bien, de acuerdo –dijo Pedro, cerrando la puerta tras él–. Pero antes quiero que me escuches. Tengo algo que decirte.


Estaba tan cerca que podía notar el calor de su cuerpo y tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo disimulando la emoción.


–Te pregunté si habías llamado a casa de mis padres y me dijiste que no.


Paula apretó las llaves.


–No me lo preguntaste directamente, no con esas palabras. Sugeriste que podría haber llamado.


–Y tú no dijiste nada –dijo él, claramente agitado–. ¿Por qué no me lo dijiste, Pau?


–No tenía sentido, ya que no iba a cambiar nada –respondió ella.


–¿Cómo que no?


–Estabas intentando volver a conectar con tus padres después de cinco años y yo no quería interferir. Además, todo eso fue hace mucho tiempo, y entonces nuestra relación no era nada serio.


–Sí, lo sé. Eres soltera y te encanta, me lo has dicho muchas veces –Pedro sacudió la cabeza–. No lo entiendes, ¿verdad? Yo no quiero algo temporal, quiero una familia.


El corazón de Paula se derritió, pero intentó disimular.


–Yo también quiero una familia –susurró.


Pedro la miró con cara de sorpresa.


–Pero también quiero a alguien que sea sincero conmigo, alguien que no guarde secretos, por duro que sea contarlos, y tú me ocultaste información, Pau. Primero sobre nuestro embarazo… Y luego sobre la llamada a mi padre –tuvo que hacer una pausa, suspirando como si hubiera perdido una batalla–. Somos demasiado diferentes, Paula.


Después de decir eso salió de la casa y cerró la puerta.


Apoyándose en la pared, Pau oyó que arrancaba el coche y esperó hasta que el ruido se perdió al final de la calle.


Entonces, algo en el suelo llamó su atención… un papel doblado. Debía haber caído del bolsillo de la chaqueta de Pedro, pensó. Era una lista de cosas que hacer.


Confirmado: 5 de agosto a las seis.
Sacar el esmoquin.
Llamar a Eleanora.
Ir a buscarla.


En diez días, Pedro acudiría a un evento con su antigua novia de apellido aristocrático. Sabiendo que era su cumpleaños. Porque lo sabía.


Agosto 5, cumpleaños de Paula.


Pau arrugó la nota con los dientes apretados de rabia y decepción.


Y él hablaba de sinceridad. ¡Ella le mostraría sinceridad! 


Después de ir a ver a Mariza le haría una visita.




*****


Mariza estaba en la cama, con Roberto dormido en sus brazos mientras Benja los miraba con gesto protector. Un montón de globos de helio atados a los pies de la cama alegraban la habitación.


–¡Hola! –el corazón de Paula se encogió ante aquella hermosa imagen familiar–. Tienes mejor cara, Mary –dijo, inclinándose para besar a su hermana–. Pero la próxima vez no lo dejes para tan tarde, si no te importa.


–¿La próxima vez?


–Yo estaba de los nervios y Pedro… –solo mencionar su nombre la llenaba de un anhelo amargo y tuvo que hacer un esfuerzo para seguir sonriendo.


–Estaba blanco cuando se marchó –dijo Benja.


–Y tú también, si no recuerdo mal –replicó Mariza, mirando a su hijo–. Es precioso, ¿verdad?


–¿Puedo tomarlo en brazos un momento? –preguntó Paula.


–Sí, claro.


Paula tomó al bebé en brazos, con cuidado, admirando esos ojitos que la miraban directamente mientras se metía el puñito en la boca y empezaba a chuparlo.


–Qué preciosidad. Se parece a Benja.


Él se irguió, encantado.


–Eso es lo que dice mi mujer.


–Cariño, ¿te importa traerme algo de la cafetería? –le preguntó Mariza–. Y tómate tu tiempo.


–Muy bien, uno sabe cuando no es querido.


–Sobre Pedro… –empezó a decir cuando se quedaron solas.


–No estábamos hablando de Pedro.


–Pasó por aquí hace diez minutos. Él ha traído los globos y parecía tener prisa –dijo su hermana–. Tenía un aspecto horrible, por cierto.


Paula no quería contarle nada porque no era el momento, pero Mariza insistió y, al fin y al cabo, era su única familia y su mejor amiga.


–Hemos roto –dijo por fin–. Y esta vez se ha terminado de verdad.


Mariza frunció el ceño.


–¿Eso lo ha dicho él?


–No tenía que hacerlo –Paula pensó en la nota que llevaba en el bolso–. Tengo que irme, cariño –dijo luego, besando a su hermana y su sobrino–. Vendré a verte mañana, lo prometo.








SEDUCIDA: CAPITULO 34




Un ruido la despertó; un golpeteo insistente que, por fin, hizo que abriese los ojos. Alguien llamaba a la puerta y Pedro no estaba a su lado en la cama. Apartándose el pelo de la cara, Paula miró el despertador sobre la mesilla. ¡Las once cuarenta y cinco! Nerviosa, se vistió a toda prisa.


–¡Ya voy!


Abrió la puerta y tuvo que guiñar los ojos para evitar el sol.


–Ah, hola, Pedro… ¿dónde estabas? Tengo que hacerte una llave…


No terminó la frase al ver que tenía los puños apretados y el ceño fruncido


–¿Qué pasa?


–¿Qué ha sido de nuestro hijo?


Durante un segundo Paula solo pudo mirarlo en silencio, atónita. Luego, de repente, se quedó sin oxígeno, las rodillas le temblaban.


¿Cómo se había enterado?


–Iba a contártelo anoche –dijo por fin.


Intentó hablar de nuevo, pero lo único que salió de su garganta fue un patético gemido, el sonido de su corazón rompiéndose en pedazos.


–Estabas embarazada, Paula… he encontrado una carta tuya en una caja. Mi padre olvidó enviármela.


Ella negó con la cabeza.


–Yo no…


–¿Cuando no respondí decidiste que era demasiado difícil? ¿Que un hijo, nuestro hijo, sería una molestia?


Pau lo miró, horrorizada y furiosa. Después de tanto dolor, de tanta angustia…


–¿Cómo te atreves a pensar eso? Tú no estabas aquí. No tienes idea de lo que sentí, no sabes lo que es estar sola y embarazada. Pero no, no aborté.


Pedro dejó escapar un largo suspiro. Sabía que estaba portándose como un idiota, pero no era capaz de controlarse.


Sacudiendo la cabeza, Paula fue al dormitorio. Notó que Pedro iba tras ella, pero no se volvió.


–Estás temblando como una hoja. Siéntate –dijo él por fin, tomándola por la cintura–. Perdona, no sé qué me ha pasado… no sabía qué pensar.


Ella se apartó.


–Deberías haberlo imaginado.


–Cuéntame qué pasó.


Paula cerró los ojos.


–Sufrí un aborto espontaneo en el segundo trimestre. Estaba llevando una bandeja con copas y resbalé en un charco de agua…


–¿Estabas trabajando? –exclamó Pedro.


–Sí, Pedro, estaba trabajando como millones de mujeres embarazadas –Paula suspiró. No iba a entenderlo, nunca entendería lo que era tener que trabajar para sobrevivir–. No tenía opción, necesitaba el dinero.


Pedro apretó su mano y ese simple gesto amenazó con romper el dique de sus lágrimas, de modo que apartó la mirada.


–Vamos a dar un paseo –sugirió.


Salieron de la casa sin decir una palabra y se dirigieron a un parque cercano. Pasearon durante cinco minutos.


–No me lo contaste hace cinco años.


–Lo intenté, Pedro.


–Pero llevamos juntos varias semanas y no me habías dicho nada.


–Quería decírtelo, de verdad. Iba a hacerlo, estaba esperando el momento.


–¿No sabes que hubiera vuelto por ti?


Ella negó con la cabeza.


–¿Por qué iba a pensar eso? Aceptaste el trabajo sin pensar en mí. No me incluiste en tus planes.


–¿Qué? Tú tenías tanta prisa por marcharte esa última noche que apenas tuve tiempo de vestirme, y menos preguntarte si querías arriesgarte a venir conmigo –Pedro golpeó el tronco de un árbol–. ¿Y qué hacemos ahora, Paula?


No parecía esperar una respuesta y no la recibió porque ella no sabía qué decir.


Volvieron a casa en silencio. Pau casi esperaba que la dejase en la puerta y se fuera, pero la acompañó al interior. 


Se quedaron de pie en medio del salón como dos extraños.


Le temblaban los labios, pero se los mordió para disimular.


Lo había perdido. Aunque nunca había sido suyo en realidad. Pedro Alfonso, el hijo del millonario, y la hija de una empleada de su padre.


No le dijo adiós. Sencillamente se dio la vuelta y salió de la casa sin decir nada, cerrando la puerta a su relación. Su relación sin compromisos.


¿Por qué iba a esperar otra cosa?






SEDUCIDA: CAPITULO 33




El ruido de la lluvia golpeando el cristal de la ventana despertó a Pedro, pero Paula seguía dormida.


Un día estupendo para quedarse en la cama, pensó, girando la cabeza para mirarla a placer.


Tenía los ojos cerrados, el cabello despeinado sobre la almohada, el ceño fruncido como si estuviera salvando pacientes en sueños. O luchando contra demonios, pensó, recordando que la noche anterior le había dicho que quería hablar.


De repente, Paula levantó un brazo, golpeándolo en la nariz. 


Muy típico de ella. Nunca se quedaba quieta durante demasiado tiempo. De hecho, era sombroso que hubiese dormido de un tirón sin dar vueltas y vueltas en la cama.


«Abajo, chico», le ordenó a su rebelde miembro. Hora de dormir, nada de sexo. Pero no pudo resistir la tentación de apartar un poco el edredón para ver cómo sus pechos subían y bajaban suavemente, los pezones de color chocolate a la luz del amanecer.


Muy bien, opción uno: podía quedarse allí y torturarse a sí mismo mirándola; y opción dos: podía irse a casa para sacar las cosas de las cajas y volver unas horas más tarde con el desayuno.


Luego, por la tarde, le demostraría a Paula lo que era pasar el día en la cama… ah, no, ella querría ir a visitar a Mariza y al pequeño Roberto Jamieson. Podían ir juntos, pensó, saltando de la cama. También él quería ver si el pequeñajo había cambiado desde el día anterior.


De repente, empezó a pensar en niños y familias. Y Paula.


Sonriendo, se acercó a la cama y le apartó el pelo de la cara. 


Y su corazón se lleno de… algo grande. Algo tan grande que tuvo que salir de la habitación para respirar. Había intentado ignorar esos sentimientos porque Paula no quería nada permanente, lo había dejado bien claro.


Pedro salió de la casa y cerró la puerta tras él. Tal vez era hora de hacer que cambiase de opinión.



*****



De vuelta en su apartamento empezó a sacar cosas de las cajas, cosas de su antigua vida, pensó, mirando viejos papeles y revistas.


Había cartas con sus diferentes direcciones escritas con la letra de su padre, cartas de cinco años atrás: un recordatorio del dentista, la suscripción a una revista, una carta sin remite. Pedro abrió el sobre y en cuanto sacó la hoja de papel de inmediato reconoció la letra.


Era una carta de Paula.


Leyó la primera línea y tuvo que parpadear varias veces, incrédulo: »Pedro, estoy embarazada…».


Las letras se mezclaban y no pudo seguir leyendo. Incapaz de seguir sujetando el papel, la carta cayó al suelo. No tenía fuerzas, no podía respirar, su corazón latía como si quisiera salírsele del pecho.


No podía ser.


Pau había estado embarazada.


De él.


Y en alguna parte de su cerebro, la única que seguía funcionando, se formuló una pregunta: ¿dónde estaba el niño?