jueves, 23 de julio de 2015
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 25
El coche deportivo era una poderosa bestia que necesitaba mano firme, por lo que Paula, mientras tomaba la estrecha carretera que la alejaba de Casa Celeste, se concentró en seguir viva.
Después de adelantar un carro tirado por un burro y pasarle rozando, salió de la carretera para dirigirse a un pueblecito.
Aparcó en la plaza central, que estaba desierta, ya que era mediodía y el sol estaba en su apogeo.
Lloró hasta dolerle el pecho.
¡Qué idiota había sido!
Había creído a Pedro cuando le dijo que no se había casado con ella por haberse quedado embarazada. Estaba furiosa.
Quería arrancarle el corazón como él le había arrancado el suyo. Quería que sufriera lo mismo que ella, pero Pedro no lo haría porque era de piedra.
La había utilizado para conseguir la presidencia de AE. La había seducido y hecho el amor, incluso le había pedido que volviera a lucir la alianza matrimonial… Todo mentira.
Se metió el puño en la boca para ahogar un grito de dolor.
Nunca le perdonaría el cruel engaño.
¿Por qué no había seguido con los trámites de divorcio, cuando él se lo había pedido, en vez de aferrarse a la estúpida esperanza de que tal vez la quisiera?
Su padre había querido a su hermano, pero no a ella, que lo había decepcionado. Era una sangrante ironía que el único hombre del que se había enamorado tampoco la quisiera.
Sacó un pañuelo del bolso y se secó los ojos.
¿Qué había esperado de Pedro? Él le había dicho que le resultaba difícil expresar sus emociones, pero, en realidad, lo único que le importaba en la empresa. Era ambicioso y despiadado.
Iba a volver a arrancar cuando recordó la rosaleda que había plantado en recuerdo de su hija. Había trabajado mucho para crear un lugar hermoso y tranquilo donde sentarse a recordar a la niña que no llegó a vivir, pero que ocupaba un lugar especial en su corazón.
Eso no era propio de un ser despiadado, reconoció ella.
Recordó también cómo la había protegido después del asalto del acosador, llegando incluso a contratar a un guardaespaldas contra la voluntad de ella.
Pero le interesaba protegerla para demostrar a su tío que se habían reconciliado. Ella solo había sido un peón de su ambición por dirigir AE.
Hacía mucho calor dentro del coche para pensar con claridad. Se bajó y lo cerró con llave. El lujoso coche de carreras destacaba en la plaza del pueblo, y un grupo de niños lo miraba fascinado.
Tal vez a todos los niños les gustaran los coches deportivos, pensó ella mientras se metía debajo de un roble para estar a la sombra. Recordó el cochecito de carreras que la madre de Pedro le había regalado y que él conservaba como si fuera una valiosa joya.
Su padre le había prohibido llorar la muerte de su madre.
¿Cómo iba a esperar ella que manifestara sus emociones cuando lo habían educado para ocultarlas?
Recordó su ternura cuando la había llevado en brazos al dormitorio la noche anterior. Las manos le temblaban al desnudarse, antes de abrazarla y besarla con tanta dulzura que a ella se le habían saltado las lágrimas.
Un hombre sin corazón, un hombre que no la quisiera no se comportaría así.
Sería una estúpida si volvía a Casa Celeste. Lo sensato era continuar hasta Roma y agarrar el primer vuelo a Londres para comenzar los trámites de divorcio. Pedro no se merecía otra oportunidad. Ni tampoco su amor.
Pero no podía desechar la imagen del niño frente a la tumba de su madre sin verter una lágrima ni tampoco olvidar la dulzura de los besos de Pedro.
Tenía que saber la verdadera razón de que se hubiera casado con ella. Él se lo debía.
Echó a correr hacia el coche resuelta a descubrir los secretos que, estaba segura, él seguía ocultando.
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