domingo, 2 de agosto de 2015
EL ESPIA: CAPITULO 31
Pedro volvió a Canberra agotado, pero decidido a ver a Paula. Sergio le había enviado el comunicado de prensa de los holandeses, informando sobre la muerte de Celik y la de un hombre desconocido.
Caso cerrado, no más preguntas.
Nadie sabía del paradero de Celik salvo él y nadie tenía por qué saberlo nunca. El niño estaba a salvo, eso era lo único importante.
Cuando llegó a la oficina le dijeron que su presencia era requerida por la jefa de la sección cinco.
Requerida días antes.
La secretaria de Paula estaba sentada frente a su escritorio como de costumbre, con los cascos puestos y los dedos volando sobre el teclado. Al principio lo miró con cara de sorpresa, pero luego frunció el ceño mientras se quitaba los cascos.
—Por fin se ha decidido a aparecer.
—Hola, Sam. ¿Está ella en la oficina?
—Si se refiere a la señora Chaves, no. No está.
—¿Puedo pedir una cita, por favor?
—Tendrá que esperar su turno. ¿Qué tal la semana que viene?
—¿En serio? Ha dejado un mensaje diciendo que quería verme.
—Eso fue la semana pasada, cuando le echaron una bronca por algo que un loco había hecho en Ámsterdam. Dos muertos, aparentemente.
Pedro torció el gesto.
—He visto el informe.
—¿Ah, sí? Y, sin embargo, ha tardado tres días en aparecer. ¿Dónde ha estado, señor Alfonso?
—Ocupado.
—¿No lo estamos todos? La señora Chaves ya no tiene necesidad de hablar con usted, pero le diré que ha venido —Sam volvió a ponerse los cascos—. Ya sabe dónde está la salida.
Pedro esbozó una sonrisa. Entendía su enfado. Sí, debería haberla llamado. Estaba en un pueblo de Polonia cuando Sergio le pasó el primer mensaje. Había pensado llamarla y mentir sobre su paradero, pero no quería mentir. O llamar y contarle a la verdad, pero no sabía qué haría Paula con esa información y no podía arriesgarse.
Al fin y al cabo, ella era parte de la jefatura de los Servicios Secretos australianos y se habría visto obligada a pasar esa información, pero no podía contar algo que no sabía.
Paula tenía que saber que había estado protegiéndola.
Debía entender que Celik necesitaba irse de Ámterdam y cambiar de identidad. Que alguien tenía que organizarlo y que el mejor hombre para hacerlo era él.
Tenía que saberlo…
Y aunque tuviesen diferencias de opinión sobre cómo había llevado la operación, tendría que escucharlo al menos.
¿O no?
Por eso estaba paseando por la acera frente a su portal como un predicador sin público.
Unos minutos después la vio entrar en el aparcamiento y cuando salió y se dirigió hacia él supo que tendrían problemas.
Parecía mayor al atardecer, como si su propia luz se hubiera apagado en la semana que no se habían visto.
Solo había pasado una semana.
Muy bien, semana y media. Y había llegado allí en cuanto le fue posible.
Paula se detuvo delante de él y lo miró muy seria.
Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón, intentando no preocuparse demasiado.
—Tienes buen aspecto —dijo por fin—. Claro que siempre tienes buen aspecto.
—He venido en cuanto me ha sido posible.
—¿Sabes que Celik Antonov ha muerto?
—He oído de su supuesta muerte, pero no sé si lo creo —respondió Pedro, con cautela.
Y de inmediato vio cómo la poco luz que le quedaba desaparecía por completo.
—Intenté hablar contigo varias veces. ¿No recibiste mis mensajes?
—Los recibí con un par de días de retraso —respondió él.
Y era una verdad a medias.
—¿Por qué?
—Me deje el móvil en casa —al menos, era parte de la verdad. No sabía que Paula hubiera intentado ponerse en contacto con él desde el momento que se fue a Europa—. Debería haberte llamado antes, lo sé, pero no sabía con quién iba a hablar, con la mujer con la que mantengo una relación o con una de las directivas del Servicio.
—Algo que podríamos haber discutido si me hubieras devuelto las llamadas —replicó ella—. ¿Por qué no me has dado esa oportunidad? ¿Tan poco confías en mí?
—Estaba intentando protegerte.
—En ese caso, sigue así. Vete a casa, Pedro. O donde vayas cuando no quieres que te encuentren.
—Paula, por favor, escúchame.
—No quiero saber nada. Ni en relación con el caso que se acaba de cerrar ni en relación a nada más.
—Pero nosotros tenemos una relación—insistió él.
—No, una relación requiere cierta medida de confianza y respeto por parte del otro. Nos hemos acostado juntos, nada más.
—Ha sido algo más que eso.
Paula negó con la cabeza.
—Pensé que habías muerto.
—Yo no…
—Recibo un informe sobre la situación de Celik Antonov, te llamo para ver si tú sabes algo y no me devuelves la llamada. Dos días después me echan la bronca por algo de lo que no sé nada y tú sigues sin llamar. Luego recibo un informe sobre la muerte de Celik y un hombre sin identificar y… y tengo que hacer un esfuerzo ímprobo para no derrumbarme. Por fin, tengo que llamar a tu hermana y ella es quien me dice que ha hablado contigo. Elena sabía lo que yo estaba pensando, lo que estaba sufriendo… —su voz se rompió—. Eso fue hace dos días.
—Paula…
—No, por favor. Una llamada de teléfono, Pedro. Podrías haberme dicho que estabas en la Antártida y yo no te habría preguntado nada más, pero no llamaste. No confiaste en mí. ¿Cómo crees que eso me ha hecho sentir?
—Paula, vamos dentro —dijo Pedro—. Deja que te lo explique.
—No hay nada que explicar. No confías en mí, te fuiste sin decirme nada, sin tomar en consideración mis sentimientos.
—No volverá a pasar. No habrá otra situación como esta. Podemos hacerlo, Paula. Por favor, créeme, lo siento mucho.
—Yo también lo siento porque de verdad quería creer en nosotros. Pero no vas a despreciarme así, no vas a hacer que sienta que no importo nada.
Las lágrimas que rodaban por su rostro le rompieron el corazón.
—Paula, no…
—¡Vete, Pedro! No quiero escuchar nada más. Lo siento, esto se ha terminado.
sábado, 1 de agosto de 2015
EL ESPIA: CAPITULO 30
Tres días más tarde los cuerpos aún no habían aparecido y Pedro seguía sin llamarla. El cuarto día, las autoridades holandesas emitieron un comunicado diciendo que habían localizado dos cadáveres, uno sin identificar, el otro el de Celik Antonov.
Por primera vez en toda su carrera Paula pidió a su secretaria que no le pasara llamadas y se sentó en su elegante sillón de cuero intentando respirar.
Sam estaba en la puerta, con expresión incierta.
—¿Debo enviar informes médicos y fotografías de Pedro Alfonso a las autoridades holandesas?
—No —logró decir Paula, casi sin voz—. Que hagan ellos el trabajo. Nosotros no sabemos nada de esto.
—Muy bien.
—Cancela todas mis reuniones para esta tarde. Creo que… me voy a casa.
Sus ojos se habían empañado y Sam asintió con la cabeza antes de cerrar la puerta sin decir nada. No iba a dejar que las lágrimas rodasen por su rostro en la oficina. Eso sería poco profesional.
«Piensa, Paula, piensa».
Nada era seguro, ni siquiera la muerte del niño.
Teoría uno: las autoridades holandesas habían enviado al niño a algún lugar seguro y estaban engañando a todo el mundo. Sí, le gustaba esa teoría.
Teoría dos: Celik había perdido la vida, pero el cuerpo sin identificar no era el de Pedro. Paula odiaba esa teoría, pero era mejor que la tercera.
Teoría tres: Pedro estaba muerto. Celik también.
Si era el cuerpo de Pedro el que habían encontrado entre las cenizas de la casa…
De modo que Pedro había ido a ver al niño, ¿y entonces qué? ¿Qué había ido mal?
Paula se abrazó a sí misma intentando controlarse. No podía estar tan desolada, no era posible. ¿Cómo podía haberse enamorado de Pedro Alfonso de esa manera cuando apenas se conocían? Un puñado de noches robadas y un par de cenas, nada más. Todo era muy intenso cuando estaban juntos, pero no compartían sus vidas.
No podía estar enamorada de él, era imposible.
Temblando, levantó el teléfono y marcó el número que había memorizado días antes.
—¿Elena?
—¿Paula? Quiero decir señora Chaves…
—Sí, bueno, están diciendo que Celik Antonov ha muerto y que había un hombre sin identificar con él — Paula apenas reconocía su propia voz—. Dime que sabes que no es Pedro. Dime que has hablado con él.
—He hablado con él —dijo Elena de inmediato.
Paula tuvo que contener un gemido.
—¿Me oyes? He hablado con Pedro hace dos horas. No sé de quién es ese cadáver, pero no es el de mi hermano. Lo sé con toda seguridad.
Paula no podía hablar. Tenía los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta.
—Dime algo.
—Nadie… nadie ha podido encontrarlo.
—Él es así. Yo estuve buscándolo durante casi dos años… voy a matarlo. Le he dicho que se pusiera en contacto contigo.
—Yo… —Paula intentó controlarse, pero no era capaz—. Tengo que colgar… tengo otra llamada.
«Mentirosa».
La desolación se mezclaba con el alivio cuando cortó la comunicación y enterró la cara entre las manos. Elena decía que había hablado con Pedro y ella la creía.
Estaba vivo.
Pero no había devuelto sus llamadas.
Paula se hizo pequeña, buscó ese sitio en su interior donde solía esconderse cuando era niña, ese sitio en el que podía unir las piezas de su corazón roto hasta que estaba completa otra vez.
Pedro estaba vivo y lo único que ella tenía que hacer era entender sus sentimientos por él y mantenerlos separados del trabajo.
Los holandeses decían que tenían dos cadáveres. ¿De qué le serviría a nadie que ella empezase a hurgar y descubriese que era mentira? ¿De qué serviría enfrentarse con Pedro sobre lo que había estado haciendo en los últimos días? ¿De verdad quería saberlo? En algunas ocasiones era mejor permanecer en la ignorancia.
En cuanto volviese a verlo sabría si había tenido algo que ver con la muerte o desaparición de Celik.
Le enviaría el informe de los dos cadáveres y si eso no lo llevaba allí echando fuego por la boca, si eso no hacía que montase en cólera por no haberlo enviado a él sabría que había estado en Ámsterdam.
En cuanto a su relación…
Paula empezó a hundirse en ella misma otra vez, tan débil y patética.
No necesitaba estar enamorada de un hombre al que había conocido solo unas semanas antes.
No necesitaba llorar por una falta de conexión que no había estado allí desde el principio.
Pedro no confiaba en ella y tal vez ella no confiaba en Pedro.
Y sin confianza no se podía levantar una relación.
EL ESPIA: CAPITULO 29
Paula estaba frente al hombre serio de ojos grises, mirando la fotografía de lo que antes había sido una elegante casa en uno de los canales de Ámsterdam, reducida a cenizas por la explosión de una bomba.
La propietaria de la casa, Cerise Fallon, no había resultado herida en la explosión, pero según ella había dos personas más en el interior: un cliente y su hijo de siete años.
La siguiente fotografía mostraba a una bella mujer mirando la casa en llamas y sus lágrimas parecían convincentes.
—Hace dos días me preguntaste si podías enviar a Pedro Alfonso a una misión que incluía al hijo de Antonov —empezó a decir el jefe—. ¿Sabes algo de esto?
—No, no sé nada.
—¿Y esperas que lo crea?
—Nunca hablé con Pedro del asunto, no he podido ponerme en contacto con él. ¿Han encontrado los cuerpos, el del cliente y el del niño?
—No, aún no.
—¿Entonces cómo sabemos que esto no es algo que han preparado las autoridades holandesas para llevarse al niño con la cooperación de la madre?
—No lo sabemos. Solo sabemos que alguien hizo explotar un barco frente a la casa y luego lanzó una granada a la casa a través de una ventana.
—¿Una granada? —Paula frunció el ceño.
—¿Ha sido Alfonso? —insistió su jefe.
—No lo sé.
Y era la verdad.
—¿Que no hayas podido ponerte en contacto con Alfonso no te hace sospechar?
—Acaba de comprar un barco y había pensado… —Paula no terminó la frase porque no tenía sentido.
—¿Qué habías pensado?
—Pensé que sabía dónde estaba.
—Localízalo, preferiblemente esta misma noche. Hazme creer que Pedro Alfonso no ha tenido nada que ver con esto.
—Lo intentaré.
Paula no pudo localizar a Pedro, de modo que llamó a su hermana y Elena pareció alegrarse de escuchar su voz.
—Hola, Paula. ¿Qué tal?
—Será mejor que me llames señora Chaves porque esta no es una llamada social. Estoy buscando a Pedro.
—Ha salido a navegar—respondió Elena, claramente sorprendida.
—¿Estás dispuesta a jurar eso ante un tribunal?
Silencio.
—¿Si envío a los guardacostas a buscarlo lo encontrarán?
Más silencio.
—¿Hay alguna posibilidad de que pueda venir a la oficina antes de mañana por la mañana?
—¿Qué tal si yo le pido que la llame por teléfono? —sugirió Elena.
A Paula se le encogió el corazón porque cualquier esperanza de que Pedro no estuviese involucrado en esa operación se había desvanecido.
—Eso no será suficiente.
—Seguro que hará lo que pueda.
—Gracias —dijo Paula antes de cortar la comunicación.
EL ESPIA: CAPITULO 28
Cuando anocheció, Pedro abrió una ventanita del primer piso que daba al canal.
—Recuerda lo que te he dicho: vamos a saltar por la ventana y luego vamos a lanzarnos al agua. Tendremos que bucear un rato, como solíamos hacer en el mar.
—Sí, ya lo sé —asintió el niño.
—Aquí el agua está oscura, así que no podrás ver mucho.
—Pero iré enganchado a ti.
—Eso es. No tienes que preocuparte por nada. Además, el agua aquí es poco profunda —dijo Pedro—. Cuando quieras subir a la superficie solo tienes que tocarme el brazo, ¿de acuerdo?
Celik asintió con la cabeza.
—Cuando salgamos a la superficie, y lo haremos un par de veces, esta es la señal que quiero ver —Pedro hizo el gesto de OK con los dedos—. Eso me dirá que estás listo para volver a sumergirte, ¿de acuerdo? Venga, haz la señal.
El niño la hizo.
—Así.
—Muy bien. ¿Estás listo?
Celik asintió con la cabeza, entusiasmado, y Pedro lo levantó en brazos para colocarlo sobre el alféizar. Un barquito para turistas se detuvo justo debajo de la ventana un segundo después. El piloto saltaría al agua, el barco estallaría y el humo evitaría que alguien los viera.
Bendito Sergio y sus habilidades con los explosivos por control remoto.
—Recuerda lo que te he dicho: ese barco nos ayudará a escondernos. Va a explotar, pero no te asustes.
Celik abrió mucho los ojos.
Eso no era algo que un niño de siete años escuchase todos los días, ni siquiera el hijo de Antonov.
La explosión fue ensordecedora y en cuanto la calle se llenó de humo Pedro saltó por la ventana, tiró del niño y se metió en el agua. Afortunadamente, Celik nadaba muy bien. Era una suerte que uno de los matones de Antonov lo hubiera enseñado a bucear en la piscina.
En menos de treinta segundos estaban alejándose del barco en llamas. Nadaban cerca de la pared del canal y salían a la superficie de vez en cuando, aprovechando la oscuridad.
Cada vez que lo hacían, Celik le hacía la señal de que todo iba bien.
El niño era como una anguila.
Volvieron a salir a la superficie dos veces más y pronto llegaron hasta un grupo de barcos. Pedro empezó a contarlos… seis. El último era su objetivo.
Se dirigían nadando hacia él cuando sonó otra explosión que sacudió el agua. Pedro frunció el ceño. Esa explosión no estaba en el programa.
Tardaron más tiempo en llegar al barco que en llegar allí y cuando por fin salieron a la superficie le dolían los hombros por el peso de Celik y el movimiento del agua.
Pedro no perdió ni un segundo. Subió al niño por la escalerilla y lo empujó por la escotilla que llevaba al interior.
—¿Hemos perdido a los hombres malos? —preguntó el niño.
—Claro que sí, ya estamos a salvo —respondió Pedro—. Venga, date una ducha caliente mientras yo hago un poco de sopa. Luego te contaré una historia sobre un niño que no sabía que tuviese una tía, hermana de su padre, una tía que solo quería conocer a este niño, que se llamaba Celik, para cuidarlo y verlo feliz. ¿Te gusta como suena?
El niño asintió con la cabeza.
—Mucho.
—Estupendo porque la próxima vez que te la cuente añadiré aviones, lanchas motoras y pingüinos.
EL ESPIA: CAPITULO 27
Pedro llegó a Ámsterdam y admiró a la gente en bicicleta y las calles peatonales, creativamente organizadas entre los canales. La ciudad era muy atractiva para él. Los canales estaban llenos de ratas, pero era un sitio precioso y liberal que lo atraía particularmente.
Le habría gustado ver a Celik crecer allí, seguro y feliz, pero eso no iba a pasar mientras los parásitos de Antonov siguieran persiguiéndolo. La herencia de Antonov era el imán, pero las autoridades la habían congelado. Nadie podía tocarla, ni Celik, ni su madre, ni los acreedores de Antonov.
Ese dinero era intocable.
Dos años antes no habría dudado en entrar y llevarse al niño por la fuerza, pero el mundo ya no era tan en blanco y negro.
Trabajar de incógnito le había mostrado nuevas facetas de cada situación. Además, había que equilibrar muchas necesidades diferentes. Celik tenía una madre, aunque no lo hubiera sido nunca, y antes de poner ningún plan en acción tenía que hablar con ella y tomar en consideración sus necesidades.
De modo que no iba a entrar en la casa pistola en mano.
Y pensaba que Paula lo aprobaría.
Hablar con la madre de Celik no sería fácil, pero Sergio había concertado una cita para él, con nombre y pasaporte falsos. Dos horas, de las cuatro y media hasta las seis y media, pagando en efectivo.
El perverso sentido del humor de Sergio.
Pero tenía una nueva identidad y un rastro que no llevaba a ningún sitio por si alguien decidía investigar.
Sergio lo había convertido en un miembro del gobierno especializado en protección de testigos. Esa era la identidad que Pedro tenía que vender a la madre de Celik para que su plan llegase a buen puerto.
Estaba allí para mentir, para engañar, para provocar un incendio, secuestrar a un niño y seguramente a la madre también.
Cualquiera de esas actividades debería hacerlo pensar.
Pero no era así.
Tenía un plan organizado por Sergio y pensaba llevarlo a cabo
A las cuatro y media, Pedro entró en una calle estrecha y se dirigió a la puerta número veinte y tres, flanqueada por dos enormes tiestos con flores. Había una verja de hierro forjado frente a la puerta roja, con llamador de bronce. Era una casa de tres plantas, una de las históricas del barrio rojo de Ámsterdam, carísima y exclusiva.
Llamó al timbre y le sorprendió cuando la madre de Celik abrió la puerta. Sabía cómo era por las fotos que Sergio le había enviado. Esperaba una mujer elegante y lo era. Bella y elegante. Aún no había cumplido los treinta años y en su rostro había una inocencia difícil de creer dada su profesión, pero había en ella cierta vulnerabilidad y su sonrisa era dulce cuando le preguntó su nombre, dando un paso atrás para dejarlo entrar.
Lo llevó a un pequeño salón elegantemente amueblado antes de pedirle su identificación.
—Cualquier documento me vale. Su pasaporte, por ejemplo.
Pedro le entregó el pasaporte que Sergio había creado para él y ella miró la foto con atención.
—Es por precaución —le dijo, sin dejar de sonreír—. Si se convierte en cliente habitual no tendrá que volver a mostrármelo. Mi nombre es el que usted quiera, puede elegir. ¿Le apetece tomar una copa?
Pedro se aclaró la garganta.
—En realidad no estoy aquí para lo que usted cree.
Pedro sacó otra credencial del bolsillo y vio que la expresión inocente desaparecía por completo, siendo reemplazada por una mirada fría.
—¿Qué quiere?
—Estoy aquí en colaboración con los gobiernos holandés y ruso, para ofrecerle a usted y a su hijo entrada en el programa de protección de testigos.
—No —dijo ella. Pedro vio cómo su rostro se convertía en una máscara de dolor y frustración—. Sí, necesito ayuda, pero no es eso lo que quiero.
Sergio y él habían juzgado correctamente la situación.
—¿El programa de protección de testigos no le interesa?
—No, en absoluto. ¿Por qué voy a tener que dejar mi vida aquí cuando eso no era lo acordado? Tuve un hijo con ese hombre, sí, un niño enfermo al que no podía cuidar. El padre del niño me dio dinero a cambio de la patria potestad y nunca quiso que volviese a acercarme a él. Ese niño que está en la habitación de arriba tenía tres días cuando lo dejé y tengo la documentación que lo demuestra. No he pedido nada, ni la herencia, nada, pero ahora dicen que soy su madre y tengo que encargarme de él.
No tenía un gran instinto maternal, no.
—Mire, es un buen niño, es inocente… cómo puede ser así con un padre como el suyo y una madre como yo, es incomprensible. Pero yo no puedo protegerlo. No tengo el dinero que me piden los socios de su padre, pero esa gente… no quieren hacerme caso.
—¿Teme por su seguridad?
—¡Sí!
—Pues yo le estoy ofreciendo una oportunidad para salir de aquí y empezar de nuevo en algún sitio donde los acreedores de Antonov no puedan encontrarla.
—Llévese al niño. Si Celik se va, mis problemas habrán terminado. Lléveselo, por favor y déjeme a mí fuera del asunto. Yo tengo mi vida aquí y me gusta.
—Si eso es lo que quiere… —Pedro había contado con ello—. Necesito su firma y su cooperación para llevarme al niño sin ser visto. Su hijo tendrá una nueva identidad y una nueva vida, pero usted no podrá volver a ponerse en contacto con él.
—Lléveselo —repitió ella, sin la menor vacilación—. Espero que sea feliz, que vaya al colegio y haga amigos… yo lo he intentado, pero está acostumbrado a vivir rodeado de adultos… nunca ha ido al colegio porque tenía tutores privados —la mujer sacudió la cabeza—. El niño piensa que está demasiado enfermo para ir al colegio, pero no es verdad. No iba por la paranoia de su padre.
—En sus circunstancias, yo diría que la paranoia estaba justificada.
—Lo único que digo es que si dejase de ser el hijo de Antonov, Celik podría ir al colegio y vivir como un niño normal. No tendrá ninguna oportunidad si se queda conmigo.
—¿Necesita algún tiempo para tomar la decisión?
—No, lléveselo ahora. Lléveselo, no me importa.
—¿Le gustan los tulipanes amarillos? —le preguntó Pedro entonces.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Una vez al año, en esta fecha, recibirá un ramo de tulipanes amarillos a modo de mensaje, para que sepa que el niño está bien.
Era la primera vez que se le ocurría ofrecer ese consuelo a alguien, pero había aprendido que algunas situaciones estaban por encima de la capacidad de la persona para lidiar con ellas.
—No tiene que hacerlo.
—Lo haré una vez. Si rechaza los tulipanes no volverá a recibirlos.
—¿Va a llevarse al niño ahora mismo?
—Esta noche.
—Se lo agradezco —dijo ella, acercándose a una ventana—. Ahora vigilan mi casa todo el tiempo. Hay dos abajo y uno al otro lado del canal. Puede que haya más.
—Hay más, pero no pasa nada. ¿Puedo ver al niño?
—Está en el piso de arriba, la primera habitación a la izquierda. Su tutora está con él —la mujer sonrió—. Es hora de colegio.
Pedro subió los escalones de dos en dos, abrió la primera puerta y vio que el rostro solemne del niño se iluminaba al verlo.
—¡Jimmy!
—Aquí estoy, amigo. ¿Cómo va todo? —solo pudo decir eso antes de que el niño se echase en sus brazos.
—¿Y usted quién es? —le preguntó la tutora, una mujer mayor de rostro serio.
—Solo pasaba por aquí —respondió Pedro, ofreciéndole su mejor sonrisa antes de mirar a Celik de nuevo—. ¿Te apetece salir a dar un paseo? —le preguntó en ruso.
—El colegio es importante —intervino la tutora, que evidentemente hablaba ruso—. Pero tal vez hoy podemos terminar un poco antes, ¿no? Pero solo por hoy.
EL ESPIA: CAPITULO 26
Paula odiaba que el plan de otro saliese mal y acabase sobre su escritorio. Había estado vigilando al hijo de Antonov a distancia, en contacto con las autoridades y los responsables de dejar al niño con esa madre. Por el momento, la decisión había sido un desastre.
La madre del niño era una prostituta de lujo que había quedado embarazada de Antonov. Él había pagado por sus servicios y ella le había entregado al niño sin pensárselo dos veces.
Eso fue entonces.
En aquel momento, la madre de Celik se había vuelto más selectiva y trabajaba solo desde su casa en Ámsterdam. No era una delincuente y disfrutaba de su estilo de vida, no tomaba drogas ni bebía en exceso. En principio, enviar a Celik a vivir con ella al morir su padre había parecido la mejor solución.
Hasta que aparecieron los enemigos del traficante muerto.
La madre del niño era astuta, pero estaba rodeada de buitres con los que no podía lidiar. Aquella situación la superaba.
Había llegado el momento de hacer algo.
Paula levantó el teléfono para hablar con jefatura. Tenía que cubrir todas las bases, la suya incluida.
—Tengo el último informe sobre Celik Antonov delante de mí y necesito permiso para enviar a Pedro Alfonso a una misión. Él conoce al niño y la situación, de modo que le sería fácil reubicarlo en algún sitio más adecuado.
La petición era razonable. Solo estaba haciendo su trabajo, pero había algo más.
—¿Por qué Alfonso?
—Este era el caso de Pedro.
Y él se encargaría de solucionar el problema.
Hubo un silencio al otro lado y luego una voz seca, profunda, murmuró:
—Pedro, ¿eh?
—Sí, señor —Paula sabía que no pasaría desapercibido que hubiera usado el nombre de pila—. Le conozco bien y este es el único caso que compartiría con él… con su permiso, por supuesto.
Le sudaban las manos. No solo estaba en juego el bienestar de un niño sino su relación con Pedro. No le gustaría saber que ella tenía esa información y no se la había pasado, pero antes de hacerlo necesitaba permiso.
—Hazlo —se limitó a decir el jefe antes de cortar la comunicación.
Paula se pasó una mano por la cara en un gesto de alivio.
Un problema solucionado, solo quedaba otro.
Llamó a Pedro sabiendo que no iba a gustarle la triste situación del niño, pero saltó el buzón de voz. Y no consiguió hablar con él en todo el día.
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