viernes, 21 de agosto de 2015
SEDUCIDA: CAPITULO 11
Aún era de noche cuando Paula volvió a abrir los ojos, pero tenía la boca seca y necesitaba ir al baño. Encontró su jersey y, con la luz gris que entraba por la ventana, se lo puso y salió de la habitación. El fuego de la chimenea estaba casi consumido, pero había luz suficiente para ver a Pedro dormido en el sofá.
Después de ir al baño entró en la cocina y tomó un vaso de agua. Volvió a llenarlo de nuevo para ir a su habitación, pero se detuvo en el salón para comprobar que Pedro seguía dormido.
Sí, Pedro seguía en el sofá, dormido. La curva de su mentón parecía más suave, más relajada, y le gustaría tocarla. Tenía los labios ligeramente abiertos, como esperando un beso.
Paula se mordió los suyos para que no temblasen. Miró alrededor buscando una manta con la que taparlo. La conciencia no le dejaba irse a dormir dejándolo así.
Pedro sabía que Pau estaba allí, pero no encontraba fuerzas para moverse. Estaba atrapado en un cuerpo que no quería cooperar, que se negaba a darle el placer de mirarla.
Le dolía la cabeza y le quemaba la garganta. Nunca volvería a beber en exceso, pensó, abriendo un ojo porque no podía abrir los dos.
Y allí estaba, la enfermera de ensueño con un vaso de agua en una mano y una manta en la otra. Con un jersey morado, unas braguitas y esas piernas kilométricas. Y él sabía que sería tan cálida como esa manta.
Dejando escapar un gemido que no pudo controlar, empezó a levantar la cabeza, pero alguien parecía estar clavándolo al sofá.
–Hola, Pau–debía tener un aspecto patético.
–Estás despierto.
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para hacer que la lengua le funcionase.
–No tendrás una aspirina con ese vaso de agua, ¿verdad?
Ella miró su mano, como sorprendida al ver el vaso.
–Voy a mirar en el botiquín.
–Gracias –Pedro cerró el ojo, suspirando de alivio al notar el peso de la manta sobre su cuerpo.
Unos minutos después, unas manos frescas levantaban su cabeza para poner una pastilla en su boca.
–Traga.
Haciendo un esfuerzo supremo, Pedro se incorporó para tomar la pastilla. Apenas podía moverse.
Sus ojos, cuando pudo concentrarse, no parecían decir: «te lo mereces». No, al contrario, estaban llenos de simpatía y comprensión.
No era Paula su examante sino Paula la enfermera.
–Más –la urgió, mirando esos ojos grises que nunca había olvidado.
–Estás deshidratado. Pensé que ya no harías estas cosas.
–Esa carta que enviaste… yo no lo sabía, nunca la recibí.
–Déjalo, ya no importa –lo interrumpió ella–. ¿Recuerdas la fiesta de Janice?
–¿Cómo iba a olvidarla? Te fuiste y me dejaste tirado allí.
–No debería haberlo hecho. Lo siento.
Antes de que su torpe cerebro pudiese funcionar Paula estaba sentada a su lado en el sofá, su calor rodeándolo como la manta, y Pedro dejó escapar un suspiro de sorpresa y placer.
–Eso es, relájate –susurró Pau.
Paula le empezó a hacer perezosos círculos en las sienes con los dedos, haciendo que volviese a cerrar los ojos.
–Ese perfume…
–No llevo perfume, será el gel de anoche. Tranquilo –dijo Pau, burlona–. Este masaje es estrictamente profesional.
–Puedes ser todo lo profesional que quieras conmigo.
Ella rio; una risa que no era más que un susurro, pero tan poderosa como para dejarlo sin oxígeno, para hacerle olvidar el dolor de cabeza y notar otro, más insistente, entre las piernas.
Nada los separaba más que el satén de la bata.
La mejor y la peor clase de tortura. Ardía de deseo, inquieto, sin saber qué hacer y sabiendo que no podía pasar, que no iba a pasar nada.
–Paula…
–Duerme –murmuró ella, tocando sus labios.
–Tengo que decirte… –Pedro intentó incorporarse, pero ella se lo impidió–. Debería haberte dejado una dirección. Debería habérsela dejado a Mariza.
–Pero no lo hiciste.
Sorprendido por la emoción que notaba en su voz, Pedro abrió los ojos, pero Paula apartó la mirada.
–Lo nuestro estuvo bien mientras duró.
–Yo…
–Solo fue una aventura. Déjalo, Pedro, duérmete.
Él cerró los ojos de nuevo. No estaba en condiciones de discutir. Solo una aventura, había dicho.
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