sábado, 20 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 14





La agarró por los hombros con firmeza.


—Paula..


¿Había dicho de verdad que le gustaría que un hombre le demostrara todo lo que sentía por ella? Porque allí tenía uno haciendo precisamente eso; qué pena que las emociones que mostraba fueran tan distintas a las que ella se imaginaba.


—¿Paula? —le dijo Eduardo por el teléfono—. ¿Sigues ahí?


—Sí —se quedó mirando a Pedro—. Llámame cuando tengas algún trabajo para mí —se guardó el teléfono en el bolso, decidida a tratar los problemas uno por uno—. ¿Cómo has llegado tan deprisa a la planta baja?


—Por las escaleras.


Ella lo miró. Tenía que haber bajado corriendo. Sin embargo, ni siquiera jadeaba.


—Sabes, no me parece que tengas pinta de contable —le dijo ella.


—Eso es lo que soy —contestó Pedro.


Paula se fijó en sus hombros anchos, en sus ojos de mirada intensa, que sugerían una naturaleza dinámica, pero indudablemente peligrosa. Ella había besado a ese hombre, había acariciado a ese hombre, y el hecho de verlo esa mañana la horrorizaba porque no sabía quién era.


—Tienes pinta de poder ser uno de los malos.


—Ya hemos establecido que no lo soy.


—Uno de los malos no… Entonces eres como… Bond. Eso es. Pareces un agente secreto o algo. Eso explicaría la pistola que llevas.


—Tienes una imaginación demasiado activa.


—Déjame ir, Pedro.


Él suspiró.


—No puedo.


—Claro que puedes; tan sólo tienes que… dejarme ir.


—Sí, pero Eduardo no parece tener nada más para ti.


—¿Y?


—Y que no quiero ser responsable de que te quedes sin trabajar hoy. Vuelve arriba.


Entonces la instó a que entrara de nuevo en el ascensor dando un paso hacia ella. Cuando él la siguió al interior de la cabina, presionó el botón del quinto piso y se cruzó de brazos, ignorando completamente el hecho de que ella lo estuviera mirando fijamente.


Cuando se abrieron las puertas en el quinto piso, Pedro la miró. Entonces ella hizo lo mismo.


—Vamos —dijo Pedro.


—No lo creo.


Él se pellizcó el caballete de la nariz, como si ella le estuviera causando dolor de cabeza.


Y como le parecía que lo merecía, Paula no sintió lástima alguna por él.


—¿Por qué no? —le preguntó él.


—Porque no quieres que trabaje para ti.


—Sí que quiero.


Ella se echó a reír.


—De acuerdo —dijo Pedro—. Al principio, no.


—De verdad —se cruzó de brazos—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?


—Mira, estoy un poco de malhumor por las mañanas.


—Estás de broma.


Él aspiró hondo; entonces le agarró del brazo y la sacó del ascensor.


—¿Por qué no empiezas diciéndome cuál es tu problema? —le dijo Paula mientras dejaba el bolso.


—No estoy seguro. Verte me sorprendió.


Salvó la distancia que los separaba y le agarró del pompón que le colgaba de la cremallera del suéter que se había cerrado hasta arriba para protegerse del frío de la mañana.


—¡Eh! —dijo ella al notar que tiraba y se llevó la mano a la cremallera.


Pero era demasiado tarde, porque él ya le había bajado la cremallera del suéter color crema hasta abrírselo.


Se quedó mirando la camiseta albaricoque pálido que llevaba debajo. Pero no a la prenda, sino al cuello y al escote que quedaban expuestos, donde los cardenales estaban incluso más oscuros que el sábado. Paula tenía la piel azulada y amoratada.


Despacio, con mucho cuidado, él le puso la mano en la garganta, separando los dedos al hacerlo. Las yemas de los dedos ligeramente ásperas le rozaron la piel. En perfecto contraste con la tierna caricia, su mirada era ardiente y de rabia intensa.


—¿Has ido al médico?


—Estoy bien —respondió ella.


—Pau…


Por algún motivo, por el modo de tocarla, como si fuera una frágil pieza de porcelana, su gesto la conmovió de tal modo, que le entraron ganas de llorar aunque ella no quisiera sentir nada por aquel hombre; sobre todo algo tan loco, un alivio inexplicable de estar con la única persona que entendía qué diablos le había pasado ese fin de semana. Entonces retrocedió.


—No te atrevas a ponerte dulce ahora conmigo.


Él le retiró el suéter de los hombros y se lo bajó por los brazos. Cuando cayó al suelo, le levantó el brazo y le inspeccionó las muñecas, que también tenían cardenales.


En el bolso que había dejado en la mesa de recepción sonó el teléfono móvil. Con la mano libre lo sacó y miró la pantalla.


—Es Eduardo —le dijo a Pedro.


Pedro se lo quitó y descolgó.


—¿Qué quieres ahora? —frunció el ceño mientras escuchaba a su padre—. Relájate. Le voy a dar el trabajo. Pero, después de esta semana, me voy a cambiar de agencia de empleadas eventuales. A la de alguien que no interfiera en la vida de sus clientes.


Colgó el teléfono y lo dejó en el bolso de Paula. Una vez hecho eso, le miró la otra muñeca.


—No vuelvas a contestarme el teléfono —le dijo ella, intentando hablarle con firmeza aunque el roce de sus manos le hacía sentir debilidad—. Es de mala educación.


—Sí, señorita —contestó con humildad, jugando a ser un tipo sensible durante un momento.


Como si tuviera algo de sensible. Le pasó el pulgar con suavidad por la muñeca.


—¿Puedes moverla sin que te duela?


—No está rota —contestó ella.


—No ha sido eso lo que te he preguntado.


Pedro


Si él la tocaba, sus pensamientos se dispersaban. Ni siquiera era capaz de mostrar rabia. Le gustaba que él la tocara.


Como le había gustado unos días antes.


Le temblaban un poco las piernas y tenía el estómago encogido. Le sorprendió darse cuenta de que no podía controlar la respuesta de su cuerpo hacia él.


—Creo de verdad que debería irme.


—¿Se te da bien la contabilidad?


—Se me da de maravilla, pero…


—Entonces quédate.


—Yo…


—Quédate —le ordenó él; recogió su suéter del suelo y lo colgó en un perchero junto a la puerta—. Vamos.


—¿Adónde?


Él suspiró de tal manera que casi pareció una carcajada.


—Al cuarto del servicio donde sólo hay un camastro, no. Y menos a través de un acceso en el techo. No te preocupes, Pau. Lo de hoy será pan comido comparado con lo que ya hemos hecho, juntos.


Lo que ya habían hecho juntos.


Sus palabras permanecieron unos momentos suspendidas en el aire y, dado su modo de mirarla, él también debía de pensar lo mismo.


Entonces se dio la vuelta para enseñarle la oficina. Paula decidió dejar a un lado esos pensamientos y se puso a pensar en que le quedaban cuatro días de trabajo allí.


Cuatro días en los que solamente se dedicaría a trabajar.





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