viernes, 28 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 34




Un ruido la despertó; un golpeteo insistente que, por fin, hizo que abriese los ojos. Alguien llamaba a la puerta y Pedro no estaba a su lado en la cama. Apartándose el pelo de la cara, Paula miró el despertador sobre la mesilla. ¡Las once cuarenta y cinco! Nerviosa, se vistió a toda prisa.


–¡Ya voy!


Abrió la puerta y tuvo que guiñar los ojos para evitar el sol.


–Ah, hola, Pedro… ¿dónde estabas? Tengo que hacerte una llave…


No terminó la frase al ver que tenía los puños apretados y el ceño fruncido


–¿Qué pasa?


–¿Qué ha sido de nuestro hijo?


Durante un segundo Paula solo pudo mirarlo en silencio, atónita. Luego, de repente, se quedó sin oxígeno, las rodillas le temblaban.


¿Cómo se había enterado?


–Iba a contártelo anoche –dijo por fin.


Intentó hablar de nuevo, pero lo único que salió de su garganta fue un patético gemido, el sonido de su corazón rompiéndose en pedazos.


–Estabas embarazada, Paula… he encontrado una carta tuya en una caja. Mi padre olvidó enviármela.


Ella negó con la cabeza.


–Yo no…


–¿Cuando no respondí decidiste que era demasiado difícil? ¿Que un hijo, nuestro hijo, sería una molestia?


Pau lo miró, horrorizada y furiosa. Después de tanto dolor, de tanta angustia…


–¿Cómo te atreves a pensar eso? Tú no estabas aquí. No tienes idea de lo que sentí, no sabes lo que es estar sola y embarazada. Pero no, no aborté.


Pedro dejó escapar un largo suspiro. Sabía que estaba portándose como un idiota, pero no era capaz de controlarse.


Sacudiendo la cabeza, Paula fue al dormitorio. Notó que Pedro iba tras ella, pero no se volvió.


–Estás temblando como una hoja. Siéntate –dijo él por fin, tomándola por la cintura–. Perdona, no sé qué me ha pasado… no sabía qué pensar.


Ella se apartó.


–Deberías haberlo imaginado.


–Cuéntame qué pasó.


Paula cerró los ojos.


–Sufrí un aborto espontaneo en el segundo trimestre. Estaba llevando una bandeja con copas y resbalé en un charco de agua…


–¿Estabas trabajando? –exclamó Pedro.


–Sí, Pedro, estaba trabajando como millones de mujeres embarazadas –Paula suspiró. No iba a entenderlo, nunca entendería lo que era tener que trabajar para sobrevivir–. No tenía opción, necesitaba el dinero.


Pedro apretó su mano y ese simple gesto amenazó con romper el dique de sus lágrimas, de modo que apartó la mirada.


–Vamos a dar un paseo –sugirió.


Salieron de la casa sin decir una palabra y se dirigieron a un parque cercano. Pasearon durante cinco minutos.


–No me lo contaste hace cinco años.


–Lo intenté, Pedro.


–Pero llevamos juntos varias semanas y no me habías dicho nada.


–Quería decírtelo, de verdad. Iba a hacerlo, estaba esperando el momento.


–¿No sabes que hubiera vuelto por ti?


Ella negó con la cabeza.


–¿Por qué iba a pensar eso? Aceptaste el trabajo sin pensar en mí. No me incluiste en tus planes.


–¿Qué? Tú tenías tanta prisa por marcharte esa última noche que apenas tuve tiempo de vestirme, y menos preguntarte si querías arriesgarte a venir conmigo –Pedro golpeó el tronco de un árbol–. ¿Y qué hacemos ahora, Paula?


No parecía esperar una respuesta y no la recibió porque ella no sabía qué decir.


Volvieron a casa en silencio. Pau casi esperaba que la dejase en la puerta y se fuera, pero la acompañó al interior. 


Se quedaron de pie en medio del salón como dos extraños.


Le temblaban los labios, pero se los mordió para disimular.


Lo había perdido. Aunque nunca había sido suyo en realidad. Pedro Alfonso, el hijo del millonario, y la hija de una empleada de su padre.


No le dijo adiós. Sencillamente se dio la vuelta y salió de la casa sin decir nada, cerrando la puerta a su relación. Su relación sin compromisos.


¿Por qué iba a esperar otra cosa?






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