domingo, 19 de julio de 2015
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 14
Veinticuatro horas después del ataque, el médico del hospital al que la habían llevado en ambulancia explicó a Paula que, después de una conmoción cerebral, era normal que le doliera la cabeza.
–Ha pasado la noche aquí en observación. Si se le nubla la vista o comienza a vomitar, debe volver al hospital. Solo estuvo inconsciente unos minutos, por lo que no debiera haber lesiones.
Paula asintió e hizo una mueca de dolor por haber movido la cabeza. De todos modos, había salido bien parada. Los cardenales de los brazos, las costillas y la sien desaparecerían, y el personal médico le había asegurado que la sensación de náusea y las ganas de llorar eran consecuencia del shock.
–Es increíble que te haya sucedido algo tan terrible –dijo Carla por décima vez–. Menos mal que el nuevo portero vio por el circuito cerrado de televisión que te estaban atacando y corrió a rescatarte. Debieras haberme contado lo del acosador.
–No quería preocuparte.
Benja y Carla se habían apresurado a ir al hospital en cuanto supieron lo que había pasado. Jones, el mánager de las Stone Ladies, y otros amigos habían ido a verla. Ryan la había llamado por teléfono al enterarse, pero ella consiguió que no suspendieran las vacaciones y volvieran a Londres.
Se sentía agradecida por el interés de todos, aunque deseaba estar sola y tranquila.
Cerró los ojos, pero el sonido de una voz familiar hizo que los volviera a abrir. Se le contrajo el estómago al ver a Pedro en la puerta. Durante unos segundos pareció que solo existían ellos dos en el universo, unidos por una fuerza imposible de describir.
–¡Por Dios, Paula!
A ella la alarmó su aspecto demacrado. Llevaba la chaqueta arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta.
–¿No estabas en Nueva York?
–Tomé el avión de vuelta en cuanto me llamó Carla.
Paula lanzó una mirada de reproche a su amiga.
–No hacía falta que… –Pedro la interrumpió.
–Claro que hacía falta. Soy tu esposo y, por tanto, tu familiar más próximo.
No le dijo que, al enterarse del ataque, el corazón le había dejado de latir durante lo que le pareció una eternidad.
Entró en la habitación, se acercó a la cama. Paula tragó saliva mientras él le acariciaba suavemente con un dedo la frente inflamada.
–Menos mal que Bill apareció antes de que te hiciera más daño.
–¿Cómo sabes el nombre de mi portero?
–Bill Judd es un guardia de seguridad. Como no me dejaste que te pusiera un guardaespaldas, encargué a Bill que vigilara tu casa por si volvía el acosador. No sabía que habías aprendido a conducir durante nuestra separación, por lo que Bill no esperaba que bajaras al garaje. Por suerte, llegó antes de que el acosador te metiera en la camioneta, pero no con la suficiente rapidez para evitar que te hiciera daño.
Paula percibió un tono extraño en su voz, como si se esforzara por reprimir la emoción. Pensó que se lo estaba imaginando, ya que sabía que su esposo no se dejaba dominar por ella.
–¿Tienes el pasaporte aquí?
Ella lo miró perpleja.
–Lo tengo en el bolso. Siempre lo llevo conmigo.
–Muy bien, porque así no tendremos que pasar por tu casa de camino al aeropuerto.
–Un momento. ¿Para qué necesito el pasaporte?
–Mi jet está repostando para llevarnos a Roma –Pedro le lanzó una mirada fiera cuando ella abrió la boca para protestar–. No te molestes en discutir, cara. El acosador huyó, y ahora sabemos que está trastornado y que es peligroso.
–¿Crees que volverá a atacar a Pau? –preguntó Carla.
–¿Cómo consiguió escapar? –preguntó Paula con voz temblorosa–. Antes de perder el conocimiento vi que el portero, o lo que fuera, lo agarraba.
–Llevaba un cuchillo. Se lo clavó a Bill en la mano y huyó. Bill avisó inmediatamente a la policía, que encontró la camioneta abandonada cerca de tu casa. Por desgracia, todavía no lo han encontrado, aunque saben que se llama David Archibald. Lo han identificado gracias a la grabación del circuito cerrado de televisión. Era conserje de las oficinas del mánager de las Stone Ladies. Supongo que miraría los archivos personales y los registros informáticos cuando los trabajadores se marcharan, y así supo tu número de teléfono y dónde vivías. Ese hombre tiene un historial de conducta psicótica, y la policía cree que supone una amenaza para tu seguridad.
–Pau, debes irte con Pedro hasta que la policía lo detenga –afirmó Carla con rotundidad.
–No te preocupes. Cuidaré de ella –la tranquilizó Pedro.
Después de hacer que Paula les prometiera que aceptaría la ayuda de Pedro, Benja y Carla se marcharon.
–No hay motivo alguno para que me vaya a Italia contigo –dijo Paula en cuanto se hubieron quedado solos–. Es sensato que no vuelva a mi casa hasta que la policía encuentre al acosador, pero ¿por qué no puedo quedarme en la casa de Grosvenor Square?
–Willmer está de vacaciones y yo tengo que ir a la oficina central de AE para supervisar un nuevo proyecto. En Roma, conmigo, estarás a salvo.
Ella hizo una mueca.
–No eres responsable de mí. Además, tengo que estar aquí para trabajar.
–He hablado con tu mánager. Habéis acabado de grabar las canciones del nuevo álbum y el siguiente concierto no lo dais hasta septiembre. En este caso, soy responsable de ti, Paula.
Pedro apretó los dientes.
–Me siento responsable del ataque. El acosador comenzó a comportarse de forma agresiva después de ver en la prensa las fotos en que nos besábamos. Eso, unido a que publicaban que eras mi esposa, fue suficiente para sacarlo de sus casillas.
Se inclinó hacia a ella y la agarró de la barbilla.
–Nunca me perdonaré el haberte puesto en peligro. Si es necesario, te sacaré en brazos de aquí y te subiré al avión.
Sus ojos brillaron al contemplar la palidez del rostro de Paula y el color cárdeno de la frente magullada.
Había leído el informe médico. Podía haber sido peor. Se estremeció al pensar lo que habría pasado si el acosador la hubiera secuestrado.
–No te resistas, tesorino –murmuró.
A ella le dolía todo y se sentía como si hubiera participado en un combate de boxeo. No tenía energía física ni mental para enfrentarse a Pedro, sobre todo cuando su rostro se hallaba tan cerca del suyo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Él ahogó un gemido antes de besarla en los labios.
Después del terror que había experimentado al ser atacada, la sensación de seguridad que sintió en los brazos de Pedro debilitó su resistencia, por lo que se limitó a abrir la boca ante la suave presión de la de él y se entregó al placer del beso.
El recuerdo de la ternura de ese beso permaneció en Paula de camino al aeropuerto. Había tomado analgésicos para el dolor de cabeza y, cuando el avión hubo despegado, se recostó en el asiento y cerró los ojos. Unos segundos después, los abrió porque Pedro le había desabrochado el cinturón y la había tomado en brazos.
Lo miró un poco atontada, a causa del efecto de los analgésicos.
–¿Qué haces?
–Llevarte a la cama –dijo él mientras la llevaba a la parte trasera del avión, donde estaba el dormitorio, provisto de una cama de matrimonio.
–¡De ningún modo! He accedido a ir a Roma contigo, eso es todo.
Lo fulminó con la mirada cuando él la tumbó en la cama, pero su traicionero corazón se aceleró al ver que él se quitaba los zapatos y se echaba a su lado. Se incorporó para sentarse y lanzó un gemido de dolor.
–Tranquilízate –dijo él mientras la empujaba con suavidad para que volviera a tumbarse–. Llevo treinta y seis horas sin dormir. Cuando Carla me llamó para decirme lo que te había ocurrido, me preocupé mucho.
No podía describirle la mezcla de temor por su bienestar y de furia contra su atacante que había experimentado, por no hablar de la ira hacia sí mismo por ser la posible causa desencadenante del ataque al haber besado a Paula en público.
–Estoy molido. Cuando te haga el amor, quiero estar bien despierto y lleno de energía.
Paula frunció el ceño.
–¿No querrás decir «si te hago el amor» en vez de «cuando te haga el amor»?
Él enarcó una ceja.
–Ambos sabemos que podría tener sexo satisfactorio contigo en cualquier momento que lo desee. Pero estoy dispuesto a esperar a que reconozcas que soy el único hombre que te fascina.
El enfado de Paula le dio energía suficiente para agarrar una almohada y golpearlo con ella.
–¡Tienes un ego enorme!
Él se echó a reír mientras le quitaba la almohada y tiraba de Paula hasta colocarle la cabeza sobre su pecho. La abrazó y la atrajo hacia sí.
–No es lo único enorme que tengo –susurró con malicia.
A su pesar, Paula esbozó una sonrisa. Recordó que al principio de su matrimonio, él la hacía reír. Se divertían juntos.
¿Qué les había pasado?
Todo había comenzado a torcerse en Casa Celeste, cuando su encantador marido se había vuelto un desconocido.
La casa que Pedro tenía en Roma era un ático en el centro de la ciudad con vistas a la Piazza Navona y sus famosas fuentes.
Paula había estado allí por primera vez cuando él la invitó a pasar el fin de semana. Al llegar al ático se había sentido abrumada por el lujo que reinaba en él, pero aún más la había abrumado Pedro. Había sido encantador, y le había quitado la timidez al tiempo que la desnudaba para después hacerla perder la virginidad.
Mientras recorría el ático, Paula sintió pena por la niña inocente que había sido tres años antes, la que se había enamorado como una tonta de su amante italiano.
¡Qué ingenua había sido al creer que él la correspondería!
La triste realidad era que había sido una más para él hasta que se enteró de que estaba embarazada, motivo que lo había obligado a casarse con ella. Pero Paula nunca se había sentido a gusto con el título de marquesa Alfonso. Se sentía una impostora entre sus amigos aristócratas.
Pedro la condujo a una de las habitaciones de invitados, en vez de a su dormitorio, lo cual supuso un alivio para ella, que no quería poner a prueba su burlona afirmación de que podía llevársela a la cama cuando quisiera.
–Conservo la ropa que dejaste hace dos años –afirmó él mientras abría un armario donde colgaban elegantes vestido de diseño que ella había llevado cuando tenía que acompañarlo a actos sociales.
Paula solo tenía consigo la bolsa de viaje que se había llevado a casa de Ryan y la ropa que llevaba puesta cuando sufrió el ataque.
Observó el jarrón con rosas amarillas que había en el tocador.
–Le pedí al ama de llaves que las pusiera ahí. Sé que son tus preferidas.
–Lo recuerdas –murmuró ella sintiendo unas enormes ganas de llorar–. Son preciosas. Gracias.
Él hizo una mueca.
–Tal vez no debiera haberlo hecho, ya que te desagrada aceptar todo lo que provenga de mí. Supongo que acabarán en el cubo de la basura.
A ella le sorprendió la amargura de su voz.
–¿A qué te refieres?
–Al marcharte, dejaste todo lo que te había comprado, incluso el collar de diamantes que te había regalado por tu cumpleaños.
Paula recordó que él se lo había puesto la noche de su cumpleaños, cuando estaban a punto de dar una cena para uno de los socios de Pedro. Este le había dicho que los diamantes eran los mejores del mercado, y ella se preguntó si le había regalado el collar para demostrar su riqueza.
–Costaba miles de libras y no me sentía a gusto llevando algo tan valioso.
–¿Por qué no eres sincera y dices que no querías el collar ni el resto de las joyas y la ropa que te había regalado porque, aunque te gustaba mucho recibir regalos de cumpleaños de tus amigos, detestabas todo lo que procediera de mí? Me has acusado de ser distante, pero cuando trataba de acercarme a ti me rechazabas.
–No quería regalos. Quería…
Paula se calló, frustrada por no poder hacerle entender que no le interesaba lo material. Lo que ella deseaba era que él se abriera a ella y le comunicara lo que pensaba y sentía.
–Quería que te interesaras por mí como persona –murmuró–. Quería que nuestro matrimonio fuera una unión entre iguales, pero parecía que pensabas que, si me hacías
regalos caros, me contentaría y no desearía nada más, como ver a mis amigos o desarrollar mi carrera musical.
Había que hacer todo como tú querías, Pedro. Mis sueños y esperanzas no contaban. Me recordabas a mi padre. Mi madre era una pianista maravillosa y le ofrecieron la posibilidad de tocar profesionalmente en una orquesta, pero mi padre la convenció de que no era lo bastante buena, que debía seguir siendo profesora de piano y no dejar el trabajo por un sueño estúpido.
–En nuestro caso, no había necesidad de que trabajaras. Yo te proporcionaba todo lo necesario –afirmó él con sequedad.
Paula respiró hondo tratando de controlar la ira.
–Eso demuestra lo poco que me entendías. No quería que me mantuvieras. Era, es importante para mí trabajar y ganarme la vida, ser independiente.
–Tus deseos de independencia no fueron una ayuda para nuestro matrimonio.
–Reconozco que me sentía incómoda cuando me hacías regalos caros. Me parecía que me dabas limosna, que era como la Cenicienta: la secretaria sin un duro que había conseguido un esposo multimillonario.
Paula se mordió el labio inferior.
–Cuando anunciamos nuestro compromiso, Julieta, tu secretaria, comentó delante de mucha gente en la oficina que yo era una cazafortunas y que me había quedado embarazada aposta para que te casaras conmigo.
–¿Y qué te importaba lo que dijera mi secretaria? Sabías de sobra que había sido culpa mía que te quedaras encinta. Me habías dicho que no tomabas la píldora. Usar un método anticonceptivo era responsabilidad mía, pero no fui todo lo cuidadoso que debiera haber sido.
Paula recordó la vez en que habían hecho el amor en la ducha. El deseo de ambos había sido tan incontrolable como un fuego arrasador, y ella solo recordó que no habían usado protección cuando vio la línea azul en la prueba de embarazo.
–¿Qué te importaba lo que pensaran los demás de nuestra relación? –insistió él.
–Julieta tenía razón al decir que te casabas conmigo porque esperaba un hijo. Pero me sentí humillada al oírlo. Durante la mayor parte de mi infancia, mi padre estuvo desempleado. No por culpa suya, sino porque tuvo un accidente en la mina. Así que la familia sobrevivía con su subsidio de desempleo. Mi madre ganaba poco dando clases de piano, por lo que mis padres tenían que esforzarse para llegar a fin de mes.
Paula suspiró.
–En la escuela, los niños son crueles. Los hijos de familias adineradas nos llamaban «parásitos» de los que dependíamos de los servicios sociales. Yo me avergonzaba mucho, y cuando acabé la escuela me juré que trabajaría y que sería independiente. Supongo que era cuestión de orgullo, pero estaba decidida a no aceptar nada de nadie.
–¿Ni siquiera regalos de tu esposo? Me gustaba comprarte cosas porque pensaba que te causarían placer. Pero, en lugar de eso, los recibías como un insulto.
–No quería que creyeras que me había casado contigo por tu dinero. No formaba parte de tu mundo.
–Aunque fuera eso lo que creyeras, no era lo que pensaba yo.
Pedro frunció el ceño tratando de asimilar lo que ella le acababa de contar. Era evidente que su infancia y la situación económica de su familia la habían afectado mucho, pero él no se había percatado de que fuera tan sensible a la opinión ajena sobre las razones de su matrimonio. Paula no formaba parte del grupo de mujeres que había conocido que
iba detrás de su dinero.
–¿Qué tal va el dolor de cabeza?
–Se me ha pasado. Las dos horas que he dormido en el avión me han sentado de maravilla.
–Si te apetece, podemos salir a cenar.
Se dirigió a la puerta y se volvió a mirarla desde el umbral.
–Nunca pensé que te hubieras casado conmigo por mi dinero, Paula. Y, a pesar de lo que te dije cuando viniste a verme en Londres hace unas semanas, no me casé contigo solo porque estuvieras embarazada.
Paula se quedó tan perpleja que no supo qué responderle. Y se preguntó si se atrevería a creer lo que le había dicho.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 13
Al llegar en coche a su casa, Paula saludó al nuevo portero, al que había conocido dos días antes cuando Ryan la había acompañado a recoger el correo. El portero le dijo que se llamaba Bill y que era un militar jubilado que había sido campeón de boxeo de su regimiento.
Una rampa conducía al garaje que había bajo el edificio.
Aparcó en su plaza, se bajó del coche y abrió el maletero para agarrar la bolsa de viaje que se había llevado a casa de Ryan
Al otro lado del aparcamiento se encendió un motor. Paula vio por el rabillo del ojo una camioneta blanca que se dirigía hacia ella, pero no le prestó atención. Cerró el maletero y se dio la vuelta para dirigirse al ascensor.
La camioneta le bloqueaba el paso. El conductor se bajó de un salto.
–¡Tú! –gritó ella.
David no respondió. La miró con expresión enloquecida y, por fin, habló con voz amenazadora.
–Tienes que venir conmigo,Paula.
Paula vio que la puerta trasera de la camioneta estaba abierta y que había un rollo de cuerda en su interior. El miedo la paralizó, pero, cuando David la agarró por los brazos, reaccionó instintivamente y le dio una patada en la espinilla. Él gritó, pero la agarró con más fuerza, jadeando.
–Serás mía eternamente. La muerte nos unirá para siempre.
–¡Suéltame!
Paula luchó con todas sus fuerzas mientras él trataba de introducirla en la camioneta. No había nadie en el garaje que pudiera ayudarla.
David la empujó con violencia hacia el interior del vehículo.
Estaba aterrorizada.
Impulsada por la desesperación, se defendió como una fiera dándole patadas hasta que consiguió que la soltara entre juramentos. Él comenzó a pegarle.
Paula oyó pasos y una voz masculina que gritaba.
Los golpes del acosador cesaron y apareció la imponente figura de Bill, el portero.
–¡Suelta a la señorita!
Dando un rugido de furia, David intentó lanzarla dentro de la camioneta. La cabeza de Paula chocó contra el borde de la puerta con tanta fuerza que perdió el conocimiento.
sábado, 18 de julio de 2015
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 12
–¡Paula! –la voz aguda de David temblaba de furia–. He leído en la prensa que estás casada. Pero eres mía, Pau. No debieras haber permitido que otro hombre te pusiera las manos encima. Me has traicionado y debes pagar por ello, zorra…
Paula pulsó con dedos temblorosos la tecla para finalizar la llamada mientras el acosador le lanzaba una retahíla de obscenidades. Era la primera vez que la amenazaba de verdad, pero la policía seguía sin dar con él y no podía hacer nada para ayudarla.
Paula se sentía acosada y cada vez más preocupada. A pesar de que había cambiado de nuevo el número del móvil, David lo había vuelto a averiguar.
El día después de la cena de solidaridad habían aparecido en la prensa fotos de Pedro y ella besándose en la pista de baile, y las columnas de cotilleo se explayaban sobre el hecho de que estaban casados y especulaban sobre el estado de su relación.
Las llamadas de David se habían reanudado y eran cada vez más amenazadoras.
–¿Estás segura de que estarás bien mientras Emilia y yo nos vamos al Caribe? –le preguntó Ryan acercándose a ella, que estaba sentada en el jardín de la casa de su amigo–. Puedes quedarte hasta que la policía atrape al chiflado que te persigue. ¿Te ha vuelto a llamar? A Emilia no le importaría que pospusiéramos el viaje.
–No me ha vuelto a llamar –mintió ella–. Y no quiero que cambiéis de planes.
Ryan la observó preocupado.
–No me gusta la idea de que vuelvas a tu casa. Preferiría que fueras a la de Carla y Benja.
–Tendría que contarles lo del acosador. No quiero molestarlos.
Le sonó el móvil y se sobresaltó. Miró la pantalla y suspiró aliviada al reconocer el número, al tiempo que se le aceleraba el pulso.
–¿Se ha puesto en contacto contigo el acosador desde que hablamos ayer? –le preguntó Pedro sin más preámbulos y sin responder a su pregunta sobre el tiempo que hacía en Nueva York–. Supongo que le habrás dicho a la policía que ha averiguado tu nuevo número y que te ha llamado varias veces esta semana.
–Les he informado de las llamadas.
–¿Te ha llamado hoy?
No podía decirle la verdad con Ryan escuchando la conversación, ya que sabía que cancelaría sus vacaciones.
–No, hoy no. Igual se ha cansado de jugar –afirmó con despreocupación fingida.
–No creo que esté jugando –dijo Pedro con sequedad–. Deberías dejarme contratar a un guardaespaldas para protegerte mientras ese hombre suponga una amenaza.
–No exageres. No quiero llevar guardaespaldas.
Él, irritado, lanzó un suspiro.
–Sé que no quieres aceptar mi ayuda, pero, en este caso, tu empeño en ser independiente es ridículo.
Paula estaba al borde de un ataque de nervios después de la llamada de David, por lo que montó en cólera.
–No soy una niña, sé cuidarme. No tienes que preocuparte. Voy a visitar a mi madre en Derbyshire. Creo que se siente sola al haber perdido a mi padre. Tal vez el acosador pierda interés al no estar yo en Londres.
Al darse cuenta de que podría pasarse todo el día discutiendo con Pedro, añadió con rapidez:
–Tengo que colgar. Espero que todo vaya bien por allí –afirmó en tono conciliador antes de finalizar la llamada.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 11
En cuanto abrió los ojos, Paula recordó lo sucedido la noche anterior.
Era increíble, pero había dormido como un tronco, sin soñar con el acosador.
Se dio la vuelta en la cama y entrecerró los ojos porque el sol entraba por la ventana, lo cual la extrañó, ya que recordaba haber corrido las cortinas.
–Siento haberte despertado –dijo Pedro desde la puerta.
Ella se sobresaltó al ver que se acercaba a la cama con una taza de té que dejó en la mesilla.
Paula pensó que era injusto que, incluso después de haber dormido en el sofá, pareciera recién salido de una revista de moda, con su traje gris claro hecho a medida, su cara camisa blanca y la corbata azul, que hacía juego con sus ojos.
–No importa. Ya es hora de que me levante –el reloj indicaba que eran las nueve y media–. No suelo dormir hasta tan tarde.
Él se encogió de hombros.
–Tuviste una noche agitada.
Ella pensó que se refería a la pasión que se había desatado entre ambos cuando la había besado. Pero él se había negado a poseerla y a aceptar lo que le ofrecía. Por eso se quedó sorprendida por lo que dijo a continuación.
–Tengo que ir a Nueva York hoy. Lo habría anulado, pero ha surgido un problema que requiere mi presencia. Quiero que vengas conmigo. El acosador anda suelto y la policía no tiene muchas pistas sobre su paradero. Creo que no debieras quedarte sola hasta que lo encuentren.
Se sentó en el borde de la cama y su proximidad aumentó las pulsaciones de Paula. Contuvo el aliento cuando él agarró un mechón de cabello y se lo enrolló en el dedo.
–Mi preocupación por tu seguridad no es la única razón de que quiera que me acompañes a Estados Unidos –murmuró–. ¿Y si volvemos a empezar, Paula? Cuando acabe lo que tengo que hacer en Nueva York, podríamos pasar unos días allí para volver a conocernos.
Su atractiva sonrisa estuvo a punto de ser la perdición de Paula. Una parte de ella deseaba con desesperación aceptar su propuesta, pero se dio cuenta de que no le sonreía con los ojos, y, bajo su encantadora apariencia, lo notaba reservado.
Aquel cambio inesperado sobre su matrimonio levantó sus sospechas.
–¿Por qué? –le preguntó con frialdad.
A él le sorprendió la pregunta. Era evidente que la nueva Paula ya no estaba loca por él como cuando se casaron.
Para convencerla de que se reconciliaran tendría que ser más abierto con ella.
–Reconozco que muchos de los problemas que nos llevaron a separarnos se debieron a que no quería hablar de mis sentimientos, especialmente sobre los referentes a la pérdida de la niña. Me educaron para ocultar mis emociones, y ese hábito se prolongó durante mi vida adulta.
–Tu actitud hacia mí cambio cuando perdí al bebé –afirmó ella con voz ronca–. No entendía por qué. Al principio éramos felices. Pasábamos mucho tiempo juntos, y no solo en la cama
Lanzó un suspiro antes de proseguir.
–Perder al bebé me dejó destrozada. Pero las cosas habían cambiado, tú habías cambiado antes del aborto. En Italia, cuando estábamos en Casa Celeste, de pronto dejaste de ser el hombre con el que me había casado.
Recordó la lujosa villa a orillas del lago Albano. Casa Celeste llevaba cuatrocientos años en manos de la familia Alfonso pero Pedro prefería vivir en un piso moderno en el centro de Roma o, cuando estaba en Londres, en la casa de Grosvenor Square.
Cuando Paula visitó por primera vez Casa Celeste se quedó anonadada: parecía un museo. Pedro le explicó que su padre había sido un ávido coleccionista de arte y antigüedades.
Al preguntarle sobre su padre, Pedro apretó los labios, lo cual hizo pensar a Paula que su relación no había sido buena.
–Tuve la sensación, cuando estábamos en la villa, de que creías que nuestro matrimonio había sido un error. Yo no encajaba en tu sofisticado estilo de vida, no era una mujer que figuraba en sociedad como aquellas a las que estabas acostumbrado. Me parecía que te avergonzabas de mí.
Él la miró con genuina sorpresa.
–Eso es ridículo.
–¿En serio? Entonces, explícame por qué te volviste un desconocido en ese viaje, alguien frío y distante.
Él frunció el ceño.
–Eso fue producto de tu imaginación.
–Dormiste en otra habitación, en el otro extremo de la casa.
–Me fui a otro dormitorio porque te sentías incómoda por lo avanzado de tu embarazo y tenías mucho calor si compartíamos la cama.
Paula no lo creyó, ya que recordaba lo bien que funcionaba el aire acondicionado de la villa. Entonces, la única razón que se le ocurrió de que él hubiera insistido en que durmieran en habitaciones separadas fue que había dejado de resultarle atractiva a causa de su embarazo. A ella le encantaba su vientre redondo, pero, al poner la mano de Pedro en él la primera vez para que sintiera al bebé moverse, él se había puesto tenso y la había retirado.
Esa reacción la había sorprendido porque, unos días antes de ir a Italia, él la había acompañado a hacerse una ecografía y los rasgos se le habían dulcificado al ver a su hija en la pantalla. Estaba perfectamente formada y sana, y el corazón le latía con fuerza. No había razón alguna para que el embarazo no siguiera adelante, ninguna señal de lo que sucedería días después de llegar a Casa Celeste.
–Estabas inquieto en la villa –insistió ella.
Habían ido a Italia porque él tenía que asistir a una reunión en las oficinas centrales de AE en Roma.
Era agosto y, a Paula, el calor le resultaba insoportable, por lo que se habían mudado a Casa Celeste, donde hacía más fresco. En el momento en que entraron en la casa, ella notó un cambio en Pedro.
La primera noche, a Paula la habían despertado los gritos de él en sueños, pero él atribuyó la pesadilla al hecho de haber bebido vino en exceso, y le dijo que no recordaba lo que había soñado.
A partir de entonces, él durmió en otra habitación, pero ella estaba segura de que aquellos sueños continuaron.
–Tenías pesadillas. Te oía gritar en sueños.
Él se encogió de hombros.
–Recuero que tuve una pesadilla la primera noche y que había bebido mucho vino, cuyo sabor me pareció extraño. Supongo que se había echado a perder, lo cual explicaría mi agitado sueño.
–No, también las tuviste otras noches. Gritabas como un animal herido. Tenían que ser sueños horribles.
Pedro se puso tenso.
–¿Cómo me oías? Mi habitación estaba lejos de la tuya y los muros de Casa Celeste son muy gruesos.
Ella se sonrojó y deseó no haber iniciado aquella conversación.
–Una noche estaba al lado de la puerta de tu dormitorio y te oí gritar. No tenía sentido lo que decías. Repetías sin parar: «Era lo que quería hacer. Quería matarla». No sabía a qué te referías, y supuse que soñabas.
Pedro sabía perfectamente lo que significaban sus sueños, pero no tenía intención alguna de explicárselo.
–¿Por qué habías ido a mi habitación? ¿Te sentías mal?, ¿estabas preocupada por el bebé?, ¿notaste algo que te indicara que el embarazo no iba bien?
–No, nada de eso. Fui a tu habitación porque quería que hiciéramos el amor.
Ella observó un destello de una emoción indefinible en los ojos de Pedro, cuyos labios esbozaron una sonrisa de satisfecha arrogancia.
–¿Por qué te sorprende? Hasta el viaje a Italia, nuestra vida amorosa había sido apasionada.
–Sí, ciertamente demostraste la falsedad de la teoría de que el embarazo puede tener un efecto negativo en la libido femenina.
Pedro la recordó en el segundo trimestre de embarazo. Ya no tenía náuseas matinales y la piel le resplandecía, el cabello le brillaba y su cuerpo había desarrollado curvas exuberantes que a él le resultaban muy excitantes. El embarazo había incrementado el goce del sexo por parte de ella, lo cual a él le provocaba un intenso placer.
Antes de ir a Italia hacían el amor todas las noches, pero la reaparición de las pesadillas le recordó que no debía haberse comprometido con ella.
–No me avergüenza reconocer que echaba de menos el sexo cuando decidiste que durmiéramos en habitaciones separadas –afirmó Paula.
Habían dormido así varias noches, antes de que ella perdiera el bebé. Después, la vida ya no volvió a ser la misma. Al regresar a Londres, él había tratado de consolarla, sin resultado, y pensó que se merecía que lo rechazara.
–¿Por qué no entraste en la habitación y me dijiste que querías hacer el amor?
Ella se encogió de hombros.
–No pude.
No quería decirle que había tenido miedo de que la rechazara a causa del embarazo.
–Cuando me di cuenta de que tenías una pesadilla, pensé en despertarte, pero dejaste de gritar y me pareció que lo mejor era no molestarte.
La voz comenzó a temblarle.
–Dos días después perdí al bebé y dejó de haber razones para seguir juntos. La semana pasada me dijiste que te casaste conmigo porque estaba embarazada. Por eso me sorprende que me pidas que volvamos a empezar.De todos modos, no puedo ir a Nueva York. He compuesto nuevas canciones para el próximo álbum del grupo y vamos a ir al estudio de grabación esta semana.
–¿No podrías aplazar la sesión de grabación?
–No. Interviene mucha más gente: ingenieros de sonido, técnicos del estudio… Somos músicos profesionales –afirmó ella en tono seco–. Mi carrera es tan importante para mí como lo es AE para ti.
Pedro se esforzó en ocultar su irritación.
–Soy consciente de que tu carrera con las Stone Ladies es tu máxima prioridad, pero el acosador te hizo daño anoche al tratar de agarrarte. Supongo que te tomarás en serio tu seguridad.
–Por supuesto, y te agradezco tu interés. Pero no es necesario. Anoche le envié un SMS a Ryan contándole lo del acosador, y me ha invitado a pasar unos días con él y con Emilia.
Miró el reloj de la mesilla.
–De hecho, no tardarán en llegar a recogerme. Ryan me ha dicho que llamará dos veces al timbre para que sepa que es él.
Pedro sintió el aguijón de los celos, a pesar de saber que el guitarrista se había comprometido con su novia. Recordó que Lorena, la segunda esposa de su padre, lo acusaba de estar celoso de cualquier hombre que la mirara.
Los celos que él sentía de los amigos de Paula demostraban que no era mejor que su progenitor. Era probable que un monstruo impredecible y violento habitara en su interior, como le había sucedido a su padre.
La idea le produjo náuseas.
Revivió la imagen de Franco extendiendo una mano hacia Lorena mientras estaban en el balcón. Unos segundos después, ella cayó al vacío. El grito que lanzó perseguiría a Pedro eternamente.
El timbre de la puerta sonó dos veces, y Pedro volvió a la realidad.
–Ha llegado la caballería –afirmó en tono sardónico.
Se levantó y se dirigió a la puerta, pero se detuvo en el umbral.
–¿Me prometes que tendrás cuidado, piccola?
¿Cómo podía parecer a Paula que se preocupaba por ella cuando sabía perfectamente que no le importaba nada?
Se encogió de hombros.
–Te lo prometo.
–Bene –dijo él con voz suave y una sonrisa que la dejó sin respiración.
Paula cerró los ojos. Cuando los abrió, él ya se había ido.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 10
El sofá de Paula probablemente era muy cómodo como tal, pero no para que durmiera en él un hombre de la altura de Pedro. Aunque, tal vez la mala noche que había pasado no se debiera únicamente al sofá, pensó mientras se levantaba y se acariciaba el mentón. La excitación le había impedido dormir, por lo que se había dedicado a revivir lo sucedido en las horas anteriores.
Paula tenía parte de razón al acusarlo de no haber entendido que buscara consuelo en la música. Se había sentido celoso de que buscara la compañía de sus amigos, pero era cierto que no la había apoyado cuando lo había necesitado, debido a su incapacidad para manifestar sus sentimientos.
A pesar de los problemas de su matrimonio, no se había imaginado que lo fuera a abandonar.Paula había rehecho su vida y no lo necesitaba ni económica ni emocionalmente.
Pero la noche anterior lo había necesitado.
Era significativo que, al huir del acosador, no le hubiera dicho al portero que llamara a la policía, sino que hubiera corrido hacia él en busca de ayuda.
Y la forma en que había respondido cuando la había besado era otra prueba de que le importaba mucho más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
Por otro lado, la amenaza de su tío de nombrar presidente de AE a su primo Mauro lo obligaba a seguirle el juego. La realidad era que tenía que demostrar a su tío que se había reconciliado con su esposa. El incidente con el acosador le había ofrecido la oportunidad de acercarse a Paula y convencerla de que le diera otra oportunidad. Solo él sabría que la reconciliación sería temporal.
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