sábado, 22 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 16




Al día siguiente, en el restaurante de la torre Sídney, con la ciudad y el puerto brillando como joyas, Pedro y German halaban de los viejos tiempos.


–¿Qué tal la vida amorosa del patólogo? –le preguntó Pedro.


–Bien –German esbozó una sonrisa.


–¿Vivir con Pau no es un problema?


En realidad, lo que quería preguntar era si Pau y él se habían acostado juntos. Pensar en su mejor amigo con su examante despertaba unos celos que no debería sentir.


–No es ningún problema –dijo German–. Somos amigos.


Pedro asintió con la cabeza, pero su alivio era solo parcial.


–¿Sale con alguien?


–Nunca sale con el mismo hombre más que un par de veces.


Pedro tragó saliva. ¿Significaba eso que salía con muchos hombres?


–Esa parte de su vida no es asunto mío –German hizo una pausa–. También yo he salido con ella en un par de ocasiones, pero nunca me dejó pasar de un beso.


Eso significaba que lo había intentado. Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para bloquear tan turbadora imagen.


–Nos llevamos bien, nada más –siguió German–. Yo necesitaba una compañera de casa, ella también. No sabía que Paula y tú…


–¿Te ha hablado de mí alguna vez?


–No, nunca.


–No será aficionada a deporte de riesgo, ¿verdad?


Su amigo enarcó las cejas.


–¿Qué?


–Siempre le han gustado la velocidad y las emociones.


German sonrió, pero la sonrisa desapareció al ver que Pedro estaba serio.


–Pasa mucho tiempo con su hermana y es voluntaria en el hospital después de las horas de trabajo. Le gustan mucho los niños, especialmente los más pequeños. Es casi una obsesión.


–No sé por qué.


–Yo tampoco.


Paula nunca había hablado de niños cuando salían juntos, pero podía verla con un niño, su hijo, de pelo negro y ojos grises…


Y lo más turbador, podía imaginar dejándola embarazada de ese hijo.


Pedro dejó el vaso en la mesa. No quería pensar en algo imposible. Ni siquiera sabía si había aceptado la sugerencia de salir juntos.


–Bueno, hablemos de otra cosa. He encontrado un apartamento, pero necesito que alguien me ayude a comprar los muebles.


Hasta entonces nunca había tenido que comprar ninguno porque siempre había vivido en apartamentos amueblados.


German se encogió de hombros.


–Entonces, será mejor que nos pongamos a ello. Empezaremos por lo más básico.


Una cama fue lo primero que se le ocurrió, y en su cabeza apareció la imagen de Paula desnuda…


Pedro frunció el ceño mientras se levantaba.


–Venga, vamos.







SEDUCIDA: CAPITULO 15




Paula había ido despacio durante una semana, preguntándose qué demonios estaba haciendo y qué estaría planeando Pedro.


Por suerte, no había visto mucho a German. No sería fácil explicar la relación que había tenido con su amigo sin traicionar sus sentimientos; estaba emocionada, en el limbo, viva, confusa.


Antes de abrir la puerta ya podía oír voces masculinas en el interior. La partida de póquer mensual, recordó, suspirando. 


Y el mes anterior había prometido hacerles helado con salsa de chocolate a cambio de que German hiciese las tareas de la casa esa semana.


Y ella pensando meterse en la cama con un buen libro… 


Paula intentó esbozar una sonrisa mientras empujaba la puerta.


–Hola.


Cuatro rostros se volvieron a la vez.


–Hola, Pau.


Un par de ojos oscuros se clavaron en ella y, aunque estaba sonriendo, el pulso se le había acelerado.


«Acostúmbrate, vas a verlo a menudo».


Pero en más de una ocasión había hecho salsa de chocolate con Pedro y… bueno, mejor no pensar en ello.


–Hola, Pedro. ¿Cómo estás?


–Bien. ¿Qué tal el día?


–Muy ocupada –respondió Paula–. German, sobre la salsa de chocolate…


–Si estás pensando echarte atrás, olvídalo. Un trato es un trato –German le hizo un guiño a sus compañeros–. ¿No admiraste lo limpio que dejé el baño? Hasta dijiste que se podría comer en la bañera.


–Muy bien, de acuerdo –dejando la cazadora sobre el respaldo del sofá, Pau se dirigió a la cocina.


Cinco minutos después había reunido todos los ingredientes, pero su cabeza no estaba en la tarea.


–Hacer una pasta con el chocolate y el agua caliente –murmuró–. Añadir mantequilla…


Supo que Pedro estaba en la puerta de la cocina antes de que dijese una palabra por la sensación de cosquilleo en la espina dorsal.


–Entra –murmuró, sin mirarlo.


–German me ha enviado a buscar cervezas –dijo él, abriendo la nevera.


–¿Puedes sacar el helado del congelador? Esto está casi listo.


El rico aroma a chocolate llenaba la cocina.


Pedro sacó un cartón de helado del congelador y lo dejó sobre la mesa.


Paula levantó la cuchara.


–¿Quieres probarlo?


Pedro miró sus labios y Paula sintió el impacto entre las piernas. Demasiado tarde para echarse atrás. Él sopló la cuchara antes de meter el dedo en el chocolate.


–La cocinera primero –murmuró, poniéndole un poco de chocolate en su labio.


Caliente, dulce y delicioso. La textura del chocolate, la presión de su dedo, sus ojos del mismo color oscuro como una promesa…


Pero antes de que pudiera derretirse, Pedro se apartó para probarlo.


–Muy rico.


¿Se refería al chocolate o a ella? Tenía la impresión de que si intentaba hablar no sería capaz de hacerlo.


Le temblaban las piernas y tuvo que apoyarse en la encimera cuando él se inclinó hacia delante. Iba a besarla, pensó, su cuerpo echándose hacia delante como por voluntad propia.


German asomó entonces la cabeza en la cocina.


–Cuando quieras, amigo. Si es posible, antes de medianoche –dijo, burlón.


Pedro no apartó los ojos de Paula mientras tomaba las botellas de cerveza.


–Será mejor que lleve esto a los chicos.


–Por cierto, el viernes por la noche vamos a reunirnos todos en honor a Pedro. ¿Te apetece? –le preguntó German.


–Pues…


–Maria y Sofia estarán allí.


Maria era una amiga, pero también un imán para los hombres.


¿Qué era peor, ver a Maria ligando con Pedro o quedarse en casa y torturarse pensándolo?


–Intentaré ir.


–¿Estás saliendo con alguien? –le preguntó Pedro cuando German desapareció.


Esa pregunta la dejó sin aliento.


–¿Por qué quieres saberlo?


Él se metió las manos en los bolsillos del pantalón.


–Tal vez deberíamos comprobar si lo que hubo entre nosotros sigue vivo. Nada serio, nos despediríamos después… al menos borraría la sensación de tristeza de la despedida. Pero quiero dejar claro algo: yo no comparto.


Sin esperar respuesta salió de la cocina, dejándola boquiabierta.


–Yo tampoco –murmuró Paula.


En cierto modo, la sugerencia tenía sentido. Sería como reescribir el final, pensó, sacudiendo la cabeza, incapaz de creer que estuviera pensándolo, tomando en consideración la inesperada y peligrosa sugerencia de volver a salir juntos.







SEDUCIDA: CAPITULO 14






–Tengo algo que decirte –Paula estaba doblando la ropa de bebé que Mariza había sacado de los cajones. 


Embarazada de ocho meses, su hermana estaba concentrada en coser una colcha y era la viva imagen de la felicidad: una mujer enamorada a punto de tener un hijo. 


Todo lo que Paula no era y no tenía. Ni quería. Eso era lo que se había dicho a sí misma una y otra vez durante los últimos años. Pero esas palabras sonaban huecas de repente.


–¿Qué te parece, el limón o el lila? –le preguntó Mariza.


–Lila –respondió Pau automáticamente.


–Por una vez, estoy de acuerdo contigo.


–Mary, tenemos que hablar.


Su hermana dejó a un lado la colcha.


–¿Que ocurre, Pau?


Pedro ha vuelto.


La llegada de Pedro significaba que su vida, que había levantado pieza a pieza durante los últimos años, de repente empezaba a resquebrajarse.


Los ojos azules de Mariza se oscurecieron.


–¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto?


–Sí, lo he visto –respondió Pau con voz ronca–. He visto mucho de él.


Mariza frunció el ceño.


–¿Qué quieres decir con eso?


Pau le explicó la conexión con German, que se había quedado a dormir en su casa…


–¿En tu cama? –repitió Mariza–. Pau, cuánto lo siento. Lo siento, ¿no?


–No lo sé –Pau se dejó caer en el suelo, a los pies de su hermana.


–Sigue siendo el hombre más guapo que he visto nunca. Y me mira… como antes.


–Supongo que eso es bueno, ¿no?


–La misma respuesta, no lo sé. Y la persona que pujó por una cena en tu casa de campo también fue Pedro, por cierto. Pero fue solo.


–¿Solo?


–No quiso que volviera a casa con la tormenta, así que pasamos la noche juntos. En fin, al menos tuvimos tiempo de hablar.


Mariza le tomó la mano.


–¿Se lo has contado? –le preguntó, en voz baja.


Los ojos de Pau se llenaron de lágrimas que apartó de un manotazo. No podía contárselo cuando acababan de reencontrarse. No quería llorar delante de Mariza. Una mujer embarazada no debería ponerse triste.


–Lo siento, no debería…


–No pasa nada, dime qué estás pensando.


–Que podría haberme llevado con él a Queensland si yo no hubiese abierto la boca. Nunca sabré si me hubiera elegido a mí por encima de las mujeres que sus padres aprobaban, si me ha dicho la verdad… en fin, pensé que solo podía ser una aventura, algo divertido.


–Y la carta, ¿le has preguntado?


–No la recibió.


Marizaa le apretó la mano.


–Al menos ahora lo sabes y puedes empezar de cero.


¿Empezar de cero? Pedro no sabía lo de la carta, pero ella tenía otras preguntas. ¿La habían abierto o se había perdido en el correo? No podía saberlo.


–Aparte de ser guapísimo, ¿sigue siendo el hombre de siempre?


Paula recordó el sofá, el beso, las chispas…


–No ha perdido facultades.


–¿Te ha besado?


–¿Cómo sabes que no estoy hablando de otras facultades?
Mariza hizo una mueca.


–Esto pide un café con pasteles. Bueno, café para ti, zumo para mí.


–Muy bien.


Unos minutos después, Mariza cortaba un pastel que Benja había llevado antes.


–Bueno, cuéntame –le dijo, chupándose el chocolate de los dedos.


–He seguido adelante con mi vida. Tengo un trabajo que me gusta y poco tiempo para una relación intensa –empezó a decir Paula. Y cualquier cosa con Pedro sería intensa, abrumadora, devastadora–. Puede que vuelva a irse del país, así que ¿para qué?


–Podría quedarse. Esté aquí un par de días o un año, la cuestión es que hay algo entre vosotros, Pau. Hay una historia sin terminar y tienes que escribir el final. Piensa bien lo que haces antes de tomar una decisión.


–No voy a apresurarme. Además, aún tengo que acostumbrarme a la idea de que voy a encontrarme con él a menudo.


–No creo que eso te asuste. Te recuerdo que tratas a los hombres como si fueran una caja de bombones.


–Nada ha cambiado. Me sigue gustando el chocolate, pero tengo la intención de evitar el chocolate negro, el más tentador.


No le dijo que sus relaciones terminaban en la puerta del dormitorio, pero por primera vez pensó que tal vez estaba intentando esconderse de esa realidad.


Mariza volvió a ponerse seria.


–Siempre existe la posibilidad de que él se entere de lo que pasó antes de que tú estés preparada para contárselo, Paula.









SEDUCIDA: CAPITULO 13




Al final, canceló la limusina porque Pedro amenazó con seguirla hasta Sídney para comprobar que no se había quedado tirada en la carretera. Gracias a las peligrosas condiciones de la carretera y el infausto ruido del motor apenas intercambiaron dos palabras. Además, Pedro parecía estar sufriendo una resaca y eso le recordaba lo guapo que estaba a la luz de la chimenea,


las llamas reflejándose en sus ojos oscuros.


Cuando detuvo el coche frente a la elegante casa de dos plantas con su entrada circular y su bien cuidado jardín tenía un nudo en el estómago.


–Gracias por todo.


Era difícil mirarlo a los ojos y no reaccionar


–Gracias a ti. Los niños agradecerán tu generoso donativo.


–Nos vemos –dijo Pedro, con voz ronca, inclinando la cabeza para salir del coche.


Aquel sitio era un monumento a la riqueza de sus propietarios, su poder, su estatus social… un buen recordatorio de por qué no debería ver a Pedro con el torso denudo, bronceado y hermoso a la luz de una chimenea.


Pedro entró en la casa, con su familiar olor a cera para muebles, y se dirigió al estudio de su padre.


No iba a quedarse allí, con los recuerdos de Paula en todas las habitaciones. Un apartamento propio sería lo más sensato. Además de una inversión, de ese modo tendría privacidad.








viernes, 21 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 12




Cuando se despertó por la mañana se dio cuenta de dos cosas simultáneamente: ya no le dolía la cabeza y Paula seguía a su lado. Podía sentir el calor de sus piernas y sus brazos, uno de ellos sobre su torso.


Pedro dejó escapar un largo suspiro mientras se mantenía muy quieto. Tenían dos camas para elegir y allí estaban, en un sofá en el que apenas cabía una persona.


¿Cuántas veces había fantaseado con despertar pegado a Paula?


Pedro comprobó si estaba dormida. Sí, sus largas pestañas negras reposaban sobre una piel de marfil mientras respiraba suavemente.


De repente, se apretó contra él sin darse cuenta. También Pedro se movió cuando levantó una rodilla, acercándose a terreno peligroso.


Aún había brasas en la chimenea, la habitación seguía caliente. Paula debía haber echado algún tronco más antes de quedarse dormida. Otro pensamiento turbador: ¿durante cuánto tiempo había estado mirándolo mientras él no se daba cuenta?


¿Y si besase esos suaves labios entreabiertos?


Paula empezó a pestañear y, un segundo después, sus ojos grises se encontraron con los suyos, al principio confusos.


Sin poder evitarlo, Pedro alargó una mano para tocarle el pelo.


–Buenos días.


–Hola.


Su voz ronca envió un torrente de calor hacia su entrepierna. 


Y no ayudó nada que se estirase lánguidamente, deslizando esas sinuosas piernas por las suyas. Pero se detuvo abruptamente al darse cuenta de lo que estaba haciendo.


–Vaya… parece que me he quedado dormida.


Sin pensar, Pedro le pasó un brazo por los hombros.


–Parece que sí. Gracias por ser mi ángel de la guarda anoche.


Antes de que ella pudiera responder, Pedro buscó sus labios y, de inmediato, saltaron chispas de deseo; las que recordaba de siempre, pero también algo más profundo.


Oh, sí, seguía ahí, esa atracción magnética que lo había embrujado desde que puso los ojos en ella.


Le acarició el pelo, sintiendo el calor de su aliento, oyéndola suspirar. Todo en él protestó cuando se apartó para mirarlo a los ojos. El brillo de pasión había desaparecido.


–No pasa nada, Pau, solo ha sido un beso.


–Nunca es solo un beso contigo. Tú haces que me olvide de todo –ella no era la única que sentía eso, pero se levantó del sofá, como temiendo estar tan cerca–. Haces que me olvide de todo –repitió, llevándose un dedo a los labios.


–¿Y eso es malo? –preguntó Pedro, sin entender por qué unas palabras que deberían halagarlo sonaban como un rechazo.


–Ahora soy diferente. Los dos lo somos.


–Nunca se sabe, podría funcionar. Estaba funcionando estupendamente hace unos segundos.


Paula lo miró a los ojos, una mirada sincera y abierta que no escondía su deseo. Pero luego, como si hubiera pulsado un interruptor, su expresión cambió por completo y se volvió sombría.


–No lo creo.


–¿Por qué no?


–Trabajo muchas horas. No tengo tiempo para nada más.


Una mentira. Había sentido la misma pasión que él, pero no quería retomar la relación. Necesitaba saber la verdad. 


Necesitaba saber por qué lo rechazaba.


–Voy a hacer el desayuno y luego a vestirme. La limusina vendrá a buscarte a las diez.


–Cancélala. Volveré contigo.


Ella negó con la cabeza.


–Tengo que limpiar la casa. Pensaba volver cuando te hubieras ido, pero de este modo me ahorraré el viaje. No tienes que quedarte.


–No hay mucho que limpiar. Además, podríamos dar un paseo por la propiedad antes de irnos.


–¿Con esos zapatos?


Pedro miró los caros zapatos de piel frente a la chimenea.


–No importa. Venga, vamos a dar un paseo.







SEDUCIDA: CAPITULO 11




Aún era de noche cuando Paula volvió a abrir los ojos, pero tenía la boca seca y necesitaba ir al baño. Encontró su jersey y, con la luz gris que entraba por la ventana, se lo puso y salió de la habitación. El fuego de la chimenea estaba casi consumido, pero había luz suficiente para ver a Pedro dormido en el sofá.


Después de ir al baño entró en la cocina y tomó un vaso de agua. Volvió a llenarlo de nuevo para ir a su habitación, pero se detuvo en el salón para comprobar que Pedro seguía dormido.


Sí, Pedro seguía en el sofá, dormido. La curva de su mentón parecía más suave, más relajada, y le gustaría tocarla. Tenía los labios ligeramente abiertos, como esperando un beso.


Paula se mordió los suyos para que no temblasen. Miró alrededor buscando una manta con la que taparlo. La conciencia no le dejaba irse a dormir dejándolo así.


Pedro sabía que Pau estaba allí, pero no encontraba fuerzas para moverse. Estaba atrapado en un cuerpo que no quería cooperar, que se negaba a darle el placer de mirarla.


Le dolía la cabeza y le quemaba la garganta. Nunca volvería a beber en exceso, pensó, abriendo un ojo porque no podía abrir los dos.


Y allí estaba, la enfermera de ensueño con un vaso de agua en una mano y una manta en la otra. Con un jersey morado, unas braguitas y esas piernas kilométricas. Y él sabía que sería tan cálida como esa manta.


Dejando escapar un gemido que no pudo controlar, empezó a levantar la cabeza, pero alguien parecía estar clavándolo al sofá.


–Hola, Pau–debía tener un aspecto patético.


–Estás despierto.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para hacer que la lengua le funcionase.


–No tendrás una aspirina con ese vaso de agua, ¿verdad?


Ella miró su mano, como sorprendida al ver el vaso.


–Voy a mirar en el botiquín.


–Gracias –Pedro cerró el ojo, suspirando de alivio al notar el peso de la manta sobre su cuerpo.


Unos minutos después, unas manos frescas levantaban su cabeza para poner una pastilla en su boca.


–Traga.


Haciendo un esfuerzo supremo, Pedro se incorporó para tomar la pastilla. Apenas podía moverse.


Sus ojos, cuando pudo concentrarse, no parecían decir: «te lo mereces». No, al contrario, estaban llenos de simpatía y comprensión.


No era Paula su examante sino Paula la enfermera.


–Más –la urgió, mirando esos ojos grises que nunca había olvidado.


–Estás deshidratado. Pensé que ya no harías estas cosas.


–Esa carta que enviaste… yo no lo sabía, nunca la recibí.


–Déjalo, ya no importa –lo interrumpió ella–. ¿Recuerdas la fiesta de Janice?


–¿Cómo iba a olvidarla? Te fuiste y me dejaste tirado allí.


–No debería haberlo hecho. Lo siento.


Antes de que su torpe cerebro pudiese funcionar Paula estaba sentada a su lado en el sofá, su calor rodeándolo como la manta, y Pedro dejó escapar un suspiro de sorpresa y placer.


–Eso es, relájate –susurró Pau.


Paula le empezó a hacer perezosos círculos en las sienes con los dedos, haciendo que volviese a cerrar los ojos.


–Ese perfume…


–No llevo perfume, será el gel de anoche. Tranquilo –dijo Pau, burlona–. Este masaje es estrictamente profesional.


–Puedes ser todo lo profesional que quieras conmigo.


Ella rio; una risa que no era más que un susurro, pero tan poderosa como para dejarlo sin oxígeno, para hacerle olvidar el dolor de cabeza y notar otro, más insistente, entre las piernas.


Nada los separaba más que el satén de la bata.


La mejor y la peor clase de tortura. Ardía de deseo, inquieto, sin saber qué hacer y sabiendo que no podía pasar, que no iba a pasar nada.


–Paula…


–Duerme –murmuró ella, tocando sus labios.


–Tengo que decirte… –Pedro intentó incorporarse, pero ella se lo impidió–. Debería haberte dejado una dirección. Debería habérsela dejado a Mariza.


–Pero no lo hiciste.


Sorprendido por la emoción que notaba en su voz, Pedro abrió los ojos, pero Paula apartó la mirada.


–Lo nuestro estuvo bien mientras duró.


–Yo…


–Solo fue una aventura. Déjalo, Pedro, duérmete.


Él cerró los ojos de nuevo. No estaba en condiciones de discutir. Solo una aventura, había dicho.