jueves, 23 de julio de 2015
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 26
La casa parecía desierta. Los pasos de Paula resonaron en el suelo de mármol del vestíbulo. Pensó que tal vez Pedro le hubiera pedido a su tío que lo llevara a Roma.
Pero la puerta principal estaba abierta.
Subió al primer piso y oyó un ruido que le heló la sangre. Los gemidos procedían del dormitorio de Pedro. Ella corrió hacia allí, abrió la puerta y se quedó estupefacta ante lo que vio.
Él estaba sentado en el borde de la cama con el rostro entre las manos. Y lloraba lanzando sollozos que le sacudían todo el cuerpo.
Ella solo había visto una vez llorar a un hombre tan desconsoladamente. Su padre había aullado como un animal el día que sacaron a su hijo del pantano. Ella no supo qué hacer para consolarlo, y se había preguntado si su padre no desearía que hubiera sido ella, y no Simon, la que se hubiese ahogado.
Al casarse con Pedro, su falta de seguridad en sí misma no había facilitado la relación. Creía que no era lo bastante buena para él, como tampoco lo había sido para su padre.
No se había preguntado por qué su esposo no mostró emoción alguna al enterrar a Arianna porque estaba absorta en sus propios sentimientos.
–¿Qué te pasa, cariño? –susurró arrodillándose frente a él.
Él alzó la cabeza y la miró con los ojos enrojecidos.
–¿Paula? –al darse cuenta de que no se la había imaginado, su expresión se volvió aún más desolada–. ¿Qué haces aquí? Tienes que marcharte. Debes alejarte de mí y no volver.
Ella le acarició la mejilla húmeda, allí donde antes lo había abofeteado.
–¿Por qué quieres que me vaya?
–Porque… –gimió–. Porque temo hacerte daño.
–Solo me lo harías exigiéndome que me vaya. Cuando ayer me pediste que volviera a llevar el anillo de casada, creí que era porque querías que nuestro matrimonio funcionara. Al enterarme de que tu tío te había forzado a reconciliarte conmigo para que te nombrara presidente de AE, pensé que tú… que mis sentimientos no te importaban. Pero no es así, ¿verdad? Creo que te importan un poco.
En vez de responder, él se levantó y se metió en el cuarto de baño, del que salió unos segundos después secándose la cara con una toalla. Parecía haberse calmado, pero su pecho ascendía y descendía como si le costara trabajo respirar.
–Hay cosas que no sabes –afirmó con brusquedad–. Un secreto que he guardado desde los diecisiete años.
–Para que nuestro matrimonio tenga otra oportunidad no puede haber secretos entre nosotros.
–Si te cuento ese secreto, te garantizo que te marcharás y no querrás volver a oír el apellido Alfonso.
Durante unos segundos, Paula tuvo miedo de lo que le fuera a revelar en aquella casa llena de fantasmas. Fuera lo que fuera, era evidente que lo atormentaba y que llevaba toda su vida adulta cargando con ese peso.
–Creo que ambos debemos correr ese riesgo.
Él se mantuvo en silencio durante unos instantes y, después, lanzó un profundo suspiro.
–Muy bien.
Se acercó a la ventana que daba al patio y se quedó de espaldas a ella.
–Estoy convencido de que mi padre asesinó a su segunda esposa.
Paula sintió un escalofrío.
–Pero… yo creía que Franco quería a Lorena.
–La quería. Estaba obsesionado con ella y no soportaba que otro hombre la mirase.
–¿Ni siquiera tú?
Una vez más, Paula recordó las palabras de Diane Rivolli: «Era cruel el modo en que Lorena alentaba las esperanzas de Pedro y el modo de enfrentar al padre con el hijo».
Pedro suspiró.
–Yo tenía diecisiete años cuando mi padre se volvió a casar. Al regresar del internado me encontré con que tenía una madrastra que solo era unos años mayor que yo. La idea que tenía Lorena de lo que era vestirse para cenar era ponerse un pareo encima del bikini –prosiguió con ironía–. Flirteaba con todo lo que llevara pantalones. Para un adolescente con las hormonas descontroladas y sin experiencia sexual, constituía una suprema tentación.
–A tu padre no le gustaría que mostraras interés por su esposa.
–Odiaba que estuviera con ella. Mi padre y yo nos peleamos muchas veces, y también se pelearon Lorena y él.
Se quedó callado durante unos segundos, antes de continuar.
–Un día, mientras estaba en el patio, oí voces procedentes de lo alto de la torre. Mi padre y Lorena estaban discutiendo, como era habitual. Ella se burlaba de él por ser un viejo diciéndole que me deseaba más a mí que a él –Pedro hizo una mueca–. Yo, como el joven estúpido que era, me sentí halagado. Mi padre se puso furioso. Comenzó a gritar a Lorena y, entonces, vi que ella caía por la barandilla del balcón y que mi padre la seguía unos segundos después.
–¡Qué terrible tuvo que ser para ti presenciarlo!
–Fui el único testigo. En la investigación declaré que había visto caer a Lorena y que mi padre había intentado salvarla, pero que se inclinó demasiado y también cayó. El veredicto fue muerte accidental en ambos casos.
–Tu padre era un héroe que había muerto intentando salvar a su esposa.
–Fue lo que todos creyeron. Me convencí de que los hechos se habían desarrollado como había declarado porque había bloqueado buena parte de lo sucedido al no poder soportar recordarlo. Sentía que había algo que no encajaba en lo que había visto, pero no supe qué era hasta que comenzaron las pesadillas.
Volvió la cabeza y miró a Paula.
–Empezaron el fin de semana en que te llevé a Roma y nos hicimos amantes. Eras distinta a todas las mujeres que había conocido, hermosa e inocente, como descubrí cuando nos acostamos, y tremendamente sensual.
Lanzó un bufido de desprecio hacia sí mismo.
–No debí haberme alegrado de ser tu primer amante, pero me sentí como un rey.
Paula tragó saliva.
–Si es así, ¿por qué me dejaste plantada en cuanto volvimos a Londres? Me dijiste que nos habíamos divertido, pero que no querías comprometerte. Y te volviste a Roma
Pedro apartó la vista para no contemplar su expresión de dolor.
–Mientras estábamos en Roma tuve una pesadilla aterradora sobre lo sucedido a mi padre y a Lorena. Los vi en el balcón en lo alto de la torre, y mi padre extendía las manos hacia ella antes de que cayera, no después como había declarado en la investigación. Era la pieza del rompecabezas que me faltaba y que me había inquietado durante tanto tiempo. La pesadilla me mostró lo que mi mente consciente había reprimido. Mi padre no había tratado de salvar a Lorena, sino que la había empujado en un ataque de celos y, después, se había suicidado tirándose detrás de ella.
–¡Es horrible! –exclamó Paula–. Parece increíble.
–Ojalá lo fuera –afirmó él con gravedad–. Por desgracia, es cierto. En mis pesadillas siempre aparece la misma secuencia de hechos. Mi padre fue responsable de la muerte de mi madrastra.
Paula frunció el ceño.
–Si es cierto, tu padre hizo algo terrible. Pero ¿por qué empezaste a tener pesadillas al conocerme? ¿Me parezco a Lorena, te recuerdo a ella?
Se preguntó si por eso había atraído a Pedro al trabajar para él de secretaria.
–No, no te pareces a ella en absoluto.
–Entonces, ¿por qué fui el catalizador que te hizo recordar lo sucedido?
–Supongo que las pesadillas son un aviso del subconsciente –murmuró él.
Ella lo miró confundida.
–¿Un aviso de qué?
–De que puede que haya heredado de mi padre los celos que lo convirtieron en un asesino.
Ella trató de entender lo que le decía.
–¿Tienes miedo de enamorarte de alguien de la forma obsesiva en que tu padre amaba a Lorena?
Pedro lanzó un gemido.
–No de alguien, de ti, Paula. Te quiero. Por eso voy a divorciarme de ti.
A Paula, el corazón le dio un vuelco.
–¿Me quieres? –preguntó con voz débil–. Pero antes has reconocido que me pediste que volviéramos a estar juntos porque tu tío solo te nombraría presidente de AE si nos reconciliábamos.
–Tenía que conseguir que te marcharas porque es el único modo de asegurarme de que estarás a salvo. Estás mejor sin mí. No había previsto que volvieras.
Se apartó el cabello de la frente con mano temblorosa.
–Cuando, hace tres años, nos hicimos amantes en Roma, causaste en mí un efecto como ninguna otra mujer lo había hecho. La pesadilla que tuve entonces me aterrorizó porque no sabía si sería tan celoso como mi padre, así que di marcha atrás y puse fin a nuestra relación. Al contarme que estabas embarazada, me pareció que había intervenido la mano del destino. Me dije que era mi deber casarme contigo, pero, secretamente, me alegré de tener una excusa para que la relación continuara.
–Fuimos felices los primeros meses de nuestro matrimonio –le recordó Paula–. Pero todo cambió cuando vinimos aquí, a Casa Celeste.
–Las pesadillas comenzaron de nuevo, pero empeoraron, porque soñaba que éramos tú y yo quienes estábamos en lo alto de la torre y que te empujaba preso de un ataque de celos. Nunca he sido posesivo con una mujer, salvo contigo.
–Pensé que, si dejaba de amarte, estarías a salvo de mis celos. Pero después de que abortaras no supe cómo ayudarte. No podía culparte porque recurrieras a tus amigos en busca de apoyo, pero odiaba que prefirieras estar con ellos en vez de conmigo.
–Los celos son el peor de los venenos, Cuando me abandonaste y te fuiste de gira con las Stone Ladies, casi sentí alivio al saber que ya no era un peligro para ti. Tenías una nueva vida y una carrera llena de éxitos, y supuse que Ryan Fellows y tú erais amantes.
Pedro hizo una pausa. Sabía que tenía que ser totalmente sincero con Paula.
–Estaba furioso con mi tío por darme un ultimátum. Os había visto a ti y a Ryan en la televisión dando a entender que teníais una relación. Cuando te besé en la fiesta de Londres, mi intención era convencerte de que volvieras conmigo solo para que mi tío me nombrara presidente.
Paula se mordió los labios.
–¿Así que todo fue fingido?, ¿tu amabilidad, las rosas que me regalaste?
–Cuando el acosador te atacó, lo único en que pensé fue en protegerte. Te traje a Roma y me volviste a fascinar. Pero la noche que cenamos en la trattoria me obligó a reconocer que seguía constituyendo una amenaza para ti.
–Fue una velada preciosa –afirmó ella, sin entenderlo–. Me sentí a salvo del acosador por primera vez en muchos meses. Tú hiciste que me sintiera segura.
–El camarero del restaurante te sonrió y me dieron ganas de arrancarle la cabeza. Odio que otros hombres te miren.
–Y yo que te miren otras mujeres. Cuando te veía en las fotos en los periódicos con hermosas mujeres, me ponía enferma de celos. Es un sentimiento normal de los seres humanos –afirmó ella con suavidad.
–Mi padre mató a su esposa por celos. No irás a decirme que eso es un comportamiento normal.
Negó con la cabeza.
–He rechazado el puesto de presidente de AE y he dimitido del de consejero delegado. Le había pedido a mi tío que viniera aquí esta mañana para darle la noticia, pero tú hablaste primero con él, antes de que pudiera contarle mis planes.
–¿Cuáles son? La empresa te importa más que cualquier otra cosa. No puedo creerme que hayas dimitido.
–No tengo ni idea de lo que voy a hacer. Creía que si dejaba AE y Casa Celeste, si me alejaba de todo lo relacionado con mi padre, podríamos empezar de nuevo. Pero anoche tuve otra pesadilla. Me he dado cuenta de que no puedo esconderme del pasado ni cambiar el hecho de ser hijo de Franco Alfonso. He heredado sus celos, pero no quiero saber qué puedo llegar a hacer por su causa.
Miró el hermoso rostro de Paula y se imaginó el cuerpo destrozado de su madrastra al pie de la torre.
–¿No te das cuenta, Paula? No puedo arriesgarme a quererte. Por tu propia seguridad, déjame, vete y sigue viviendo.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 25
El coche deportivo era una poderosa bestia que necesitaba mano firme, por lo que Paula, mientras tomaba la estrecha carretera que la alejaba de Casa Celeste, se concentró en seguir viva.
Después de adelantar un carro tirado por un burro y pasarle rozando, salió de la carretera para dirigirse a un pueblecito.
Aparcó en la plaza central, que estaba desierta, ya que era mediodía y el sol estaba en su apogeo.
Lloró hasta dolerle el pecho.
¡Qué idiota había sido!
Había creído a Pedro cuando le dijo que no se había casado con ella por haberse quedado embarazada. Estaba furiosa.
Quería arrancarle el corazón como él le había arrancado el suyo. Quería que sufriera lo mismo que ella, pero Pedro no lo haría porque era de piedra.
La había utilizado para conseguir la presidencia de AE. La había seducido y hecho el amor, incluso le había pedido que volviera a lucir la alianza matrimonial… Todo mentira.
Se metió el puño en la boca para ahogar un grito de dolor.
Nunca le perdonaría el cruel engaño.
¿Por qué no había seguido con los trámites de divorcio, cuando él se lo había pedido, en vez de aferrarse a la estúpida esperanza de que tal vez la quisiera?
Su padre había querido a su hermano, pero no a ella, que lo había decepcionado. Era una sangrante ironía que el único hombre del que se había enamorado tampoco la quisiera.
Sacó un pañuelo del bolso y se secó los ojos.
¿Qué había esperado de Pedro? Él le había dicho que le resultaba difícil expresar sus emociones, pero, en realidad, lo único que le importaba en la empresa. Era ambicioso y despiadado.
Iba a volver a arrancar cuando recordó la rosaleda que había plantado en recuerdo de su hija. Había trabajado mucho para crear un lugar hermoso y tranquilo donde sentarse a recordar a la niña que no llegó a vivir, pero que ocupaba un lugar especial en su corazón.
Eso no era propio de un ser despiadado, reconoció ella.
Recordó también cómo la había protegido después del asalto del acosador, llegando incluso a contratar a un guardaespaldas contra la voluntad de ella.
Pero le interesaba protegerla para demostrar a su tío que se habían reconciliado. Ella solo había sido un peón de su ambición por dirigir AE.
Hacía mucho calor dentro del coche para pensar con claridad. Se bajó y lo cerró con llave. El lujoso coche de carreras destacaba en la plaza del pueblo, y un grupo de niños lo miraba fascinado.
Tal vez a todos los niños les gustaran los coches deportivos, pensó ella mientras se metía debajo de un roble para estar a la sombra. Recordó el cochecito de carreras que la madre de Pedro le había regalado y que él conservaba como si fuera una valiosa joya.
Su padre le había prohibido llorar la muerte de su madre.
¿Cómo iba a esperar ella que manifestara sus emociones cuando lo habían educado para ocultarlas?
Recordó su ternura cuando la había llevado en brazos al dormitorio la noche anterior. Las manos le temblaban al desnudarse, antes de abrazarla y besarla con tanta dulzura que a ella se le habían saltado las lágrimas.
Un hombre sin corazón, un hombre que no la quisiera no se comportaría así.
Sería una estúpida si volvía a Casa Celeste. Lo sensato era continuar hasta Roma y agarrar el primer vuelo a Londres para comenzar los trámites de divorcio. Pedro no se merecía otra oportunidad. Ni tampoco su amor.
Pero no podía desechar la imagen del niño frente a la tumba de su madre sin verter una lágrima ni tampoco olvidar la dulzura de los besos de Pedro.
Tenía que saber la verdadera razón de que se hubiera casado con ella. Él se lo debía.
Echó a correr hacia el coche resuelta a descubrir los secretos que, estaba segura, él seguía ocultando.
miércoles, 22 de julio de 2015
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 24
Paula se desperezó y sintió un agradable dolor en ciertos músculos. Le cosquilleaba todo el cuerpo, sobre todo los senos y entre las piernas. Se sonrojó al recordar las muchas maneras en que habían hecho el amor.
Se volvió hacia la almohada vacía y deseó haberse despertado en los brazos de Pedro. Pero era casi mediodía. Supuso que él la había dejado dormir para recuperarse de los excesos de la noche anterior.
La alianza matrimonial y el anillo de compromiso que Pedro le había puesto la hizo sonreír de felicidad. Se sintió llena de esperanza ante el futuro.
Oyó su voz procedente del estudio al bajar a la primera planta y dedujo que estaría hablando por teléfono. Se dirigió a la cocina para prepararse un café.
Vio a un hombre sentado a la mesa tomándose una taza de café. Reconoció a Alejandro, el tío de Pedro, al que había conocido el día de su boda.
Él se levantó y le tendió la mano.
–Paula, me alegro mucho de que te encuentres aquí con tu marido.
Sus palabras la sorprendieron. Vio que le miraba los anillos.
–Yo estoy contenta de estar aquí con él –murmuró mientras se servía una taza de café y se sentaba a la mesa.
–Así que os habéis reconciliado. La junta directiva de AE se alegrará de saber que ha acabado con su imagen de playboy y de que ahora aparezca en la prensa como un respetable hombre casado. Es increíble lo que se consigue con un poco de coerción.
Paula dejó la taza en el plato.
–¿De coerción? Creo que no te entiendo.
–Sí, presioné a mi sobrino para… ¿cómo se dice en inglés? Le di un empujoncito para animarlo a seguir casado. Creo que te he hecho un favor –Alejandro sonrió–. Le dije que solo le nombraría presidente de la empresa si se enmendaba y volvía con su esposa.
Ella sintió náuseas y tragó saliva.
–¿Cuándo fue eso?
–Me acuerdo de la fecha exacta: el quince de este mes, el día en que cumplí setenta años. Le dije que quería jubilarme y nombrar presidente a su primo Mauro, a no ser que me convenciera de que estaba dispuesto a seguir casado.
El dieciséis de junio se había celebrado la fiesta en Londres en la que habían actuado las Stone Ladies y en la que Pedro la había besado en público mientras bailaban.
Sin saber lo que hacía, Paula se tomó el café de un trago.
Pedro le había dicho que había cambiado de opinión y que quería que le diera una segunda oportunidad la noche después de que su tío le hubiera presentado el ultimátum.
¡Qué estúpida había sido!
Sintió que la abandonaban las fuerzas y la taza se le cayó sobre el plato.
–Es increíble –susurró.
Alejandro rio sin darse cuenta de lo que habían supuesto sus palabras.
–Sí, a mí también me resulta difícil creer que ya tengo setenta años. Estoy deseando dedicarme a jugar al golf, ahora que Pedro será el presidente.
Al darse cuenta de lo pálida que estaba, le preguntó con expresión preocupada:
–¿Te encuentras bien?
Ella se levantó tambaleándose.
–Tengo náuseas.
–Ah. ¿Un bebé, tal vez?
¡Por Dios! A Paula, el corazón le dejó de latir durante un segundo.
¡El destino no le jugaría la mala pasada de darle un hijo en aquel momento, cuando tenía pruebas del engaño de Pedro!
Salió corriendo de la cocina mientras pensaba que se había dejado las píldoras anticonceptivas en Londres cuando Pedro la había llevado directamente del hospital al aeropuerto para ir a Roma. Al tener relaciones sexuales se le había olvidado por completo que no estaba protegida.
Estaba cruzando el vestíbulo cuando la puerta del despacho se abrió y salió Pedro.
–Tesorino…
La sonrisa se le evaporó al contemplar la expresión adusta de Paula.
–¡No me llames así! –le espetó ella mientras observaba sus bellos rasgos y su poderoso cuerpo.
Sabía que lo amaría hasta la muerte, lo cual aumentó su ira.
–Quiero que me digas la verdad.
Él enarcó una ceja.
–Nunca te he mentido, Paula.
–¿No me pediste que diéramos a nuestra relación una segunda oportunidad para que tu tío te nombrara presidente de AE en vez de a tu primo?
La pregunta resonó en las paredes del vestíbulo y a él le pareció que el aire temblaba mientras ella esperaba una respuesta.
Revivió la pesadilla que había tenido. El sol que entraba por la ventana formaba un halo de luz dorada en torno a Paula.
Miró su hermoso rostro y, de repente, supo lo que debía hacer.
Se encogió de hombros.
–Mea culpa. Supongo que has hablado con mi tío, así que es inútil que lo niegue.
El suelo se abrió bajo los pies de Paula.
Quiso hacerle daño, que sufriera tanto como ella lo hacía en ese momento, y le dio una bofetada, dejándole los dedos marcados en la piel. Él aguantó el dolor sin rechistar.
Paula quiso morirse de vergüenza. Aborrecía la violencia física. Se odió por perder el control.
–¡Canalla! Supongo que me devolviste los anillos anoche porque sabías que Alejandro vendría hoy.
Recordó lo que le había dicho Diane Rivolli en la fiesta de los Bonucci: «Pedro haría lo que fuera para conseguir la presidencia de AE».
Paula se quitó el anillo de compromiso y la alianza matrimonial y se los tiró a Pedro.
–Puedes quedarte con ellos –dijo con voz ronca–. No los quiero. Tal vez en el futuro engañes a otra mujer haciéndola creer que tienes corazón en vez de una roca en el pecho. Dáselos a ella. Pero acabará por descubrir que, en el lugar que debiera estar tu corazón, solo hay un enorme vacío.
Los anillos rebotaron en el pecho de Pedro y cayeron al suelo. Ella se dio la vuelta y cruzó el vestíbulo a toda prisa.
Las llaves del coche estaban en la mesa, las agarró y se dirigió a la puerta principal.
–¡Paula, ten cuidado, por Dios! No estás acostumbrada a conducir un coche tan potente.
Mientras arrancaba, pensó con amargura que le preocupaba más el coche que ella. Al pisar el acelerador, el vehículo salió disparado.
Las lágrimas la ahogaban. Su matrimonio había sido una farsa desde el principio y había concluido para siempre.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 23
La secuencia de hechos le resultaba familiar. El sonido de voces gritando en lo alto de la torre. Miró hacia arriba y vio a su padre y a su madrastra. Lorena cayó gritando.
Después, sus gritos cesaron. Había mucha sangre. Se manchó las manos cuando se arrodilló a su lado y le dio la vuelta. Entonces, vio que no era Lorena, sino Paula, la que yacía sin vida en el suelo. Y de pronto se halló en el balcón de la torre tendiendo las manos hacia Paula.
Las tenía manchadas de sangre.
–¡No! ¡No!
Pedro se incorporó bruscamente en la cama jadeando. Se pasó una mano temblorosa por la frente y volvió la cabeza lentamente, casi asustado de lo que vería en la almohada.
Las primeras luces del alba se filtraban por las cortinas medio descorridas y jugaban con el cabello de Paula. Su rostro estaba sereno. No había sangre en él.
Había sido un sueño.
Se levantó con cuidado para no despertarla y se acercó a la ventana. El dormitorio daba al patio. Hacía mucho tiempo que las manchas de sangre bajo la torre habían desaparecido, pero no las imágenes de su cerebro.
La pesadilla, como todas las pesadillas, era una advertencia. ¿Y si se parecía a su padre? ¿Y si había heredado los monstruosos celos que lo habían convertido en un asesino?
Volvió a mirar a Paula, que dormía tranquilamente, sin saber el peligro que corría. Pero él sí lo sabía. Lo supo desde la noche en que se hicieron amantes.
Se quedó junto a la ventana durante mucho tiempo, perdido en pensamientos funestos. Paula se removió en el lecho, pero siguió durmiendo. No era de extrañar que estuviera cansada, ya que se habían pasado toda la noche haciendo el amor.
El sonido de un coche que entraba en el patio lo devolvió a la realidad. Su tío llegaba pronto a la cita. Volvió a mirar a Paula antes de salir. Su determinación aumentó.
Había llegado el momento de tomar las riendas de su futuro.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 22
La capilla privada en la que, durante siglos, se había bautizado y enterrado a los miembros de la familia Alfonso estaba algo apartada de la casa.
Paula siguió un camino que serpenteaba por la finca hasta divisar el antiguo edificio de piedra. El último día que había estado allí, el del funeral de Arianna, se sintió vacía y sola. Pedro estaba con ella, pero su falta de emoción al despedir a su hija la había dejado helada.
Al empujar la verja y caminar hacia la tumba de la niña, le sorprendió ver que había decenas de rosales plantados a su alrededor y que se había colocado un banco bajo las ramas de un joven sauce llorón.
Paula vio a un anciano jardinero podando un seto y se dirigió hacia él.
–Los rosales son preciosos. Debe de haberle costado mucho plantar tantos.
–No he sido yo. Los plantó el marqués para su niña. Viene a menudo. No entra en la casa. Se sienta ahí –el hombre indicó el banco con un gesto de la cabeza–. Hay mucha paz aquí.
Lo único que se oía era el canto de los pájaros y la brisa que movía las ramas del sauce. El jardinero se alejó y la dejó contemplando las rosas.
En la quietud del jardín le pareció que tintineaba una risa. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, durante unos segundos, creyó divisar una niña corriendo por el sendero.
–¡Arianna!
No había nadie allí. Llena de dolor, se sentó en el banco y lloró.
–Ya sabía que era un error venir.
Paula no se había dado cuenta de que Pedro la había seguido.
–Sabía que te resultaría muy doloroso –prosiguió él.
Se sentó en el banco y la abrazó sin añadir nada más. Se limitó a estrecharla en sus brazos y a acariciarla mientras ella lloraba.
Cuando se calmó,Paula alzó la cabeza y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
–No lloro solo por Arianna. Me apena no haber sabido cuánto te hizo sufrir su pérdida.
Indicó la rosaleda con un gesto de la mano.
–Has creado este hermoso lugar en memoria de nuestra hija, y yo no lo sabía. Parecías tan distante, tan contenido, tan carente de emoción… Te necesitaba. Ojalá hubiéramos podido llorarla juntos. Estaba enfadada contigo porque creía que no sentías el mismo dolor que yo. Incluso llegué a pensar que no querías haberla tenido. ¿Por qué no me dijiste que también estabas triste?
–No podía. No te lo puedo explicar.
–Inténtalo, por favor, porque quiero entenderlo –susurró ella.
Él apartó la vista de su rostro bañado en lágrimas y no dijo nada.
–Diane me dijo que no lloraste en el funeral de tu madre. No lo comprendo. Tenías ocho años y sé que la querías.
–Mi padre me dijo que no debía llorar, que llorar era una muestra de debilidad y que los varones de nuestra familia no eran débiles.
–Por eso tu padre no mostró emoción alguna ante la tumba de tu madre. Diane dijo… –Paula se interrumpió al ver que él fruncía el ceño.
–Diane habla demasiado.
Cuando Pedro había entrado en el jardín de la capilla y oyó que Paula lloraba, su instinto le indicó que la dejara llorar sola. Pero algo lo impulsó a acercársele.
«¿Vas a seguir huyendo eternamente?», le había preguntado ella.
Paula había conseguido que se examinara a sí mismo y se sintiera avergonzado. Desde niño, había creído que las emociones eran señal de debilidad. Pero ¿quién era el cobarde en aquel caso?, ¿la valiente Paula, que era sincera sobre sus sentimientos?, ¿o él, una persona adulta temerosa de las emociones que formaban parte de la vida?
–Diane no vio lo que yo.
Paula lo miró sorprendida.
–¿Qué viste?
Él negó con la cabeza y la agachó.
–Vi llorar a mi padre.
Volvía a tener ocho años, estaba frente a la puerta del despacho de Franco oyendo los terribles gemidos que procedían de la habitación.
–La noche del entierro de mi madre oí ruidos extraños procedentes de su despacho. Entré y vi a mi padre rodando por el suelo como si sufriera mucho. Lloraba de un modo que no había oído nunca. Yo solo era un niño, y me asusté.
Mi padre me había dicho que solo lloraban los hombres débiles. Alzó la vista, me vio y se encolerizó. Comenzó a gritarme que me fuera. Corrí hacia la puerta, pero me gritó: «Ahora ya sabes lo cruel que es el amor, cómo conduce al hombre a la desgracia y a la desesperación».
Seguía oyendo la voz de su progenitor.
Miró a Paula. La mezcla de horror y compasión que vio en sus ojos lo conmovió.
–Al día siguiente, mi padre volvió a comportarse con su frialdad habitual. Ninguno de los dos mencionó lo sucedido, pero percibí que estaba avergonzado de que lo hubiera visto en aquel estado. Me mandó a un internado, por lo que apenas lo veía. Pero su imagen sollozando y la certeza de que el amor lo había convertido a él, un hombre orgulloso, en una piltrafa, no se me olvidaron. Me asustaba el poder destructivo del amor. A los ocho años aprendí a no manifestar mis emociones.
–Pero querías a nuestro bebé –afirmó Paula en voz baja–. No pudiste llorar por Arianna, pero le plantaste este jardín.
Se levantó y paseó entre los rosales inclinándose a inhalar el delicado perfume de las flores. Tenía el corazón desgarrado.
La había conmovido profundamente que Pedro hubiera reconocido su incapacidad de manifestar emoción, pero la rosaleda era la prueba de que se había quedado tan destrozado como ella por la pérdida de su hija.
Él cortó un capullo de un rosal y se lo ofreció antes de tomarla en brazos.
–¿Qué haces? –preguntó ella conteniendo el aliento.
–Lo que debía haber hecho hace dos años: cuidarte, tesorino. Voy a prepararte un baño y a hacerte la cena.
La miró a los ojos y el corazón de Paula le dio un vuelco ante la promesa sensual que vio en los suyos.
–Y después voy a hacerte el amor.
–No puedes llevarme en brazos hasta la casa –murmuró ella.
Pero lo hizo, y la subió hasta el dormitorio de él. En el cuarto de baño llenó la bañera de agua, a la que añadió un puñado de sales.
Le desabotonó la blusa con suavidad, que dejó en una silla antes de quitarle la falda y la ropa interior. Le recogió el pelo detrás de la nuca y se lo sujetó.
–Eres hermosa. Desde el momento en que te vi supe que tendría problemas.
Se dio la vuelta para salir del baño, pero ella le tocó el brazo.
–Después de haber perdido al bebé, me enfadé cuando me pediste que hiciéramos el amor porque me pareció que era la prueba de que no te importaba.
Él negó con la cabeza.
–No sabía de qué otra forma acercarme a ti. La cama era el único sitio en que ambos comprendíamos las necesidades del otro a la perfección, y quería demostrarte lo que no te podía decir con palabras. Sabía que te había fallado, que querías más apoyo por mi parte, pero no podía resistir verte llorar. Cuando me rechazaste, me dije que me estaba bien empleado. Decidí esperar hasta que dieras señales de que me deseabas.
Paula se miró los pezones hinchados y sintió un deseo entre las piernas que solo podía saciar Pedro.
–Por si acaso no te has dado cuenta de las señales que te envía mi cuerpo, te deseo –dijo con voz suave.
Él suspiró. Parecía tan frágil y emocionalmente exhausta…
–Necesitas comer y descansar.
Ella se le acercó y le rozó los labios con los suyos.
–Te necesito a ti.
Por suerte, la bañera era grande. Se metieron juntos. Ella se sentó de espaldas a él, se echó hacia atrás para apoyarse en su pecho y se entregó al placer. No existía nada más que sus manos acariciándole los senos antes de seguir descendiendo por su cuerpo.
–Ten cuidado con dónde pones la pastilla de jabón –murmuró.
El rio y dejó el jabón para explorarla íntimamente con los dedos.
–Pedro… –ella trató de volverse para calmar el fuego que sentía entre los muslos.
–Esto es solo para ti, tesorino.
La agarró con fuerza para que no cambiara de postura y siguió usando los dedos mientras le acariciaba los senos con la otra mano hasta que la respiración de Paula se aceleró.
Sintió la tensión de los músculos femeninos y se mantuvo así unos segundos antes de introducirle los dedos profundamente y captar las frenéticas pulsaciones de su clímax.
Más tarde, la secó y le aplicó aceite oloroso por todo el cuerpo centrándose tanto en determinadas partes de su cuerpo que ella no pudo resistir el deseo de tenerlo en su interior.
Cuando consiguieron llegar al dormitorio, él la sentó en el borde de la cama, se puso entre sus piernas y se las abrió.
Después, le puso las manos bajo las nalgas para poseerla por completo.
Se miraron a los ojos y el tiempo se detuvo. Los de él solo expresaban un deseo que conmovió a Paula.
Seguía habiendo preguntas sin respuesta, pero él tenía razón al decir que al hacer el amor se entendían a la perfección.
No hubo necesidad de palabras.
Sus cuerpos se movieron al unísono y ella se arqueó para recibir cada embestida que la conducía cada vez más arriba.
Se dio cuenta de que Pedro se estaba conteniendo y se le saltaron las lágrimas por su infinito cuidado. La ternura era un elemento nuevo en el deseo de él, y ella lo quiso aún más por ello.
No hubo necesidad de palabras.
Ella le dijo con sus besos exactamente lo que quería de él.
Llegaron juntos al clímax y se lanzaron unidos a una gloriosa caída libre.
Mucho después, Pedro sintió hambre, por lo que bajó a la cocina a preparar la cena prometida a Paula. De camino a la villa, habían comprado los ingredientes para hacer una ensalada y unos filetes. La casa disponía de una buena bodega.
Él eligió una botella, agarró copas y cubiertos y puso la mesa en la terraza que daba al jardín. Cuando Paula se sentó a la mesa frente a él vio que había un estuche sobre el mantel. El solitario que le había regalado cuando ella le comunicó que estaba embarazada se hallaba al lado de la alianza matrimonial que ella se había quitado al marcharse de la casa de Grosvenor Square, dos años antes.
Alzó la cabeza y miró a Pedro en silencio.
–Querría que volvieras a llevar los dos anillos, Paula.
No adornó sus intenciones con frases bonitas ni dijo que la quería, pero ella tampoco lo esperaba.
Tal vez nunca llegara a ser capaz de manifestar sus sentimientos con palabras, pero ¿no le había manifestado al hacerle el amor con tierna pasión que creía que había algo especial entre ellos?
¿Era suficiente?
Ella se mordió el labio inferior.
–¿Y mi carrera?
–Espero que vaya a más. He escuchado el último disco de la Stone Ladies mientras preparaba la cena. Es evidente que todos los miembros del grupo tienen talento, pero tú sobre todo, cara. Tienes una voz excepcional.
Su talento lo había deslumbrado, Paula tenía un don para componer y cantar. Pero él no la había apoyado ni había entendido la importancia que tenía su carrera para ella.
Agarró la alianza matrimonial y notó que a ella le temblaba la mano al ponérsela.
–Vamos a comer. Creo que esta noche voy a necesitar muchas proteínas que me den fuerza y energía.
–Y que lo digas –afirmó ella–. Tienes que recuperar dos años.
El brillo seductor de los ojos masculinos hizo que ella temblara de anticipación. Su temblor aumentó cuando él dijo:
–Trataré de que quedes completamente satisfecha, tesorino.
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