miércoles, 18 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 2



Paula nunca olvidaría lo que pasó después. 


Aparentemente, Pedro Alfonso siguió siendo el magnate del petróleo tranquilo y controlado con el que había trabajado durante año y medio, pero no habría llegado a ser indispensable para él si no hubiese aprendido a leer entre líneas. Los dientes apretados y su forma de agarrar la toalla le indicaron cuánto le había afectado la noticia. También vio que Ariel Alfonso, detrás de Pedro, dejaba de hacer lo que estaba haciendo. Algo de su expresión debía de haberla delatado porque el hermano mayor estaba acercándose e ellos. Era tan imponente e impresionante como su hermano menor, pero si bien la mirada de Pedro era penetrante como un rayo láser e irradiaba una inteligencia casi letal, la de Ariel era atormentada y transmitía un hastío muy profundo.


—¿Sabemos el motivo del accidente? —preguntó Pedro sin alterarse.


—No. El capitán no contesta el móvil. No hemos podido ponernos en contacto con el buque desde la primera llamada. Los guardacostas congoleños están dirigiéndose hacia allí. Les he pedido que me llamen en cuanto lleguen —lo siguió mientras él se dirigía hacia el coche—. El equipo de emergencia está preparado para volar hacia allí en cuanto usted lo ordene.


Pedro los alcanzó antes de que llegaran a la limusina y detuvo a su hermano con una mano en el hombro.


—¿Qué ha pasado, Pedro?


Pedro se lo contó en cuatro palabras y Ariel la miró.


—¿Sabemos los nombres de los tripulantes desaparecidos?


—He enviado un correo electrónico con la lista de la tripulación a sus teléfonos y al de Teo. También he adjuntado una relación de los ministros con los que tendremos que tratar para no herir susceptibilidades y he concertado llamadas a todos ellos.


Algo vibró en sus ojos antes de que mirara a su hermano. 


Ariel sonrió ligeramente cuando Pedro arqueó las cejas.


—Me ocuparé de todo lo que pueda desde aquí. Hablaremos dentro de una hora.


Ariel dio una palmada tranquilizadora a su hermano y se marchó. Pedro se volvió hacia ella.


—Tengo que hablar con el presidente.


—Tengo avisado a su jefe de gabinete. Le pondrá en contacto cuando esté preparado.


Ella lo miró al pecho, pero desvió la mirada inmediatamente y retrocedió un paso para alejarse del olor a sudor que emanaba su piel olivácea.


—Tiene que cambiarse. Le traeré ropa limpia.


Se dirigió hacia el maletero del coche y oyó la cremallera del traje para remar. No se dio la vuelta porque ya lo había visto todo, o, al menos, eso era lo que se decía a sí misma.


 Naturalmente, no lo había visto completamente desnudo, pero su trabajo era de veinticuatro horas al día y cuando un magnate poderoso solo la veía como una autómata eficiente y sin sexo, quedaba expuesta a distintos aspectos de su vida y distintos grados de desnudez. La primera vez que se desvistió delante de ella se lo tomó como lo más natural del mundo y había tenido que aprender a tomarse así casi todo.


 Sentir algo, conceder lo más mínimo a los sentimientos, era abocarse al desastre. Había aprendido a endurecer el corazón para no hundirse bajo el peso de la desesperanza, y no estaba dispuesta a hundirse…


Se apartó del maletero con una camisa azul y un traje gris de Armani en una mano y una corbata en la otra. Se lo entregó mirando hacia el lago y volvió para recoger los calcetines y los zapatos de cuero. No necesitaba ver sus hombros moldeados tras años de remero profesional y ganador de campeonatos ni el pecho musculoso con una hilera de vello que descendía hasta la estrecha cintura y desaparecía debajo de los calzoncillos. No necesitaba ver esos poderosos muslos que parecía que podían machacar a un contrincante imprudente o acorralar a una mujer contra una pared, si ella quería, pero, sobre todo, no necesitaba ver esos calzoncillos de algodón negro que a duras penas contenían su…


Oyó el zumbido de una llamada en el teléfono de la limusina y se metió en el coche. Vio por el rabillo del ojo que Pedro se ponía los pantalones. Le entregó en silencio las prendas que quedaban y contestó el teléfono.


—Naviera Alfonso—dijo mientras tomaba su tableta electrónica.


Escuchó tranquilamente mientras tecleaba para aumentar la lista infinita de asuntos pendientes. Cuando Pedro se sentó a su lado impecablemente vestido, iba por el quinto asunto. 


Se detuvo el tiempo justo para ponerse el cinturón de seguridad y siguió tecleando.


—En este momento, no tenemos nada que decir. Ninguna agencia de noticias tendrá una exclusiva —dijo ella mientras Pedro se ponía rígido—. La Naviera Alfonso publicará un comunicado de prensa dentro de una hora en la página web de la empresa. Si tienen más preguntas después, pónganse en contacto con nuestra oficina de prensa.


—¿Prensa sensacionalista o general? —preguntó él cuando ella colgó.


—General. Quieren confirmar lo que han oído.


Volvió a sonar el teléfono y no le hizo caso cuando vio que era otro periódico. Pedro tenía que hacer llamadas más apremiantes. Le entregó los auriculares conectados a la llamada que llevaba diez minutos en espera. Los dedos se rozaron y el pulso de le paró un instante, pero era otra de esas cosas que se tomaba como lo más natural del mundo.


Su voz profunda rezumaba autoridad y seguridad en sí mismo. También delataba levísimamente su origen griego, pero ella sabía que hablaba el idioma de su madre con la misma eficiencia y naturalidad con la que dirigía la sección de compraventa de petróleo de la Naviera Alfonso, la milmillonaria multinacional de su familia.


—Señor presidente, por favor, permítame que le exprese mi consternación por la situación en la que nos encontramos. 
Naturalmente, mi empresa asume toda la responsabilidad por el incidente y hará todo lo que pueda para que los daños económicos y ecológicos sean mínimos. 
Efectivamente, tengo un equipo de cincuenta hombres especialistas en investigación y limpieza que se dirige hacia allí. Valorarán lo que hay que hacer y… Efectivamente, estoy de acuerdo. Llegaré al lugar del accidente en un plazo de doce horas.


Los dedos de Paula volaban por el teclado mientras tomaba notas y cuando Pedro cortó la llamada, ya tenía el avión privado preparado. Entonces, el teléfono volvió a sonar.


—¿Quiere que conteste? —preguntó ella.


—No. Yo soy el director de la empresa —la miró con unos ojos irresistibles que la cautivaron—. Esto va a empeorar mucho antes de que mejore. ¿Podrá resistirlo, señorita Chaves?


Tomó aliento y recordó la promesa que se había hecho hacía dos años en una habitación fría y oscura. No estaba dispuesta a hundirse. Tragó saliva y se puso muy recta.


—Sí, podré resistirlo, señor Alfonso.


Los ojos verdes como el musgo se clavaron en ella un instante, hasta que descolgó el teléfono.


—Alfonso…


Llegaron a las torres Alfonso, le entregaron las maletas al piloto del helicóptero y tomaron el ascensor que los llevaría al helipuerto de las torres. Los dos sabían claramente lo que les esperaba. No se podía hacer nada para evitar que el crudo se derramara hasta que llegara el equipo de limpieza y entrara en acción. Sin embargo, cuando lo miraba, ella sabía que la tensión en el rostro de Pedro no se debía solo al desastre. También se sentía golpeado por lo inesperado. 


Pedro no soportaba las sorpresas y por eso siempre se anticipaba a sus oponentes en una docena de movimientos, para que no lo sorprendieran. Cosa que no le extrañaba después de haber sabido algo sobre su pasado. La bomba que su padre dejó caer en la familia cuando Pedro era un adolescente todavía era carnaza para los periodistas. Ella no sabía toda la historia, pero sí sabía lo suficiente como para entender que Pedro no quisiera que la empresa fuese el centro de atención. El teléfono sonó otra vez.


—No, señora Lowell, lo siento, pero no hay noticias —su voz era firme, pero lo suficientemente serena como para tranquilizar a la esposa del capitán—. Sigue desaparecido, pero esté tranquila, por favor. Le doy mi palabra de que la llamaré personalmente en cuanto sepa algo.


Él colgó y apretó los dientes.


—¿Cuánto tiempo falta para que llegue el equipo de rescate?


—Noventa minutos —contestó ella mirando el reloj.


—Contrate otro equipo. No quiero que pasen nada por alto porque están agotados y tienen que trabajar veinticuatro horas hasta que encuentren a los desaparecidos. Hágalo, Chaves.


—Sí, claro.


Se abrieron las puertas del ascensor y estuvo a punto de tambalearse cuando él le puso una mano en la espalda para que saliera por delante. No la había tocado desde que trabajaba para él. Hizo un esfuerzo para no reaccionar y lo miró. Estaba serio y con el ceño fruncido por la concentración mientras la guiaba hacia el helicóptero. Bajó la mano unos metros antes de llegar, esperó a que el piloto la ayudara a acomodarse y se sentó a su lado. Volvió a hablar por teléfono antes de que despegaran. Esa vez, con Teo. La conversación en griego era incomprensible para ella, pero, aun así, se quedó fascinada con el sonoro idioma y el hombre que lo hablaba. Él la miró y ella se dio cuenta de que había estado mirándolo fija y descaradamente. 


Desvió la atención hacia la tableta y la encendió. No
había habido nada personal ni en el contacto de Pedro ni en su mirada, y ella tampoco había esperado que lo hubiese habido. Era siempre meticulosamente profesional y ella no esperaba o deseaba otra cosa de él. Había aprendido esa lección dolorosamente y todo porque se había permitido sentir, porque se había atrevido a relacionarse con otro ser humano después del infierno que había pasado con su madre. No corría el riesgo de olvidarse. Además, tenía ese tatuaje en el hombro para recordárselo.






PROHIBIDO: CAPITULO 1




Dale con fuerza! Ya estás escaqueándote como siempre mientras yo hago todo el esfuerzo.


Pedro Alfonso metió los remos en el agua mientras disfrutaba de la tensión del cuerpo.


—Deja de quejarte. No tengo la culpa de que te sientas tan viejo.


Pedro sonrió. Solo era dos años y medio menor que Ariel, pero sabía que le fastidiaba que se lo recordara y no perdía la ocasión de provocarlo.


—No te preocupes, Teo te sustituirá la próxima vez y no tendrás que esforzarte —siguió Pedro.


—Teo estará tan preocupado en presumir de músculos con las regatistas que no podrá remar —replicó Ariel con ironía—. No consigo entender cómo pudo dejar de presumir el tiempo suficiente para ganar cinco campeonatos del mundo.


—Sí, siempre le importaron más las mujeres y su físico que cualquier otra cosa —añadió Pedro.


Remó sincronizado con su hermano mientras cruzaban el lago que usaba el club de remo a unos kilómetros de Londres y sonrió por la sensación de tranquilidad que se apoderó de él. Hacía mucho tiempo que no iba por allí y que no estaba así con sus hermanos. Tenían que dirigir las tres secciones de Alfonso Inc. y no habían encontrado tiempo para reunirse. Naturalmente, no había durado mucho. Teo ya había salido hacia Río de Janeiro en el avión de Alfonso para lidiar con una crisis de la multinacional. 


Aunque quizá fuese por otro motivo… Su hermano era capaz de volar a miles de kilómetros para cenar con una mujer hermosa.


—Si descubro que nos ha dejado por unas faldas, le confiscaré el avión durante un mes.


—Me temo que te juegas el cuello si te metes entre Teo y una mujer —Ariel resopló—. Hablando de mujeres, observo que la tuya ha conseguido apartarse un segundo de su ordenador portátil…


Él consiguió seguir remando a pesar de la descarga eléctrica que sintió en el cuerpo y miró hacia donde Ariel tenía clavados los ojos.


—Dejemos una cosa muy clara, ella no es mi mujer.


Paula Chaves, su asistente, estaba al lado del coche. Eso ya era una sorpresa porque ella prefería quedarse pegada al ordenador de la limusina cuando él no estaba. Sin embargo, lo que lo dejó atónito no era la expresión de eficiencia fría y profesional que no la había abandonado desde hacía año y medio. Ese día parecía…


—¿No me dirás que ya ha sucumbido? —preguntó Ariel en un tono entre burlón y resignado.


Pedro frunció el ceño con una incomodidad que se mezclaba con unos sentimientos que se negaba a reconocer. Había aprendido que manifestar los sentimientos podía dejar cicatrices incurables. Además, ya había probado el cóctel casi letal que formaban el trabajo y el placer.


—Cierra el pico, Ariel.


—Estoy preocupado, hermano. Está a punto de lanzarse al agua. Mejor dicho, de lanzarse sobre ti. Por favor, dime que no te has vuelto loco y te has acostado con ella.


Pedro miró a Chaves e intentó adivinar lo que pasaba a pesar de la distancia.


—No sé qué me parece más molesto, si tu malsano interés por mi vida sexual o que puedas seguir remando mientras te portas como un inquisidor —murmuró él distraídamente.


En cuanto a la relación física con Chaves, si su libido se empeñaba en elegir los momentos menos adecuados, como ese, para recordarle que era un hombre de sangre ardiente, no pensaba hacerle caso, como llevaba haciendo año y medio. Ya había perdido demasiado tiempo quitándose de encima a las mujeres. Remó con fuerza y con ganas de terminar, aunque no dejó de mirar a Chaves y su actitud rígida hizo que sonaran todas las alarmas.


—Entonces, ¿no hay nada entre vosotros? —insistió Ariel.


Dio una última palada y notó que el fondo de la embarcación chocaba con el embarcadero.


—Si estás pensando en robármela, Ariel, olvídate. Es la mejor asistente que he tenido y cualquiera que sea una amenaza perderá una parte de su cuerpo, dos si es de la familia.


—Cálmate, hermano. No estaba pensando en robártela. Además, oírte hablar así de ella ya me indica que has perdido la cabeza.


—Que reconozca el talento no quiere decir que haya perdido la cabeza. Tiene más cerebro en su dedo meñique que todos mis asistentes anteriores juntos y es como un perro de presa cuando tiene que organizarme el trabajo. Es todo lo que necesito.


—¿Seguro que es todo? Capto cierta veneración en tu tono…


Ariel recogió los remos y Pedro se quedó paralizado, hasta que se dio cuenta de que Ariel estaba tomándole el pelo.


—Ten cuidado. Todavía te debo una cicatriz por la que me hiciste con tu imprudencia.


Pedro se acarició la cicatriz que tenía en la ceja derecha, la que le hizo Ariel con un remo cuando eran unos adolescentes.


—Alguien tenía que bajarte los humos para que dejaras de creer que eras el hermano más guapo.


Ariel sonrió y Pedro se acordó de lo despreocupado que había sido su hermano antes de que la tragedia se cebara despiadadamente con él.


—Tu perro de presa se acerca —comentó Ariel mirando detrás de Pedro—. Creo que va a ladrar.


Pedro dejó los remos al lado de la piragua y vio que Paula estaba en lo alto del embarcadero con los brazos cruzados y la mirada clavada en él. Su rostro tenía una expresión que no le había visto nunca y tenía una toalla en una mano.


—Pasa algo —comentó Pedro con el ceño fruncido—. Tengo que irme.


—¿Te lo ha comunicado por telepatía o estáis tan sintonizados que lo sabes solo con mirarla?


—Ariel, de verdad, corta el rollo.


Pedro frunció más el ceño cuando ella se dirigió hacia él, algo que no hacía nunca. Sabía que no podía molestarlo cuando estaba con sus hermanos. Sabía cuál era su sitio y nunca lo olvidaba. Él también empezó a dirigirse hacia ella.


—¿Qué pasa? —preguntó Pedro parándose cuando llegó a la altura de su asistente.


La vio dudar por primera vez desde que hizo la entrevista para solicitar el empleo.


—Suéltalo, Chaves.


Ella tenía los labios levísimamente apretados, pero él lo vio. 


También era la primera vez. Nunca le había visto un indicio de angustia. Chaves le tendió la toalla en silencio. Él la agarró más para que dijera algo que para secarse el cuerpo sudoroso.


—Señor Alfonso, tenemos un percance.


—¿Qué percance? —preguntó él apretando los dientes.


—Uno de sus petroleros, el Alfonso Six, ha encallado en Point Noire.


Pedro tragó saliva y se quedó helado a pesar del calor de verano.


—¿Cuándo pasó?


—Recibí una llamada de la tripulación hace… cinco minutos —contestó ella con nerviosismo.


—¿Pasa algo más? —preguntó él con un miedo creciente.


—Sí. El capitán y dos miembros de la tripulación han desaparecido y…


—¿Y?


—El petrolero ha chocado contra unas rocas y está derramando crudo por el Atlántico Sur a un ritmo de sesenta barriles por minuto.






martes, 17 de febrero de 2015

PROHIBIDO: SINOPSIS




Pedro Alfonso, magnate del petróleo, siempre conseguía lo que quería. Al fin y al cabo, era atractivo, poderoso y muy rico. Sin embargo, no podía tener a Paula Chaves, su secretaria, porque era la única mujer en la que podía confiar.


Cuando una crisis internacional hizo que trabajaran juntos las veinticuatro horas, la intrigante y recatada Paula resultó tener una voracidad sensual que solo podía compararse con la de él mismo y se dio cuenta de lo que había estado negándose demasiado tiempo. Sin embargo, ¿pagaría el precio por tomar lo que quería cuando se desvelara el secreto de su secretaria perfecta?




UNA NOCHE DIFERENTE: EPILOGO





Ha sido una boda preciosa —comentó Lucila.


—Y sobre todo, ya era hora de que se celebrara —añadió Alejo.


—Tienes la sensibilidad de un corcho —repuso su esposa.


Alejo se encogió de hombros y se volvió para mirar a Pedro, que vestido de esmoquin y con la corbata suelta, sostenía a su hijo de dos meses de edad.


—¿Tan insensible soy, hermanito?


Pedro bajó la mirada a su hijo. Al pequeño Lautaro no le importaba que sus padres acabaran de casarse. Tenía el corazón henchido de amor, y de orgullo. De que su hijo tuviera una familia que lo quisiera. Y de que su vida fuera a ser mucho más hermosa de lo que lo había sido la de Alejo, o la suya propia.


—Sí que lo eres —replicó—, pero eso forma parte de tu encanto.


Paula volvió en ese instante, del brazo de su padre. 


Acababan de bailar y estaba radiante.


—¿Te importa que te robe a mi nieto un momento? —le preguntó Jose Chaves—. Te lo cambio por la novia.


—Trato hecho.


Entregó el bebé a su suegro y tomó luego a Paula de la mano para llevarla de vuelta a la pista de baile.


—Esta boda se parece mucho a ti, ¿sabes? —le dijo mirando a su alrededor y contemplando la sencillez de la decoración, los colores vivos. Irradiaba alegría. Al igual que su esposa.


—Sí. Pero contigo, soy mucho más yo.


—Me alegro —le besó la nariz—. Yo soy ciertamente un hombre mejor. Es increíble lo que se siente cuando se empieza a comprender el significado del amor.


—Me alegro,Pedro, porque tú tienes mucho amor que dar.


—Nunca había sido tan feliz.


—Entonces, tenemos un nuevo objetivo.


—¿Cuál?


—Perseguir una felicidad todavía mayor, cada día.


—Contigo, Paula, eso no será nada difícil.



UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 22



—¿Dónde has metido los malditos helados, Lucila? —masculló Paula mientras rebuscaba en la nevera. Desafortunadamente, su hermana no estaba presente en el apartamento para oírla maldecir su nombre.


De repente se abrió la puerta. Se irguió, tensa. Quizá sus maldiciones la habían convocado mentalmente. Pero en cuanto se hubo girado, la cuchara se le cayó al suelo.


Pedro… —tuvo la sensación de que iba a desmayarse. 
Hacía cerca de un mes que no lo veía. Se llevó una mano al estómago. Estaba ya de cinco meses y su embarazo era más que evidente—. ¿Qué estás haciendo aquí?


Vio que bajaba la mirada a la mano que tenía sobre el vientre con expresión extraña.


—Tu cuerpo ha cambiado.


—Estoy embarazada —le recordó—. Y las cosas me van muy bien, por cierto.


—¿De veras?


—Sí.


—Me alegro. Es un alivio saberlo.


—Pensaba que no te importaba. Me dijiste que no me querías.


—No era verdad, Paula. Te he echado tanto de menos… Debí haberme quedado contigo durante todo este tiempo… Debí haberme casado contigo.


—Pero elegiste no hacerlo —repuso ella mientras se agachaba para recoger la cuchara—. Fuiste tú quien me dejó sola anunciando a los invitados que no habría boda —dejó con fuerza la cuchara sobre la encimera—. La decisión fue tuya. Y luego me dijiste que ese había sido tu plan desde el principio. Manipularme como si fuera un simple peón.


—Te mentí.


—¿Que tú… qué?


—Te mentí porque… Paula, estaba en el altar, esperándote, cuando de pronto vi a Alejo sentado allí. Y de repente comprendí… De repente, al ver allí a mi hermano, me vi claramente a mí mismo por primera vez. Y odié lo que vi. A un hombre que te había manipulado. Un hombre que se las había ingeniado para atraparte, pese a saber que no era merecedor de ti. Un hombre que habría recurrido a todos los medios para retenerte, utilizando incluso tu amor a su favor. Me vi a mí mismo en aquel momento —respiró hondo—. No podía permitir que te encadenaras a mí. Porque todo lo que sucedió entre nosotros había sido una manipulación mía. Incluidos tus propios sentimientos. Me dijiste que me amabas… pero eso solo era porque ibas a tener un hijo mío. Porque pasaste unos cuantos meses idílicos en una isla privada conmigo.


Paula tuvo la impresión de que la habitación había empezado a dar vueltas.


Pedro —le temblaba la voz—. ¿Me estás diciendo que estuviste actuando durante todo el tiempo que estuvimos en la isla?


—No, pero todo había sido una maquinación mía. Te sentiste atrapada. Yo conseguí que te decidieras tan rápido a…


Pedro, escúchame bien. Yo te amé. Mucho. Y, cuando me rechazaste, cuando me dijiste que no querrías ver nunca a nuestro hijo, me dieron ganas de golpearte con algo pesado y duro en la cabeza.


—Me parece justo.


—Yo te di mi amor, pero tú… Yo te lo di todo. Debería haber…


De repente la tomó en sus brazos y la besó. Profunda, desesperadamente. Y ella no lo rechazó. No se resistió. 


Porque estaba demasiado hambrienta de él. Furiosa también, sí. Pero nunca había dejado de desearlo. De amarlo.


La acorraló contra la nevera, con las manos en su cintura mientras la besaba. Ella le echó los brazos al cuello. Las lágrimas le corrían por las mejillas.


—Está bien… —Paula se interrumpió para tomar aire—, pero tenemos que hablar, ¿no te parece? ¿Por qué estás aquí?


—Porque este último mes ha sido un infierno. Porque cada vez que pienso que nunca veré a nuestro bebé, me siento morir. Y cada vez que pienso que no volveré a verte a ti, Paula… lo único que puedo hacer es rezar para que la muerte me llegue pronto.


—¿Por qué?


—Porque te amo. Me di cuenta de ello hace semanas, pero seguía pensando que no era justo pedirte que pasaras el resto de tu vida con un hombre como yo. Pero… pero ahora tengo que ser egoísta y pedirte que lo hagas. Que pases el resto de tu vida conmigo porque, si no lo haces, no creo que la mía merezca la pena.


Pedro, ¿por qué no te consideras merecedor de mí? —le preguntó ella—. Yo… no soy perfecta. He cometido errores. Y cometeré más. Yo no quiero un hombre perfecto.


—Seré un hombre mejor por ti.


Pedro, yo sé lo que necesito. Me gustas como eres. Desde el primer momento en que te vi, me enamoré de ti. Hace cinco meses, en cuanto te vi a bordo de aquel yate.


—A mí me ocurrió lo mismo, Paula. Nunca me imaginé que una noche acabaría cambiándome tanto. Pero me cambió. Y luego continuaste cambiándome durante los meses siguientes.


—¿Por qué tardaste tanto en descubrir que me amabas?


—Era lo único que no había hecho antes. Yo quise a mi madre, Paula, pero no sabía lo que era que alguien me amara a mí. Yo le daba amor, pero no lo recibía. Y al final me quedé destrozado porque… ella prefirió suicidarse antes de quedarse conmigo.


—Ella tenía muchos problemas, cariño. No tuvo nada que ver contigo.


—Lo sé. Y Alejo me ayudó con eso. Él… me hizo verlo. Yo lo odiaba por lo que tenía, sin preguntarme cómo lo había conseguido. Y, cuando me lo contó… todo cobró sentido. El amor es distinto de lo que pensaba. Es… como una felicidad que jamás me imaginé que sentiría. Es la cosa más maravillosa y aterradora que he sentido jamás. Y, si tú sientes lo mismo por mí, si quieres hacer esto… por el resto de nuestras vidas, sabiendo quién soy, y dónde he estado… entonces solo puedo estarte agradecido. Solo puedo intentarlo y convertirme en el hombre que creo que te mereces.


—Sé simplemente el hombre que eres, Pedro. Ese es el principio y el fin de lo que quiero de ti. Porque es la misma libertad que me diste a mí. Pedro, ¿es que no te das cuenta de que tú me liberaste? Me sentía como si estuviera atrapada en el cuerpo de otra mujer, aspirando desesperadamente a un ideal que ni siquiera deseaba y temiendo al mismo tiempo fracasar miserablemente. Lo que me has dado es algo increíble. Para mí no hay mejor hombre que el que simplemente me quiere tal como soy.


—Yo soy ese hombre —le dijo él, besándole el cuello—. Eso te lo prometo. Quiero todo lo que tú eres y lo que serás. Sea lo que sea lo que nos depare la vida, estaremos a la altura del desafío siempre y cuando estemos juntos.


—Yo también lo creo.


—Así que… ¿cuándo nos vamos a casar?


—No antes de medio año —respondió ella.


—¿Qué?


—Necesito tiempo para organizar la boda. Te amo y el nuestro será un matrimonio para toda la vida.


—¿Vas a hacerme esperar, Paula?


—Para algunas cosas, sí, Pedro—sonrió—. Para otras, no.



*****


Un buen rato después yacían en la cama, jadeantes. Ella le delineaba el bíceps con la punta de un dedo, sonriente. Sí, amaba a aquel hombre. Habían tenido un comienzo difícil, pero tenían todo el tiempo por delante.


—¿Sabes? Si podemos superar esto, creo que podremos superarlo todo —dijo ella.


—Estoy de acuerdo.


—Siempre y cuando seamos sinceros el uno con el otro, a partir de ahora.


—En bien de la sinceridad —dijo él—, tengo que decir que te han crecido mucho los senos. Y me gusta.


—Guau. Qué romántico.


—Quizá no, pero sí sincero.


—Gracias.


De repente, Paula evocó aquella noche en que habían comido pizza en el elegante hotel de Cannes. Cuando él le había hablado de los finales felices.


—Ya tienes tu final feliz —susurró.


—Esto todavía no ha terminado.


—No —repuso, acurrucándose contra él—. Por suerte.


—Sí. Tenemos una vida entera por delante. Con altibajos, pero juntos.


—Y esto es mucho mejor que un clásico final feliz.


—Estoy de acuerdo —él suspiró, sonriendo.







UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 21





Pedro odiaba tener que vestirse. Últimamente, pasar largas horas tumbado y vagar por su apartamento borracho y en ropa interior, se había convertido en una costumbre. Pero allí estaba, duchado y afeitado, y vestido de traje. Porque tenía un asunto del que ocuparse. Con un hombre que probablemente lo mataría en cuanto lo viera. Quizá fuera esa una buena forma de acabar con el infierno que estaba viviendo.


—Señor Alfonso. El señor Kouros le recibirá ahora mismo —le informó un secretario en la antesala del despacho de Alejo.


—Bien —pasó al despacho.


Pedro —lo saludó Alejo en cuanto lo vio entrar—. Me sorprendió que quisieras verme. Si no se lo he contado a mi mujer es para no hacerla enfadar. Me estás poniendo en un compromiso así que, por favor, sé breve… Por cierto, si has venido a echarme algo en cara, pierdes el tiempo. No me importa.


—En absoluto. Solo pensé que quizá querrías escuchar una explicación de mi comportamiento. El motivo de que fuera a por tu compañía. Y a por ti.


—Estuviste en la mansión Kouklakis, ¿verdad? —le preguntó Alejo, lanzándole una mirada de cansancio—. En ese caso, entiendo que te caiga tan mal. Sin embargo, deberías saber una cosa, y digo esto no para exculpar mis pasados pecados, sino para aclarar las cosas. Yo desempeñé un papel clave en el desmantelamiento de la red criminal de mi padre.


—Me alegra oírlo. Ojalá lo hubiera sabido antes.


—Eres joven. Yo tardé años en saber lo que tenía que hacer.


—Sí, yo estuve en la mansión. Pero lo importante no fue eso, sino lo que descubrí después de que tú la abandonaras.


—¿Y qué descubriste?


—Que tu padre tuvo otro hijo. Yo.


—¿Seguro? —inquirió Alejo con voz ronca, pálido.


—Él estaba seguro de ello, al menos. Lo suficiente para proponerme como heredero de su maldito reino cuando muriera.


—¿Y es esa la razón por la que has estado yendo a por mí?


—Supongo que sí. Estaba ciego de furia. ¿Cómo pudiste haber escapado? Y tenías una vida tan perfecta… Una familia que te quería. Una mujer que te amaba. Mientras que yo no tenía nada. Así que quise quitártelo todo. Bajarte al nivel donde pensaba que deberías estar, y donde estaba yo. Pero ahora he hecho daño a Paula, y no estoy nada contento con ello. También me he mirado a mí mismo, y te aseguro que no me gusta nada lo que he visto. Aparte de Paula, necesito hablar contigo de esto. Informarte de que no voy a seguir poniéndote palos en las ruedas con la idea de vengarme. Estoy cansado. Cansado de la fealdad que veo en mí. Quiero dejarlo. Yo nunca seré el hombre que ella necesita, ahora lo entiendo. Pero quiero liberarme de… de esta rabia.


Alejo recogió una taza de su escritorio y la apretó con fuerza, tenso, sin darse cuenta.


—Entenderás, sin embargo, que debido a Paula nuestra relación no puede ser…


—Sí. No soy precisamente un hombre de familia. Al menos, no sé serlo.


Alejo bajó la mirada.


—Me alegro de que me lo hayas contado.


—Estoy harto de secretos. Ese viejo canalla no puede afectarnos ya. No tiene poder para ello.


—Es verdad —Alejo asintió lentamente con la cabeza.


—Gracias por haber aceptado verme. No es el tipo de cosas que puedes decir en un email.


—Cierto.


—Me marcho —se giró en redondo para dirigirse hacia la puerta, pero en el último momento se volvió de nuevo hacia él—. Alejo, ¿puedo hacerte una pregunta?


—La que quieras.


—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo te liberaste de aquel lastre? ¿Cómo te atreviste a pedirle a una mujer que se encadenara a ti por el resto de tu vida sabiendo lo que llevabas dentro? ¿Cómo pudiste creer que la merecías cuando…? A mí nadie me ha querido nunca. Y entiendo que existe una razón para ello. ¿Cómo puedo decirle a Paula que la quiero cuando temo que eso pueda destrozarla?


Alejo se quedó callado durante un buen rato, mirando ceñudo por la ventana.


—Nuestro padre siempre echó de menos una cosa. Una cosa que, si hubiera echado raíces en él, habría cambiado completamente su vida.


—¿Cuál?


—No tuvo amor, Pedro. Creo que es eso lo que nos cambia, Pedro. Lo único que puede matar el monstruo.


—El amor fue lo que mató a mi madre —replicó con tono rotundo.


—¿Qué efecto tienen las drogas, Pedro?


—Son adictivas.


—Te hacen sentir cosas —dijo Alejo—. Te hacen necesitarlas. Pero tú no las quieres. Te destrozan, te hacen pensar que no puedes vivir sin ellas. La adicción no es lo mismo que el amor. ¿Qué crees que sentía realmente tu madre por nuestro padre?


—No… no estoy seguro.


—El amor fue lo que me cambió a mí. El de Jose Chaves, el de Lucila… ese amor me curó. No fue el dinero, ni el poder. No fue la venganza. Cuando lo acepté… fue entonces
cuando cambié. Piensa en ello.


—Lo haré.


Pedro abandonó el despacho. Entró en el ascensor como un sonámbulo. Amor. Estaba enamorado. Rugió de frustración mientras descargaba un puñetazo en el panel de los botones. Se apoyó luego en la pared, con el corazón latiéndole acelerado.


¿Era tan sencillo? ¿Bastaba con amar y confiar luego en que el amor lo arreglara todo? ¿Bastaría con decirle a Paula: «Te amo, soy un desastre y te mereces algo mejor, pero, por favor, ámame de todas formas»? ¿Evitaría el amor que regresara a la oscuridad? ¿Lo convertiría en un hombre merecedor de una mujer como ella?


Nunca llegaría a merecerla. Ella se merecía un hombre bueno. Un hombre al que jamás se le pasara por la cabeza seducir a una mujer para vengarse de un enemigo. Él no era ese hombre. Pero la amaría. Y compartiría con ella todo lo que le deparara aquella nueva e increíble vida que jamás se había imaginado que podría llegar a tener.


Nada más salir del ascensor, echó a correr. En busca de Paula.