lunes, 27 de abril de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 2




Abuela, abu,… te necesito. Urgente, urgente, urgente.


Ya sé que estás muy lejos. Mamá me ha enseñado la estrella en la que vives ahora.


El tío Juan dice que no sirve de nada contar a los niños toda esa sarta de patrañas edulcoradas. No sé qué significa eso, pero suena a las gominotas que me comprabas, ¿verdad, abu?


Mamá se enfadó y le dijo que era un hombre imposible. 


El tío Juan no es “imposible”, es muy divertido.


Abu tienes que ayudarme…


—Pero, ¿aún estás así?



Paula Chaves miró a su hija con cara de susto. Camila llevaba un rato pasmada delante de su taza de cacao con leche. Tenía los brazos cruzados, sobre la mesa, y la cabeza
reclinaba en ellos. Era la imagen de la derrota.


La niña llevaba unos días demasiado ensimismada, sin agobiarla con ese parloteo constante, lleno de anécdotas de la escuela, y de preguntas de difícil respuesta. Era un comportamiento poco habitual en Mariquita terremoto.


Seguro que la había atacado uno de esos malditos virus del otoño. Le tocó la frente con la palma de la mano, sin hacer caso de su cara de resignación. Estaba fría. Los virus aún estaban la espera, en alguna parte.


Aunque tal vez se debía a la repentina muerte de la abuela. 


No estaba muy segura de cómo lo había encajado. Entre ellas había esa complicidad especial entre nietos y abuelos.


Su madre la había criado desde bebé, mientras ella trabajaba sin descanso para darle a su hija la mejor vida posible. Ahora la niña la echaba mucho de menos, eso le constaba.


Paula trataba de responder de la mejor manera posible a las miles de cuestiones metafísicas que planteaba su hija.


—Pero mamá —decía cada noche antes de acostarse—, ¿de verdad que no voy a ver más a la abuela? Nunca, nunca, nunca más…


Ella le explicaba con paciencia la complejidad de la vida y la muerte, incomprensible para un niño. La ley natural que afectaba a todos los seres vivos del planeta.


—¿Y a los perros también les pasa?


—Pues, sí. También.


Su interés por esos animales era por las ganas que tenía de tener uno.


—¿Y a los osos?... ¿Y a los crancodrilos?


Lo decía por un cuento de cuando era más niña en el que una mamá cocodrilo con collar brillante, paseaba a sus hijos por el barro de un pantano.


—Cocodrilos, Cami. Y sí, a todos. Los animales son como las personas. Nacen, tienen una vida más o menos prolongada y después dejan de existir.


—Se mueren —había contestado con la brutalidad exenta de eufemismos de un niño.


—Pues sí. Dejan de existir.


—Porque son viejos.


—Bueno… algunos. Es solo que ya han cumplido su tiempo en la vida, ¿comprendes?


Había asentido con la cabeza. Pero a continuación continuó con sus preguntas.


—¿Y si dejan de existir a dónde se van?


Y ahí la había pillado.


—A un lugar más hermoso que este.


Camila se había quedado pensativa durante un rato. Y entonces había vuelto a sorprenderla.


—Claro, mamá. Se van a las estrellas. Por eso brillan tanto, porque la gente muerta les regala su luz.


Paula, pasmada de asombro, se había limitado a asentir.


—Tienes que enseñarme la estrella donde vive ahora la abuela —solía rematar antes de caer rendida por el sueño.


Una noche, le señaló una que le había parecido lo bastante brillante como para impresionar a la niña. Camila estaba feliz, a pesar de que su tío Juan había intentado echar por tierra ese cuento maravilloso lleno de misterio.


Llevaba unos días sin insistir en el tema. No se hacía ilusiones de que lo hubiera entendido del todo.


Paula se sentó a la mesa junto a ella y le untó una rebanada de pan tostado con mantequilla y miel.


—Oye, si acabas podremos salir enseguida —la instó con dulzura.


—¿Salir? —preguntó con un tono de voz un poco desmayado—. ¿A dónde quieres ir?


—Se me ha ocurrido… ¡Ah, no, no! No te lo voy a decir —e hizo el gesto de cerrar su boca con una cremallera, lo que produjo una enorme sonrisa desdentada en su hija—. Es
una sorpresa. Si te lo digo…


—¡DEJA DE SER SORPRESA! —gritó elevando los brazos hacia lo alto y girando las manos.


Paula suspiró más tranquila. Por ahora toses, estornudos y fiebre estaban lejos. Una complicación menos en su ya complicada existencia.


—Pues entonces termina pronto de desayunar.


Camila se puso en acción. Bebió la leche chocolatada a toda prisa, llevó la taza al fregadero, tal y como le habían enseñado y corrió a su dormitorio.


Se vistió con una camiseta limpia y un pantalón vaquero, oculto bajo un montón de animales de peluche. Se puso los calcetines de la gatita Kitty, y las botas de goma. Salió a todo correr.


Una mirada severa de su madre la detuvo. Regresó a la habitación, hizo un rebujo con la ropa sucia y la depositó en el cesto de la lavadora.


—¡Estoy! ¡Estoy! ¡¡¡¡Ya estoy!!! —canturreó a gritos dando saltos sobre un pie mientras su madre intentaba ponerle el tapado.







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