sábado, 1 de agosto de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 27





Pedro llegó a Ámsterdam y admiró a la gente en bicicleta y las calles peatonales, creativamente organizadas entre los canales. La ciudad era muy atractiva para él. Los canales estaban llenos de ratas, pero era un sitio precioso y liberal que lo atraía particularmente.


Le habría gustado ver a Celik crecer allí, seguro y feliz, pero eso no iba a pasar mientras los parásitos de Antonov siguieran persiguiéndolo. La herencia de Antonov era el imán, pero las autoridades la habían congelado. Nadie podía tocarla, ni Celik, ni su madre, ni los acreedores de Antonov. 


Ese dinero era intocable.


Dos años antes no habría dudado en entrar y llevarse al niño por la fuerza, pero el mundo ya no era tan en blanco y negro.


Trabajar de incógnito le había mostrado nuevas facetas de cada situación. Además, había que equilibrar muchas necesidades diferentes. Celik tenía una madre, aunque no lo hubiera sido nunca, y antes de poner ningún plan en acción tenía que hablar con ella y tomar en consideración sus necesidades.


De modo que no iba a entrar en la casa pistola en mano.


Y pensaba que Paula lo aprobaría.


Hablar con la madre de Celik no sería fácil, pero Sergio había concertado una cita para él, con nombre y pasaporte falsos. Dos horas, de las cuatro y media hasta las seis y media, pagando en efectivo.


El perverso sentido del humor de Sergio.


Pero tenía una nueva identidad y un rastro que no llevaba a ningún sitio por si alguien decidía investigar.


Sergio lo había convertido en un miembro del gobierno especializado en protección de testigos. Esa era la identidad que Pedro tenía que vender a la madre de Celik para que su plan llegase a buen puerto.


Estaba allí para mentir, para engañar, para provocar un incendio, secuestrar a un niño y seguramente a la madre también.


Cualquiera de esas actividades debería hacerlo pensar.


Pero no era así.


Tenía un plan organizado por Sergio y pensaba llevarlo a cabo


A las cuatro y media, Pedro entró en una calle estrecha y se dirigió a la puerta número veinte y tres, flanqueada por dos enormes tiestos con flores. Había una verja de hierro forjado frente a la puerta roja, con llamador de bronce. Era una casa de tres plantas, una de las históricas del barrio rojo de Ámsterdam, carísima y exclusiva.


Llamó al timbre y le sorprendió cuando la madre de Celik abrió la puerta. Sabía cómo era por las fotos que Sergio le había enviado. Esperaba una mujer elegante y lo era. Bella y elegante. Aún no había cumplido los treinta años y en su rostro había una inocencia difícil de creer dada su profesión, pero había en ella cierta vulnerabilidad y su sonrisa era dulce cuando le preguntó su nombre, dando un paso atrás para dejarlo entrar.


Lo llevó a un pequeño salón elegantemente amueblado antes de pedirle su identificación.


—Cualquier documento me vale. Su pasaporte, por ejemplo.


Pedro le entregó el pasaporte que Sergio había creado para él y ella miró la foto con atención.


—Es por precaución —le dijo, sin dejar de sonreír—. Si se convierte en cliente habitual no tendrá que volver a mostrármelo. Mi nombre es el que usted quiera, puede elegir. ¿Le apetece tomar una copa?


Pedro se aclaró la garganta.


—En realidad no estoy aquí para lo que usted cree.


Pedro sacó otra credencial del bolsillo y vio que la expresión inocente desaparecía por completo, siendo reemplazada por una mirada fría.


—¿Qué quiere?


—Estoy aquí en colaboración con los gobiernos holandés y ruso, para ofrecerle a usted y a su hijo entrada en el programa de protección de testigos.


—No —dijo ella. Pedro vio cómo su rostro se convertía en una máscara de dolor y frustración—. Sí, necesito ayuda, pero no es eso lo que quiero.


Sergio y él habían juzgado correctamente la situación.


—¿El programa de protección de testigos no le interesa?


—No, en absoluto. ¿Por qué voy a tener que dejar mi vida aquí cuando eso no era lo acordado? Tuve un hijo con ese hombre, sí, un niño enfermo al que no podía cuidar. El padre del niño me dio dinero a cambio de la patria potestad y nunca quiso que volviese a acercarme a él. Ese niño que está en la habitación de arriba tenía tres días cuando lo dejé y tengo la documentación que lo demuestra. No he pedido nada, ni la herencia, nada, pero ahora dicen que soy su madre y tengo que encargarme de él.


No tenía un gran instinto maternal, no.


—Mire, es un buen niño, es inocente… cómo puede ser así con un padre como el suyo y una madre como yo, es incomprensible. Pero yo no puedo protegerlo. No tengo el dinero que me piden los socios de su padre, pero esa gente… no quieren hacerme caso.


—¿Teme por su seguridad?


—¡Sí!


—Pues yo le estoy ofreciendo una oportunidad para salir de aquí y empezar de nuevo en algún sitio donde los acreedores de Antonov no puedan encontrarla.


—Llévese al niño. Si Celik se va, mis problemas habrán terminado. Lléveselo, por favor y déjeme a mí fuera del asunto. Yo tengo mi vida aquí y me gusta.


—Si eso es lo que quiere… —Pedro había contado con ello—. Necesito su firma y su cooperación para llevarme al niño sin ser visto. Su hijo tendrá una nueva identidad y una nueva vida, pero usted no podrá volver a ponerse en contacto con él.


—Lléveselo —repitió ella, sin la menor vacilación—. Espero que sea feliz, que vaya al colegio y haga amigos… yo lo he intentado, pero está acostumbrado a vivir rodeado de adultos… nunca ha ido al colegio porque tenía tutores privados —la mujer sacudió la cabeza—. El niño piensa que está demasiado enfermo para ir al colegio, pero no es verdad. No iba por la paranoia de su padre.


—En sus circunstancias, yo diría que la paranoia estaba justificada.


—Lo único que digo es que si dejase de ser el hijo de Antonov, Celik podría ir al colegio y vivir como un niño normal. No tendrá ninguna oportunidad si se queda conmigo.


—¿Necesita algún tiempo para tomar la decisión?


—No, lléveselo ahora. Lléveselo, no me importa.


—¿Le gustan los tulipanes amarillos? —le preguntó Pedro entonces.


Ella frunció el ceño.


—¿Por qué?


—Una vez al año, en esta fecha, recibirá un ramo de tulipanes amarillos a modo de mensaje, para que sepa que el niño está bien.


Era la primera vez que se le ocurría ofrecer ese consuelo a alguien, pero había aprendido que algunas situaciones estaban por encima de la capacidad de la persona para lidiar con ellas.


—No tiene que hacerlo.


—Lo haré una vez. Si rechaza los tulipanes no volverá a recibirlos.


—¿Va a llevarse al niño ahora mismo?


—Esta noche.


—Se lo agradezco —dijo ella, acercándose a una ventana—. Ahora vigilan mi casa todo el tiempo. Hay dos abajo y uno al otro lado del canal. Puede que haya más.


—Hay más, pero no pasa nada. ¿Puedo ver al niño?


—Está en el piso de arriba, la primera habitación a la izquierda. Su tutora está con él —la mujer sonrió—. Es hora de colegio.


Pedro subió los escalones de dos en dos, abrió la primera puerta y vio que el rostro solemne del niño se iluminaba al verlo.


—¡Jimmy!


—Aquí estoy, amigo. ¿Cómo va todo? —solo pudo decir eso antes de que el niño se echase en sus brazos.


—¿Y usted quién es? —le preguntó la tutora, una mujer mayor de rostro serio.


—Solo pasaba por aquí —respondió Pedro, ofreciéndole su mejor sonrisa antes de mirar a Celik de nuevo—. ¿Te apetece salir a dar un paseo? —le preguntó en ruso.


—El colegio es importante —intervino la tutora, que evidentemente hablaba ruso—. Pero tal vez hoy podemos terminar un poco antes, ¿no? Pero solo por hoy.







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