miércoles, 22 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 24





Paula se desperezó y sintió un agradable dolor en ciertos músculos. Le cosquilleaba todo el cuerpo, sobre todo los senos y entre las piernas. Se sonrojó al recordar las muchas maneras en que habían hecho el amor.


Se volvió hacia la almohada vacía y deseó haberse despertado en los brazos de Pedro. Pero era casi mediodía. Supuso que él la había dejado dormir para recuperarse de los excesos de la noche anterior.


La alianza matrimonial y el anillo de compromiso que Pedro le había puesto la hizo sonreír de felicidad. Se sintió llena de esperanza ante el futuro.


Oyó su voz procedente del estudio al bajar a la primera planta y dedujo que estaría hablando por teléfono. Se dirigió a la cocina para prepararse un café.


Vio a un hombre sentado a la mesa tomándose una taza de café. Reconoció a Alejandro, el tío de Pedro, al que había conocido el día de su boda.


Él se levantó y le tendió la mano.


–Paula, me alegro mucho de que te encuentres aquí con tu marido.


Sus palabras la sorprendieron. Vio que le miraba los anillos.


–Yo estoy contenta de estar aquí con él –murmuró mientras se servía una taza de café y se sentaba a la mesa.


–Así que os habéis reconciliado. La junta directiva de AE se alegrará de saber que ha acabado con su imagen de playboy y de que ahora aparezca en la prensa como un respetable hombre casado. Es increíble lo que se consigue con un poco de coerción.


Paula dejó la taza en el plato.


–¿De coerción? Creo que no te entiendo.


–Sí, presioné a mi sobrino para… ¿cómo se dice en inglés? Le di un empujoncito para animarlo a seguir casado. Creo que te he hecho un favor –Alejandro sonrió–. Le dije que solo le nombraría presidente de la empresa si se enmendaba y volvía con su esposa.


Ella sintió náuseas y tragó saliva.


–¿Cuándo fue eso?


–Me acuerdo de la fecha exacta: el quince de este mes, el día en que cumplí setenta años. Le dije que quería jubilarme y nombrar presidente a su primo Mauro, a no ser que me convenciera de que estaba dispuesto a seguir casado.


El dieciséis de junio se había celebrado la fiesta en Londres en la que habían actuado las Stone Ladies y en la que Pedro la había besado en público mientras bailaban.


Sin saber lo que hacía, Paula se tomó el café de un trago.


Pedro le había dicho que había cambiado de opinión y que quería que le diera una segunda oportunidad la noche después de que su tío le hubiera presentado el ultimátum.


¡Qué estúpida había sido!


Sintió que la abandonaban las fuerzas y la taza se le cayó sobre el plato.


–Es increíble –susurró.


Alejandro rio sin darse cuenta de lo que habían supuesto sus palabras.


–Sí, a mí también me resulta difícil creer que ya tengo setenta años. Estoy deseando dedicarme a jugar al golf, ahora que Pedro será el presidente.


Al darse cuenta de lo pálida que estaba, le preguntó con expresión preocupada:
–¿Te encuentras bien?


Ella se levantó tambaleándose.


–Tengo náuseas.


–Ah. ¿Un bebé, tal vez?


¡Por Dios! A Paula, el corazón le dejó de latir durante un segundo.


¡El destino no le jugaría la mala pasada de darle un hijo en aquel momento, cuando tenía pruebas del engaño de Pedro!


Salió corriendo de la cocina mientras pensaba que se había dejado las píldoras anticonceptivas en Londres cuando Pedro la había llevado directamente del hospital al aeropuerto para ir a Roma. Al tener relaciones sexuales se le había olvidado por completo que no estaba protegida.


Estaba cruzando el vestíbulo cuando la puerta del despacho se abrió y salió Pedro.


–Tesorino…


La sonrisa se le evaporó al contemplar la expresión adusta de Paula.


–¡No me llames así! –le espetó ella mientras observaba sus bellos rasgos y su poderoso cuerpo.


Sabía que lo amaría hasta la muerte, lo cual aumentó su ira.


–Quiero que me digas la verdad.


Él enarcó una ceja.


–Nunca te he mentido, Paula.


–¿No me pediste que diéramos a nuestra relación una segunda oportunidad para que tu tío te nombrara presidente de AE en vez de a tu primo?


La pregunta resonó en las paredes del vestíbulo y a él le pareció que el aire temblaba mientras ella esperaba una respuesta.


Revivió la pesadilla que había tenido. El sol que entraba por la ventana formaba un halo de luz dorada en torno a Paula. 


Miró su hermoso rostro y, de repente, supo lo que debía hacer.


Se encogió de hombros.


–Mea culpa. Supongo que has hablado con mi tío, así que es inútil que lo niegue.


El suelo se abrió bajo los pies de Paula.


Quiso hacerle daño, que sufriera tanto como ella lo hacía en ese momento, y le dio una bofetada, dejándole los dedos marcados en la piel. Él aguantó el dolor sin rechistar.


Paula quiso morirse de vergüenza. Aborrecía la violencia física. Se odió por perder el control.


–¡Canalla! Supongo que me devolviste los anillos anoche porque sabías que Alejandro vendría hoy.


Recordó lo que le había dicho Diane Rivolli en la fiesta de los Bonucci: «Pedro haría lo que fuera para conseguir la presidencia de AE».


Paula se quitó el anillo de compromiso y la alianza matrimonial y se los tiró a Pedro.


–Puedes quedarte con ellos –dijo con voz ronca–. No los quiero. Tal vez en el futuro engañes a otra mujer haciéndola creer que tienes corazón en vez de una roca en el pecho. Dáselos a ella. Pero acabará por descubrir que, en el lugar que debiera estar tu corazón, solo hay un enorme vacío.


Los anillos rebotaron en el pecho de Pedro y cayeron al suelo. Ella se dio la vuelta y cruzó el vestíbulo a toda prisa.


Las llaves del coche estaban en la mesa, las agarró y se dirigió a la puerta principal.


–¡Paula, ten cuidado, por Dios! No estás acostumbrada a conducir un coche tan potente.


Mientras arrancaba, pensó con amargura que le preocupaba más el coche que ella. Al pisar el acelerador, el vehículo salió disparado.


Las lágrimas la ahogaban. Su matrimonio había sido una farsa desde el principio y había concluido para siempre.






VOTOS DE AMOR: CAPITULO 23




La secuencia de hechos le resultaba familiar. El sonido de voces gritando en lo alto de la torre. Miró hacia arriba y vio a su padre y a su madrastra. Lorena cayó gritando.


Después, sus gritos cesaron. Había mucha sangre. Se manchó las manos cuando se arrodilló a su lado y le dio la vuelta. Entonces, vio que no era Lorena, sino Paula, la que yacía sin vida en el suelo. Y de pronto se halló en el balcón de la torre tendiendo las manos hacia Paula.


Las tenía manchadas de sangre.


–¡No! ¡No!


Pedro se incorporó bruscamente en la cama jadeando. Se pasó una mano temblorosa por la frente y volvió la cabeza lentamente, casi asustado de lo que vería en la almohada.


Las primeras luces del alba se filtraban por las cortinas medio descorridas y jugaban con el cabello de Paula. Su rostro estaba sereno. No había sangre en él.


Había sido un sueño.


Se levantó con cuidado para no despertarla y se acercó a la ventana. El dormitorio daba al patio. Hacía mucho tiempo que las manchas de sangre bajo la torre habían desaparecido, pero no las imágenes de su cerebro.


La pesadilla, como todas las pesadillas, era una advertencia. ¿Y si se parecía a su padre? ¿Y si había heredado los monstruosos celos que lo habían convertido en un asesino?


Volvió a mirar a Paula, que dormía tranquilamente, sin saber el peligro que corría. Pero él sí lo sabía. Lo supo desde la noche en que se hicieron amantes.


Se quedó junto a la ventana durante mucho tiempo, perdido en pensamientos funestos. Paula se removió en el lecho, pero siguió durmiendo. No era de extrañar que estuviera cansada, ya que se habían pasado toda la noche haciendo el amor.


El sonido de un coche que entraba en el patio lo devolvió a la realidad. Su tío llegaba pronto a la cita. Volvió a mirar a Paula antes de salir. Su determinación aumentó.


Había llegado el momento de tomar las riendas de su futuro.






VOTOS DE AMOR: CAPITULO 22





La capilla privada en la que, durante siglos, se había bautizado y enterrado a los miembros de la familia Alfonso estaba algo apartada de la casa.


Paula siguió un camino que serpenteaba por la finca hasta divisar el antiguo edificio de piedra. El último día que había estado allí, el del funeral de Arianna, se sintió vacía y sola. Pedro estaba con ella, pero su falta de emoción al despedir a su hija la había dejado helada.


Al empujar la verja y caminar hacia la tumba de la niña, le sorprendió ver que había decenas de rosales plantados a su alrededor y que se había colocado un banco bajo las ramas de un joven sauce llorón.


Paula vio a un anciano jardinero podando un seto y se dirigió hacia él.


–Los rosales son preciosos. Debe de haberle costado mucho plantar tantos.


–No he sido yo. Los plantó el marqués para su niña. Viene a menudo. No entra en la casa. Se sienta ahí –el hombre indicó el banco con un gesto de la cabeza–. Hay mucha paz aquí.


Lo único que se oía era el canto de los pájaros y la brisa que movía las ramas del sauce. El jardinero se alejó y la dejó contemplando las rosas.


En la quietud del jardín le pareció que tintineaba una risa. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, durante unos segundos, creyó divisar una niña corriendo por el sendero.


–¡Arianna!


No había nadie allí. Llena de dolor, se sentó en el banco y lloró.


–Ya sabía que era un error venir.


Paula no se había dado cuenta de que Pedro la había seguido.


–Sabía que te resultaría muy doloroso –prosiguió él.


Se sentó en el banco y la abrazó sin añadir nada más. Se limitó a estrecharla en sus brazos y a acariciarla mientras ella lloraba.


Cuando se calmó,Paula alzó la cabeza y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.


–No lloro solo por Arianna. Me apena no haber sabido cuánto te hizo sufrir su pérdida.


Indicó la rosaleda con un gesto de la mano.


–Has creado este hermoso lugar en memoria de nuestra hija, y yo no lo sabía. Parecías tan distante, tan contenido, tan carente de emoción… Te necesitaba. Ojalá hubiéramos podido llorarla juntos. Estaba enfadada contigo porque creía que no sentías el mismo dolor que yo. Incluso llegué a pensar que no querías haberla tenido. ¿Por qué no me dijiste que también estabas triste?


–No podía. No te lo puedo explicar.


–Inténtalo, por favor, porque quiero entenderlo –susurró ella.


Él apartó la vista de su rostro bañado en lágrimas y no dijo nada.


–Diane me dijo que no lloraste en el funeral de tu madre. No lo comprendo. Tenías ocho años y sé que la querías.


–Mi padre me dijo que no debía llorar, que llorar era una muestra de debilidad y que los varones de nuestra familia no eran débiles.


–Por eso tu padre no mostró emoción alguna ante la tumba de tu madre. Diane dijo… –Paula se interrumpió al ver que él fruncía el ceño.


–Diane habla demasiado.


Cuando Pedro había entrado en el jardín de la capilla y oyó que Paula lloraba, su instinto le indicó que la dejara llorar sola. Pero algo lo impulsó a acercársele.


«¿Vas a seguir huyendo eternamente?», le había preguntado ella.


Paula había conseguido que se examinara a sí mismo y se sintiera avergonzado. Desde niño, había creído que las emociones eran señal de debilidad. Pero ¿quién era el cobarde en aquel caso?, ¿la valiente Paula, que era sincera sobre sus sentimientos?, ¿o él, una persona adulta temerosa de las emociones que formaban parte de la vida?


–Diane no vio lo que yo.


Paula lo miró sorprendida.


–¿Qué viste?


Él negó con la cabeza y la agachó.


–Vi llorar a mi padre.


Volvía a tener ocho años, estaba frente a la puerta del despacho de Franco oyendo los terribles gemidos que procedían de la habitación.


–La noche del entierro de mi madre oí ruidos extraños procedentes de su despacho. Entré y vi a mi padre rodando por el suelo como si sufriera mucho. Lloraba de un modo que no había oído nunca. Yo solo era un niño, y me asusté.
Mi padre me había dicho que solo lloraban los hombres débiles. Alzó la vista, me vio y se encolerizó. Comenzó a gritarme que me fuera. Corrí hacia la puerta, pero me gritó: «Ahora ya sabes lo cruel que es el amor, cómo conduce al hombre a la desgracia y a la desesperación».


Seguía oyendo la voz de su progenitor.


Miró a Paula. La mezcla de horror y compasión que vio en sus ojos lo conmovió.


–Al día siguiente, mi padre volvió a comportarse con su frialdad habitual. Ninguno de los dos mencionó lo sucedido, pero percibí que estaba avergonzado de que lo hubiera visto en aquel estado. Me mandó a un internado, por lo que apenas lo veía. Pero su imagen sollozando y la certeza de que el amor lo había convertido a él, un hombre orgulloso, en una piltrafa, no se me olvidaron. Me asustaba el poder destructivo del amor. A los ocho años aprendí a no manifestar mis emociones.


–Pero querías a nuestro bebé –afirmó Paula en voz baja–. No pudiste llorar por Arianna, pero le plantaste este jardín.


Se levantó y paseó entre los rosales inclinándose a inhalar el delicado perfume de las flores. Tenía el corazón desgarrado. 


La había conmovido profundamente que Pedro hubiera reconocido su incapacidad de manifestar emoción, pero la rosaleda era la prueba de que se había quedado tan destrozado como ella por la pérdida de su hija.


Él cortó un capullo de un rosal y se lo ofreció antes de tomarla en brazos.


–¿Qué haces? –preguntó ella conteniendo el aliento.


–Lo que debía haber hecho hace dos años: cuidarte, tesorino. Voy a prepararte un baño y a hacerte la cena.


La miró a los ojos y el corazón de Paula le dio un vuelco ante la promesa sensual que vio en los suyos.


–Y después voy a hacerte el amor.


–No puedes llevarme en brazos hasta la casa –murmuró ella.


Pero lo hizo, y la subió hasta el dormitorio de él. En el cuarto de baño llenó la bañera de agua, a la que añadió un puñado de sales.


Le desabotonó la blusa con suavidad, que dejó en una silla antes de quitarle la falda y la ropa interior. Le recogió el pelo detrás de la nuca y se lo sujetó.


–Eres hermosa. Desde el momento en que te vi supe que tendría problemas.


Se dio la vuelta para salir del baño, pero ella le tocó el brazo.


–Después de haber perdido al bebé, me enfadé cuando me pediste que hiciéramos el amor porque me pareció que era la prueba de que no te importaba.


Él negó con la cabeza.


–No sabía de qué otra forma acercarme a ti. La cama era el único sitio en que ambos comprendíamos las necesidades del otro a la perfección, y quería demostrarte lo que no te podía decir con palabras. Sabía que te había fallado, que querías más apoyo por mi parte, pero no podía resistir verte llorar. Cuando me rechazaste, me dije que me estaba bien empleado. Decidí esperar hasta que dieras señales de que me deseabas.


Paula se miró los pezones hinchados y sintió un deseo entre las piernas que solo podía saciar Pedro.


–Por si acaso no te has dado cuenta de las señales que te envía mi cuerpo, te deseo –dijo con voz suave.


Él suspiró. Parecía tan frágil y emocionalmente exhausta…


–Necesitas comer y descansar.


Ella se le acercó y le rozó los labios con los suyos.


–Te necesito a ti.


Por suerte, la bañera era grande. Se metieron juntos. Ella se sentó de espaldas a él, se echó hacia atrás para apoyarse en su pecho y se entregó al placer. No existía nada más que sus manos acariciándole los senos antes de seguir descendiendo por su cuerpo.


–Ten cuidado con dónde pones la pastilla de jabón –murmuró.


El rio y dejó el jabón para explorarla íntimamente con los dedos.


Pedro… –ella trató de volverse para calmar el fuego que sentía entre los muslos.


–Esto es solo para ti, tesorino.


La agarró con fuerza para que no cambiara de postura y siguió usando los dedos mientras le acariciaba los senos con la otra mano hasta que la respiración de Paula se aceleró.


Sintió la tensión de los músculos femeninos y se mantuvo así unos segundos antes de introducirle los dedos profundamente y captar las frenéticas pulsaciones de su clímax.


Más tarde, la secó y le aplicó aceite oloroso por todo el cuerpo centrándose tanto en determinadas partes de su cuerpo que ella no pudo resistir el deseo de tenerlo en su interior.


Cuando consiguieron llegar al dormitorio, él la sentó en el borde de la cama, se puso entre sus piernas y se las abrió. 
Después, le puso las manos bajo las nalgas para poseerla por completo.


Se miraron a los ojos y el tiempo se detuvo. Los de él solo expresaban un deseo que conmovió a Paula.


Seguía habiendo preguntas sin respuesta, pero él tenía razón al decir que al hacer el amor se entendían a la perfección.


No hubo necesidad de palabras.


Sus cuerpos se movieron al unísono y ella se arqueó para recibir cada embestida que la conducía cada vez más arriba. 


Se dio cuenta de que Pedro se estaba conteniendo y se le saltaron las lágrimas por su infinito cuidado. La ternura era un elemento nuevo en el deseo de él, y ella lo quiso aún más por ello.


No hubo necesidad de palabras.


Ella le dijo con sus besos exactamente lo que quería de él. 


Llegaron juntos al clímax y se lanzaron unidos a una gloriosa caída libre.


Mucho después, Pedro sintió hambre, por lo que bajó a la cocina a preparar la cena prometida a Paula. De camino a la villa, habían comprado los ingredientes para hacer una ensalada y unos filetes. La casa disponía de una buena bodega.


Él eligió una botella, agarró copas y cubiertos y puso la mesa en la terraza que daba al jardín. Cuando Paula se sentó a la mesa frente a él vio que había un estuche sobre el mantel. El solitario que le había regalado cuando ella le comunicó que estaba embarazada se hallaba al lado de la alianza matrimonial que ella se había quitado al marcharse de la casa de Grosvenor Square, dos años antes.


Alzó la cabeza y miró a Pedro en silencio.


–Querría que volvieras a llevar los dos anillos, Paula.


No adornó sus intenciones con frases bonitas ni dijo que la quería, pero ella tampoco lo esperaba.


Tal vez nunca llegara a ser capaz de manifestar sus sentimientos con palabras, pero ¿no le había manifestado al hacerle el amor con tierna pasión que creía que había algo especial entre ellos?


¿Era suficiente?


Ella se mordió el labio inferior.


–¿Y mi carrera?


–Espero que vaya a más. He escuchado el último disco de la Stone Ladies mientras preparaba la cena. Es evidente que todos los miembros del grupo tienen talento, pero tú sobre todo, cara. Tienes una voz excepcional.


Su talento lo había deslumbrado, Paula tenía un don para componer y cantar. Pero él no la había apoyado ni había entendido la importancia que tenía su carrera para ella.


Agarró la alianza matrimonial y notó que a ella le temblaba la mano al ponérsela.


–Vamos a comer. Creo que esta noche voy a necesitar muchas proteínas que me den fuerza y energía.


–Y que lo digas –afirmó ella–. Tienes que recuperar dos años.


El brillo seductor de los ojos masculinos hizo que ella temblara de anticipación. Su temblor aumentó cuando él dijo:
–Trataré de que quedes completamente satisfecha, tesorino.






martes, 21 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 21





Pedro decidió de pronto que tenía que hacer varias llamadas urgentes y se pasó la tarde en el despacho, por lo que no salieron hacia Casa Celeste hasta media tarde.


Durante el viaje, él no estuvo muy comunicativo y, cuando cruzaron la verja de la propiedad, se aferró con fuerza al volante.


Paula pensó que la sugerencia de Diane Rivolli de que le preguntara sobre el accidente no era tan fácil de llevar a cabo como parecía. La expresión adusta de Pedro no la invitaba a hurgar en el pasado, pero estaba convencida de que no tendrían futuro si no hallaba la llave que diera salida a sus emociones.


Se detuvieron frente a la casa. Diane tenía razón al afirmar que más parecía un museo que un hogar, pensó Paula, mientras pasaba por delante de la fila de retratos de los antepasados de Pedro.


Eso mismo había pensado ella la primera vez que estuvo allí. Las sábanas que cubrían los muebles añadían a esa impresión la de ser una casa llena de fantasmas.


Paula se estremeció.


Allí había sido donde había abortado. Una noche, después de cenar, comenzó a vomitar. El médico al que Pedro había llamado creyó que algo le había sentado mal, pero su estado empeoró y, cuando comenzó a perder sangre, la llevaron al hospital a toda prisa, pero no pudieron hacer nada para salvar al bebé.


Tragándose las lágrimas salió al patio que había en la parte de atrás y halló a Pedro sentado en un muro bajo que rodeaba una fuente ornamental.


–¿Por qué no me has contado que tu padre y su segunda esposa murieron en esta casa?


Él le dirigió una mirada escrutadora.


–Supongo que Diane se ha ido de la lengua. Seguro que te ha llenado la cabeza de cuentos escabrosos.


–Diane no me ha contado nada, salvo que se mataron en un accidente del que fuiste testigo.


El frío brillo de los ojos de Pedro le indicó que no quería hablar del tema, pero ella estaba resuelta a resolver los problemas que habían obstaculizado su matrimonio.


–¿Qué pasó?


–¿Estás segura de querer saberlo? Ten cuidado, porque hay secretos que es mejor no revelar.


Ella no supo qué responder. Él se encogió de hombros y miró hacia la alta torre adyacente a la casa. Habló desprovisto de toda emoción.


–Mi padre y mi madrastra se mataron al caer del balcón de la torre. Murieron en el acto.


Ella, horrorizada, ahogó un grito.


–¿Lo viste?


–Sí, y no fue muy bonito, como ya te imaginarás.


Su tono era tan natural como si estuviera hablando del tiempo.


Paula se había quedado sin palabras, aturdida no solo por haber sabido lo del mortal accidente, sino también por la falta de sentimientos de Pedro.


–¡Qué terrible que fueras testigo! Seguro que después tendrías pesadillas…


Le tembló la voz al recordar que lo había oído gritar por la noche en su primera visita a Casa Celeste. No era de extrañar que sus sueños fueran espeluznantes si en ellos revivía el horror de ver morir a su padre y a su madrastra.


–Debieras habérmelo contado.


Estaba dolida porque no le hubiera confiado aquel acontecimiento traumático que tenía que haberle afectado mucho y que posiblemente siguiera haciéndolo.


–Al menos hubiera entendido por qué no te gusta venir aquí. Diane me dijo que estabas enamorado de Lorena.


La reacción de Pedro fue explosiva. Se levantó de un salto.


–A esa mujer habría que cortarle la lengua. No sabe nada y no tiene derecho a difamarme.


Se había puesto pálido y le temblaban las manos. Era la primera vez que Paula lo veía tan alterado. Tenía los dientes apretados y los ojos le brillaban de ira.


–Ya te había avisado que el pasado está muerto y enterrado.


Pedro


Lo observo mientras salía por una puerta del muro del patio al bosque que rodeaba la casa. Su violenta reacción al mencionar a la joven esposa de su padre indicaba que había estado enamorado de ella.


De pronto, Paula deseó haber seguido su consejo y no haber ido a Casa Celeste. Había un ambiente extraño en el patio donde Franco y Lorena habían muerto. El sol, que se escondía en el horizonte, proyectaba sombras alargadas en la casa.


A pesar del aire cálido del atardecer, se estremeció y se apresuró a entrar en la casa.


Pero no halló consuelo en las frías y elegantes estancias. Casa Celeste era imponente, y se preguntó si alguna vez había sido un hogar para Pedro.


Descargó el coche y llevó la comida que habían traído a la cocina, donde preparó una ensalada, de la que se obligó a comer un poco. Dejó el resto en la nevera para Pedro, para cuando volviera.


No había regresado cuando ella hizo la cama del dormitorio principal, antes de elegir una de las habitaciones de invitados para sí misma. Evitó aquella en la que se había alojado dos años antes, en su desastrosa visita.


Lo que le había contado Pedro sobre la tragedia que había presenciado explicaba en cierto modo por qué no le gustaba la casa, pero seguía habiendo muchas cosas de él que no entendía. Y seguía sin saber si Pedro sentía algo por ella.


Estaba profundamente dormida cuando él entró en su habitación, mucho después. No lo oyó, ni tampoco supo que estuvo observándola mucho tiempo mientras dormía. Su expresión era grave, casi torturada.


Cuando ella abrió los ojos, el sol iluminaba la habitación. Inmediatamente lo vio sentado en un sillón al lado de la ventana.


–Tienes muy mal aspecto –afirmó al observar su rostro demacrado y sin afeitar–. ¿Has dormido algo?


En vez de responder, él dijo con aspereza:
–Volvamos a Roma. Esta casa está maldita.


Ella asintió lentamente.


–Comprendo que lo creas. Pero nuestra hija está aquí. No me iré hasta haber visitado su tumba.







VOTOS DE AMOR: CAPITULO 20




La casa está cerrada. Solo hay un portero y un jardinero, ya que voy allí muy raramente. No sé por qué quieres ir a Casa Celeste.


–Ya te he dicho que quiero ir a la tumba de Arianna –respondió Paula sosteniendo la mirada de Pedro, sin dejarse intimidar por su expresión de impaciencia–. No necesito sirvientes. Puedo hacerme la cama y cocinar yo sola.


Él frunció el ceño. Estaban desayunando plácidamente el sábado por la mañana cuando ella había expresado su deseo de ir al lago Albano.


–No veo por qué…


–Tu falta de comprensión dice mucho. Es evidente que te has olvidado de nuestra hija, pero yo no, ni quiero hacerlo. Me gustaría pasar un rato en la capilla en la que está enterrada.


La noche anterior, al volver de la fiesta, ella había intentado que le hablara del pasado, sobre todo del accidente de su padre y su madrastra. Él se había negado y la había distraído abrazándola y susurrándole lo que le haría cuando la desnudara.


Resistirse sería inútil, le había dicho.


Pero ella no tenía intención alguna de hacerlo, y en cuanto empezó a besarla se olvidó de que quería hablar con él.


Al hacer el amor la noche anterior se había sentido más cerca de Pedro que nunca y, al despertarse esa mañana en sus brazos, era optimista sobre la posibilidad de un futuro compartido. Pero su deseo de ir a Casa Celeste había creado tensión entre ambos.


–No es buena idea hurgar en el pasado –apuntó él con dureza.


–Así es como tú te enfrentas a las cosas, ¿verdad? Finges que no han sucedido y te niegas a hablar de ellas. ¿Vas a seguir huyendo eternamente? Yo he aceptado lo que sucedió, pero nuestra hija siempre tendrá un lugar especial en mi corazón. Iré a Casa Celeste contigo o sin ti.


Pedro apretó los dientes. No sabía cómo manejar a aquella Paula tan segura de sí misma que no temía discutir con él.


–Ahora no puedo dejar de ir al despacho. No quiero que vayas sola porque el acosador sigue suponiendo una amenaza. Podría haber descubierto que estás en Roma.


–La policía inglesa lo ha detenido y está recibiendo atención psiquiátrica. Me llamaron ayer para decírmelo, e iba a contártelo cuando volvieras de trabajar, pero… –se sonrojó al recordar la escena de la ducha–… nos distrajimos.


–Por así decirlo –murmuró él mientras se ponía en pie, la levantaba del taburete y la abrazaba de modo que sus pelvis se tocaran–. ¿Por qué no volvemos a la cama y nos distraemos un poco más?


Comenzó a besarla en la clavícula y a desabotonarle la blusa. Paula pensó que debiera haberse puesto el sujetador al tiempo que gemía cuando le acarició con los pulgares los pezones, que instantáneamente se le endurecieron.


Durante la semana, cuando él se iba corriendo a trabajar, ella había deseado que se quedara en la cama y le hiciera el amor, pero en aquel momento resistió la tentación que suponían sus manos y su boca.


Eran una táctica de distracción, pero ella se negó a echarse atrás en su resolución de ir a Casa Celeste.


Era verdad que quería visitar la tumba de su hija, pero en aquella casa había secretos que necesitaba desvelar para comprender a su enigmático esposo.


–Ya sé a qué juegas, Pedro.


Se escurrió de entre sus brazos y se abotonó la blusa.


–Pero no te va a servir de nada. O vienes conmigo a Casa Celeste o me voy sola antes de tomar el próximo vuelo para Inglaterra.


Él la miró enfadado.


–Me estás chantajeando.


La obstinación de Paula lo había puesto furioso.


–Estoy tentado de tumbarte en mis rodillas y darte unos azotes. Pero si lo hiciera, te garantizo que no saldríamos del dormitorio en una semana.