miércoles, 18 de febrero de 2015
PROHIBIDO: CAPITULO 2
Paula nunca olvidaría lo que pasó después.
Aparentemente, Pedro Alfonso siguió siendo el magnate del petróleo tranquilo y controlado con el que había trabajado durante año y medio, pero no habría llegado a ser indispensable para él si no hubiese aprendido a leer entre líneas. Los dientes apretados y su forma de agarrar la toalla le indicaron cuánto le había afectado la noticia. También vio que Ariel Alfonso, detrás de Pedro, dejaba de hacer lo que estaba haciendo. Algo de su expresión debía de haberla delatado porque el hermano mayor estaba acercándose e ellos. Era tan imponente e impresionante como su hermano menor, pero si bien la mirada de Pedro era penetrante como un rayo láser e irradiaba una inteligencia casi letal, la de Ariel era atormentada y transmitía un hastío muy profundo.
—¿Sabemos el motivo del accidente? —preguntó Pedro sin alterarse.
—No. El capitán no contesta el móvil. No hemos podido ponernos en contacto con el buque desde la primera llamada. Los guardacostas congoleños están dirigiéndose hacia allí. Les he pedido que me llamen en cuanto lleguen —lo siguió mientras él se dirigía hacia el coche—. El equipo de emergencia está preparado para volar hacia allí en cuanto usted lo ordene.
Pedro los alcanzó antes de que llegaran a la limusina y detuvo a su hermano con una mano en el hombro.
—¿Qué ha pasado, Pedro?
Pedro se lo contó en cuatro palabras y Ariel la miró.
—¿Sabemos los nombres de los tripulantes desaparecidos?
—He enviado un correo electrónico con la lista de la tripulación a sus teléfonos y al de Teo. También he adjuntado una relación de los ministros con los que tendremos que tratar para no herir susceptibilidades y he concertado llamadas a todos ellos.
Algo vibró en sus ojos antes de que mirara a su hermano.
Ariel sonrió ligeramente cuando Pedro arqueó las cejas.
—Me ocuparé de todo lo que pueda desde aquí. Hablaremos dentro de una hora.
Ariel dio una palmada tranquilizadora a su hermano y se marchó. Pedro se volvió hacia ella.
—Tengo que hablar con el presidente.
—Tengo avisado a su jefe de gabinete. Le pondrá en contacto cuando esté preparado.
Ella lo miró al pecho, pero desvió la mirada inmediatamente y retrocedió un paso para alejarse del olor a sudor que emanaba su piel olivácea.
—Tiene que cambiarse. Le traeré ropa limpia.
Se dirigió hacia el maletero del coche y oyó la cremallera del traje para remar. No se dio la vuelta porque ya lo había visto todo, o, al menos, eso era lo que se decía a sí misma.
Naturalmente, no lo había visto completamente desnudo, pero su trabajo era de veinticuatro horas al día y cuando un magnate poderoso solo la veía como una autómata eficiente y sin sexo, quedaba expuesta a distintos aspectos de su vida y distintos grados de desnudez. La primera vez que se desvistió delante de ella se lo tomó como lo más natural del mundo y había tenido que aprender a tomarse así casi todo.
Sentir algo, conceder lo más mínimo a los sentimientos, era abocarse al desastre. Había aprendido a endurecer el corazón para no hundirse bajo el peso de la desesperanza, y no estaba dispuesta a hundirse…
Se apartó del maletero con una camisa azul y un traje gris de Armani en una mano y una corbata en la otra. Se lo entregó mirando hacia el lago y volvió para recoger los calcetines y los zapatos de cuero. No necesitaba ver sus hombros moldeados tras años de remero profesional y ganador de campeonatos ni el pecho musculoso con una hilera de vello que descendía hasta la estrecha cintura y desaparecía debajo de los calzoncillos. No necesitaba ver esos poderosos muslos que parecía que podían machacar a un contrincante imprudente o acorralar a una mujer contra una pared, si ella quería, pero, sobre todo, no necesitaba ver esos calzoncillos de algodón negro que a duras penas contenían su…
Oyó el zumbido de una llamada en el teléfono de la limusina y se metió en el coche. Vio por el rabillo del ojo que Pedro se ponía los pantalones. Le entregó en silencio las prendas que quedaban y contestó el teléfono.
—Naviera Alfonso—dijo mientras tomaba su tableta electrónica.
Escuchó tranquilamente mientras tecleaba para aumentar la lista infinita de asuntos pendientes. Cuando Pedro se sentó a su lado impecablemente vestido, iba por el quinto asunto.
Se detuvo el tiempo justo para ponerse el cinturón de seguridad y siguió tecleando.
—En este momento, no tenemos nada que decir. Ninguna agencia de noticias tendrá una exclusiva —dijo ella mientras Pedro se ponía rígido—. La Naviera Alfonso publicará un comunicado de prensa dentro de una hora en la página web de la empresa. Si tienen más preguntas después, pónganse en contacto con nuestra oficina de prensa.
—¿Prensa sensacionalista o general? —preguntó él cuando ella colgó.
—General. Quieren confirmar lo que han oído.
Volvió a sonar el teléfono y no le hizo caso cuando vio que era otro periódico. Pedro tenía que hacer llamadas más apremiantes. Le entregó los auriculares conectados a la llamada que llevaba diez minutos en espera. Los dedos se rozaron y el pulso de le paró un instante, pero era otra de esas cosas que se tomaba como lo más natural del mundo.
Su voz profunda rezumaba autoridad y seguridad en sí mismo. También delataba levísimamente su origen griego, pero ella sabía que hablaba el idioma de su madre con la misma eficiencia y naturalidad con la que dirigía la sección de compraventa de petróleo de la Naviera Alfonso, la milmillonaria multinacional de su familia.
—Señor presidente, por favor, permítame que le exprese mi consternación por la situación en la que nos encontramos.
Naturalmente, mi empresa asume toda la responsabilidad por el incidente y hará todo lo que pueda para que los daños económicos y ecológicos sean mínimos.
Efectivamente, tengo un equipo de cincuenta hombres especialistas en investigación y limpieza que se dirige hacia allí. Valorarán lo que hay que hacer y… Efectivamente, estoy de acuerdo. Llegaré al lugar del accidente en un plazo de doce horas.
Los dedos de Paula volaban por el teclado mientras tomaba notas y cuando Pedro cortó la llamada, ya tenía el avión privado preparado. Entonces, el teléfono volvió a sonar.
—¿Quiere que conteste? —preguntó ella.
—No. Yo soy el director de la empresa —la miró con unos ojos irresistibles que la cautivaron—. Esto va a empeorar mucho antes de que mejore. ¿Podrá resistirlo, señorita Chaves?
Tomó aliento y recordó la promesa que se había hecho hacía dos años en una habitación fría y oscura. No estaba dispuesta a hundirse. Tragó saliva y se puso muy recta.
—Sí, podré resistirlo, señor Alfonso.
Los ojos verdes como el musgo se clavaron en ella un instante, hasta que descolgó el teléfono.
—Alfonso…
Llegaron a las torres Alfonso, le entregaron las maletas al piloto del helicóptero y tomaron el ascensor que los llevaría al helipuerto de las torres. Los dos sabían claramente lo que les esperaba. No se podía hacer nada para evitar que el crudo se derramara hasta que llegara el equipo de limpieza y entrara en acción. Sin embargo, cuando lo miraba, ella sabía que la tensión en el rostro de Pedro no se debía solo al desastre. También se sentía golpeado por lo inesperado.
Pedro no soportaba las sorpresas y por eso siempre se anticipaba a sus oponentes en una docena de movimientos, para que no lo sorprendieran. Cosa que no le extrañaba después de haber sabido algo sobre su pasado. La bomba que su padre dejó caer en la familia cuando Pedro era un adolescente todavía era carnaza para los periodistas. Ella no sabía toda la historia, pero sí sabía lo suficiente como para entender que Pedro no quisiera que la empresa fuese el centro de atención. El teléfono sonó otra vez.
—No, señora Lowell, lo siento, pero no hay noticias —su voz era firme, pero lo suficientemente serena como para tranquilizar a la esposa del capitán—. Sigue desaparecido, pero esté tranquila, por favor. Le doy mi palabra de que la llamaré personalmente en cuanto sepa algo.
Él colgó y apretó los dientes.
—¿Cuánto tiempo falta para que llegue el equipo de rescate?
—Noventa minutos —contestó ella mirando el reloj.
—Contrate otro equipo. No quiero que pasen nada por alto porque están agotados y tienen que trabajar veinticuatro horas hasta que encuentren a los desaparecidos. Hágalo, Chaves.
—Sí, claro.
Se abrieron las puertas del ascensor y estuvo a punto de tambalearse cuando él le puso una mano en la espalda para que saliera por delante. No la había tocado desde que trabajaba para él. Hizo un esfuerzo para no reaccionar y lo miró. Estaba serio y con el ceño fruncido por la concentración mientras la guiaba hacia el helicóptero. Bajó la mano unos metros antes de llegar, esperó a que el piloto la ayudara a acomodarse y se sentó a su lado. Volvió a hablar por teléfono antes de que despegaran. Esa vez, con Teo. La conversación en griego era incomprensible para ella, pero, aun así, se quedó fascinada con el sonoro idioma y el hombre que lo hablaba. Él la miró y ella se dio cuenta de que había estado mirándolo fija y descaradamente.
Desvió la atención hacia la tableta y la encendió. No
había habido nada personal ni en el contacto de Pedro ni en su mirada, y ella tampoco había esperado que lo hubiese habido. Era siempre meticulosamente profesional y ella no esperaba o deseaba otra cosa de él. Había aprendido esa lección dolorosamente y todo porque se había permitido sentir, porque se había atrevido a relacionarse con otro ser humano después del infierno que había pasado con su madre. No corría el riesgo de olvidarse. Además, tenía ese tatuaje en el hombro para recordárselo.
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