domingo, 19 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: CAPITULO 14



Veinticuatro horas después del ataque, el médico del hospital al que la habían llevado en ambulancia explicó a Paula que, después de una conmoción cerebral, era normal que le doliera la cabeza.


–Ha pasado la noche aquí en observación. Si se le nubla la vista o comienza a vomitar, debe volver al hospital. Solo estuvo inconsciente unos minutos, por lo que no debiera haber lesiones.


Paula asintió e hizo una mueca de dolor por haber movido la cabeza. De todos modos, había salido bien parada. Los cardenales de los brazos, las costillas y la sien desaparecerían, y el personal médico le había asegurado que la sensación de náusea y las ganas de llorar eran consecuencia del shock.


–Es increíble que te haya sucedido algo tan terrible –dijo Carla por décima vez–. Menos mal que el nuevo portero vio por el circuito cerrado de televisión que te estaban atacando y corrió a rescatarte. Debieras haberme contado lo del acosador.


–No quería preocuparte.


Benja y Carla se habían apresurado a ir al hospital en cuanto supieron lo que había pasado. Jones, el mánager de las Stone Ladies, y otros amigos habían ido a verla. Ryan la había llamado por teléfono al enterarse, pero ella consiguió que no suspendieran las vacaciones y volvieran a Londres.


Se sentía agradecida por el interés de todos, aunque deseaba estar sola y tranquila.


Cerró los ojos, pero el sonido de una voz familiar hizo que los volviera a abrir. Se le contrajo el estómago al ver a Pedro en la puerta. Durante unos segundos pareció que solo existían ellos dos en el universo, unidos por una fuerza imposible de describir.


–¡Por Dios, Paula!


A ella la alarmó su aspecto demacrado. Llevaba la chaqueta arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta.


–¿No estabas en Nueva York?


–Tomé el avión de vuelta en cuanto me llamó Carla.


Paula lanzó una mirada de reproche a su amiga.


–No hacía falta que… –Pedro la interrumpió.


–Claro que hacía falta. Soy tu esposo y, por tanto, tu familiar más próximo.


No le dijo que, al enterarse del ataque, el corazón le había dejado de latir durante lo que le pareció una eternidad.


Entró en la habitación, se acercó a la cama. Paula tragó saliva mientras él le acariciaba suavemente con un dedo la frente inflamada.


–Menos mal que Bill apareció antes de que te hiciera más daño.


–¿Cómo sabes el nombre de mi portero?


–Bill Judd es un guardia de seguridad. Como no me dejaste que te pusiera un guardaespaldas, encargué a Bill que vigilara tu casa por si volvía el acosador. No sabía que habías aprendido a conducir durante nuestra separación, por lo que Bill no esperaba que bajaras al garaje. Por suerte, llegó antes de que el acosador te metiera en la camioneta, pero no con la suficiente rapidez para evitar que te hiciera daño.


Paula percibió un tono extraño en su voz, como si se esforzara por reprimir la emoción. Pensó que se lo estaba imaginando, ya que sabía que su esposo no se dejaba dominar por ella.


–¿Tienes el pasaporte aquí?


Ella lo miró perpleja.


–Lo tengo en el bolso. Siempre lo llevo conmigo.


–Muy bien, porque así no tendremos que pasar por tu casa de camino al aeropuerto.


–Un momento. ¿Para qué necesito el pasaporte?


–Mi jet está repostando para llevarnos a Roma –Pedro le lanzó una mirada fiera cuando ella abrió la boca para protestar–. No te molestes en discutir, cara. El acosador huyó, y ahora sabemos que está trastornado y que es peligroso.


–¿Crees que volverá a atacar a Pau? –preguntó Carla.


–¿Cómo consiguió escapar? –preguntó Paula con voz temblorosa–. Antes de perder el conocimiento vi que el portero, o lo que fuera, lo agarraba.


–Llevaba un cuchillo. Se lo clavó a Bill en la mano y huyó. Bill avisó inmediatamente a la policía, que encontró la camioneta abandonada cerca de tu casa. Por desgracia, todavía no lo han encontrado, aunque saben que se llama David Archibald. Lo han identificado gracias a la grabación del circuito cerrado de televisión. Era conserje de las oficinas del mánager de las Stone Ladies. Supongo que miraría los archivos personales y los registros informáticos cuando los trabajadores se marcharan, y así supo tu número de teléfono y dónde vivías. Ese hombre tiene un historial de conducta psicótica, y la policía cree que supone una amenaza para tu seguridad.


–Pau, debes irte con Pedro hasta que la policía lo detenga –afirmó Carla con rotundidad.


–No te preocupes. Cuidaré de ella –la tranquilizó Pedro.


Después de hacer que Paula les prometiera que aceptaría la ayuda de Pedro, Benja y Carla se marcharon.


–No hay motivo alguno para que me vaya a Italia contigo –dijo Paula en cuanto se hubieron quedado solos–. Es sensato que no vuelva a mi casa hasta que la policía encuentre al acosador, pero ¿por qué no puedo quedarme en la casa de Grosvenor Square?


–Willmer está de vacaciones y yo tengo que ir a la oficina central de AE para supervisar un nuevo proyecto. En Roma, conmigo, estarás a salvo.


Ella hizo una mueca.


–No eres responsable de mí. Además, tengo que estar aquí para trabajar.


–He hablado con tu mánager. Habéis acabado de grabar las canciones del nuevo álbum y el siguiente concierto no lo dais hasta septiembre. En este caso, soy responsable de ti, Paula.


Pedro apretó los dientes.


–Me siento responsable del ataque. El acosador comenzó a comportarse de forma agresiva después de ver en la prensa las fotos en que nos besábamos. Eso, unido a que publicaban que eras mi esposa, fue suficiente para sacarlo de sus casillas.


Se inclinó hacia a ella y la agarró de la barbilla.


–Nunca me perdonaré el haberte puesto en peligro. Si es necesario, te sacaré en brazos de aquí y te subiré al avión.


Sus ojos brillaron al contemplar la palidez del rostro de Paula y el color cárdeno de la frente magullada.


Había leído el informe médico. Podía haber sido peor. Se estremeció al pensar lo que habría pasado si el acosador la hubiera secuestrado.


–No te resistas, tesorino –murmuró.


A ella le dolía todo y se sentía como si hubiera participado en un combate de boxeo. No tenía energía física ni mental para enfrentarse a Pedro, sobre todo cuando su rostro se hallaba tan cerca del suyo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Él ahogó un gemido antes de besarla en los labios.


Después del terror que había experimentado al ser atacada, la sensación de seguridad que sintió en los brazos de Pedro debilitó su resistencia, por lo que se limitó a abrir la boca ante la suave presión de la de él y se entregó al placer del beso.


El recuerdo de la ternura de ese beso permaneció en Paula de camino al aeropuerto. Había tomado analgésicos para el dolor de cabeza y, cuando el avión hubo despegado, se recostó en el asiento y cerró los ojos. Unos segundos después, los abrió porque Pedro le había desabrochado el cinturón y la había tomado en brazos.


Lo miró un poco atontada, a causa del efecto de los analgésicos.


–¿Qué haces?


–Llevarte a la cama –dijo él mientras la llevaba a la parte trasera del avión, donde estaba el dormitorio, provisto de una cama de matrimonio.


–¡De ningún modo! He accedido a ir a Roma contigo, eso es todo.


Lo fulminó con la mirada cuando él la tumbó en la cama, pero su traicionero corazón se aceleró al ver que él se quitaba los zapatos y se echaba a su lado. Se incorporó para sentarse y lanzó un gemido de dolor.


–Tranquilízate –dijo él mientras la empujaba con suavidad para que volviera a tumbarse–. Llevo treinta y seis horas sin dormir. Cuando Carla me llamó para decirme lo que te había ocurrido, me preocupé mucho.


No podía describirle la mezcla de temor por su bienestar y de furia contra su atacante que había experimentado, por no hablar de la ira hacia sí mismo por ser la posible causa desencadenante del ataque al haber besado a Paula en público.


–Estoy molido. Cuando te haga el amor, quiero estar bien despierto y lleno de energía.


Paula frunció el ceño.


–¿No querrás decir «si te hago el amor» en vez de «cuando te haga el amor»?


Él enarcó una ceja.


–Ambos sabemos que podría tener sexo satisfactorio contigo en cualquier momento que lo desee. Pero estoy dispuesto a esperar a que reconozcas que soy el único hombre que te fascina.


El enfado de Paula le dio energía suficiente para agarrar una almohada y golpearlo con ella.


–¡Tienes un ego enorme!


Él se echó a reír mientras le quitaba la almohada y tiraba de Paula hasta colocarle la cabeza sobre su pecho. La abrazó y la atrajo hacia sí.


–No es lo único enorme que tengo –susurró con malicia.


A su pesar, Paula esbozó una sonrisa. Recordó que al principio de su matrimonio, él la hacía reír. Se divertían juntos.


¿Qué les había pasado?


Todo había comenzado a torcerse en Casa Celeste, cuando su encantador marido se había vuelto un desconocido.


La casa que Pedro tenía en Roma era un ático en el centro de la ciudad con vistas a la Piazza Navona y sus famosas fuentes.


Paula había estado allí por primera vez cuando él la invitó a pasar el fin de semana. Al llegar al ático se había sentido abrumada por el lujo que reinaba en él, pero aún más la había abrumado Pedro. Había sido encantador, y le había quitado la timidez al tiempo que la desnudaba para después hacerla perder la virginidad.


Mientras recorría el ático, Paula sintió pena por la niña inocente que había sido tres años antes, la que se había enamorado como una tonta de su amante italiano.


¡Qué ingenua había sido al creer que él la correspondería!


La triste realidad era que había sido una más para él hasta que se enteró de que estaba embarazada, motivo que lo había obligado a casarse con ella. Pero Paula nunca se había sentido a gusto con el título de marquesa Alfonso. Se sentía una impostora entre sus amigos aristócratas.


Pedro la condujo a una de las habitaciones de invitados, en vez de a su dormitorio, lo cual supuso un alivio para ella, que no quería poner a prueba su burlona afirmación de que podía llevársela a la cama cuando quisiera.


–Conservo la ropa que dejaste hace dos años –afirmó él mientras abría un armario donde colgaban elegantes vestido de diseño que ella había llevado cuando tenía que acompañarlo a actos sociales.


Paula solo tenía consigo la bolsa de viaje que se había llevado a casa de Ryan y la ropa que llevaba puesta cuando sufrió el ataque.


Observó el jarrón con rosas amarillas que había en el tocador.


–Le pedí al ama de llaves que las pusiera ahí. Sé que son tus preferidas.


–Lo recuerdas –murmuró ella sintiendo unas enormes ganas de llorar–. Son preciosas. Gracias.


Él hizo una mueca.


–Tal vez no debiera haberlo hecho, ya que te desagrada aceptar todo lo que provenga de mí. Supongo que acabarán en el cubo de la basura.


A ella le sorprendió la amargura de su voz.


–¿A qué te refieres?


–Al marcharte, dejaste todo lo que te había comprado, incluso el collar de diamantes que te había regalado por tu cumpleaños.


Paula recordó que él se lo había puesto la noche de su cumpleaños, cuando estaban a punto de dar una cena para uno de los socios de Pedro. Este le había dicho que los diamantes eran los mejores del mercado, y ella se preguntó si le había regalado el collar para demostrar su riqueza.


–Costaba miles de libras y no me sentía a gusto llevando algo tan valioso.


–¿Por qué no eres sincera y dices que no querías el collar ni el resto de las joyas y la ropa que te había regalado porque, aunque te gustaba mucho recibir regalos de cumpleaños de tus amigos, detestabas todo lo que procediera de mí? Me has acusado de ser distante, pero cuando trataba de acercarme a ti me rechazabas.


–No quería regalos. Quería…


Paula se calló, frustrada por no poder hacerle entender que no le interesaba lo material. Lo que ella deseaba era que él se abriera a ella y le comunicara lo que pensaba y sentía.


–Quería que te interesaras por mí como persona –murmuró–. Quería que nuestro matrimonio fuera una unión entre iguales, pero parecía que pensabas que, si me hacías
regalos caros, me contentaría y no desearía nada más, como ver a mis amigos o desarrollar mi carrera musical.
Había que hacer todo como tú querías, Pedro. Mis sueños y esperanzas no contaban. Me recordabas a mi padre. Mi madre era una pianista maravillosa y le ofrecieron la posibilidad de tocar profesionalmente en una orquesta, pero mi padre la convenció de que no era lo bastante buena, que debía seguir siendo profesora de piano y no dejar el trabajo por un sueño estúpido.


–En nuestro caso, no había necesidad de que trabajaras. Yo te proporcionaba todo lo necesario –afirmó él con sequedad.


Paula respiró hondo tratando de controlar la ira.


–Eso demuestra lo poco que me entendías. No quería que me mantuvieras. Era, es importante para mí trabajar y ganarme la vida, ser independiente.


–Tus deseos de independencia no fueron una ayuda para nuestro matrimonio.


–Reconozco que me sentía incómoda cuando me hacías regalos caros. Me parecía que me dabas limosna, que era como la Cenicienta: la secretaria sin un duro que había conseguido un esposo multimillonario.


Paula se mordió el labio inferior.


–Cuando anunciamos nuestro compromiso, Julieta, tu secretaria, comentó delante de mucha gente en la oficina que yo era una cazafortunas y que me había quedado embarazada aposta para que te casaras conmigo.


–¿Y qué te importaba lo que dijera mi secretaria? Sabías de sobra que había sido culpa mía que te quedaras encinta. Me habías dicho que no tomabas la píldora. Usar un método anticonceptivo era responsabilidad mía, pero no fui todo lo cuidadoso que debiera haber sido.


Paula recordó la vez en que habían hecho el amor en la ducha. El deseo de ambos había sido tan incontrolable como un fuego arrasador, y ella solo recordó que no habían usado protección cuando vio la línea azul en la prueba de embarazo.


–¿Qué te importaba lo que pensaran los demás de nuestra relación? –insistió él.


–Julieta tenía razón al decir que te casabas conmigo porque esperaba un hijo. Pero me sentí humillada al oírlo. Durante la mayor parte de mi infancia, mi padre estuvo desempleado. No por culpa suya, sino porque tuvo un accidente en la mina. Así que la familia sobrevivía con su subsidio de desempleo. Mi madre ganaba poco dando clases de piano, por lo que mis padres tenían que esforzarse para llegar a fin de mes.


Paula suspiró.


–En la escuela, los niños son crueles. Los hijos de familias adineradas nos llamaban «parásitos» de los que dependíamos de los servicios sociales. Yo me avergonzaba mucho, y cuando acabé la escuela me juré que trabajaría y que sería independiente. Supongo que era cuestión de orgullo, pero estaba decidida a no aceptar nada de nadie.


–¿Ni siquiera regalos de tu esposo? Me gustaba comprarte cosas porque pensaba que te causarían placer. Pero, en lugar de eso, los recibías como un insulto.


–No quería que creyeras que me había casado contigo por tu dinero. No formaba parte de tu mundo.


–Aunque fuera eso lo que creyeras, no era lo que pensaba yo.


Pedro frunció el ceño tratando de asimilar lo que ella le acababa de contar. Era evidente que su infancia y la situación económica de su familia la habían afectado mucho, pero él no se había percatado de que fuera tan sensible a la opinión ajena sobre las razones de su matrimonio. Paula no formaba parte del grupo de mujeres que había conocido que
iba detrás de su dinero.


–¿Qué tal va el dolor de cabeza?


–Se me ha pasado. Las dos horas que he dormido en el avión me han sentado de maravilla.


–Si te apetece, podemos salir a cenar.


Se dirigió a la puerta y se volvió a mirarla desde el umbral.


–Nunca pensé que te hubieras casado conmigo por mi dinero, Paula. Y, a pesar de lo que te dije cuando viniste a verme en Londres hace unas semanas, no me casé contigo solo porque estuvieras embarazada.


Paula se quedó tan perpleja que no supo qué responderle. Y se preguntó si se atrevería a creer lo que le había dicho.






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