domingo, 21 de junio de 2015
EN SU CAMA: CAPITULO 16
De algún modo, Pedro consiguió dejar de pensar en Pau y enfrascarse en el trabajo. Afortunadamente había escogido una ocupación que se le daba bien y le gustaba. Los números ni discutían ni manipulaban. Los números le dejaban ser él mismo.
En general, supuso que las cosas fueron bien. Todos estuvieron ocupados, y Paula sabía de verdad manejar los números.
Al final de la jornada, apareció a la puerta de su despacho con los ojos brillantes, la expresión sonriente, y un montón de informes que él le había pedido a Eva en la mano.
Pedro no pudo evitar ver lo mucho que Paula parecía haberse divertido desde que la había convencido para que se quedara. Pero le daba la impresión de que siempre disfrutaba de lo que hacía, de que disfrutaba de la vida. Y de pronto eso le pareció inesperadamente atractivo.
—He puesto al día el archivo de Sarkins —le dijo ella—. Y Eva y yo hemos trabajado juntas y nos hemos ocupado de las cuentas de Anderson —fue a darse la vuelta, pero de pronto se detuvo—. Ah, y tu padre está al teléfono por la línea dos.
Pedro descolgó el teléfono.
—Después de lo que has hecho —le dijo a Eduardo—, no voy a ir a contigo y con tu grupo de mujeres esta noche al partido.
Pedro oyó el suspiro sufrido de Eduardo.
—Te lo he dicho, no habrá ningún grupo de mujeres. Sólo un par. Y no he llamado para eso.
—¿Quieres que te dé las gracias por la empleada vieja y gruñona?
—Ese no es modo de hablar de tu propia madre.
—Sabes muy bien que estoy hablando de Paula.
—Que no es ni vieja ni gruñona —apuntó Eduardo.
Pedro aspiró hondo y miró a Pau, que seguía allí de pie.
—Lo que yo digo.
—Es buena, ¿verdad?
—Sabes que sí. Mira, no sé lo que tramas, pero…
—Hijo, me encantaría quedarme a oírte decir burradas, pero tengo un problema incluso mayor que tú en este momento.
—¿De qué me estás hablando? —le preguntó Pedro.
—Del robo… ¿Te acuerdas de los cuatro tipos?
Sí, desde luego que los recordaba.
—Bueno, aparentemente algunos de ellos ya tenían antecedentes, y cuando los policías insistieron y les ofrecieron un trato, cantaron. Dijeron que todo el tinglado lo ha montado una persona que yo conozco. Resulta ser…
Pedro esperó con impaciencia.
—¿Quién? —preguntó.
—Una ex mía.
—Una ex. Sorprendente. ¿Tienen idea de cuál de las miles que tienes puede ser?
—No ha habido miles. Tal vez cientos, pero…
—Ve al grano, Eduardo.
—Ha sido Silvia Vanetti. Tu madre siempre la ha llamado «la loca», y va a resultar que tenía razón.
—¿Y dónde está?
—Curiosamente, desaparecida, y la policía no ha sido capaz de encontrarla. Y piensan… bueno, me resulta vergonzoso, si quieres que te diga la verdad.
—¿Qué es lo que piensan?
—Que está intentando asustarme —dijo Eduardo en tono jocoso—. Qué gracia, ¿no?
—Sí —dijo Pedro—. Me troncho de risa.
—Incluso piensan que necesito protección. ¿Te imaginas? ¿Alguien persiguiéndome?
—¿Has contratado a un guardaespaldas? —le preguntó Pedro.
Su madre apareció a la puerta. Siempre había tenido una especie de sexto sentido cuando se trataba de Eduardo, y en ese momento lo miraba con expresión preocupada.
—Pensé —dijo Eduardo—, que dada tu última ocupación tú podrías organizármelo.
—Ahora mismo voy.
—Gracias, hijo.
Cuando colgó, Paula se dirigió a él.
—¿Va todo bien?
Se frotó los ojos.
—La verdad es que no.
—¿Qué pasa, Pedro? —le preguntó Eva, que parecía más preocupada de lo que debería estarlo una ex.
Él les contó todo, y cuando terminó, ambas lo miraban con esa mirada que quería decir que él era capaz de todo.
Aparentemente Eduardo pensaba lo mismo.
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