domingo, 21 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 17




A la mañana siguiente Paula puso en marcha su Volkswagen escarabajo, pero igual que le había pasado la mañana anterior, no pasó nada. El día anterior había pensado que le faltaba batería, y por eso la había cargado durante la noche.


Aparentemente se había equivocado.


—Vamos, chico —insistió mientras daba unos golpes suaves en el salpicadero.


Lo intentó de nuevo, pero no arrancó.


Se arrellanó en el asiento con un largo suspiro. Su hermana ya se había ido a trabajar, de modo que no podría pedirle que la llevara. Si llamaba a Rafael, seguramente se montaría en el próximo avión.


No podía volver a llamar a Eduardo.


De modo que se montó en el autobús y decidió no preocuparse sobre su coche hasta que pudiera arreglarlo. 


Cuando se metía en el ascensor del edificio donde estaba la empresa de Pedro, no eran más que las ocho y un minuto, pero el corazón le latía aceleradamente. Detestaba llegar tarde, y en cuanto se abrieron las puertas, salió corriendo del ascensor.


—Lo siento —dijo sin aliento a Eva, que estaba allí quitándose el suéter, claramente recién llegada.


—No tienes por qué preocuparte, llegas bien —Eva sonrió—. Y como llevas en la mano una bolsa de Donuts Delicia, ahora eres mi mejor amiga.


Paula se echó a reír.


—Es para hacerle chantaje a tu hijo, pero he traído suficientes para todos. Estoy empeñada en verlo sonreír hoy.


—Eso me encantaría verlo. En este momento está haciendo gimnasia. En el cuarto piso hay un gimnasio y a veces va a hacer deporte por la mañana. Entre eso y los donuts, tal vez funcione.


Eva encendió el equipo de música y puso un disco de rock suave, abrió las cortinas para poder disfrutar de las preciosas vistas y encendió las luces del pasillo que llevaba a los despachos.


Aparentemente no había una recepcionista porque no había suficientes llamadas para ello; y por eso las dos se turnaban para contestar las llamadas. Como sabía que lo primero que le gustaba a Pedro era conocer sus mensajes, se sentó a la mesa para comprobar su contestador.


—No es fácil conocerlo —le dijo Eva, que estaba detrás de ella en ese momento—. Y sin embargo parece como si tú lo hubieras calado.


—Bueno, sí, pasamos juntos lo que se podría llamar un rato concentrado esa noche que nos encerraron juntos en un cuarto en casa de Eduardo —le recordó Paula.


—Resulta gracioso cómo las horas nocturnas pueden afectar a una persona —dijo Eva—; lo mucho que puedes llegar a compartir, lo mucho que puedes llegar a entregarte.


Paula tuvo que sonreír con pesar al oír lo que decía Eva. Tal vez no hubiera compartido muchas palabras, pero se habían tocado y besado lo suficiente como para hacerla sentirse extremadamente abierta. Y vulnerable.


Y a ella no le gustaba sentirse así. En absoluto.


—¿Es eso lo que ha pasado, Paula?


Ella suspiró.


—En cierto modo sí. Y ahora, a la luz del día, vernos aquí en la empresa resulta un poco… extraño. A veces muy extraño.


—Además, con su manera de ser Pedro consigue que todo sea lo más extraño posible, ¿verdad? —dijo Eva con comprensión—. Lo quiero, lo quiero con toda el alma, y aun así a veces me gustaría pegarle por no permitir que nadie lo vea como en realidad es. Él también tiene miedo de poder terminar como su padre. Y por eso es tan celoso de su privacidad.


—De eso me he dado cuenta.


—Eso no lo ha sacado de mí, de eso estoy segura. En realidad, no sé por qué es así. Seguramente será de trabajar para el gobierno como agente haciendo… bueno, no estoy ni segura de lo que hacía, si quieres que te diga la verdad. Sólo me alegro de que ya no lo haga.


Paula dejó de hacer lo que estaba haciendo y la miró.


—¿Quieres decir que estaba… en la CIA?


—Estaba —dijo Eva—. ¿No te lo ha dicho?


—No. Pero eso explica muchas cosas. ¿Por qué lo dejó?


A Eva le llevó un rato contestar.


—Digamos que su última misión estuvo a punto de matarlo. Literalmente. Después de eso se volvió receloso. Y supongo que estaba descontento. En cualquier caso, le llevó mucho tiempo recuperarse, y de algún modo creo que sigue recuperándose —le puso la mano a Paula en la muñeca—. Vas a ser paciente con él, ¿verdad, Paula? ¿Paciente, amable y compasiva?


—Siento lo que ha pasado, pero creo que te equivocas si…


—A ti te gusta —dijo Eva—. Te importa; de eso me doy cuenta.


—Apenas lo conozco —respondió Paula, que como no quería hablar más del tema se afanó en afilar un lápiz.


Eva entendió el mensaje y la dejó sola. Paula miró el afilalápices, con el pensamiento muy lejos de lo que estaba haciendo. Pedro había sido agente de la CIA, donde parecía que había sufrido. Y por eso se había vuelto una persona recelosa. De ese modo necesitaba paciencia, amabilidad y compasión por parte de los demás.


Ella tenía esas cosas, pero no estaba segura de que Eva supiera de verdad lo que le estaba pidiendo. Pedro no quería nada de ella aparte de la relación laboral.


Momentos después, Eva le pasó un montón de trabajo y le sonrió.


—¿Me vas a ofrecer un donut o vas a torturarme con ese olor tan rico toda la mañana?


Paula sacó los donuts. Se llevó los papeles que le había dado Eva y un donut a su mesa y empezó a trabajar. Pasado un rato, Eva asomó la cabeza a la habitación y dijo que iba a hacer unos recados.


Paula entró en el cuarto donde estaba el fax y la fotocopiadora y empezó a hacer unas copias que necesitaba para uno de los clientes de Pedro. Pasado un rato, el sonido de la copiadora y los movimientos mecánicos de quitar y colocar otra hoja le resultaron hipnóticos. De modo que, cuando alguien entró de pronto por detrás de ella, Paula pegó un brinco y se le cayeron los papeles al suelo. 


Entonces se dio la vuelta y se pegó a la máquina copiadora.


—Eh, que sólo soy yo.


Pedro estaba allí, todo de negro, por supuesto, con unas zapatillas negras, unos vaqueros negros y una camiseta negra que le ceñía el pecho. Sin duda tenía un cuerpo sorprendente, aunque Paula sólo registró aquel pensamiento de pasada, ya que había estado a punto de darle un ataque al corazón y no podía hablar.


—¿Pau?


Se dijo que debía recuperar la compostura antes de que él se enfadara por comportarse como un bebé.


—Lo siento. Estoy bien —se inclinó a recoger los papeles que se habían caído.


—¿Estás segura? —se agachó a su lado y empezó a ayudarla.


—No, ya lo tengo yo —metió todos los papeles en la carpeta, pensando que ya lo arreglaría cuando estuviera sola y pudiera respirar otra vez—. Estoy bien, de verdad.


—De acuerdo —él la miró con cuidado—. Voy a darme una ducha en el baño de mi despacho —hizo una pausa—. No ha sido mi intención asustarte.


—Sólo es que pensaba que estaba sola, eso es todo. Eva dijo que estabas haciendo ejercicio.


Desde luego se le veía todo acalorado, sudoroso y jadeante; todas las cualidades de un superhéroe.


¿Cómo era posible que hubiera visto alguna vez otro lado de él, un lado suave y amable, incluso por un momento? No. 


Tenía que habérselo imaginado, porque ese hombre con esos ojos que lo traspasaban todo, ese cuerpo duro como una roca y esa voz baja y ronca no tenía un lado suave…


Él la agarró, haciendo que dejara de pensar. Le puso la mano en el hombro y se lo apretó con suavidad.


—No pasa nada, ya sabes, sólo es por el shock del trauma —se puso de pie y tiró de ella—. Yo… sé por lo que estás pasando.


¡Oh, maldición! Lo sabía. Lo sabía porque algo terrible le había ocurrido en su última misión, algo mucho peor que haber sido retenido en casa de Eduardo. Era grande, duro y fuerte, y sin embargo, lo entendía y quería que ella lo supiera.


Las palabras de Eva le volvieron a la mente. Le había pedido que fuera amable, compasiva y paciente con él; y sin embargo era él quien se lo estaba ofreciendo. Se quedó mirando los papeles, que de pronto se volvieron algo borrosos.


Él le quitó el montón de papeles con un suspiro y lo dejó sobre la copiadora. Le puso las manos en las caderas esa vez.


—De verdad que estoy bien —susurró ella, deseando que fuera así.


—Sí.


Ella se acercó un poco más, necesitando el contacto, necesitada de tantas cosas más…


—No —le dijo en voz baja y ronca mientras intentaba apartarla—. Estoy todo sudado.


—Me da lo mismo —dijo ella.


—Pau…


Pero la estrechó un poco más entre sus brazos, esperando a que ella levantara la cabeza.


—¿Sabes una cosa? —susurró ella—. Creo que he mentido. No creo que esté tan bien —cerró los ojos y vio a Pedro en la cocina de Eduardo con un arma—. No dejo de acordarme.


—Lo siento —la miró, y cuando le vio los cardenales de la garganta frunció la boca de ese modo tan sexy que tenía de hacerlo—. Lo siento de veras.


Notó una especie de cosquilleo en su interior. Un anhelo.


—A lo mejor deberías volver a enseñarme los dientes.


—Yo no te enseño los dientes —le dijo él haciendo una mueca—. Jamás ha sido mi intención, de todos modos. No contigo.


Oh, no, estaba consiguiendo que se derritiera por dentro otra vez, con ese modo de mirarla, como si fuera algo de lo que necesitaba huir y hacia lo que necesitaba correr al mismo tiempo… Sin pedirle permiso, los brazos de Paula le rodearon el cuello, y lo agarró con tanta fuerza como si no fuera a soltarlo. El pecho de él le rozó el suyo, lo mismo que los muslos. Y sus cuerpos enteros.


Todas y cada una de las zonas erógenas de su cuerpo despertaron al unísono.


Él le apretó las caderas, y al momento siguiente dejó caer las manos y se retiró.


E hizo bien, porque así Paula se acordó de por qué estaba allí. Por motivos de trabajo. Sólo por trabajo.


No quería sentir aquello por él. Quería que se alejara de ella antes de que se olvidara de la humillante experiencia que había vivido con él en casa de Eduardo e hiciera algo estúpido.


Como besarlo por tercera vez.


La siguiente vez que se besaran sería él quien lo iniciaría. 


Porque ella ya sabía que, si a él se le ocurría besarla, sucumbiría y le dejaría besarla. Le permitiría que la besara hasta hacerle perder la conciencia, hasta que los dos la perdieran.



Y entonces él se marcharía. Fingiría que no había ocurrido.


No tenía que ser un exagente de la CIA para saberlo.


Pero Pedro no la besó.










EN SU CAMA: CAPITULO 16




De algún modo, Pedro consiguió dejar de pensar en Pau y enfrascarse en el trabajo. Afortunadamente había escogido una ocupación que se le daba bien y le gustaba. Los números ni discutían ni manipulaban. Los números le dejaban ser él mismo.


En general, supuso que las cosas fueron bien. Todos estuvieron ocupados, y Paula sabía de verdad manejar los números.


Al final de la jornada, apareció a la puerta de su despacho con los ojos brillantes, la expresión sonriente, y un montón de informes que él le había pedido a Eva en la mano.


Pedro no pudo evitar ver lo mucho que Paula parecía haberse divertido desde que la había convencido para que se quedara. Pero le daba la impresión de que siempre disfrutaba de lo que hacía, de que disfrutaba de la vida. Y de pronto eso le pareció inesperadamente atractivo.


—He puesto al día el archivo de Sarkins —le dijo ella—. Y Eva y yo hemos trabajado juntas y nos hemos ocupado de las cuentas de Anderson —fue a darse la vuelta, pero de pronto se detuvo—. Ah, y tu padre está al teléfono por la línea dos.


Pedro descolgó el teléfono.


—Después de lo que has hecho —le dijo a Eduardo—, no voy a ir a contigo y con tu grupo de mujeres esta noche al partido.


Pedro oyó el suspiro sufrido de Eduardo.


—Te lo he dicho, no habrá ningún grupo de mujeres. Sólo un par. Y no he llamado para eso.


—¿Quieres que te dé las gracias por la empleada vieja y gruñona?


—Ese no es modo de hablar de tu propia madre.


—Sabes muy bien que estoy hablando de Paula.


—Que no es ni vieja ni gruñona —apuntó Eduardo.


Pedro aspiró hondo y miró a Pau, que seguía allí de pie.


—Lo que yo digo.


—Es buena, ¿verdad?


—Sabes que sí. Mira, no sé lo que tramas, pero…


—Hijo, me encantaría quedarme a oírte decir burradas, pero tengo un problema incluso mayor que tú en este momento.


—¿De qué me estás hablando? —le preguntó Pedro.


—Del robo… ¿Te acuerdas de los cuatro tipos?


Sí, desde luego que los recordaba.


—Bueno, aparentemente algunos de ellos ya tenían antecedentes, y cuando los policías insistieron y les ofrecieron un trato, cantaron. Dijeron que todo el tinglado lo ha montado una persona que yo conozco. Resulta ser…


Pedro esperó con impaciencia.


—¿Quién? —preguntó.


—Una ex mía.


—Una ex. Sorprendente. ¿Tienen idea de cuál de las miles que tienes puede ser?


—No ha habido miles. Tal vez cientos, pero…


—Ve al grano, Eduardo.


—Ha sido Silvia Vanetti. Tu madre siempre la ha llamado «la loca», y va a resultar que tenía razón.


—¿Y dónde está?


—Curiosamente, desaparecida, y la policía no ha sido capaz de encontrarla. Y piensan… bueno, me resulta vergonzoso, si quieres que te diga la verdad.


—¿Qué es lo que piensan?


—Que está intentando asustarme —dijo Eduardo en tono jocoso—. Qué gracia, ¿no?


—Sí —dijo Pedro—. Me troncho de risa.


—Incluso piensan que necesito protección. ¿Te imaginas? ¿Alguien persiguiéndome?


—¿Has contratado a un guardaespaldas? —le preguntó Pedro.


Su madre apareció a la puerta. Siempre había tenido una especie de sexto sentido cuando se trataba de Eduardo, y en ese momento lo miraba con expresión preocupada.


—Pensé —dijo Eduardo—, que dada tu última ocupación tú podrías organizármelo.


—Ahora mismo voy.


—Gracias, hijo.


Cuando colgó, Paula se dirigió a él.


—¿Va todo bien?


Se frotó los ojos.


—La verdad es que no.


—¿Qué pasa, Pedro? —le preguntó Eva, que parecía más preocupada de lo que debería estarlo una ex.


Él les contó todo, y cuando terminó, ambas lo miraban con esa mirada que quería decir que él era capaz de todo.


Aparentemente Eduardo pensaba lo mismo.







sábado, 20 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 15




Pedro tenía una sala para el personal y tres despachos: uno para su gerente, otro para las eventuales a las que contrataba y el más alejado de todos para él. Dejó a Paula en el despacho para las eventuales e intentó ignorar esa voz en su interior que le reprendía por haber cedido y haberla aceptado allí.


Pau se sentó a la mesa frente al ordenador, y Pedro se inclinó sobre ella para ponérselo en marcha. Cuando estaba haciéndolo, su gerente asomó la cabeza por la puerta.


—Llegas tarde —le dijo él sin apartar la vista de la pantalla del ordenador mientras pensaba en lo bien que le olía el pelo a Paula y en las ganas que le entraban de enterrar la cara entre sus cabellos.


—Si he llegado tarde —le dijo Eva, dando sorbos de la taza de café que tenía en la mano—, es culpa tuya.


—Eso es —concedió Pedro—. Porque todo es culpa mía.


—Ha llamado Eduardo —Eva le echó una mirada indescifrable—. Me dijo que me asegurara de que no te ponías de malhumor con nadie —sonrió a Paula—. Hola. ¿Lo ha pagado ya contigo?


—No —contestó Pedro; maldita sea, iba a tener que presentarlas—. Paula, esta es Eva. Es la gerente de mi empresa…


—Ja.


Pedro suspiró.


—¿Cómo, es que ya no eres la gerente de mi empresa?


Eva se limitó a mirarlo.


—También piensa que me controla la vida —añadió, dirigiéndose a Paula.


—Bueno, si organizaras mejor tu vida, entonces no tendría que interferir —dijo Eva, bebiéndose tranquilamente el café.


—En cualquier caso —empezó a decirle a Paula—, da la casualidad de que sabe lo que hace y de que te va a enseñar todo lo que te haga falta saber.


—¿Y qué más? —le preguntó Eva en tono dulzón.


—¿Que el almuerzo es a las doce?


—¿Y… ?


Él la miró. No, no iba a hacerlo, no iba a contarle a Paula que…


—Lo que está intentando decirte —dijo Eva—, es que también soy su madre. Se olvida de decirlo.


Pedro cerró los ojos. Al momento los abrió.


Y se encontró a Paula estudiándolo con esa curiosidad desprovista de toda timidez.


—No sé por qué —le dijo a Eva—, pero no imaginé que tuviera madre.


—Lo sé —dijo su madre sonriendo con serenidad—. Es gruñón y bastante testarudo, ¿verdad? Tengo que reconocer que no heredó eso de mí.


—Lo que pasa es que soy un incomprendido —dijo Pedro, y Eva se echó a reír y le dio un abrazo.


Paula se quedó muda de asombro, pero no era, Pedro estuvo seguro, por lealtad a él. No después de cómo la había tratado él esa mañana. Él se había comportado así para olvidarse de lo que había ocurrido el viernes por la noche.


Sin embargo no pudo echarla, teniendo en cuenta que ella necesitaba trabajar por dinero. Le esperaban cuatro largos días.


Se estaba cansando de que su padre interfiriera tanto, creyendo que la vida no eran más que la juerga y la risa; a menudo a expensas de su hijo.


Paula continuaba observándolo con aquellos ojos. Pedro se fijó de nuevo en los cardenales de la garganta.


Bueno. Iba a tener que estar con ella unos cuantos días. Por lo menos olía bien.


Lo malo era que también se iba a acordar de que sabía a gloria.






EN SU CAMA: CAPITULO 14





La agarró por los hombros con firmeza.


—Paula..


¿Había dicho de verdad que le gustaría que un hombre le demostrara todo lo que sentía por ella? Porque allí tenía uno haciendo precisamente eso; qué pena que las emociones que mostraba fueran tan distintas a las que ella se imaginaba.


—¿Paula? —le dijo Eduardo por el teléfono—. ¿Sigues ahí?


—Sí —se quedó mirando a Pedro—. Llámame cuando tengas algún trabajo para mí —se guardó el teléfono en el bolso, decidida a tratar los problemas uno por uno—. ¿Cómo has llegado tan deprisa a la planta baja?


—Por las escaleras.


Ella lo miró. Tenía que haber bajado corriendo. Sin embargo, ni siquiera jadeaba.


—Sabes, no me parece que tengas pinta de contable —le dijo ella.


—Eso es lo que soy —contestó Pedro.


Paula se fijó en sus hombros anchos, en sus ojos de mirada intensa, que sugerían una naturaleza dinámica, pero indudablemente peligrosa. Ella había besado a ese hombre, había acariciado a ese hombre, y el hecho de verlo esa mañana la horrorizaba porque no sabía quién era.


—Tienes pinta de poder ser uno de los malos.


—Ya hemos establecido que no lo soy.


—Uno de los malos no… Entonces eres como… Bond. Eso es. Pareces un agente secreto o algo. Eso explicaría la pistola que llevas.


—Tienes una imaginación demasiado activa.


—Déjame ir, Pedro.


Él suspiró.


—No puedo.


—Claro que puedes; tan sólo tienes que… dejarme ir.


—Sí, pero Eduardo no parece tener nada más para ti.


—¿Y?


—Y que no quiero ser responsable de que te quedes sin trabajar hoy. Vuelve arriba.


Entonces la instó a que entrara de nuevo en el ascensor dando un paso hacia ella. Cuando él la siguió al interior de la cabina, presionó el botón del quinto piso y se cruzó de brazos, ignorando completamente el hecho de que ella lo estuviera mirando fijamente.


Cuando se abrieron las puertas en el quinto piso, Pedro la miró. Entonces ella hizo lo mismo.


—Vamos —dijo Pedro.


—No lo creo.


Él se pellizcó el caballete de la nariz, como si ella le estuviera causando dolor de cabeza.


Y como le parecía que lo merecía, Paula no sintió lástima alguna por él.


—¿Por qué no? —le preguntó él.


—Porque no quieres que trabaje para ti.


—Sí que quiero.


Ella se echó a reír.


—De acuerdo —dijo Pedro—. Al principio, no.


—De verdad —se cruzó de brazos—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?


—Mira, estoy un poco de malhumor por las mañanas.


—Estás de broma.


Él aspiró hondo; entonces le agarró del brazo y la sacó del ascensor.


—¿Por qué no empiezas diciéndome cuál es tu problema? —le dijo Paula mientras dejaba el bolso.


—No estoy seguro. Verte me sorprendió.


Salvó la distancia que los separaba y le agarró del pompón que le colgaba de la cremallera del suéter que se había cerrado hasta arriba para protegerse del frío de la mañana.


—¡Eh! —dijo ella al notar que tiraba y se llevó la mano a la cremallera.


Pero era demasiado tarde, porque él ya le había bajado la cremallera del suéter color crema hasta abrírselo.


Se quedó mirando la camiseta albaricoque pálido que llevaba debajo. Pero no a la prenda, sino al cuello y al escote que quedaban expuestos, donde los cardenales estaban incluso más oscuros que el sábado. Paula tenía la piel azulada y amoratada.


Despacio, con mucho cuidado, él le puso la mano en la garganta, separando los dedos al hacerlo. Las yemas de los dedos ligeramente ásperas le rozaron la piel. En perfecto contraste con la tierna caricia, su mirada era ardiente y de rabia intensa.


—¿Has ido al médico?


—Estoy bien —respondió ella.


—Pau…


Por algún motivo, por el modo de tocarla, como si fuera una frágil pieza de porcelana, su gesto la conmovió de tal modo, que le entraron ganas de llorar aunque ella no quisiera sentir nada por aquel hombre; sobre todo algo tan loco, un alivio inexplicable de estar con la única persona que entendía qué diablos le había pasado ese fin de semana. Entonces retrocedió.


—No te atrevas a ponerte dulce ahora conmigo.


Él le retiró el suéter de los hombros y se lo bajó por los brazos. Cuando cayó al suelo, le levantó el brazo y le inspeccionó las muñecas, que también tenían cardenales.


En el bolso que había dejado en la mesa de recepción sonó el teléfono móvil. Con la mano libre lo sacó y miró la pantalla.


—Es Eduardo —le dijo a Pedro.


Pedro se lo quitó y descolgó.


—¿Qué quieres ahora? —frunció el ceño mientras escuchaba a su padre—. Relájate. Le voy a dar el trabajo. Pero, después de esta semana, me voy a cambiar de agencia de empleadas eventuales. A la de alguien que no interfiera en la vida de sus clientes.


Colgó el teléfono y lo dejó en el bolso de Paula. Una vez hecho eso, le miró la otra muñeca.


—No vuelvas a contestarme el teléfono —le dijo ella, intentando hablarle con firmeza aunque el roce de sus manos le hacía sentir debilidad—. Es de mala educación.


—Sí, señorita —contestó con humildad, jugando a ser un tipo sensible durante un momento.


Como si tuviera algo de sensible. Le pasó el pulgar con suavidad por la muñeca.


—¿Puedes moverla sin que te duela?


—No está rota —contestó ella.


—No ha sido eso lo que te he preguntado.


Pedro


Si él la tocaba, sus pensamientos se dispersaban. Ni siquiera era capaz de mostrar rabia. Le gustaba que él la tocara.


Como le había gustado unos días antes.


Le temblaban un poco las piernas y tenía el estómago encogido. Le sorprendió darse cuenta de que no podía controlar la respuesta de su cuerpo hacia él.


—Creo de verdad que debería irme.


—¿Se te da bien la contabilidad?


—Se me da de maravilla, pero…


—Entonces quédate.


—Yo…


—Quédate —le ordenó él; recogió su suéter del suelo y lo colgó en un perchero junto a la puerta—. Vamos.


—¿Adónde?


Él suspiró de tal manera que casi pareció una carcajada.


—Al cuarto del servicio donde sólo hay un camastro, no. Y menos a través de un acceso en el techo. No te preocupes, Pau. Lo de hoy será pan comido comparado con lo que ya hemos hecho, juntos.


Lo que ya habían hecho juntos.


Sus palabras permanecieron unos momentos suspendidas en el aire y, dado su modo de mirarla, él también debía de pensar lo mismo.


Entonces se dio la vuelta para enseñarle la oficina. Paula decidió dejar a un lado esos pensamientos y se puso a pensar en que le quedaban cuatro días de trabajo allí.


Cuatro días en los que solamente se dedicaría a trabajar.





EN SU CAMA: CAPITULO 13





Paula entró en la oficina que le habían asignado durante los cuatro días siguientes con calma. Era un lugar tranquilo y sencillo, con toques de cristal y madera y preciosas vistas de los Montes San Gabriel por las ventanas que daban al norte, pero eso no fue lo que le dejó helada.


Fue el hombre que vio allí de pie y que la miraba como si fuera un fantasma.


Era la última persona de la tierra a la que habría esperado ver y en la que no dejaba de pensar desde la noche anterior.


Pedro Alfonso.


Sólo que en ese momento no estaba medio desnudo.


Llevaba puestos unos pantalones negros, una camiseta negra de aspecto suave y zapatillas de deporte negras. Todo de negro de pies a cabeza. Tenía el pelo de punta y los ojos tan azules que le recordaron al azul de los diamantes. 


Peligroso de los pies a la cabeza. No tenía ni idea de por qué estaba allí donde la habían enviado a trabajar, pero parte de ella despertó de pronto a la vida. ¿Habría ido a verla?


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Paula.


—Yo iba a preguntarte lo mismo —dijo en tono ni suave ni amable, sino más bien áspero, exigiéndole una respuesta.


No había ido a verla. Por supuesto que no. Estaba claro que lo que había esperado era no volver a verla.


Eduardo se había sorprendido de que hubiera querido trabajar ese día, pero le había hecho falta. No había razón para permanecer todo el día metida en su apartamento compadeciéndose de sí misma. Sin duda estaba un poco traumatizada, pero no era una tímida violeta. Era capaz de volver de nuevo a su vida sin ningún problema. En realidad, lo necesitaba.


Eduardo le había prometido en aquel tono gentil y lleno de seguridad que ese trabajo sería bueno para ella; que sin duda sería un reto profesional, pero que su jefe era una persona especial que cuidaría bien de ella.


Desde luego no necesitaba que nadie cuidara de ella, pero agradecía que su jefe le hablara con amabilidad, que tuviera un alma caritativa y que le dejara hacer lo que mejor se le daba, trabajar con números.


—He venido a trabajar —contestó ella.


Él la miró con pesar.


—Eres una trabajadora eventual.


—Sí. Se supone que debo estar en una empresa de contabilidad durante los cuatro días siguientes —de pronto se dio cuenta y se quedó mirando su gesto descontento—. La tuya… —susurró con sorpresa—. ¿Me han enviado a trabajar… para ti? Nunca imaginé que Eduardo…


—Ni yo —Pedro negó con la cabeza—. Y esta mañana me comí el desayuno que me trajo. Debería haber sabido que el muy entrometido estaría tramando algo cuando me llevó la bolsa de McDonald’s. Él es un loco de la comida dietética. 
Debería haberme dado cuenta de que era un chantaje.


Ella no tenía que preguntarse el porqué de su malhumor. 


Como regla, se mostraba abierta consigo misma y con las experiencias, además de con la manera de ser de otras personas. Pero en ese caso, Pedro había sido manipulado, y estaba segura de que un hombre como él odiaría esas cosas. Por lo que había ocurrido entre ellos se sentía molesta con él. No era corpulento y no se trataba de que invadiera su espacio físico, pero de todos modos se sentía demasiado consciente de su presencia. Y eso no era más que la consecuencia de haberle rogado.


Sabía por qué estaba incómoda mirándolo a él. Él le recordaba todo, el comportamiento neurótico, el modo en que se había lanzado a él, todo. Oh, sí, sabía por qué sentía aquel calor en las mejillas, incluso en ese momento.


Pero no entendía qué era lo que le molestaba a él. Pedro no tenía nada de qué avergonzarse. Él no se había tirado a ella. Y si se trataba de su trabajo, era una buena empleada y encima una buena persona…


Pedro, no entiendo por qué estás tan agobiado.


Él se limitó a mirarla con esos ojos tan claro que ocultaban todos sus pensamientos.


—Quiero decir, sí, Eduardo hizo mal en enviarme aquí sin decírnoslo, pero tú le pediste una empleada eventual, ¿no? ¿O es porque soy… yo?


—No es nada personal —dijo Pedro—. Sólo que trabajo mejor con una empleada vieja y gruñona —se apoyó contra el marco de la puerta y la miró—. No eres vieja y dudo que seas gruñona.


Un momento… ¿Le estaría haciendo un elogio?


—¿Dónde está Margarita? —preguntó Pedro—. Me gusta Margarita.


—Margarita debe de tener cincuenta y cinco años y es una de las mejores personas que conozco. No es ni vieja ni gruñona.


—Lo es cuando está aquí —contestó él—. Huele a naftalina y me contesta con fastidio cada vez que le digo algo.


—Tal vez tú saques lo peor de las personas —le sugirió Paula, sintiendo que se ponía ella también un poco de malhumor.


Se acercó a la mesa de recepción y dejó el bolso junto al ordenador, el teléfono y la máquina de calcular. Vio cuatro puertas al final del pasillo, todas ellas cerradas. El ladrillo y el cristal dominaban la oficina. No había ni una planta ni un toque de color en aquel lugar, que resultaba frío y algo reservado.


Aparentemente no tan distinto al hombre para quien iba a trabajar los próximos cuatro días. Esbozó una sonrisa algo forzada.


—En cualquier caso, parece que te vas a tener que aguantar conmigo. ¿Por dónde empiezo?


Él suspiró largamente. Paula percibió su tensión y eso la molestó. ¿Ella le ponía nervioso a él? ¡Ja!


—Mira, si lo prefieres puedo estar gruñona todo el día —se ofreció—. Ah, y por cierto, me alegra mucho volverte a ver.


Eso lo molestó. Maldijo entre dientes mientras se pasaba los dedos por el cabello corto y de pincho, consiguiendo que se le levantara aún más.


No tenía ni idea de por qué le había dado por imaginar que aquel hombre tuviera un lado sensible secreto, pero lo que sí sabía era que le había permitido ver demasiado de ella cuando habían estado en casa de Eduardo. Más aún, la fastidiaba que le pareciera sexy, incluso aunque sólo hubiera sido durante un rato. Le había abierto los brazos y había compartido con él una parte de sí misma, y en ese momento se arrepentía de haberlo hecho… Le había permitido que la besara y la acariciara y ni siquiera lo conocía de nada.


Normalmente no hacía esa clase de cosas, y el saber que lo había hecho por el susto, por el trauma, no le resultaba de ninguna ayuda. Sólo quería olvidar el incidente y para eso sólo había una manera de hacerlo. Sin pensárselo ni un momento más agarró el bolso.


—Mira, no sé por qué Eduardo me envió aquí sin decírtelo ni a ti ni a mí, pero está claro que ha cometido un error.


Cruzó las puertas hacia el ascensor, y cuando presionó el botón agradeció que las puertas se abrieran inmediatamente.


Entró en el ascensor y apretó el botón para que se cerraran las puertas, las cuales lo hicieron en ese mismo momento. 


Esperó hasta oír que se cerraban las puertas para darse la vuelta. Entonces suspiró despacio, pero se quedó a medio suspiro al ver que el ascensor se detenía en la planta cuarta.


Daba igual que le diera un vuelco al corazón; Pedro no iba detrás de ella. Ni siquiera un superhéroe podría haber salvado el tramo de escaleras entre un piso y otro tan rápidamente. Pedro no iría detrás de ella, porque para empezar no la quería en su vida.


Una pareja entró en el ascensor, que llegó a la planta baja mucho antes de que a ella se le calmara el pulso. Mientras se decía para sus adentros que estaba bien, que había tomado la decisión correcta, sacó su móvil y marcó el número del despacho de Eduardo. Necesitaba otro empleo, enseguida.


—Juliana —le dijo a la secretaria de Eduardo—. ¿Puedes decirle a Eduardo que necesito otra oficina? Esta no funcionó, después de todo.


—Ay, Dios mío —dijo Juliana—. Espera un momento.


La pareja salió primero del ascensor, cada uno pendiente del otro. El hombre le dijo a la mujer que la amaba mientras la estrechaba contra su cuerpo y la mujer le respondió con una sonrisa soñadora.


Al verlos Paula sintió algo extraño por dentro. Qué hombre tan increíble que se mostraba tan loco de amor por su amante. Se sintió conmovida sólo de ver cómo el hombre mostraba sus sentimientos hacia la mujer amada.


Eso sería maravilloso, pensaba con un suspiro, que un hombre desnudara su alma.


—Paula —la voz de Juliana fue sustituida por la de Eduardo—. ¿Qué pasa con el imbécil de mi hijo?


—Mmm… —empezó a decir ella, pensando que no le apetecía hablar de ese tema—. Bueno…


—Porque ya he asignado todo lo demás. En este momento no hay ningún otro trabajo.


—¿No tienes nada más para mí? —dijo con disgusto—. ¿Estás seguro?


Salió del ascensor y se topó con un cuerpo que parecía una mole de ladrillo.


Pedro.