domingo, 2 de agosto de 2015
EL ESPIA: CAPITULO 31
Pedro volvió a Canberra agotado, pero decidido a ver a Paula. Sergio le había enviado el comunicado de prensa de los holandeses, informando sobre la muerte de Celik y la de un hombre desconocido.
Caso cerrado, no más preguntas.
Nadie sabía del paradero de Celik salvo él y nadie tenía por qué saberlo nunca. El niño estaba a salvo, eso era lo único importante.
Cuando llegó a la oficina le dijeron que su presencia era requerida por la jefa de la sección cinco.
Requerida días antes.
La secretaria de Paula estaba sentada frente a su escritorio como de costumbre, con los cascos puestos y los dedos volando sobre el teclado. Al principio lo miró con cara de sorpresa, pero luego frunció el ceño mientras se quitaba los cascos.
—Por fin se ha decidido a aparecer.
—Hola, Sam. ¿Está ella en la oficina?
—Si se refiere a la señora Chaves, no. No está.
—¿Puedo pedir una cita, por favor?
—Tendrá que esperar su turno. ¿Qué tal la semana que viene?
—¿En serio? Ha dejado un mensaje diciendo que quería verme.
—Eso fue la semana pasada, cuando le echaron una bronca por algo que un loco había hecho en Ámsterdam. Dos muertos, aparentemente.
Pedro torció el gesto.
—He visto el informe.
—¿Ah, sí? Y, sin embargo, ha tardado tres días en aparecer. ¿Dónde ha estado, señor Alfonso?
—Ocupado.
—¿No lo estamos todos? La señora Chaves ya no tiene necesidad de hablar con usted, pero le diré que ha venido —Sam volvió a ponerse los cascos—. Ya sabe dónde está la salida.
Pedro esbozó una sonrisa. Entendía su enfado. Sí, debería haberla llamado. Estaba en un pueblo de Polonia cuando Sergio le pasó el primer mensaje. Había pensado llamarla y mentir sobre su paradero, pero no quería mentir. O llamar y contarle a la verdad, pero no sabía qué haría Paula con esa información y no podía arriesgarse.
Al fin y al cabo, ella era parte de la jefatura de los Servicios Secretos australianos y se habría visto obligada a pasar esa información, pero no podía contar algo que no sabía.
Paula tenía que saber que había estado protegiéndola.
Debía entender que Celik necesitaba irse de Ámterdam y cambiar de identidad. Que alguien tenía que organizarlo y que el mejor hombre para hacerlo era él.
Tenía que saberlo…
Y aunque tuviesen diferencias de opinión sobre cómo había llevado la operación, tendría que escucharlo al menos.
¿O no?
Por eso estaba paseando por la acera frente a su portal como un predicador sin público.
Unos minutos después la vio entrar en el aparcamiento y cuando salió y se dirigió hacia él supo que tendrían problemas.
Parecía mayor al atardecer, como si su propia luz se hubiera apagado en la semana que no se habían visto.
Solo había pasado una semana.
Muy bien, semana y media. Y había llegado allí en cuanto le fue posible.
Paula se detuvo delante de él y lo miró muy seria.
Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón, intentando no preocuparse demasiado.
—Tienes buen aspecto —dijo por fin—. Claro que siempre tienes buen aspecto.
—He venido en cuanto me ha sido posible.
—¿Sabes que Celik Antonov ha muerto?
—He oído de su supuesta muerte, pero no sé si lo creo —respondió Pedro, con cautela.
Y de inmediato vio cómo la poco luz que le quedaba desaparecía por completo.
—Intenté hablar contigo varias veces. ¿No recibiste mis mensajes?
—Los recibí con un par de días de retraso —respondió él.
Y era una verdad a medias.
—¿Por qué?
—Me deje el móvil en casa —al menos, era parte de la verdad. No sabía que Paula hubiera intentado ponerse en contacto con él desde el momento que se fue a Europa—. Debería haberte llamado antes, lo sé, pero no sabía con quién iba a hablar, con la mujer con la que mantengo una relación o con una de las directivas del Servicio.
—Algo que podríamos haber discutido si me hubieras devuelto las llamadas —replicó ella—. ¿Por qué no me has dado esa oportunidad? ¿Tan poco confías en mí?
—Estaba intentando protegerte.
—En ese caso, sigue así. Vete a casa, Pedro. O donde vayas cuando no quieres que te encuentren.
—Paula, por favor, escúchame.
—No quiero saber nada. Ni en relación con el caso que se acaba de cerrar ni en relación a nada más.
—Pero nosotros tenemos una relación—insistió él.
—No, una relación requiere cierta medida de confianza y respeto por parte del otro. Nos hemos acostado juntos, nada más.
—Ha sido algo más que eso.
Paula negó con la cabeza.
—Pensé que habías muerto.
—Yo no…
—Recibo un informe sobre la situación de Celik Antonov, te llamo para ver si tú sabes algo y no me devuelves la llamada. Dos días después me echan la bronca por algo de lo que no sé nada y tú sigues sin llamar. Luego recibo un informe sobre la muerte de Celik y un hombre sin identificar y… y tengo que hacer un esfuerzo ímprobo para no derrumbarme. Por fin, tengo que llamar a tu hermana y ella es quien me dice que ha hablado contigo. Elena sabía lo que yo estaba pensando, lo que estaba sufriendo… —su voz se rompió—. Eso fue hace dos días.
—Paula…
—No, por favor. Una llamada de teléfono, Pedro. Podrías haberme dicho que estabas en la Antártida y yo no te habría preguntado nada más, pero no llamaste. No confiaste en mí. ¿Cómo crees que eso me ha hecho sentir?
—Paula, vamos dentro —dijo Pedro—. Deja que te lo explique.
—No hay nada que explicar. No confías en mí, te fuiste sin decirme nada, sin tomar en consideración mis sentimientos.
—No volverá a pasar. No habrá otra situación como esta. Podemos hacerlo, Paula. Por favor, créeme, lo siento mucho.
—Yo también lo siento porque de verdad quería creer en nosotros. Pero no vas a despreciarme así, no vas a hacer que sienta que no importo nada.
Las lágrimas que rodaban por su rostro le rompieron el corazón.
—Paula, no…
—¡Vete, Pedro! No quiero escuchar nada más. Lo siento, esto se ha terminado.
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