martes, 21 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 21





Pedro decidió de pronto que tenía que hacer varias llamadas urgentes y se pasó la tarde en el despacho, por lo que no salieron hacia Casa Celeste hasta media tarde.


Durante el viaje, él no estuvo muy comunicativo y, cuando cruzaron la verja de la propiedad, se aferró con fuerza al volante.


Paula pensó que la sugerencia de Diane Rivolli de que le preguntara sobre el accidente no era tan fácil de llevar a cabo como parecía. La expresión adusta de Pedro no la invitaba a hurgar en el pasado, pero estaba convencida de que no tendrían futuro si no hallaba la llave que diera salida a sus emociones.


Se detuvieron frente a la casa. Diane tenía razón al afirmar que más parecía un museo que un hogar, pensó Paula, mientras pasaba por delante de la fila de retratos de los antepasados de Pedro.


Eso mismo había pensado ella la primera vez que estuvo allí. Las sábanas que cubrían los muebles añadían a esa impresión la de ser una casa llena de fantasmas.


Paula se estremeció.


Allí había sido donde había abortado. Una noche, después de cenar, comenzó a vomitar. El médico al que Pedro había llamado creyó que algo le había sentado mal, pero su estado empeoró y, cuando comenzó a perder sangre, la llevaron al hospital a toda prisa, pero no pudieron hacer nada para salvar al bebé.


Tragándose las lágrimas salió al patio que había en la parte de atrás y halló a Pedro sentado en un muro bajo que rodeaba una fuente ornamental.


–¿Por qué no me has contado que tu padre y su segunda esposa murieron en esta casa?


Él le dirigió una mirada escrutadora.


–Supongo que Diane se ha ido de la lengua. Seguro que te ha llenado la cabeza de cuentos escabrosos.


–Diane no me ha contado nada, salvo que se mataron en un accidente del que fuiste testigo.


El frío brillo de los ojos de Pedro le indicó que no quería hablar del tema, pero ella estaba resuelta a resolver los problemas que habían obstaculizado su matrimonio.


–¿Qué pasó?


–¿Estás segura de querer saberlo? Ten cuidado, porque hay secretos que es mejor no revelar.


Ella no supo qué responder. Él se encogió de hombros y miró hacia la alta torre adyacente a la casa. Habló desprovisto de toda emoción.


–Mi padre y mi madrastra se mataron al caer del balcón de la torre. Murieron en el acto.


Ella, horrorizada, ahogó un grito.


–¿Lo viste?


–Sí, y no fue muy bonito, como ya te imaginarás.


Su tono era tan natural como si estuviera hablando del tiempo.


Paula se había quedado sin palabras, aturdida no solo por haber sabido lo del mortal accidente, sino también por la falta de sentimientos de Pedro.


–¡Qué terrible que fueras testigo! Seguro que después tendrías pesadillas…


Le tembló la voz al recordar que lo había oído gritar por la noche en su primera visita a Casa Celeste. No era de extrañar que sus sueños fueran espeluznantes si en ellos revivía el horror de ver morir a su padre y a su madrastra.


–Debieras habérmelo contado.


Estaba dolida porque no le hubiera confiado aquel acontecimiento traumático que tenía que haberle afectado mucho y que posiblemente siguiera haciéndolo.


–Al menos hubiera entendido por qué no te gusta venir aquí. Diane me dijo que estabas enamorado de Lorena.


La reacción de Pedro fue explosiva. Se levantó de un salto.


–A esa mujer habría que cortarle la lengua. No sabe nada y no tiene derecho a difamarme.


Se había puesto pálido y le temblaban las manos. Era la primera vez que Paula lo veía tan alterado. Tenía los dientes apretados y los ojos le brillaban de ira.


–Ya te había avisado que el pasado está muerto y enterrado.


Pedro


Lo observo mientras salía por una puerta del muro del patio al bosque que rodeaba la casa. Su violenta reacción al mencionar a la joven esposa de su padre indicaba que había estado enamorado de ella.


De pronto, Paula deseó haber seguido su consejo y no haber ido a Casa Celeste. Había un ambiente extraño en el patio donde Franco y Lorena habían muerto. El sol, que se escondía en el horizonte, proyectaba sombras alargadas en la casa.


A pesar del aire cálido del atardecer, se estremeció y se apresuró a entrar en la casa.


Pero no halló consuelo en las frías y elegantes estancias. Casa Celeste era imponente, y se preguntó si alguna vez había sido un hogar para Pedro.


Descargó el coche y llevó la comida que habían traído a la cocina, donde preparó una ensalada, de la que se obligó a comer un poco. Dejó el resto en la nevera para Pedro, para cuando volviera.


No había regresado cuando ella hizo la cama del dormitorio principal, antes de elegir una de las habitaciones de invitados para sí misma. Evitó aquella en la que se había alojado dos años antes, en su desastrosa visita.


Lo que le había contado Pedro sobre la tragedia que había presenciado explicaba en cierto modo por qué no le gustaba la casa, pero seguía habiendo muchas cosas de él que no entendía. Y seguía sin saber si Pedro sentía algo por ella.


Estaba profundamente dormida cuando él entró en su habitación, mucho después. No lo oyó, ni tampoco supo que estuvo observándola mucho tiempo mientras dormía. Su expresión era grave, casi torturada.


Cuando ella abrió los ojos, el sol iluminaba la habitación. Inmediatamente lo vio sentado en un sillón al lado de la ventana.


–Tienes muy mal aspecto –afirmó al observar su rostro demacrado y sin afeitar–. ¿Has dormido algo?


En vez de responder, él dijo con aspereza:
–Volvamos a Roma. Esta casa está maldita.


Ella asintió lentamente.


–Comprendo que lo creas. Pero nuestra hija está aquí. No me iré hasta haber visitado su tumba.







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