jueves, 23 de julio de 2015
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 26
La casa parecía desierta. Los pasos de Paula resonaron en el suelo de mármol del vestíbulo. Pensó que tal vez Pedro le hubiera pedido a su tío que lo llevara a Roma.
Pero la puerta principal estaba abierta.
Subió al primer piso y oyó un ruido que le heló la sangre. Los gemidos procedían del dormitorio de Pedro. Ella corrió hacia allí, abrió la puerta y se quedó estupefacta ante lo que vio.
Él estaba sentado en el borde de la cama con el rostro entre las manos. Y lloraba lanzando sollozos que le sacudían todo el cuerpo.
Ella solo había visto una vez llorar a un hombre tan desconsoladamente. Su padre había aullado como un animal el día que sacaron a su hijo del pantano. Ella no supo qué hacer para consolarlo, y se había preguntado si su padre no desearía que hubiera sido ella, y no Simon, la que se hubiese ahogado.
Al casarse con Pedro, su falta de seguridad en sí misma no había facilitado la relación. Creía que no era lo bastante buena para él, como tampoco lo había sido para su padre.
No se había preguntado por qué su esposo no mostró emoción alguna al enterrar a Arianna porque estaba absorta en sus propios sentimientos.
–¿Qué te pasa, cariño? –susurró arrodillándose frente a él.
Él alzó la cabeza y la miró con los ojos enrojecidos.
–¿Paula? –al darse cuenta de que no se la había imaginado, su expresión se volvió aún más desolada–. ¿Qué haces aquí? Tienes que marcharte. Debes alejarte de mí y no volver.
Ella le acarició la mejilla húmeda, allí donde antes lo había abofeteado.
–¿Por qué quieres que me vaya?
–Porque… –gimió–. Porque temo hacerte daño.
–Solo me lo harías exigiéndome que me vaya. Cuando ayer me pediste que volviera a llevar el anillo de casada, creí que era porque querías que nuestro matrimonio funcionara. Al enterarme de que tu tío te había forzado a reconciliarte conmigo para que te nombrara presidente de AE, pensé que tú… que mis sentimientos no te importaban. Pero no es así, ¿verdad? Creo que te importan un poco.
En vez de responder, él se levantó y se metió en el cuarto de baño, del que salió unos segundos después secándose la cara con una toalla. Parecía haberse calmado, pero su pecho ascendía y descendía como si le costara trabajo respirar.
–Hay cosas que no sabes –afirmó con brusquedad–. Un secreto que he guardado desde los diecisiete años.
–Para que nuestro matrimonio tenga otra oportunidad no puede haber secretos entre nosotros.
–Si te cuento ese secreto, te garantizo que te marcharás y no querrás volver a oír el apellido Alfonso.
Durante unos segundos, Paula tuvo miedo de lo que le fuera a revelar en aquella casa llena de fantasmas. Fuera lo que fuera, era evidente que lo atormentaba y que llevaba toda su vida adulta cargando con ese peso.
–Creo que ambos debemos correr ese riesgo.
Él se mantuvo en silencio durante unos instantes y, después, lanzó un profundo suspiro.
–Muy bien.
Se acercó a la ventana que daba al patio y se quedó de espaldas a ella.
–Estoy convencido de que mi padre asesinó a su segunda esposa.
Paula sintió un escalofrío.
–Pero… yo creía que Franco quería a Lorena.
–La quería. Estaba obsesionado con ella y no soportaba que otro hombre la mirase.
–¿Ni siquiera tú?
Una vez más, Paula recordó las palabras de Diane Rivolli: «Era cruel el modo en que Lorena alentaba las esperanzas de Pedro y el modo de enfrentar al padre con el hijo».
Pedro suspiró.
–Yo tenía diecisiete años cuando mi padre se volvió a casar. Al regresar del internado me encontré con que tenía una madrastra que solo era unos años mayor que yo. La idea que tenía Lorena de lo que era vestirse para cenar era ponerse un pareo encima del bikini –prosiguió con ironía–. Flirteaba con todo lo que llevara pantalones. Para un adolescente con las hormonas descontroladas y sin experiencia sexual, constituía una suprema tentación.
–A tu padre no le gustaría que mostraras interés por su esposa.
–Odiaba que estuviera con ella. Mi padre y yo nos peleamos muchas veces, y también se pelearon Lorena y él.
Se quedó callado durante unos segundos, antes de continuar.
–Un día, mientras estaba en el patio, oí voces procedentes de lo alto de la torre. Mi padre y Lorena estaban discutiendo, como era habitual. Ella se burlaba de él por ser un viejo diciéndole que me deseaba más a mí que a él –Pedro hizo una mueca–. Yo, como el joven estúpido que era, me sentí halagado. Mi padre se puso furioso. Comenzó a gritar a Lorena y, entonces, vi que ella caía por la barandilla del balcón y que mi padre la seguía unos segundos después.
–¡Qué terrible tuvo que ser para ti presenciarlo!
–Fui el único testigo. En la investigación declaré que había visto caer a Lorena y que mi padre había intentado salvarla, pero que se inclinó demasiado y también cayó. El veredicto fue muerte accidental en ambos casos.
–Tu padre era un héroe que había muerto intentando salvar a su esposa.
–Fue lo que todos creyeron. Me convencí de que los hechos se habían desarrollado como había declarado porque había bloqueado buena parte de lo sucedido al no poder soportar recordarlo. Sentía que había algo que no encajaba en lo que había visto, pero no supe qué era hasta que comenzaron las pesadillas.
Volvió la cabeza y miró a Paula.
–Empezaron el fin de semana en que te llevé a Roma y nos hicimos amantes. Eras distinta a todas las mujeres que había conocido, hermosa e inocente, como descubrí cuando nos acostamos, y tremendamente sensual.
Lanzó un bufido de desprecio hacia sí mismo.
–No debí haberme alegrado de ser tu primer amante, pero me sentí como un rey.
Paula tragó saliva.
–Si es así, ¿por qué me dejaste plantada en cuanto volvimos a Londres? Me dijiste que nos habíamos divertido, pero que no querías comprometerte. Y te volviste a Roma
Pedro apartó la vista para no contemplar su expresión de dolor.
–Mientras estábamos en Roma tuve una pesadilla aterradora sobre lo sucedido a mi padre y a Lorena. Los vi en el balcón en lo alto de la torre, y mi padre extendía las manos hacia ella antes de que cayera, no después como había declarado en la investigación. Era la pieza del rompecabezas que me faltaba y que me había inquietado durante tanto tiempo. La pesadilla me mostró lo que mi mente consciente había reprimido. Mi padre no había tratado de salvar a Lorena, sino que la había empujado en un ataque de celos y, después, se había suicidado tirándose detrás de ella.
–¡Es horrible! –exclamó Paula–. Parece increíble.
–Ojalá lo fuera –afirmó él con gravedad–. Por desgracia, es cierto. En mis pesadillas siempre aparece la misma secuencia de hechos. Mi padre fue responsable de la muerte de mi madrastra.
Paula frunció el ceño.
–Si es cierto, tu padre hizo algo terrible. Pero ¿por qué empezaste a tener pesadillas al conocerme? ¿Me parezco a Lorena, te recuerdo a ella?
Se preguntó si por eso había atraído a Pedro al trabajar para él de secretaria.
–No, no te pareces a ella en absoluto.
–Entonces, ¿por qué fui el catalizador que te hizo recordar lo sucedido?
–Supongo que las pesadillas son un aviso del subconsciente –murmuró él.
Ella lo miró confundida.
–¿Un aviso de qué?
–De que puede que haya heredado de mi padre los celos que lo convirtieron en un asesino.
Ella trató de entender lo que le decía.
–¿Tienes miedo de enamorarte de alguien de la forma obsesiva en que tu padre amaba a Lorena?
Pedro lanzó un gemido.
–No de alguien, de ti, Paula. Te quiero. Por eso voy a divorciarme de ti.
A Paula, el corazón le dio un vuelco.
–¿Me quieres? –preguntó con voz débil–. Pero antes has reconocido que me pediste que volviéramos a estar juntos porque tu tío solo te nombraría presidente de AE si nos reconciliábamos.
–Tenía que conseguir que te marcharas porque es el único modo de asegurarme de que estarás a salvo. Estás mejor sin mí. No había previsto que volvieras.
Se apartó el cabello de la frente con mano temblorosa.
–Cuando, hace tres años, nos hicimos amantes en Roma, causaste en mí un efecto como ninguna otra mujer lo había hecho. La pesadilla que tuve entonces me aterrorizó porque no sabía si sería tan celoso como mi padre, así que di marcha atrás y puse fin a nuestra relación. Al contarme que estabas embarazada, me pareció que había intervenido la mano del destino. Me dije que era mi deber casarme contigo, pero, secretamente, me alegré de tener una excusa para que la relación continuara.
–Fuimos felices los primeros meses de nuestro matrimonio –le recordó Paula–. Pero todo cambió cuando vinimos aquí, a Casa Celeste.
–Las pesadillas comenzaron de nuevo, pero empeoraron, porque soñaba que éramos tú y yo quienes estábamos en lo alto de la torre y que te empujaba preso de un ataque de celos. Nunca he sido posesivo con una mujer, salvo contigo.
–Pensé que, si dejaba de amarte, estarías a salvo de mis celos. Pero después de que abortaras no supe cómo ayudarte. No podía culparte porque recurrieras a tus amigos en busca de apoyo, pero odiaba que prefirieras estar con ellos en vez de conmigo.
–Los celos son el peor de los venenos, Cuando me abandonaste y te fuiste de gira con las Stone Ladies, casi sentí alivio al saber que ya no era un peligro para ti. Tenías una nueva vida y una carrera llena de éxitos, y supuse que Ryan Fellows y tú erais amantes.
Pedro hizo una pausa. Sabía que tenía que ser totalmente sincero con Paula.
–Estaba furioso con mi tío por darme un ultimátum. Os había visto a ti y a Ryan en la televisión dando a entender que teníais una relación. Cuando te besé en la fiesta de Londres, mi intención era convencerte de que volvieras conmigo solo para que mi tío me nombrara presidente.
Paula se mordió los labios.
–¿Así que todo fue fingido?, ¿tu amabilidad, las rosas que me regalaste?
–Cuando el acosador te atacó, lo único en que pensé fue en protegerte. Te traje a Roma y me volviste a fascinar. Pero la noche que cenamos en la trattoria me obligó a reconocer que seguía constituyendo una amenaza para ti.
–Fue una velada preciosa –afirmó ella, sin entenderlo–. Me sentí a salvo del acosador por primera vez en muchos meses. Tú hiciste que me sintiera segura.
–El camarero del restaurante te sonrió y me dieron ganas de arrancarle la cabeza. Odio que otros hombres te miren.
–Y yo que te miren otras mujeres. Cuando te veía en las fotos en los periódicos con hermosas mujeres, me ponía enferma de celos. Es un sentimiento normal de los seres humanos –afirmó ella con suavidad.
–Mi padre mató a su esposa por celos. No irás a decirme que eso es un comportamiento normal.
Negó con la cabeza.
–He rechazado el puesto de presidente de AE y he dimitido del de consejero delegado. Le había pedido a mi tío que viniera aquí esta mañana para darle la noticia, pero tú hablaste primero con él, antes de que pudiera contarle mis planes.
–¿Cuáles son? La empresa te importa más que cualquier otra cosa. No puedo creerme que hayas dimitido.
–No tengo ni idea de lo que voy a hacer. Creía que si dejaba AE y Casa Celeste, si me alejaba de todo lo relacionado con mi padre, podríamos empezar de nuevo. Pero anoche tuve otra pesadilla. Me he dado cuenta de que no puedo esconderme del pasado ni cambiar el hecho de ser hijo de Franco Alfonso. He heredado sus celos, pero no quiero saber qué puedo llegar a hacer por su causa.
Miró el hermoso rostro de Paula y se imaginó el cuerpo destrozado de su madrastra al pie de la torre.
–¿No te das cuenta, Paula? No puedo arriesgarme a quererte. Por tu propia seguridad, déjame, vete y sigue viviendo.
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