sábado, 18 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 1




Pedro Alfonso reprimió un escalofrío que nada tenía que ver con la tormenta que se desataba a su alrededor. Por un instante permaneció inmóvil, mirando las elaboradas volutas talladas en la puerta de roble. Una puerta que se había jurado que nunca volvería a cruzar, al menos mientras su abuelo estuviera vivo.


Se había jurado que nunca más volvería a verse encerrado entre los muros de Alfonso Manor. Había creído tener todo el tiempo del mundo para compensar a su madre por su ausencia. En su ignorancia no se había percatado de todo a lo que tendría que renunciar para cumplir su juramento. 


Mucho tiempo después un nuevo juramento lo llevaba de vuelta… En esa ocasión por el bien de su madre.


La idea le provocó náuseas en el estómago. Agarró la aldaba con forma de cabeza de oso. Bajo aquella feroz tormenta no iba a recorrer a pie los quince kilómetros hasta Black Hills. Las náuseas se le aliviaron al recordar que no estaría allí mucho tiempo, solo lo necesario. Volvió a llamar y esperó. Si fuera su hogar no tendría que esperar a que le abrieran. Se había marchado como un joven atolondrado y ambicioso y volvía como un adulto después de haberse labrado su propio éxito. Pero por desgracia no tendría la satisfacción de restregarle sus logros a su abuelo, porque Renato Alfonso estaba muerto.


El pomo se movió y la puerta se abrió hacia dentro con un chirrido. Un hombre alto y erguido a pesar del pelo gris y escaso parpadeó un par de veces como si no confiara en la visión de sus viejos ojos. Pedro se había marchado de casa con dieciocho años, pero recordaba perfectamente a Nolen, el mayordomo de la familia.


–Ah, señorito Pedro, lo estábamos esperando –dijo el anciano.


–Gracias –respondió Pedro con sinceridad, y se acercó para clavar la mirada en los azules ojos del mayordomo. Otro relámpago iluminó el cielo, seguido casi inmediatamente por un trueno que hizo retumbar las paredes. La tormenta reflejaba la agitación interna de Pedro.


El mayordomo abrió la puerta del todo y la cerró después de que Pedro entrara.


–Ha pasado mucho tiempo, señorito Pedro.


El recién llegado buscó algún matiz de reproche en la voz del viejo, pero no encontró ninguno.


–Deje aquí su equipaje, por favor. Yo lo subiré en cuanto Maria haya preparado su habitación.


De modo que también seguía la misma ama de llaves que les había hecho galletas a él y a sus hermanos mientras lloraban la pérdida de su padre. Al parecer tenían razón los que afirmaban que en los pueblos pequeños las cosas no cambiaban nunca.


Pedro le echó un rápido vistazo al vestíbulo. Todo seguía exactamente igual a como lo recordaba, salvo la ausencia de una foto tomada mucho tiempo atrás, un año antes de la muerte de su padre, en la que aparecían sus padres, él con quince años y sus hermanos gemelos.


Dejó la bolsa de viaje y el ordenador portátil y, tras sacudirse las gotas de lluvia, siguió los silenciosos pasos de Nolen hacia la parte central de la casa. Su madre siempre había llamado «la galería» al corredor que rodeaba la escalera y que brindaba a las visitas una vista despejada de las barandillas y rellanos de los dos pisos superiores. Antes de que se instalara el aire acondicionado, la brisa que soplaba por aquel espacio hacía soportables las sofocantes tardes de Carolina del Sur. Aquel día las pisadas resonaban en las paredes como si el lugar estuviera vacío y abandonado.


Pero su madre estaba allí, en alguna parte. Seguramente en sus viejos aposentos. Pedro no quería pensar en ella ni en su lamentable estado. Habían pasado dos años desde la última vez que la oyó por teléfono, justo antes de sufrir un derrame cerebral. Después de que un accidente de coche la hubiera imposibilitado para viajar, llamaba a Pedro una vez a la semana… siempre cuando Renato salía de casa. La última vez que Pedro vio el número de Alfonso Manor en el identificador de llamada era su hermano para decirle que su madre había sufrido un derrame cerebral, provocado por las complicaciones de su parálisis. Desde entonces, no hubo más llamadas.


Se sorprendió al ver que Nolen se dirigía directamente a la escalera, con sus pasamanos de roble reluciendo en la penumbra como si estuvieran recién abrillantados. Las reuniones formales solían celebrarse en el estudio de su abuelo, donde Pedro había supuesto que se encontraría con el abogado para ocuparse inmediatamente de los negocios.


–¿No está el abogado? –preguntó, intrigado.


–Me han dicho que lo lleve arriba –respondió Nolen sin mirar atrás. ¿Acaso veía con recelo al hijo pródigo, como una amenaza desconocida que fuera a cambiar la vida que Nolen había llevado durante cuarenta años?


Pues sí, eso iba a hacer. Tenía intención de usar el dinero de su abuelo para proporcionarle a su madre los mejores cuidados posibles y que viviera más cerca de sus hijos. Lo vendería todo y después regresaría a Nueva York, donde solo lo esperaba la carrera que se había labrado a base de duro esfuerzo. No quería tener nada que ver con Alfonso Manor ni con los recuerdos que moraban entre aquellas paredes.


Entonces advirtió la dirección que tomaba Nolen y sintió que se le revolvía el estómago. Las habitaciones de sus hermanos y la suya ocupaban el tercer piso, mientras que en el segundo piso solo estaban los dormitorios de su madre y de su abuelo, a ninguno de los cuales estaba preparado para ver. A su madre solo la vería cuando se sintiera preparado. A su abuelo, jamás.


El abogado, Canton, le había dicho que Renato había muerto la noche anterior. Desde entonces Pedro solo se había preocupado por hacer el equipaje y llegar hasta allí. Solo después de hablar con Canton afrontaría lo que le deparase el futuro.


–¿Qué ocurre, Nolen? –le preguntó al mayordomo al acercarse al dormitorio de su abuelo.


El mayordomo no respondió, recorrió los últimos pasos hasta la puerta y giró el pomo antes de echarse hacia atrás.


–El señor Canton está dentro, señorito Pedro.


El título de su infancia le resonó dolorosamente en los oídos. Pedro apretó la mandíbula y respiró profundamente.


Era peor que lo llamaran señor Alfonso. Ni siquiera deberían tener aquel apellido, pero su madre había cedido a las exigencias del viejo Renato. El apellido Alfonso tenía que sobrevivir a toda costa, y a falta de herederos varones había exigido que su única hija le pusiera Alfonso a sus hijos, rechazando el legado que el padre de Pedro hubiese querido.


Pedro sacudió la cabeza y entró en la habitación. Hacía calor, a pesar de la tormenta. Dirigió la mirada a la inmensa cama de columnas con dosel morado y el corazón le dio un vuelco. Observándolo desde la cama estaba su abuelo. Su abuelo muerto.


Se quedó inmóvil mirando al hombre incorporado en la cama que lo examinaba con ojos penetrantes. Estaba mucho más delgado y frágil, pero seguía irradiando la misma autoridad.


Lo observó fijamente unos segundos. Con Renato no había mejor defensa que un buen ataque.


–Sabía que eras un hueso duro de roer, Renato, pero no que pudieras volver de entre los muertos.


Su abuelo esbozó una media sonrisa.


–De tal palo, tal astilla.


Pedro se abstuvo de responder al tópico y añadió un nuevo dato de información a su arsenal: Renato tal vez no estuviera muerto, pero su voz áspera y temblorosa, junto a la palidez lechosa de su otrora bronceada piel, evidenciaba su delicado estado de salud. Se preguntó por qué no estaba en el hospital, aunque tampoco hubiera ido a verlo de haber sabido que estaba enfermo. Se había jurado que no volvería a poner un pie en Alfonso Manor hasta que su abuelo estuviese muerto.


Algo que el viejo sabía muy bien… La furia le cegó, pero se obligó a calmarse. Respiró profundamente y vio a la mujer que se acercaba a la cama con un vaso de agua. Renato la miró con el ceño fruncido, molesto por la interrupción.


–Tienes que tomarte esto –le dijo ella en tono amable pero firme. Tenía el pelo largo y ondulado, de color castaño oscuro, y un rostro de facciones elegantes. Un uniforme sanitario azul definía un cuerpo esbelto con las curvas adecuadas, algo en lo que Pedro no debería estar fijándose en aquellos momentos.


Intentó apartar la mirada, sin éxito. La mujer miró a Renato con dos píldoras blancas en la mano. Y entonces Pedro la reconoció.


–¿Intrusa? –preguntó, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.


La mujer se quedó inmóvil y James dijo:
–Veo que te acuerdas de Paula…


Desde luego que la recordaba. Y por su rígida postura intuía que ella recordaba su apodo. Paula lo miró con la misma expresión testaruda de cuando eran niños y él la apartaba de su lado como si fuera una mosca, una mocosa que siempre buscaba la atención. Hasta la última vez, cuando Pedro se burló cruelmente de ella por entrometerse en una familia que no era la suya, y sus lágrimas se le habían quedado a Pedro permanentemente grabadas en la conciencia.


Pedro… –lo saludó con un simple asentimiento, antes de volverse hacia Renato–. Tómate esto, por favor –parecía elegante y serena, pero se percibía su fortaleza bajo la ropa. 


¿Sería también sexy sin aquel atuendo?


No, no podía pensar en esas cosas. Su política de aventuras de una sola noche descartaba cualquier tipo de lazo, y aquella mujer llevaba «compromiso» escrito en la cara. Él no se quedaría allí el tiempo suficiente para averiguar nada de nadie.


Renato aceptó las píldoras con un gruñido y se las tragó con el agua.


–¿Ya estás contenta?


–Sí, gracias –respondió ella sin inmutarse.


Pedro la siguió con la mirada mientras se dirigía hacia la ventana, antes de volver a fijarse en la cama que dominaba la habitación.


–¿Qué quieres?


Su abuelo esbozó una media sonrisa.


–Directo al grano. Siempre me gustó ese rasgo de ti, chico –hablaba con voz lenta y pausada–. Tienes razón. Será mejor empezar cuanto antes –se irguió un poco en la cama–.
He sufrido un grave ataque al corazón, y aunque aún no estoy muerto, este pequeño episodio…


–¡Pequeño! –exclamó Paula, pero Renato la ignoró.


–… me ha advertido de que es hora de poner mis asuntos en orden y asegurar el futuro de la familia –señaló con la cabeza a un hombre trajeado–. John Canton, mi abogado.


Pedro lo miró de arriba abajo. El hombre que lo había llamado…


–Debe de pagarte muy bien para mentir acerca de la vida y la muerte.


–Solo me estaba complaciendo, dadas las circunstancias –respondió Renato por él, sin mostrarse arrepentido en absoluto–. Tienes que estar en casa, Pedro. Tu responsabilidad es cuidar de la familia cuando yo muera. Canton…


Pedro frunció el ceño mientras su abuelo volvía a recostarse, como si no tuviera fuerzas para mantener su papel de implacable tirano.


–Como ya te ha dicho tu abuelo, soy su abogado –Canton le tendió la mano y Pedro la estrechó. Su apretón era fuerte, quizá compensando su delgada constitución–. Durante más de cinco años he estado manejando los asuntos de tu abuelo.


–Mis más profundas condolencias.


El abogado pestañeó con asombro tras sus gafas y Renato levantó la cabeza con irritación.


–Hay cosas que necesitan atención inmediata,Pedro.


–¿Quieres decir que vas a arreglarlo todo para que las cosas sigan siendo como tú quieres?


Renato consiguió incorporarse ligeramente.


–He sido el cabeza de familia durante cincuenta años y sé lo que es mejor para ella, a diferencia de un holgazán que se larga a las primeras de cambio. Tu madre… –se echó hacia atrás con un gemido ahogado y empezó a temblar.


–Paula –la llamó Canton.


Ella corrió hacia la cama y le tomó el pulso a Renato. Pedro se fijó en el temblor de sus dedos y supo que el viejo no le era indiferente, sobre todo cuando le sostuvo la cabeza para que bebiera agua.


–Deberías estar en el hospital –dijo él. El corazón se le había acelerado a pesar del esfuerzo por permanecer impasible.


–Se negó a recibir tratamiento y dijo que si iba a morir sería en Alfonso Manor –explicó Canton–. Paula ya vivía aquí y pudo seguir las instrucciones de los médicos.


Renato recuperó la respiración y permaneció recostado y con los ojos cerrados. Pero era Paula quien inquietaba a Pedro. ¿Solo estaba allí como enfermera o había otra razón?


Paula volvió a alejarse de la cama, pero no demasiado. 


Pedro apenas pudo distinguir su figura, apoyada en la pared con los brazos cruzados. Su presencia lo desconcertaba y distraía, pero tenía que concentrarse en la inminente batalla que iba a desatarse.


–Tu abuelo está preocupado por la fábrica… –empezó Canton.


–Me importa un bledo la fábrica. Por mí como si la demuelen o la queman.


Su abuelo endureció el rostro, pero Pedro no iba a defender el negocio por el que Renato se había desvivido en detrimento de las necesidades emocionales de su familia.


–¿Y el pueblo? –preguntó Canton–. ¿No te importa la gente que trabaja en Alfonso Mills? Estamos hablando de varias generaciones. Amigos de tu madre, chicos con los que fuiste al colegio, sobrinos de Maria…


Pedro apretó la mandíbula. La fábrica había funcionado desde hacía siglos, comenzando como una simple desmotadora de algodón. Actualmente era un referente en el mercado algodonero, especializado en ropa de cama de primera calidad. Renato podía ser un tirano, pero había hecho que el negocio prosperara incluso en tiempos de crisis.


–No quiero hacerme cargo. Nunca he querido –se acercó a la ventana para mirar a lo lejos entre la lluvia. La tensión le agarrotaba el cuello.


Pero era la presencia de Paula lo que poco a poco iba adueñándose de su atención, a pesar de no estar hablando con ella. ¿Qué hacía allí? ¿Cuánto tiempo llevaba en la mansión? ¿Alguna vez en su vida había encontrado su lugar? Una creciente emoción le incrementó la tensión de los músculos y le provocó dolor de cabeza.


–Sabías que esto acabaría pasando –le dijo a su abuelo–. Tendrías que haber vendido la fábrica o haberla dejado en manos de otra persona. En uno de mis hermanos.


–No es responsabilidad suya –insistió Renato–. Tú eres el primogénito y te corresponde a ti… Y ya va siendo hora de que aprendas cuál es tu lugar.


–El señor Alfonso quiere que la fábrica siga siendo una institución familiar que ofrezca empleo al pueblo –intervino Canton, como si pudiera intuir la furia que ardía en el interior de Pedro–. Los únicos compradores potenciales quieren derribarla y vender el terreno.


–Ah, el eterno nombre de los Alfonso –se burló Pedro–. ¿Habéis pensado ya en un monumento?


–Haré lo que tenga que hacer –dijo una voz cansada pero firme desde la cama–. Y tú también.


–¿Cómo piensas obligarme? Ya me fui de aquí una vez, y estaré encantado de volver a hacerlo.


–¿En serio? ¿Crees que sería lo mejor para tu madre? –preguntó Renato, pero no le dio tiempo a responder–. Me he pasado toda la vida trabajando para continuar el legado de mi padre. No voy a permitir que todo se eche a perder por tu culpa. Vas a cumplir con tu deber, te guste o no.


–De eso nada. Por lo que a mí respecta, el nombre de los Alfonso puede desaparecer para siempre.


–Sabía que reaccionarías así –dijo su abuelo con un suspiro–. Por eso tengo una oferta que no podrás rechazar.





CHANTAJE: SINOPSIS






Una grave amenaza podía destruirlo todo, incluida su pasión.


Pedro Alfonso se había labrado su propio éxito evitando dos cosas: el regreso a su pueblo natal y el matrimonio, hasta que las maquinaciones de un abuelo controlador y autoritario lo obligaron a hacer esas dos cosas en contra de su voluntad.


Pronto descubrió que Paula Chaves no era una simple novia de conveniencia. Ella deseaba prolongar su unión más allá del año acordado, y la única manera de conseguirlo era que su marido le abriese su corazón y se olvidara de los demonios del pasado.






SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO FINAL




Paula salió del cuarto de baño tambaleándose. Acababa de vomitar y el estómago le daba vueltas. Se llevó una mano a la cabeza y la otra la apoyó en su vientre.


Lo que tanto había temido y al mismo tiempo deseado era tan real como las nauseas que la aquejaban cada mañana desde hacía unos cuantos días. Primero habían sido solo sospechas pero luego se había comprado un test casero y le había dado positivo. Volvió a hacerlo una vez más, solo para cerciorarse y ya no había duda posible.


Embarazada y soltera.


Las perspectivas no eran muy favorables pero era el hijo de Pedro y eso la colmaba de felicidad.


Fue hasta la cocina de su nuevo apartamento y llenó un vaso con agua. Gracias a Dios aquel era su día libre y podría quedarse en cama todo el día si le apetecía.


Bebió el agua despacio porque estaba segura que las nauseas volverían. Por fortuna se equivocó. Sacó un poco de fruta del refrigerador y estaba yendo hacia su cuarto
cuando el sonido del timbre la asustó.


Miró su reloj, eran casi las diez de la mañana, no esperaba a nadie y además no muchas personas sabían donde vivía.


Dejó la fruta encima de la mesa y se dirigió hacia la sala. Se anudó la bata que llevaba encima de su camiseta de South Park y sus pantaloncitos cortos y espió por la mirilla de la puerta.


Se quedó de una pieza cuando descubrió que quien estaba al otro lado de la puerta era Pedro. Su corazón comenzó a latir alocadamente y por un segundo creyó que se desmayaría.


—Paula, abre que sé que estás allí dentro —dijo él enérgico.


Paula sabía que tenía que abrirle pero estaba prácticamente paralizada.


—¡Paula! ¡Ábreme, por favor! ¡Tengo que hablar contigo, es urgente!


De repente Paula pensó en Sara y en la proximidad de su parto y se asustó.


—¿Le sucedió algo a mi hermana? —preguntó abriendo la puerta por fin.


Pedro no dijo nada, solo se dedicó a observarla. Hacía varias semanas que no la veía y a él le parecía que habían transcurrido años. Estaba más hermosa que nunca a pesar de su rostro pálido y la expresión de angustia en sus ojos grises.


—No, tu hermana está bien —respondió él por fin.


Paula lo observó y lo primero que notó fue que él ya no llevaba el cabello largo sino que se lo había cortado y lo peinaba hacia atrás. Estaba diferente pero seguía tan guapo como siempre.


—¿A qué has venido entonces? ¿Cómo me encontraste?


Pedro estaba a punto de responder pero ella lo interrumpió.


—No me digas nada, la boca floja de mi hermana te ha dicho donde trabajo y seguramente allí te han dado mi dirección.


Pedro asintió. Ella todavía no lo había invitado a entrar y no se atrevió a hacerlo por su propia cuenta. Quería hacer las cosas bien y sobre todo no asustarla.


—He venido hasta aquí para que hablemos, Pau.


Paula sintió temblar sus piernas cuando él la llamó así.


—Pasa.


Pedro entró y luego de echar un vistazo al lugar se dio media vuelta y la miró directamente a los ojos.


—Huiste de mi sin siquiera despedirte.


Paula agachó la mirada.


—Fue lo mejor.


Pedro la contempló mientras ella se sentaba en el sofá. La bata que ella llevaba se abrió y sintió el impulso de acariciar las piernas que se asomaban por debajo.


—No fue lo mejor para mi —alegó él acercándose.


—Créeme, lo fue —dijo ella moviéndose inquieta cuando él se sentó a su lado.


—Estas semanas sin ti fueron las peores de mi vida, Paula. Te busqué por cielo y tierra y no poder encontrarte me estaba matando.


—¿Has estado buscándome todo este tiempo? ¿Y tú trabajo?


—Me tomé unas vacaciones, además mi secretaria favorita no estaba allí para ayudarme…


—Podrías haber contratado a otra luego de que yo me fui —dijo ella con cierto dejo de tristeza.


—Eres irremplazable, dulzura. Jamás habrá otra como tú en mi vida.


Paula notó que el tono de su voz había cambiado. De pronto tuvo la vaga sensación de que él ya no estaba hablando solo de su secretaria.


—Sé que ha habido muchas mujeres en mi vida y que mi fama de mujeriego no me ayuda demasiado —hizo una pausa para tomar la mano de Paula—, pero de una cosa estoy completamente seguro… después de ti ya no habrá ninguna otra.


Pedro, Estefy me dijo…


—Sé lo que Estefania te dijo y hasta cierto punto es verdad. No creía en el matrimonio debido a una terrible experiencia que no viene al caso ni siquiera mencionar; por eso dediqué mi vida a salir con toda mujer que se atravesaba en mi camino, pura diversión y cero compromisos. Pero eso cambió el día que te conocí; confieso que al principio te vi como una más y que mi intención era llevarte a mi cama pero luego me di cuenta que eso no me bastaba, que nunca sería suficiente. Quiero vivir el resto de mi vida a tu lado, Pau…


Paula lo escuchaba y en su corazón sabía que él estaba siendo sincero.


—¿Quieres casarte conmigo, Paula Chaves? —preguntó él de repente poniéndose de rodillas encima de la alfombra.


Ella clavó sus ojos grises en los de él. Había amor en ellos y eso era lo único que le importaba.


Pedro, no es necesario… podemos estar juntos sin casarnos, no quiero obligarte…—comenzó a decir Paula haciendo un enorme esfuerzo por no llorar.


—De ninguna manera —le dio un beso en las manos y la miró nuevamente a los ojos—. Te amo, Paula y quiero que te conviertas en mi mujer, en mi esposa y en la futura madre de mis hijos. Solo dime que aceptas.


Paula se estremeció cuando él mencionó que quería que ella fuera la madre de sus hijos. Ella apretó con fuerza la mano de Pedro y se la llevó hasta el vientre.


—Te amo Pedro y lo único que deseo en la vida es convertirme en tu mujer, en tu esposa y en la madre de tu hijo —dijo entre lágrimas y sonrisas.


La mirada de Pedro se desvió hasta el vientre de Paula. 


Ella movía su mano hacia arriba y hacia abajo en pequeños círculos.


—¿Estas… vas a —de pronto las palabras se atoraron en la garganta de Pedro.


—Estoy embarazada y vas a ser papá —respondió ella emocionada—. Eso significa que tendrás que contratar a alguien para que me reemplace dentro de unos meses.


Pedro ya no pudo contener el llanto, la felicidad de saber que Paula estaba esperando un hijo suyo era demasiado grande.


—Debo tener una especie de karma, es la segunda secretaria en menos de un año que me sale embarazada —dijo en son de broma— ¡Lucia está felizmente casada y
Bob es el padre de su hijo! —aclaró.


Ambos se echaron a reír y cuando Pedro buscó la boca de Paula, sus labios se fundieron en un beso tierno y apasionado.


Mientras tanto, sus manos unidas acariciaban el vientre de Paula en donde se gestaba la prueba más legítima de su amor.






SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 27






Unas semanas después...


Pedro estacionó su Harley Davison en la acera, se quitó el casco y observó el lugar que lo rodeaba. Era la primera vez que estaba en San Francisco y ni siquiera había disfrutado de los días que ya llevaba en la ciudad.


Había llegado con la férrea intención de hallar a Paula y de llevarla de regreso con él. Para eso había cerrado la consulta inventando unas improvisadas vacaciones que además tenía muy bien merecidas. Estefania le había dado la antigua dirección de la casa de Paula en la ciudad pero ella ya no vivía allí.


Su hermana Sara tampoco tenía noticias de su paradero porque Paula no había querido decirle donde se instalaría por temor a que se lo contara a él.


La situación había exasperado a Pedro quien la buscaba por cielo y tierra desde hacía ya varias semanas.


De vez en cuando hablaba con Estefania por si había tenido alguna novedad pero era como si a Paula se la hubiera tragado la tierra. Había querido marcharse y desaparecer y lo había logrado.


Su hermana Sara tampoco había recibido noticias o al menos era lo que ella le decía casa vez que él la llamaba preguntando por ella.


Había ido a todos los hospitales y centros de salud para saber si no se encontraba trabajando en alguno de ellos pero había sido inútil.


Pero todo había cambiado veinticuatro horas antes. Había llamado a la casa de Sara y ella le había dicho que Paula se había puesto en contacto por fin, no le había dicho en donde vivía pero si le había contado a su hermana que había conseguido empleo como asistente en un centro de salud.


Allí se encontraba él ahora, parado en la acera y mirando aquel edificio de cinco plantas pulcramente pintado de blanco.


Allí dentro se encontraba Paula y por fin la tendría frente a él para decirle que la amaba con locura y que desde su partida su vida había sido un infierno.


Dejó el casco encima de la Harley, se acomodó la chaqueta y una de sus manos, en un movimiento casi mecánico buscó mecer su cabello. Era la costumbre, se lo había cortado hacía menos de una semana por expreso pedido de su hermana y aún no se habituaba a su nuevo aspecto.


Entró al edificio y ansioso fue hacia las oficinas en donde seguramente se encontraría Paula trabajando.


Detrás de un gran mostrador una mujer rubia que estaba de espaldas hablaba con una anciana.


Pedro se acercó a ella y su corazón sufrió una gran decepción cuando comprobó que no era Paula.


—¿En qué puedo ayudarlo, señor? —preguntó la joven amablemente.


Pedro miró hacia todos lados, buscándola.


—¿Trabaja aquí la señorita Paula Chaves?


La recepcionista le sonrió.


—Si, pero hoy es su día libre.


Pedro sonrió, al menos sabía que si trabajaba allí.


—¿Podría ser tan amable de decirme donde puedo ubicarla?


—Señor, usted comprenderá que no tengo permitido dar ese tipo de información sobre el personal del centro de salud.


—Lo sé, señorita… Lesley —dijo leyendo el gafete que colgaba del bolsillo de su camisa—. Lo que sucede es que yo vengo desde Belmont por un asunto urgente, se trata de Sara, la hermana de Paula, está a punto de dar a luz y quiere que su hermana esté presente, por eso estoy aquí, ella me ha mandado a buscarla —jamás había mentido tan bien en toda su vida, ni siquiera cuando había estado enredado con más de una mujer a la vez.


La muchacha dudó al principio pero él finalmente con su labia y su encanto logró convencerla.


Abandonó el edificio con la dirección de Paula escrita en un papel. Se subió a su motocicleta y estampó un beso en aquel pedazo de papel que le regresaría a Paula por fin.





viernes, 17 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 26




Paula había tomado ya una decisión, se marcharía de la casa de su hermana, dejaría su trabajo y regresaría a San Francisco. Después de la escena deplorable que acababa de tener con Pedro ya no podría volver a trabajar con él. Lo llamaría por teléfono y le diría que se buscara a una nueva secretaria. Ni siquiera se lo anunciaría en persona porque volver a verlo solo terminaría por destrozar su corazón bastante maltrecho ya.


La puerta de su habitación se abrió y Gabriel entró.


—Paula, hablemos por favor —le pidió él cerrando la puerta.


—Gabriel, sal de mi cuarto, no tenemos nada de que hablar —le dijo ella sacando unas prendas del closet.


Gabriel observó las maletas abiertas encima de la cama.


—¿Te marchas?


—Es lo mejor para todos —dijo ella mientras acomodaba algo de ropa dentro de una de las maletas.


—Paula, antes de que te vayas quiero que sepas que estoy muy arrepentido de lo sucedido. Me he comportado como un tremendo idiota y entiendo por lo que has tenido que pasar. No quiero justificarme pero mi relación con tu hermana en los últimos meses ha sido bastante complicada, luego llegaste tú y me volviste loco…


—Gabriel, no sigas…


—Perdóname, Pau, de verdad estoy arrepentido de lo que hice y lamento que te vayas de casa por eso.


Una sonrisa amarga surcó el rostro algo pálido de Paula.


—No te preocupes que no me marcho solo por eso —le aclaró.


—Voy a hablar con Sara…


—¿No pensarás contarle lo que ha pasado?


—No, no lo haré. Estoy dispuesto a hacer que nuestra relación vuelva a ser como era antes de que se embarazara. Amo a tu hermana y ella me ama, solo que en este período ambos estuvimos algo confundidos.


Paula miró a su cuñado a los ojos y supo que estaba siendo sincero. Le sería difícil olvidarse de lo que le había hecho pero ella jamás permitiría que Sara lo supiera.


—Me alegra que pienses así porque mi hermana te adora aunque no te lo demuestre últimamente.


—Entonces quédate, al menos hasta que nazca el niño —le pidió ya sin ninguna doble intención.


—No, Gabriel, no voy a quedarme. Me regreso a San Francisco esta misma noche —anunció.


La puerta se abrió y Sara se quedó boquiabierta.


—¿A San Francisco? ¿Por qué? —inquirió Sara entrando en la habitación. Vio a su esposo pero ni siquiera se preocupó que estuviera haciendo él allí.


—Porque sí —simplemente respondió Paula cerrando la maleta que ya estaba repleta.


—¿Qué fue lo que ese doctorcito te hizo para que decidieras irte nuevamente?


Gabriel miró a su esposa.


—¡No me mires de esa manera, Gabriel! ¡Si la cabezota de mi hermanita se va de Belmont es por culpa de Pedro Alfonso, se ha enamorado de él como una colegiala y ahora decide que lo mejor es irse en vez de quedarse a ver que sucede!


—Sara no puede haber un futuro posible con Pedro y por eso es mejor que me vaya —dijo tratando de sonar calmada.


—¡Estás huyendo y lo sabes!


—¡Maldición, Sara, no estoy huyendo! —no iba a llorar, se había jurado que no lo haría pero su hermana no dejaba de escarbar en la herida.


Gabriel permanecía en silencio dejando que las dos hermanas hablaran.


—¿Por qué entonces no lo buscas y hablas con él antes de irte?


—Porque no tiene caso hacerlo, créeme. He pasado ya por esta situación —dijo refiriéndose a su ruptura con su ex.


Pedro no es Matias, Paula.


—No, no lo es pero se parecen bastante… a ninguno de los dos le emociona la idea de casarse algún día y tú sabes mejor que nadie que ese ha sido uno de mis sueños desde que era una niña.


—¿Se lo has preguntado?


Paula se rió nerviosa.


—¡Por supuesto que no!


—Sara, dejemos a tu hermana, creo que necesita estar sola —intervino Gabriel.


Paula agradeció en silencio las palabras de Gabriel porque eso era exactamente lo que necesitaba.


—¡Pero…


—¡Bajemos a ver si Ana ya hizo su tarea!


Ambos se fueron y cuando Paula se quedó sola se dejó caer en la cama. Se cubrió el rostro con las manos y respiró profundamente.


Se marcharía de regreso a San Francisco y no volvería a ver a Pedro.


Se le estrujaba el alma de solo pensarlo pero no tenía otra salida.


Pedro y ella tenían una concepción muy diferente del futuro y los sueños que Paula tenía desde niña no congeniaban con las ideas de Pedro.


Él odiaba el matrimonio y ella quería algún día convertirse en su esposa.


Debía poner distancia de por medio si quería olvidarse que alguna vez había amado con tanta pasión a Pedro Alfonso.






SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 25





Estefania se sorprendió cuando esa tarde Pedro la buscó en su departamento.


—¡Hermanito, qué sorpresa! —exclamó Estefania abriendo la puerta.


Pedro entró como una tromba, se plantó en medio de la sala y miró a su hermana con un gesto de interrogación en la mirada.


—¿Qué demonios le has dicho a Paula sobre mi?


Estefania cerró la puerta y fue hasta el sofá, se sentó y observó con detenimiento a su hermano mayor.


—¿Por qué la pregunta y… cómo sabes que hablamos de ti durante el almuerzo? —preguntó alzando las cejas.


—¡Porque hasta esta mañana las cosas entre ella y yo iban estupendamente bien!


—¿Qué cosas iban estupendamente bien entre ustedes? 


Estefania estaba comenzando a comprender que estaba sucediendo.


—¡Pues como buena observadora deberías haberte dado cuenta que entre tu amiga y yo pasa algo!


Estefania abrió los ojos como platos.


—¿Tú y Pau?


Pedro asintió.


—¿Era ella la mujer con la que estabas ayer por la mañana cuando fui a tu casa?


—Si, era Paula; estábamos más que bien pero luego tú la invitas a almorzar y desde ese momento ella ha cambiado conmigo y…


Pedro, creo que metí la pata y la metí hasta el fondo —confesó ella poniendo cara de preocupación.


Él se sentó a su lado y la miró a los ojos.


—¡Dime ya en que lío me has metido, Estefania!


Estefania le contó la charla que ella y Paula habían tenido durante el almuerzo y a Pedro no le quedó ninguna duda sobre que había motivado el enojo de Paula.


—¿Cómo pudiste contarle eso? —le recriminó él agarrándose la cabeza.


—Yo no sabía que la mujer que se ocultaba en tu cama era ella y por eso le conté sobre tu matrimonio fallido y tu rechazo a la idea de volver a casarte… jamás me hubiera podido imaginar que ella estaba enamorada de ti.


Pedro se puso de pie.


—Espero que todo este embrollo tenga solución, Estefy. No quiero perder a Paula por nada del mundo…—confesó reconociendo sus sentimientos hacia ella por primera vez.


Estefania le tendió la mano y él se la dio.


—No la perderás, te lo prometo, por mi cuenta corre que eso no suceda —le aseguró con una sonrisa cargada de optimismo.





SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 24





Paula comprobó la mañana siguiente que le sería muy difícil ocultar las oscuras ojeras que daban a su rostro un aspecto totalmente patético debido al insomnio y a las lágrimas derramadas durante casi toda la noche.


Llegó al consultorio casi sobre la hora, solo el tiempo necesario para ordenar las citas del día y dedicarle un buen día solemne a Pedro.


Sabía que no iba a soportar mucho tiempo así y que él la confrontaría tarde o temprano por eso había tomado una decisión.


Comenzaron a llegar los pacientes y Paula agradeció que ninguno de ellos faltó a su consulta porque eso habría significado tiempo libre y eso era lo que ella no necesitaba al menos hasta estar lo suficientemente serena para responder las preguntas que Pedro seguramente tendría para hacerle.


A la hora del almuerzo la puerta que daba a la calle se abrió y Paula se quedó de una pieza al ver llegar a su cuñado. Se puso de pie de inmediato y Gabriel avanzó hacia su escritorio.


—Pau, por favor, necesito que hablemos —le dijo él para evitar que ella huyera de él.


—Gabriel, creo que no tenemos nada de que hablar, no después de lo que sucedió.


—¡Por favor, Pau, escúchame! —la asió del brazo y ella se paralizó.


En ese momento la puerta del despacho de Pedro se abrió y él caminó hacia ellos raudamente.


—¿Qué sucede aquí?


Gabriel soltó a Paula.


—No sucede nada, Pedro —dijo ella intentando esconder su miedo—. Mi cuñado ha venido a hablar conmigo pero le he dicho que no puedo atenderlo ahora, tengo una cita y no puedo llegar tarde.


Pedro los miró a ambos y no se creyó para nada la explicación que Paula acababa de darle. Había interrumpido alguna cosa importante y podía percibirlo.


—Pau, puedo llevarte a tu cita si quieres —se ofreció Gabriel haciendo un último esfuerzo por lograr hablar con ella para aclarar las cosas.


—No es necesario Gabriel, mejor regresa con Sara que seguramente te necesita más que yo —enfatizó.


—Ya la has oído, Gabriel, puedes retirarte —intervino Pedro muy molesto.


Gabriel no pudo hacer otra cosa y tuvo que marcharse.


Cuando se quedaron a solas, Paula pretendió huir pero él la detuvo.


—¿Me vas a explicar que demonios sucede contigo?


—No sucede nada conmigo, Pedro—le respondió ella de mala manera sin mirarlo a los ojos.


—No me mientas y además… ¿Qué quería tu cuñado contigo?


Paula alzó la vista y clavó sus ojos grises en los de él. Había rabia e impotencia en su mirada.


—¡No quería nada, demonios! ¿Puedo marcharme ahora?


Pedro no podía creer que ella le estuviera hablando de aquella manera y actuara como si él le hubiese hecho alguna cosa.


Se quedaron por unos segundos así, mirándose a los ojos y en silencio. Finalmente Pedro la soltó, consciente de que no iba a lograr nada de ella esa mañana.


—Puede irte si tienes tanta prisa —le dijo señalándole la salida—, pero debemos hablar y lo sabes, tarde o temprano vas a decirme que es lo que te sucede conmigo.


—Quizá ya no haya nada de que hablar —respondió ella dolida.


Pedro soltó un par de maldiciones y arremetió nuevamente contra ella.


—¿Qué significa eso? —la asió de un brazo y la atrajo hacia él.


—¡Suéltame, Pedro!


—¡No hasta que me digas que te he hecho para que me trates así!


Paula clavó la mirada en la mano de Pedro que seguía sosteniéndola por un brazo.


—¿No vas a responderme?


Paula entonces lo miró a los ojos nuevamente.


—Quizá tu sepas la respuesta a esa pregunta mejor que yo —le dijo ahogando las lágrimas que amenazaban por salir.


—¡Por Dios, Paula, no juegues con mi paciencia y dime que es lo que sucede porque si mal no recuerdo tú y yo estábamos bien hasta ayer por la mañana cuando te fuiste de mi casa!


Paula logró zafarse y se apartó de él.


—¿De verdad quieres saber lo que sucede? —le espetó ya sin poder contener el llanto.


Pedro se quedó en silencio, incapaz de comprender que le ocurría a Paula y el motivo de sus lágrimas.


—¡Sucede, Pedro Alfonso que no estoy dispuesta a ser una más en tu lista de conquistas! De un manotazo se secó los ojos. — ¡Debo reconocer que fui una estúpida porque creí que había algo importante entre nosotros! ¡Pero bueno ni siquiera es tu culpa, después de todo la única culpable de mi desdicha es mi estúpida manía de enamorarme de quien no debo! 


Corrió hacia la puerta y atravesó el pasillo hasta el ascensor.


Pedro salió tras ella y la alcanzó.


—¡Paula, espera!


Pero la puerta del ascensor se cerró y se quedó allí, desesperado y con un mar de dudas en su cabeza.


Las palabras de Paula no lo habían aclarado demasiado pero ella, sin embargo en medio de su estado de conmoción le había dicho que estaba enamorada de él y eso fue suficiente para calmar, un poco al menos, su corazón.