sábado, 20 de junio de 2015
EN SU CAMA: CAPITULO 13
Paula entró en la oficina que le habían asignado durante los cuatro días siguientes con calma. Era un lugar tranquilo y sencillo, con toques de cristal y madera y preciosas vistas de los Montes San Gabriel por las ventanas que daban al norte, pero eso no fue lo que le dejó helada.
Fue el hombre que vio allí de pie y que la miraba como si fuera un fantasma.
Era la última persona de la tierra a la que habría esperado ver y en la que no dejaba de pensar desde la noche anterior.
Pedro Alfonso.
Sólo que en ese momento no estaba medio desnudo.
Llevaba puestos unos pantalones negros, una camiseta negra de aspecto suave y zapatillas de deporte negras. Todo de negro de pies a cabeza. Tenía el pelo de punta y los ojos tan azules que le recordaron al azul de los diamantes.
Peligroso de los pies a la cabeza. No tenía ni idea de por qué estaba allí donde la habían enviado a trabajar, pero parte de ella despertó de pronto a la vida. ¿Habría ido a verla?
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Paula.
—Yo iba a preguntarte lo mismo —dijo en tono ni suave ni amable, sino más bien áspero, exigiéndole una respuesta.
No había ido a verla. Por supuesto que no. Estaba claro que lo que había esperado era no volver a verla.
Eduardo se había sorprendido de que hubiera querido trabajar ese día, pero le había hecho falta. No había razón para permanecer todo el día metida en su apartamento compadeciéndose de sí misma. Sin duda estaba un poco traumatizada, pero no era una tímida violeta. Era capaz de volver de nuevo a su vida sin ningún problema. En realidad, lo necesitaba.
Eduardo le había prometido en aquel tono gentil y lleno de seguridad que ese trabajo sería bueno para ella; que sin duda sería un reto profesional, pero que su jefe era una persona especial que cuidaría bien de ella.
Desde luego no necesitaba que nadie cuidara de ella, pero agradecía que su jefe le hablara con amabilidad, que tuviera un alma caritativa y que le dejara hacer lo que mejor se le daba, trabajar con números.
—He venido a trabajar —contestó ella.
Él la miró con pesar.
—Eres una trabajadora eventual.
—Sí. Se supone que debo estar en una empresa de contabilidad durante los cuatro días siguientes —de pronto se dio cuenta y se quedó mirando su gesto descontento—. La tuya… —susurró con sorpresa—. ¿Me han enviado a trabajar… para ti? Nunca imaginé que Eduardo…
—Ni yo —Pedro negó con la cabeza—. Y esta mañana me comí el desayuno que me trajo. Debería haber sabido que el muy entrometido estaría tramando algo cuando me llevó la bolsa de McDonald’s. Él es un loco de la comida dietética.
Debería haberme dado cuenta de que era un chantaje.
Ella no tenía que preguntarse el porqué de su malhumor.
Como regla, se mostraba abierta consigo misma y con las experiencias, además de con la manera de ser de otras personas. Pero en ese caso, Pedro había sido manipulado, y estaba segura de que un hombre como él odiaría esas cosas. Por lo que había ocurrido entre ellos se sentía molesta con él. No era corpulento y no se trataba de que invadiera su espacio físico, pero de todos modos se sentía demasiado consciente de su presencia. Y eso no era más que la consecuencia de haberle rogado.
Sabía por qué estaba incómoda mirándolo a él. Él le recordaba todo, el comportamiento neurótico, el modo en que se había lanzado a él, todo. Oh, sí, sabía por qué sentía aquel calor en las mejillas, incluso en ese momento.
Pero no entendía qué era lo que le molestaba a él. Pedro no tenía nada de qué avergonzarse. Él no se había tirado a ella. Y si se trataba de su trabajo, era una buena empleada y encima una buena persona…
—Pedro, no entiendo por qué estás tan agobiado.
Él se limitó a mirarla con esos ojos tan claro que ocultaban todos sus pensamientos.
—Quiero decir, sí, Eduardo hizo mal en enviarme aquí sin decírnoslo, pero tú le pediste una empleada eventual, ¿no? ¿O es porque soy… yo?
—No es nada personal —dijo Pedro—. Sólo que trabajo mejor con una empleada vieja y gruñona —se apoyó contra el marco de la puerta y la miró—. No eres vieja y dudo que seas gruñona.
Un momento… ¿Le estaría haciendo un elogio?
—¿Dónde está Margarita? —preguntó Pedro—. Me gusta Margarita.
—Margarita debe de tener cincuenta y cinco años y es una de las mejores personas que conozco. No es ni vieja ni gruñona.
—Lo es cuando está aquí —contestó él—. Huele a naftalina y me contesta con fastidio cada vez que le digo algo.
—Tal vez tú saques lo peor de las personas —le sugirió Paula, sintiendo que se ponía ella también un poco de malhumor.
Se acercó a la mesa de recepción y dejó el bolso junto al ordenador, el teléfono y la máquina de calcular. Vio cuatro puertas al final del pasillo, todas ellas cerradas. El ladrillo y el cristal dominaban la oficina. No había ni una planta ni un toque de color en aquel lugar, que resultaba frío y algo reservado.
Aparentemente no tan distinto al hombre para quien iba a trabajar los próximos cuatro días. Esbozó una sonrisa algo forzada.
—En cualquier caso, parece que te vas a tener que aguantar conmigo. ¿Por dónde empiezo?
Él suspiró largamente. Paula percibió su tensión y eso la molestó. ¿Ella le ponía nervioso a él? ¡Ja!
—Mira, si lo prefieres puedo estar gruñona todo el día —se ofreció—. Ah, y por cierto, me alegra mucho volverte a ver.
Eso lo molestó. Maldijo entre dientes mientras se pasaba los dedos por el cabello corto y de pincho, consiguiendo que se le levantara aún más.
No tenía ni idea de por qué le había dado por imaginar que aquel hombre tuviera un lado sensible secreto, pero lo que sí sabía era que le había permitido ver demasiado de ella cuando habían estado en casa de Eduardo. Más aún, la fastidiaba que le pareciera sexy, incluso aunque sólo hubiera sido durante un rato. Le había abierto los brazos y había compartido con él una parte de sí misma, y en ese momento se arrepentía de haberlo hecho… Le había permitido que la besara y la acariciara y ni siquiera lo conocía de nada.
Normalmente no hacía esa clase de cosas, y el saber que lo había hecho por el susto, por el trauma, no le resultaba de ninguna ayuda. Sólo quería olvidar el incidente y para eso sólo había una manera de hacerlo. Sin pensárselo ni un momento más agarró el bolso.
—Mira, no sé por qué Eduardo me envió aquí sin decírtelo ni a ti ni a mí, pero está claro que ha cometido un error.
Cruzó las puertas hacia el ascensor, y cuando presionó el botón agradeció que las puertas se abrieran inmediatamente.
Entró en el ascensor y apretó el botón para que se cerraran las puertas, las cuales lo hicieron en ese mismo momento.
Esperó hasta oír que se cerraban las puertas para darse la vuelta. Entonces suspiró despacio, pero se quedó a medio suspiro al ver que el ascensor se detenía en la planta cuarta.
Daba igual que le diera un vuelco al corazón; Pedro no iba detrás de ella. Ni siquiera un superhéroe podría haber salvado el tramo de escaleras entre un piso y otro tan rápidamente. Pedro no iría detrás de ella, porque para empezar no la quería en su vida.
Una pareja entró en el ascensor, que llegó a la planta baja mucho antes de que a ella se le calmara el pulso. Mientras se decía para sus adentros que estaba bien, que había tomado la decisión correcta, sacó su móvil y marcó el número del despacho de Eduardo. Necesitaba otro empleo, enseguida.
—Juliana —le dijo a la secretaria de Eduardo—. ¿Puedes decirle a Eduardo que necesito otra oficina? Esta no funcionó, después de todo.
—Ay, Dios mío —dijo Juliana—. Espera un momento.
La pareja salió primero del ascensor, cada uno pendiente del otro. El hombre le dijo a la mujer que la amaba mientras la estrechaba contra su cuerpo y la mujer le respondió con una sonrisa soñadora.
Al verlos Paula sintió algo extraño por dentro. Qué hombre tan increíble que se mostraba tan loco de amor por su amante. Se sintió conmovida sólo de ver cómo el hombre mostraba sus sentimientos hacia la mujer amada.
Eso sería maravilloso, pensaba con un suspiro, que un hombre desnudara su alma.
—Paula —la voz de Juliana fue sustituida por la de Eduardo—. ¿Qué pasa con el imbécil de mi hijo?
—Mmm… —empezó a decir ella, pensando que no le apetecía hablar de ese tema—. Bueno…
—Porque ya he asignado todo lo demás. En este momento no hay ningún otro trabajo.
—¿No tienes nada más para mí? —dijo con disgusto—. ¿Estás seguro?
Salió del ascensor y se topó con un cuerpo que parecía una mole de ladrillo.
Pedro.
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