lunes, 27 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 2




Abuela, abu,… te necesito. Urgente, urgente, urgente.


Ya sé que estás muy lejos. Mamá me ha enseñado la estrella en la que vives ahora.


El tío Juan dice que no sirve de nada contar a los niños toda esa sarta de patrañas edulcoradas. No sé qué significa eso, pero suena a las gominotas que me comprabas, ¿verdad, abu?


Mamá se enfadó y le dijo que era un hombre imposible. 


El tío Juan no es “imposible”, es muy divertido.


Abu tienes que ayudarme…


—Pero, ¿aún estás así?



Paula Chaves miró a su hija con cara de susto. Camila llevaba un rato pasmada delante de su taza de cacao con leche. Tenía los brazos cruzados, sobre la mesa, y la cabeza
reclinaba en ellos. Era la imagen de la derrota.


La niña llevaba unos días demasiado ensimismada, sin agobiarla con ese parloteo constante, lleno de anécdotas de la escuela, y de preguntas de difícil respuesta. Era un comportamiento poco habitual en Mariquita terremoto.


Seguro que la había atacado uno de esos malditos virus del otoño. Le tocó la frente con la palma de la mano, sin hacer caso de su cara de resignación. Estaba fría. Los virus aún estaban la espera, en alguna parte.


Aunque tal vez se debía a la repentina muerte de la abuela. 


No estaba muy segura de cómo lo había encajado. Entre ellas había esa complicidad especial entre nietos y abuelos.


Su madre la había criado desde bebé, mientras ella trabajaba sin descanso para darle a su hija la mejor vida posible. Ahora la niña la echaba mucho de menos, eso le constaba.


Paula trataba de responder de la mejor manera posible a las miles de cuestiones metafísicas que planteaba su hija.


—Pero mamá —decía cada noche antes de acostarse—, ¿de verdad que no voy a ver más a la abuela? Nunca, nunca, nunca más…


Ella le explicaba con paciencia la complejidad de la vida y la muerte, incomprensible para un niño. La ley natural que afectaba a todos los seres vivos del planeta.


—¿Y a los perros también les pasa?


—Pues, sí. También.


Su interés por esos animales era por las ganas que tenía de tener uno.


—¿Y a los osos?... ¿Y a los crancodrilos?


Lo decía por un cuento de cuando era más niña en el que una mamá cocodrilo con collar brillante, paseaba a sus hijos por el barro de un pantano.


—Cocodrilos, Cami. Y sí, a todos. Los animales son como las personas. Nacen, tienen una vida más o menos prolongada y después dejan de existir.


—Se mueren —había contestado con la brutalidad exenta de eufemismos de un niño.


—Pues sí. Dejan de existir.


—Porque son viejos.


—Bueno… algunos. Es solo que ya han cumplido su tiempo en la vida, ¿comprendes?


Había asentido con la cabeza. Pero a continuación continuó con sus preguntas.


—¿Y si dejan de existir a dónde se van?


Y ahí la había pillado.


—A un lugar más hermoso que este.


Camila se había quedado pensativa durante un rato. Y entonces había vuelto a sorprenderla.


—Claro, mamá. Se van a las estrellas. Por eso brillan tanto, porque la gente muerta les regala su luz.


Paula, pasmada de asombro, se había limitado a asentir.


—Tienes que enseñarme la estrella donde vive ahora la abuela —solía rematar antes de caer rendida por el sueño.


Una noche, le señaló una que le había parecido lo bastante brillante como para impresionar a la niña. Camila estaba feliz, a pesar de que su tío Juan había intentado echar por tierra ese cuento maravilloso lleno de misterio.


Llevaba unos días sin insistir en el tema. No se hacía ilusiones de que lo hubiera entendido del todo.


Paula se sentó a la mesa junto a ella y le untó una rebanada de pan tostado con mantequilla y miel.


—Oye, si acabas podremos salir enseguida —la instó con dulzura.


—¿Salir? —preguntó con un tono de voz un poco desmayado—. ¿A dónde quieres ir?


—Se me ha ocurrido… ¡Ah, no, no! No te lo voy a decir —e hizo el gesto de cerrar su boca con una cremallera, lo que produjo una enorme sonrisa desdentada en su hija—. Es
una sorpresa. Si te lo digo…


—¡DEJA DE SER SORPRESA! —gritó elevando los brazos hacia lo alto y girando las manos.


Paula suspiró más tranquila. Por ahora toses, estornudos y fiebre estaban lejos. Una complicación menos en su ya complicada existencia.


—Pues entonces termina pronto de desayunar.


Camila se puso en acción. Bebió la leche chocolatada a toda prisa, llevó la taza al fregadero, tal y como le habían enseñado y corrió a su dormitorio.


Se vistió con una camiseta limpia y un pantalón vaquero, oculto bajo un montón de animales de peluche. Se puso los calcetines de la gatita Kitty, y las botas de goma. Salió a todo correr.


Una mirada severa de su madre la detuvo. Regresó a la habitación, hizo un rebujo con la ropa sucia y la depositó en el cesto de la lavadora.


—¡Estoy! ¡Estoy! ¡¡¡¡Ya estoy!!! —canturreó a gritos dando saltos sobre un pie mientras su madre intentaba ponerle el tapado.







REGRESA A MI: CAPITULO 1





—Pedro, qué sorpresa. Cuánto me alegro de verte.


Paula Chaves miró al hombre que tenía ante ella. Dudó entre abalanzarse sobre su boca y saborearla hasta perder el sentido, o echar a correr lo más rápido posible. No hizo ninguna de las dos cosas. Solo le dedicó una sonrisa cálida.
De esas que llenaban su mente de imágenes sensuales y lo convertían en un hombre sin voluntad.


—Paula.


Un saludo más seco que el pistoletazo de salida de una carrera de atletismo.


Era cierto que un encuentro sorpresa en el portal de casa a las ocho de la mañana no era el escenario ideal para grandes conversaciones. Aún así podía haber sido un poco más efusivo.


Tampoco estaba segura de si esa única palabra encerraba agrado o desagrado ante su imprevista presencia.


O si dejaba traslucir reproche. O un comentario ácido, del tipo, “Estás más gorda desde que me dejaste plantado sin una explicación”


Después de todas los brownies que se zampaba para calmar la ansiedad esa podría ser la crítica más oportuna. Aunque él no tenía por qué saberlo. Ni estaban juntos ni se veían desde hacía meses.


Así era Pedro. Nunca usaba el lenguaje en vano. Él se limitaba a taladrarte con esos ojos oscuros e insondables que parecían verlo todo. El pistolero impasible de cualquier duelo a muerte en OK Corral.


Pedro no pensaba. Ni en su gordura ni en nada. Su capacidad de razonamiento se había convertido en una línea plana. Llevaba días preparándose para el encuentro. Su imaginación no daba para tanto. Acababa de chocar de frente contra un tren de mercancías que le había convertido en picadillo. Ninguna mujer había logrado excitarlo, ni calmarlo, como ella. En su dulzura y belleza se reflejaba un mundo mejor, alejado de la crudeza, la perversión, la violencia en las que siempre había estado inmerso. Solo a su lado conseguía la paz espiritual. Había sido así desde el primer momento.


—Qué raro verte por aquí a estas horas, inspector. ¿Persiguiendo a los malos?


La voz aterciopelada no ocultaba su incomodidad.


—Vivo aquí.


Paula Chaves le miró estupefacta. Abrió la boca. Después la volvió a cerrar. Boqueaba como un besugo tirado sobre la arena de la playa. No podía ser. Tenerlo tan cerca la volvería loca.


—Si tu piso está al lado de la Comisaría antigua.


En su voz sonaba un reproche. Él ni se inmutó.


—Ahora estoy más cerca de la nueva. Vivo justo encima de ti.


Una docena de palabras para soltar el bombazo.


Estuvo a punto de aullar. Tragó saliva para tranquilizarse.


—¿Alquilado?


—Soy policía, no banquero.


—Y yo dependienta. No la propietaria de los grandes almacenes en los que trabajo.


—El apartamento es herencia de tu madre. Tampoco he heredado nada. Y siento…,siento mucho su muerte. De verdad. Sé que estabais muy unidas.


—Gracias. Te vi en el Sanatorio. Después te busqué para darte las gracias, pero ya no te encontré.


Él asintió. Le hubiera gustado acompañarla. Cobijarla en sus brazos, y besar sus lágrimas. Sin embargo prefirió mantenerse en un discreto segundo plano. Durante unos instantes permanecieron en silencio, abstraídos en sus propios pensamientos. Fue ella la que rompió la tensión.


—Así que ahora decidiste trasladarte —comentó afable—. ¿Solo por estar un poco más cerca del trabajo te arriesgas a la pesadilla de una mudanza?


Pedro sonrió, con esa sonrisa torcida que nunca llegaba a iluminar sus ojos.


—¿Me estás preguntando si vine aquí por ti?


—Es por hablar. Me da igual dónde vivas —soltó cortante.


Y cómo y con quién. Aunque no pensaba preguntar. La atracción que sentía por él no había disminuido ni un ápice en los casi tres meses que llevaban separados. Los recuerdos aún estaban demasiado vívidos. Le añoraba a cada minuto.


Pedro era la contradicción con patas. A su rudeza exterior se oponía una inmensa ternura al tratar a una mujer. Era delicado. Sus manos y su boca sabían donde tocar para dar el máximo placer.


Pedro era su obsesión. Un hombre cargado de secretos. Intuía que tras su rostro impasible, ardía una furia que él sujetaba con riendas de acero.


—Ya.


—Tengo… tengo que irme o llegaré tarde al trabajo. Siento dejarte.


Hizo un gesto vago con las manos. Estaba incómoda. Se preguntaba cómo se despedía una mujer de un ex amante. 


¿Con la frialdad de un apretón de manos?,


¿con un par de besos de compromiso?, ¿con…?


—No lo sientes.


Le sorprendió la ira contenida en sus palabras. Él jamás dejaba traslucir sus sentimientos.


La sujetó por el brazo con sumo cuidado. Sus dedos se hundieron en la mullida lana del abrigo. El calor traspasó su cuerpo. Recordó el roce amoroso de otros tiempos. Y sintió una enorme añoranza.


—No, no sientes dejarme. Ya lo hiciste. Sin una sola explicación.


El día de los reproches tenía que llegar antes o después. Si iban a vivir en el mismo edificio, era mejor pasar el trago amargo cuanto antes.


—Conoces la causa tan bien como yo,Pedro. Hablar de ella no soluciona nada. Es hacernos daño.


Separó sus dedos uno a uno. El deseo culebreó entre ambos. Él dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, derrotado.


La vio marchar. Su pecho se llenó de angustia. De todos los golpes que le había dado la vida, su abandono fue el peor. 


Desde entonces se dedicó a trazar planes para conquistarla de nuevo. Necesitaba hacerla comprender el amor que sentía por ella.


Cuando leyó que alquilaban el piso de arriba, creyó que por fin la suerte se le presentaba de cara. Ahora pensaba que quizás había cometido una gran estupidez.


Paula no iba a volver, porque el problema estaba en él. No en ella.





domingo, 26 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO FINAL





Estaba llorando por unos zapatos. Sentada ante el armario abierto, con los ojos llenos de lágrimas, Paula intentaba decidir qué zapatos conservar y cuáles tirar.


En realidad, su sensibilidad no tenía nada que ver con el calzado sino con Pedro. Era un hombre muy ocupado, pero hasta aquel día siempre se había mostrado disponible. 


¿Cuál era el problema? Que la había tratado como una delicada figura que podría romperse con un simple roce.


Echaba de menos la dedicación con la que Pedro acometía cualquier cosa, fuera buena o mala. 


Echaba de menos las discusiones y la comodidad de trabajar juntos, la conexión que había sentido al hablar de su padre, el sobrecogimiento cuando Pedro le plantó cara al padre de Paula. Y sobre todo, echaba de menos la pasión desbordada y la unión de sus almas.


Los días eran una tortura. Y las noches eran todavía peores.


Se iban a dormir cada uno en un lado de la cama. 


Sintiéndose inútil y vacía, Paula daría cualquier cosa por que él la abrazara por detrás como había hecho en el hospital. 


Tenerlo tan cerca y al mismo tiempo tan lejos la estaba matando. ¿Por qué no se atrevía a pedirle que se quedara?


Porque no podría soportar otro rechazo en su vida.


Pedro la había dejado sin intentar comprender sus miedos. 


Solo quedaban los preciados recuerdos, esparcidos a su alrededor como cristales rotos. Tenía que escapar de allí. No podía pasarse un día más lamentándose por lo que nunca tendría. Pero ¿cómo irse cuando Alfonso Manor y sus habitantes se habían convertido en su vida?


De modo que allí estaba, limpiando su armario y llorando.


Entonces Pedro entró por la puerta, como si lo hubiera conjurado su desesperado anhelo.


–¿Cuándo has vuelto? –le preguntó ella.


–Hace unos minutos –dudó un momento–. La policía ha detenido a los cinco.


Paula se estremeció al recordar a aquellos hombres en la ventana.


–¿Tendré que testificar?


–No lo creo. Cuatro de ellos han confesado y el caso está cerrado. No pueden encontrar nada que relacione a Balcher con el crimen, ni tienen pistas de quién pudo ser el instigador. Tampoco hemos encontrado nada más en la fábrica.


Paula no quería pensar en ello. Alguien que recurría a aquellos métodos para asustar a las personas no merecía su atención.


Pedro la sorprendió al acercarse y arrodillarse a su lado. Lo miró a la cara, pero rápidamente apartó la mirada. Era tan atractivo que no podía mirarlo sin sucumbir al dolor.


–¿Qué ocurre, Paula?


Ella se secó las lágrimas de las mejillas. La experiencia le había enseñado que a los hombres no les gustaban las mujeres sentimentales.


Él se sentó y la hizo girarse como si fuera una muñeca. Ya fuera impecablemente vestido para el trabajo, sudoroso por el sexo o sentado en el suelo, era el hombre más atractivo que había visto en su vida.


Y allí estaba ella, vestida con unos pantalones de yoga y una camiseta, y el pelo recogido con una enorme horquilla. 


Pedro le había tocado la parte más fea del trato.


Él no se movió ni dijo nada, y su actitud expectante animó a Paula a hablar. Era mejor elegir un tema seguro antes de que él empezara a escarbar en sus sentimientos.


–Me estoy esforzando por volver a la normalidad –señaló el armario–. Tampoco es que esto sirva de mucho –era cierto. 


Sin un propósito claro y definido no tenía motivos para levantarse y seguir adelante. Lo único que hacía era pensar y deprimirse, sintiéndose inútil e indeseada.


–Todos queremos que te recuperes, lo sabes, ¿verdad?


–Sí, Pedro. Lo sé. Pero estoy bien –necesitaba volver al trabajo.


–No lo parece.


Un rápido vistazo le reveló la misma expresión escrutadora con la que Pedro llevaba mirándola una semana. No quería ser un acertijo que él tuviera que resolver.


–Estoy preparada para volver a ocuparme de Lily –de aquello estaba segura–. No puedo permanecer de brazos cruzados sintiéndome una inútil mientras otra persona hace mi trabajo.


–¿Una inútil? –repitió él incrédulo–. Paula, te has desvivido por ayudar a todo el mundo. A este pueblo, a Nolen, a Maria, a Nicole. Te has sacrificado por mantener a Lily a salvo…


–Calla –se puso en pie–. No sigas por ahí.


Él también se levantó.


–Paula…


–No –sentía que estaba a punto de derrumbarse, y se puso a andar de un lado a otro de la habitación–. No me sacrifiqué por Lily. La quiero, pero si me ofrecí voluntaria para casarme contigo fue porque me sentía culpable. Estoy en deuda con Lily.


–¿De qué estás hablando? –le preguntó él, desconcertado pero con voz amable.


Casi prefería que se pusiera furioso. Sería mucho más fácil.


–Yo provoqué su accidente…


Pedro sacudió la cabeza.


–No. Ella estaba volviendo a casa…


–Por mí. Tú le habías dicho que se quedara un día más por el mal tiempo. Pero yo me puse enferma y tuvieron que ingresarme en el hospital para operarme de apendicitis. Maria llamó a Lily y le dijo que mi madre me había dejado sola. Ni siquiera esperó a que me sacaran del quirófano –el estómago se le revolvió por el recuerdo–. Lily fue al hospital a pesar del tiempo para estar conmigo. Para que yo no estuviera sola. No me enteré del accidente hasta que me dieron el alta.


–¡Por Dios, Paula! –exclamó Pedro. Fue hacia ella y la agarró por los brazos para sacudirla–. ¿Cómo puedes sentirte responsable? Lily jamás te culparía del accidente.


–Pero yo sí me culpo. Igual que me culpo por hacerte volver y quedarte aquí. Tú quieres estar en Nueva York. Y en vez de eso estás aquí, conmigo.


–Eso no es por tu culpa. Es cosa de Renato. Él nos ha metido en esta situación…


–Pero yo quiero que te quedes.


El silencio que siguió a sus palabras le ahogó los latidos del corazón. ¿De verdad había dicho eso en voz alta? El miedo le impedía mirarlo a los ojos. Ya no había vuelta atrás.


–Tú estás aquí por obligación, Pedro, pero yo quiero que estés conmigo. Para siempre –tragó saliva y se obligó a continuar–. Te quiero. Estés aquí o en Nueva York yo siempre te querré. Pero preferiría que estuvieras aquí. Lo siento si te parezco una mujer desesperada y posesiva. No quiero que te veas obligado a elegir entre atarte a una vida que odias solo porque te acostaste conmigo o volver a la vida que te gusta. Lo único que quiero es a ti.


–¿Quién dice que deba elegir? Paula, llevo esperando una semana a que te abras a mí. Creía que lo había dejado claro en el hospital. No estoy aquí porque deba estar. Estoy aquí porque quiero estar contigo, con mi madre, con mi familia…


A Paula le costaba asimilar lo que oía.


–¿Y Nueva York?


Pedro esbozó una sonrisa encantadora.


–Este viaje me ha enseñado que puedo tenerlo todo. El negocio que he construido, la familia que quiero… y la mujer que necesito.


Se acercó con cautela, como si temiera que ella fuese a escapar, y le acarició el cabello.


–Paula, has prendido una pasión en mí más fuerte que ninguna otra cosa, incluso que mi arte.


Ella sintió que se perdía en sus caricias y en sus ojos oscuros.


–Desde que volví a Alfonso Manor he cometido bastantes errores. No quería estar aquí, y he luchado con todas mis fuerzas por romper los lazos. Pero hay un lazo que no puedo ni quiero romper desde que me desafiaste a hacer lo correcto –la abrazó por la cintura y la apretó contra él, haciéndola sentirse tan segura y protegida como se había sentido por las noches en sus brazos–. Tú me desafiaste. Luchaste conmigo. Y me querías.


A Paula se le aceleraron los latidos.


Pedro


–Déjame terminar, porque no sé si podré decirlo todo –hizo una mueca y le acarició la mandíbula con un dedo–. Gracias a ti me he convertido en un hombre mejor. Tu calor me recuerda que no estoy solo. Tu pasión aviva la mía. Tu determinación me señala la dirección correcta. Tu perdón me mantiene cuerdo. No necesito que nada me obligue a permanecer aquí. Soy lo bastante egoísta para quererlo todo… y espero que tú me lo des.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. Él se inclinó y la besó ligeramente en los labios.


–Déjame estar contigo –le susurró–. Sé que cometeré errores, pero espero que puedas amarme pase lo que pase.


Finalmente, Paula fue capaz de reaccionar se abrazó a su cuello.


Pedro… ¿Es que no sabes que me encanta todo de ti? Eres un hombre apasionado, creativo y trabajador, y aceptaré todo lo que quieras darme.


–Entonces puedes tenerlo todo, porque sin ti no estaría completo. Te quiero. Cásate conmigo otra vez.


Paula ahogó un gemido de emoción y lo besó en los labios. Supo que su corazón había encontrado el lugar al que pertenecía. No porque la necesitaran o porque se lo exigieran. Por primera vez en su vida la querían por lo que era realmente, con sus defectos e imperfecciones.


Igual que ella quería a Pedro. Por siempre jamás.






CHANTAJE: CAPITULO 28





Tres días después fue a la comisaria para ver a los oficiales que se encargaban del caso. Allí recibió buenas y malas noticias.


–Creemos haber atrapado a todos los culpables, cinco en total, como dijo Paula.
El jardinero fue el último, porque huyó en cuanto empezaron las detenciones. La policía del condado vecino lo ha traído hoy. ¿Le importaría confirmar que era empleado suyo?


Pedro miró a través del cristal al hombre que había trabajado en la casa durante un año, contratado por Nolen.


–Según los otros culpables –dijo el oficial– el plan era quemar la cabaña. No sabían que había gente dentro y no vieron a nadie al comprobarlo, ya que había una lámpara encendida. El jardinero era el cabecilla. Incitó al resto, diciendo que usted no merecía hacerse cargo de la fábrica y haciéndoles creer que se quedarían sin trabajo.


–Pero no tenían motivo alguno para pensar eso –arguyó Pedro–. El jardinero debía estar trabajando para alguien más –la pregunta era ¿quién? ¿El hombre que quería la empresa de Pedro? ¿Alguien del pueblo que no estaba de acuerdo con la nueva gestión de la fábrica? ¿O alguna otra amenaza desconocida?


–Los otros han cantado –continuó el oficial–, pero el jardinero se niega a hablar. Esperamos sacarle pronto algún nombre.


Pedro observó al hombre. Sus ojos, fríos y crueles, no permitían albergar muchas esperanzas. No se trataba de un vulgar ratero ni de un joven descarriado. La policía sospechaba que había estado en un reformatorio, pero no habían podido demostrarlo. Y por su expresión no parecía importarle lo que le ocurriera. Tal vez Balcher le había prometido pagarle más si mantenía la boca cerrada.


–¿Han encontrado algo que lo relacione con Balcher? –preguntó Pedro. Ya le había hablado al oficial de su conversación con el empresario rival.


–No. La noche del incendio estaba en una convención, recibiendo un premio delante de quinientas personas. Y ninguna de las llamadas del jardinero fue hecha a Balcher.


La frustración de Pedro aumentaba por momentos. Quería que hallaran culpable a Balcher, porque era lo más lógico, y que todo acabara para Paula. Se había encerrado en sí misma desde el incendio. Pedro no quería que estuviera preocupada por su seguridad, pero temía que ninguno de ellos estaría a salvo hasta que se descubriera quién estaba detrás de todo aquello.


Al abandonar la comisaría se detuvo para mirar el cielo azul y despejado. No le apetecía volver a casa, aunque le sorprendió que hubiera empezado a pensar en Alfonso Manor como en su hogar.


Tal vez estaba madurando, pensó con una mueca. La casa estaba llena de familiares, y era divertido estar cerca de sus hermanos. Pedro incluso había hablado con un contratista para construir un nuevo estudio y un almacén, de modo que pudiera instalar allí su base de operaciones.


El único inconveniente era Paula. Verla tan tranquila y serena lo preocupaba, pues intuía que estaba fingiendo. 


Habían contratado a alguien para que se ocupara temporalmente de Lily mientras Paula se recuperaba de sus heridas. Pedro había insistido en dormir con ella, alegando que así estaría cerca de su madre por la noche, pero Paula se mantenía rígida en su lado de la cama. Por la mañana se despertaban en la misma posición: Pedro abrazado a ella y sus piernas entrelazadas.


Pedro temía que si no podía derribar el muro que Paula había erigido para protegerse, la perdería para siempre.


Había querido darle tiempo, pero cada día parecía alejarse más y más.


Si tan solo le diera una oportunidad, podrían tener un futuro juntos. Era lo que Pedro más deseaba en el mundo. Más que su trabajo. Más que contravenir la última voluntad de Renato.


Incluso más que su libertad.






CHANTAJE: CAPITULO 27






Atraído por la mujer a la que amaba perdidamente, Pedro se aproximó con cautela a la cama de hospital que ocupaba Paula. No le bastaba con sentarse en una silla a su lado. Tenía que estar cerca de ella para tocarla y asegurarse de que se encontraba bien.


Estaba inmóvil, girada hacia la pared. ¿Estaría durmiendo o tan solo fingía dormir para no tener que hablar con él?


Pedro se arriesgó y se sentó en el espacio que quedaba en la cama, tocándole la espalda con el muslo. Se arriesgó aún más y le puso la mano en la cadera. Ella dio un pequeño respingo, pero no se volvió.


–Paula… –la llamó él con una voz cargada de dolor y remordimiento.


Ella no respondió, pero los músculos se endurecieron bajo la mano de Pedro. Al menos era consciente de su presencia.


–¿Estás bien? ¿Puedo hacer algo por ti? –era un pésimo enfermero. Ni siquiera había sido capaz de entrar en la habitación de su madre.


Paula siguió en silencio, aunque Pedro oyó un débil gemido. 


Cerró los ojos.


–Sé que lo he fastidiado todo, cariño, y lo siento –esperó un momento, pero ella parecía más encerrada en sí misma que antes. Le acarició la espalda, sintiendo su cuerpo suave y delicado–. Me enfadé muchísimo. Ya sabes con qué facilidad pierdo los nervios cuando siento que me están manipulando, aunque sea desde la tumba.


Le pareció oír otro gemido. ¿Estaba llorando? No soportaba imaginársela sufriendo.


–Lamento haberme marchado así.


En esa ocasión, oyó claramente el sollozo, pero siguió hablando antes de que lo abandonara el valor.


–Sé que no te he llamado esta semana, pero estaba buscando la manera de disculparme y de arreglar las cosas. Por si no te has dado cuenta, tiendo a actuar sin pensar. Cuando algo tiene importancia para mí, me cuesta ver las cosas en su justa perspectiva.


La oscuridad lo ayudaba a ocultar su vergüenza. Había cometido muchos errores en su vida, haciéndoles daño a los seres queridos. ¿Estaría para siempre condenado por esas equivocaciones?


–Lo siento mucho, Paula –se inclinó hacia ella–. Más de lo que puedo expresar con palabras. Sé que ahora no puedes perdonarme, pero algún día sabré compensarte. Te lo prometo.


Tan desesperadamente necesitaba sentirla que se tumbó en la cama y se pegó a ella por detrás. Así yacieron en silencio unos minutos, hasta que Paula empezó a relajarse.


Pero Pedro no podía dormir. No dejaba de pensar en la mujer frágil y vulnerable que tenía en sus brazos y en lo mucho que quería ayudarla. No permitiría que nadie la hiciera sentirse nunca más despreciada o abandonada. Su única esperanza era que ella le diese la oportunidad antes de que fuera demasiado tarde.