martes, 17 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 22



—¿Dónde has metido los malditos helados, Lucila? —masculló Paula mientras rebuscaba en la nevera. Desafortunadamente, su hermana no estaba presente en el apartamento para oírla maldecir su nombre.


De repente se abrió la puerta. Se irguió, tensa. Quizá sus maldiciones la habían convocado mentalmente. Pero en cuanto se hubo girado, la cuchara se le cayó al suelo.


Pedro… —tuvo la sensación de que iba a desmayarse. 
Hacía cerca de un mes que no lo veía. Se llevó una mano al estómago. Estaba ya de cinco meses y su embarazo era más que evidente—. ¿Qué estás haciendo aquí?


Vio que bajaba la mirada a la mano que tenía sobre el vientre con expresión extraña.


—Tu cuerpo ha cambiado.


—Estoy embarazada —le recordó—. Y las cosas me van muy bien, por cierto.


—¿De veras?


—Sí.


—Me alegro. Es un alivio saberlo.


—Pensaba que no te importaba. Me dijiste que no me querías.


—No era verdad, Paula. Te he echado tanto de menos… Debí haberme quedado contigo durante todo este tiempo… Debí haberme casado contigo.


—Pero elegiste no hacerlo —repuso ella mientras se agachaba para recoger la cuchara—. Fuiste tú quien me dejó sola anunciando a los invitados que no habría boda —dejó con fuerza la cuchara sobre la encimera—. La decisión fue tuya. Y luego me dijiste que ese había sido tu plan desde el principio. Manipularme como si fuera un simple peón.


—Te mentí.


—¿Que tú… qué?


—Te mentí porque… Paula, estaba en el altar, esperándote, cuando de pronto vi a Alejo sentado allí. Y de repente comprendí… De repente, al ver allí a mi hermano, me vi claramente a mí mismo por primera vez. Y odié lo que vi. A un hombre que te había manipulado. Un hombre que se las había ingeniado para atraparte, pese a saber que no era merecedor de ti. Un hombre que habría recurrido a todos los medios para retenerte, utilizando incluso tu amor a su favor. Me vi a mí mismo en aquel momento —respiró hondo—. No podía permitir que te encadenaras a mí. Porque todo lo que sucedió entre nosotros había sido una manipulación mía. Incluidos tus propios sentimientos. Me dijiste que me amabas… pero eso solo era porque ibas a tener un hijo mío. Porque pasaste unos cuantos meses idílicos en una isla privada conmigo.


Paula tuvo la impresión de que la habitación había empezado a dar vueltas.


Pedro —le temblaba la voz—. ¿Me estás diciendo que estuviste actuando durante todo el tiempo que estuvimos en la isla?


—No, pero todo había sido una maquinación mía. Te sentiste atrapada. Yo conseguí que te decidieras tan rápido a…


Pedro, escúchame bien. Yo te amé. Mucho. Y, cuando me rechazaste, cuando me dijiste que no querrías ver nunca a nuestro hijo, me dieron ganas de golpearte con algo pesado y duro en la cabeza.


—Me parece justo.


—Yo te di mi amor, pero tú… Yo te lo di todo. Debería haber…


De repente la tomó en sus brazos y la besó. Profunda, desesperadamente. Y ella no lo rechazó. No se resistió. 


Porque estaba demasiado hambrienta de él. Furiosa también, sí. Pero nunca había dejado de desearlo. De amarlo.


La acorraló contra la nevera, con las manos en su cintura mientras la besaba. Ella le echó los brazos al cuello. Las lágrimas le corrían por las mejillas.


—Está bien… —Paula se interrumpió para tomar aire—, pero tenemos que hablar, ¿no te parece? ¿Por qué estás aquí?


—Porque este último mes ha sido un infierno. Porque cada vez que pienso que nunca veré a nuestro bebé, me siento morir. Y cada vez que pienso que no volveré a verte a ti, Paula… lo único que puedo hacer es rezar para que la muerte me llegue pronto.


—¿Por qué?


—Porque te amo. Me di cuenta de ello hace semanas, pero seguía pensando que no era justo pedirte que pasaras el resto de tu vida con un hombre como yo. Pero… pero ahora tengo que ser egoísta y pedirte que lo hagas. Que pases el resto de tu vida conmigo porque, si no lo haces, no creo que la mía merezca la pena.


Pedro, ¿por qué no te consideras merecedor de mí? —le preguntó ella—. Yo… no soy perfecta. He cometido errores. Y cometeré más. Yo no quiero un hombre perfecto.


—Seré un hombre mejor por ti.


Pedro, yo sé lo que necesito. Me gustas como eres. Desde el primer momento en que te vi, me enamoré de ti. Hace cinco meses, en cuanto te vi a bordo de aquel yate.


—A mí me ocurrió lo mismo, Paula. Nunca me imaginé que una noche acabaría cambiándome tanto. Pero me cambió. Y luego continuaste cambiándome durante los meses siguientes.


—¿Por qué tardaste tanto en descubrir que me amabas?


—Era lo único que no había hecho antes. Yo quise a mi madre, Paula, pero no sabía lo que era que alguien me amara a mí. Yo le daba amor, pero no lo recibía. Y al final me quedé destrozado porque… ella prefirió suicidarse antes de quedarse conmigo.


—Ella tenía muchos problemas, cariño. No tuvo nada que ver contigo.


—Lo sé. Y Alejo me ayudó con eso. Él… me hizo verlo. Yo lo odiaba por lo que tenía, sin preguntarme cómo lo había conseguido. Y, cuando me lo contó… todo cobró sentido. El amor es distinto de lo que pensaba. Es… como una felicidad que jamás me imaginé que sentiría. Es la cosa más maravillosa y aterradora que he sentido jamás. Y, si tú sientes lo mismo por mí, si quieres hacer esto… por el resto de nuestras vidas, sabiendo quién soy, y dónde he estado… entonces solo puedo estarte agradecido. Solo puedo intentarlo y convertirme en el hombre que creo que te mereces.


—Sé simplemente el hombre que eres, Pedro. Ese es el principio y el fin de lo que quiero de ti. Porque es la misma libertad que me diste a mí. Pedro, ¿es que no te das cuenta de que tú me liberaste? Me sentía como si estuviera atrapada en el cuerpo de otra mujer, aspirando desesperadamente a un ideal que ni siquiera deseaba y temiendo al mismo tiempo fracasar miserablemente. Lo que me has dado es algo increíble. Para mí no hay mejor hombre que el que simplemente me quiere tal como soy.


—Yo soy ese hombre —le dijo él, besándole el cuello—. Eso te lo prometo. Quiero todo lo que tú eres y lo que serás. Sea lo que sea lo que nos depare la vida, estaremos a la altura del desafío siempre y cuando estemos juntos.


—Yo también lo creo.


—Así que… ¿cuándo nos vamos a casar?


—No antes de medio año —respondió ella.


—¿Qué?


—Necesito tiempo para organizar la boda. Te amo y el nuestro será un matrimonio para toda la vida.


—¿Vas a hacerme esperar, Paula?


—Para algunas cosas, sí, Pedro—sonrió—. Para otras, no.



*****


Un buen rato después yacían en la cama, jadeantes. Ella le delineaba el bíceps con la punta de un dedo, sonriente. Sí, amaba a aquel hombre. Habían tenido un comienzo difícil, pero tenían todo el tiempo por delante.


—¿Sabes? Si podemos superar esto, creo que podremos superarlo todo —dijo ella.


—Estoy de acuerdo.


—Siempre y cuando seamos sinceros el uno con el otro, a partir de ahora.


—En bien de la sinceridad —dijo él—, tengo que decir que te han crecido mucho los senos. Y me gusta.


—Guau. Qué romántico.


—Quizá no, pero sí sincero.


—Gracias.


De repente, Paula evocó aquella noche en que habían comido pizza en el elegante hotel de Cannes. Cuando él le había hablado de los finales felices.


—Ya tienes tu final feliz —susurró.


—Esto todavía no ha terminado.


—No —repuso, acurrucándose contra él—. Por suerte.


—Sí. Tenemos una vida entera por delante. Con altibajos, pero juntos.


—Y esto es mucho mejor que un clásico final feliz.


—Estoy de acuerdo —él suspiró, sonriendo.







UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 21





Pedro odiaba tener que vestirse. Últimamente, pasar largas horas tumbado y vagar por su apartamento borracho y en ropa interior, se había convertido en una costumbre. Pero allí estaba, duchado y afeitado, y vestido de traje. Porque tenía un asunto del que ocuparse. Con un hombre que probablemente lo mataría en cuanto lo viera. Quizá fuera esa una buena forma de acabar con el infierno que estaba viviendo.


—Señor Alfonso. El señor Kouros le recibirá ahora mismo —le informó un secretario en la antesala del despacho de Alejo.


—Bien —pasó al despacho.


Pedro —lo saludó Alejo en cuanto lo vio entrar—. Me sorprendió que quisieras verme. Si no se lo he contado a mi mujer es para no hacerla enfadar. Me estás poniendo en un compromiso así que, por favor, sé breve… Por cierto, si has venido a echarme algo en cara, pierdes el tiempo. No me importa.


—En absoluto. Solo pensé que quizá querrías escuchar una explicación de mi comportamiento. El motivo de que fuera a por tu compañía. Y a por ti.


—Estuviste en la mansión Kouklakis, ¿verdad? —le preguntó Alejo, lanzándole una mirada de cansancio—. En ese caso, entiendo que te caiga tan mal. Sin embargo, deberías saber una cosa, y digo esto no para exculpar mis pasados pecados, sino para aclarar las cosas. Yo desempeñé un papel clave en el desmantelamiento de la red criminal de mi padre.


—Me alegra oírlo. Ojalá lo hubiera sabido antes.


—Eres joven. Yo tardé años en saber lo que tenía que hacer.


—Sí, yo estuve en la mansión. Pero lo importante no fue eso, sino lo que descubrí después de que tú la abandonaras.


—¿Y qué descubriste?


—Que tu padre tuvo otro hijo. Yo.


—¿Seguro? —inquirió Alejo con voz ronca, pálido.


—Él estaba seguro de ello, al menos. Lo suficiente para proponerme como heredero de su maldito reino cuando muriera.


—¿Y es esa la razón por la que has estado yendo a por mí?


—Supongo que sí. Estaba ciego de furia. ¿Cómo pudiste haber escapado? Y tenías una vida tan perfecta… Una familia que te quería. Una mujer que te amaba. Mientras que yo no tenía nada. Así que quise quitártelo todo. Bajarte al nivel donde pensaba que deberías estar, y donde estaba yo. Pero ahora he hecho daño a Paula, y no estoy nada contento con ello. También me he mirado a mí mismo, y te aseguro que no me gusta nada lo que he visto. Aparte de Paula, necesito hablar contigo de esto. Informarte de que no voy a seguir poniéndote palos en las ruedas con la idea de vengarme. Estoy cansado. Cansado de la fealdad que veo en mí. Quiero dejarlo. Yo nunca seré el hombre que ella necesita, ahora lo entiendo. Pero quiero liberarme de… de esta rabia.


Alejo recogió una taza de su escritorio y la apretó con fuerza, tenso, sin darse cuenta.


—Entenderás, sin embargo, que debido a Paula nuestra relación no puede ser…


—Sí. No soy precisamente un hombre de familia. Al menos, no sé serlo.


Alejo bajó la mirada.


—Me alegro de que me lo hayas contado.


—Estoy harto de secretos. Ese viejo canalla no puede afectarnos ya. No tiene poder para ello.


—Es verdad —Alejo asintió lentamente con la cabeza.


—Gracias por haber aceptado verme. No es el tipo de cosas que puedes decir en un email.


—Cierto.


—Me marcho —se giró en redondo para dirigirse hacia la puerta, pero en el último momento se volvió de nuevo hacia él—. Alejo, ¿puedo hacerte una pregunta?


—La que quieras.


—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo te liberaste de aquel lastre? ¿Cómo te atreviste a pedirle a una mujer que se encadenara a ti por el resto de tu vida sabiendo lo que llevabas dentro? ¿Cómo pudiste creer que la merecías cuando…? A mí nadie me ha querido nunca. Y entiendo que existe una razón para ello. ¿Cómo puedo decirle a Paula que la quiero cuando temo que eso pueda destrozarla?


Alejo se quedó callado durante un buen rato, mirando ceñudo por la ventana.


—Nuestro padre siempre echó de menos una cosa. Una cosa que, si hubiera echado raíces en él, habría cambiado completamente su vida.


—¿Cuál?


—No tuvo amor, Pedro. Creo que es eso lo que nos cambia, Pedro. Lo único que puede matar el monstruo.


—El amor fue lo que mató a mi madre —replicó con tono rotundo.


—¿Qué efecto tienen las drogas, Pedro?


—Son adictivas.


—Te hacen sentir cosas —dijo Alejo—. Te hacen necesitarlas. Pero tú no las quieres. Te destrozan, te hacen pensar que no puedes vivir sin ellas. La adicción no es lo mismo que el amor. ¿Qué crees que sentía realmente tu madre por nuestro padre?


—No… no estoy seguro.


—El amor fue lo que me cambió a mí. El de Jose Chaves, el de Lucila… ese amor me curó. No fue el dinero, ni el poder. No fue la venganza. Cuando lo acepté… fue entonces
cuando cambié. Piensa en ello.


—Lo haré.


Pedro abandonó el despacho. Entró en el ascensor como un sonámbulo. Amor. Estaba enamorado. Rugió de frustración mientras descargaba un puñetazo en el panel de los botones. Se apoyó luego en la pared, con el corazón latiéndole acelerado.


¿Era tan sencillo? ¿Bastaba con amar y confiar luego en que el amor lo arreglara todo? ¿Bastaría con decirle a Paula: «Te amo, soy un desastre y te mereces algo mejor, pero, por favor, ámame de todas formas»? ¿Evitaría el amor que regresara a la oscuridad? ¿Lo convertiría en un hombre merecedor de una mujer como ella?


Nunca llegaría a merecerla. Ella se merecía un hombre bueno. Un hombre al que jamás se le pasara por la cabeza seducir a una mujer para vengarse de un enemigo. Él no era ese hombre. Pero la amaría. Y compartiría con ella todo lo que le deparara aquella nueva e increíble vida que jamás se había imaginado que podría llegar a tener.


Nada más salir del ascensor, echó a correr. En busca de Paula.




lunes, 16 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 20




Más bombones, Pau?


—Sí —gimió mientras tendía la mano a su hermana para que se la llenara de minúsculos bombones.


Estaba tumbada en el sofá del apartamento que Lucila y Alejo tenían en Nueva York, donde se había pasado casi dos semanas intentando curar su maltrecho corazón. 


Durante la primera semana solo había sentido rabia. Un odio absoluto contra Pedro que le había impedido llorar su pérdida. Aquella rabia le había dado la fuerza necesaria para no desmoronarse.


Pero ahora esa rabia había desaparecido, y volvía a recordar fragmentos de su última conversación que había intentado olvidar. Sus revelaciones, lo que pensaba de sí mismo. Que su madre había preferido matarse antes que estar con él. 


Que había odiado a Alejo, porque Alejo tenía lo que él nunca sería capaz de tener: amor. Por alguna razón, el amor que ella le había dado no había sido suficiente. Todo lo cual hacía que le resultara cada vez más difícil odiarlo.


Algo había sucedido en la boda. Cada vez estaba más segura de ello. Pero hasta que lo averiguara, hasta que tuviera la energía necesaria para decirle a Alejo que Pedro era su hermanastro, iba a tener que seguir tumbada en el sofá comiendo bombones.


—¿Estás bien? —le preguntó Lucila.


—No. No sé si volveré a estarlo. Creo que todavía lo quiero.


—Sí, ya sé lo que es eso. Es lo peor.


Alejo entró en ese momento en la habitación, guapo como siempre, con pantalón oscuro y camisa blanca. Solo ahora podía reconocer su ligero parecido con Pedro. Pero Alejo no tenía sus ojos, ni su chispa traviesa. Aunque algo asomaba de aquella chispa, eso tenía que reconocerlo, cuando miraba a Lucila. Él la hacía feliz.


—Oye, Ale… ¿tú le dijiste algo a Pedro el día de la boda? —le preguntó Paula.


—No —contestó, ceñudo—. Pero tienes que saber que yo nunca confié en él. Lamentablemente, no me sorprende nada lo sucedido.


—A mí sí. Pasé meses viviendo con Pedro. Era… mi amante. Vamos a tener un bebé. Nada de esto tiene sentido. Quizá sea un actor condenadamente bueno, o quizá haya aquí más cosas de las que parece que hay.


—Él no me dijo nada. Simplemente me miró.


—Ya —Paula volvió a apoyar la cabeza en el brazo del sofá.


—¿Otra película? —le preguntó Lucila con tono compasivo.


—Sí. Y tarta. ¿Queda?


—Yo te la traigo —se ofreció Alejo después de cruzar una mirada con su esposa.


Paula respiró hondo y miró distraída al televisor. Se sentía terriblemente triste. Estaba enamorada de un hombre que no se merecía su amor. Un hombre que necesitaba amor como una flor en el desierto necesitaba agua. Pedro se estaba secando por dentro. Muriéndose. Y sí, le había destrozado la vida. Pero también había hecho algunas cosas buenas por ella.


—¿Sabes, Lucila? En realidad, no quiero ver otra película. Me apetece hablar. Creo… creo que llevamos demasiados años sin hablar de verdad.


—La culpa es mía, Paula —dijo Lucila, frunciendo el ceño—. Yo me enamoré de tu novio. Eso complicó las cosas.


—Sí, claro, pero, si hubiéramos estado más unidas, yo me habría dado cuenta, ¿no?


—No lo sé. En cualquier caso, lo mío con Alejo terminó funcionando. Así que no me quejo.


—¿Sabes? Se suponía que yo tenía que asegurarme de no ser una mala influencia para ti.


—¿Tú? —Lucila se echó a reír—. ¿Una mala influencia para mí? Eres tan dulce y buena…


—Bueno, no durante un tiempo —pensó en sus noches alcohólicas en los clubes—. Tuve una etapa muy loca, pero tú eras muy pequeña y no te acuerdas. Papá siempre estaba detrás para salvarme el trasero. Y mamá para hacerme reproches.


—¡Tenías una vida secreta! —exclamó Lucila—. Estoy impresionada.


—¡No! No seas tonta. ¿Ves? ¡Es por eso por lo que no querían que te lo dijera! Eres muy influenciable.


Lucila se rio de nuevo, sin parar. Y la necesidad que sentía Paula de escapar a la tristeza y a la furia le provocó un ataque de risa casi histérica. Ambas cayeron al suelo, riéndose a carcajadas.


—Supongo que, si todavía tengo ganas de reír, es un buen síntoma, ¿no?


Sí que lo era. Su corazón herido tardaría en curarse, pero al menos tenía a su hermana.




UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 19




Era el día de su boda. Una vez más. El segundo en tres meses.


Se alisó el frente de su sencillo vestido de raso y se miró en el espejo. La diferencia residía en que amaba a Pedro, y que sabía que estar con él era exactamente lo que quería. No, él no la amaba a su vez, eso era verdad. O al menos no se lo había dicho, pero ella quería estar con él de todas formas.


Iban a casarse en la isla de Pedro, no en la mansión de su padre. Eso la entristecía un poco. Al igual que el hecho de que su familia no se hubiera implicado tanto en aquella boda como en la primera. Aldana tampoco había podido asistir, porque había tenido que acudir al estreno en los Estados Unidos de la película en la que había colaborado. 


Se alegraba por ella, pero la echaba de menos.


Las bodas, en fin, siempre la ponían nerviosa. Aunque esa vez no iba a aparecer ningún amante a desbaratársela. 


Respiró hondo y recogió su ramo nupcial. No, nada iba a estropear aquel día.



*****


Pedro miraba por la ventana de su despacho. Se habían colocado sillas cerca del mar y la gente ya se estaba sentando. Un arco de flores se alzaba frente al altar. La decoración le parecía un tanto recargada, pero había sido cosa de la organizadora, ya que Paula había delegado todas las decisiones en ella.


Pero lo importante era que se celebrara la boda. Y rápido. 


Todo estaba a punto de empezar. De hecho, había llegado el momento de que se dirigiera hacia allí. Abrió la puerta y echó a andar por el pasillo.


Ya estaba. La pieza final que lo ligaría a Paula. Porque ella le hacía sentirse un hombre nuevo. Como si fuera la sangre de otro la que corriera por sus venas. Y necesitaba eso. La necesitaba a ella. Bajó las escaleras y abandonó la mansión para enfilar el sendero que llevaba hasta la playa. Se dirigió hacia el altar, ignorando las miradas de los invitados. Todos ellos desconocidos, invitados de Paula.


Porque él no había invitado a nadie. No tenía amigos. Solo clientes. Y enemigos. Únicamente tenía a Paula.


Ella sí tenía amigos. Una familia que la quería. Era buena, algo que nunca podría decirse de él. Porque había una razón para que nunca nadie lo hubiera querido. Sintió como si una enorme piedra se hubiera alojado en su estómago y fuera creciendo a cada paso. Una vez ante el altar, se volvió para contemplar a la multitud y su mirada tropezó con la de Alejo Kouros. Estaba sentado en la primera fila, solo, ya que su mujer había ido a ayudar a Paula.


Al contrario que Pedro, Alejo se parecía mucho a su padre. 


Se preguntó si alguien percibiría algún parecido entre los dos hermanos. Tal vez compartieran algunos rasgos, la misma mandíbula, el mismo mentón. Pero los ojos de Alejo eran oscuros, mientras que Pedro había heredado los de su madre.


De repente lo asaltó un pensamiento aterrador. Alejo tenía los ojos de su padre. El padre que le había dado su cariño, su amor. Alejo había tenido el amor de mucha gente. De su esposa, de su suegro. Tenía una familia. Tenía amigos. 


Mientras que él estaba solo.


Él, que estaba conspirando para atrapar a Paula en la trampa de un matrimonio que iba a ofrecerle tan poco. De la misma manera que su padre había retenido a su madre en su mansión. Encadenada por su adicción a las drogas y por un amor insano, aterrador. Pedro no era mejor que su padre. 


Había manipulado el cuerpo de una mujer en su ansia de venganza. Y ahora la estaba encadenando a él aun sabiendo que no podría darle nada más que su furia, nada más que la negra y malvada sangre que corría por sus venas.


Viendo a Alejo sentado allí, Pedro no veía más que a un hombre. No un monstruo, ni un demonio. No, el demonio nunca había estado en Alejo; había estado en él. Era por eso por lo que nadie lo había querido. Por lo que su madre había preferido la muerte a seguir viviendo con él.


Se alejó un paso del altar. Y otro. Hasta que se descubrió abandonando la playa, de regreso hacia la casa. Una vez dentro, cerró la puerta a su espalda. De repente alzó la mirada y vio a Paula bajando las escaleras, con su hermana sujetando la cola de su vestido. Parecía un ángel, toda de blanco, con su rizado cabello rubio como un halo de oro. La visión lo llenó de dolor. Y de odio contra el hombre que le había robado la inocencia y la había manipulado en sus juegos.


Se odió a sí mismo. Más de lo que había odiado nunca a Alejo, o a su padre. Más incluso de lo que había odiado a su madre cuando la vio desangrarse ante sus ojos. ¿Por qué habría de amar alguien a un hombre como él? Su madre tuvo que haber sabido, ya entonces, cómo era. Ella había amado a Kouklakis, pero nunca había sido capaz de quererlo a él. Se había matado antes que enfrentarse a una vida fuera de aquella mansión. Antes que enfrentarse a una vida con su hijo.


«Yo te habría salvado», le había dicho aquel día, entre sollozos. «Te lo habría dado todo». Pero nada de eso había importado. Porque no había sido lo suficientemente bueno. 


No lo era, y nunca lo sería.


—Necesito hablar contigo.


—¿De qué? —ella parpadeó extrañada—. ¿Sucede algo?


—Tenemos que hablar, Paula.


—De acuerdo. Lucila, ¿puedes dejarnos solos un momento?


Su hermana asintió y subió de nuevo las escaleras, no sin antes lanzarle una dura mirada. No le importó.


—No voy a casarme contigo.


—¿Qué?


—Ya me has oído. Que no voy a casarme.


—¿Por qué no? ¿Qué diablos te pasa?


—Hay algo que no te he dicho. Algo que cambiará lo que sientes por mí. Y tienes que escucharlo.


Paula dejó caer el ramo y se cruzó de brazos.


—Estupendo. Oigámoslo. Adelante, dispara.


—Alejo Kouros es mi hermano —aquello la dejó sin habla por un momento—. Nicolas Kouklakis era nuestro padre. Somos de madre distinta. Yo nunca conocí a la madre de Alejo, y sospecho que él tampoco.


—¿Por qué él no me dijo nada?


—Porque no lo sabe. Yo no lo averigüé hasta varios años después de que se hubiese marchado. Se marchó cuando yo debía de tener unos ochos años, así que él debía de tener… unos dieciséis —tragó saliva—. Cuando yo tenía catorce, el propio Nicolas me reveló que él era mi padre. Yo me quedé aterrado, porque siempre le había tenido miedo.
Siempre lo había odiado. Pero, me dijo él, dado que Alejo se había marchado, yo sería su heredero. Y luego… luego le dijo a mi madre que tenía que marcharse porque había dejado de serle útil allí. Supongo que mal que bien había sido una madre para mí… y él había dejado de necesitarla para ese papel.


Se interrumpió con el corazón acelerado, temblando. Nunca le había contado aquello a nadie. Jamás había pronunciado las palabras en voz alta. Odiaba aquel recuerdo. Aquella verdad.


—Me contó que había estado cuidando de mí. Evitando que cualquiera de los hombres de aquella mansión me tocara, tanto cuando era pequeño como cuando fui más mayor. Que se había asegurado de que me alimentara bien. Yo siempre había pensado que todo eso había sido cosa de ella, pero no. Ella nunca se había preocupado de mí —inspiró profundamente—. Salí corriendo de su despacho, No quería tener nada que ver con él. Y ella se enfureció conmigo, me dijo que lo había estropeado todo. Que nunca me había querido. Que todo lo que había hecho por mí había sido en realidad por él, para contentarlo. Yo le dije que cuidaría de ella. Que todo saldría bien.


—¿Y qué sucedió?


—Se mató. Delante de mí. Porque la muerte, el fin de todo, era preferible a una vida en mi compañía.


Vio que Paula desorbitaba los ojos de horror. Su vida ya se estaba oscureciendo por su culpa. Por culpa de la verdad.


Pedro… Yo no… Ella tenía problemas, Pedro, la culpa no fue tuya.


—¿Ah, no? Ella quería a Nicolas Kouklakis, y no podía quererme a mí. Todo el mundo quiere a Alejo. Él salió de todo aquello… bien, intacto. Yo estoy roto. Todo lo que hay en mí es… yo soy su hijo. Toda su maldad reside en mí.


—Eso no es cierto. A mí no me importa quién sea tu padre. Ni tu hermano. Ni que tu madre fuera una prostituta. Yo sé quién eres ahora. Y te amo por ti mismo.


—No puedes.


—Puedo. Pedro, te amo. Todo aquello no fue culpa tuya. No hay nada roto ni malo en ti. Eres un hombre bueno, y yo te amo más que a nadie en el mundo.


No podía aceptarlo. Lo único que podía ver era la expresión de su madre, tan dolida y desesperada ante la perspectiva de tener que abandonar la mansión. Y luego su rostro pálido mientras yacía delante de sus ojos, muerta. Pensó en Alejo, que había logrado superar todo aquello. Que había encontrado el amor y una vida lejos de todo eso. No, él nunca lograría limpiarse. Y mancharía a Paula también.


—No seas ingenua —le dijo—. Todo esto tenía que suceder. Yo no quería Chaves. Yo no buscaba más que tu humillación y la de Alejo. Él había escapado sin consecuencias de la mansión Kouklakis y mi misión era conseguir que las sufriera. Si ahora está casado con tu hermana, su segunda opción como esposa, es porque no pudo tenerte a ti. Y ahora que ya es demasiado tarde, te dejo a su disposición porque sé que nunca podrá tenerte, ahora que tú estás embarazada de mí y él casado con Lucila. ¿Es que no te das cuenta de hasta qué punto te he manipulado? No me aburras con tus declaraciones de amor. No significan nada, porque tú no sabes quién soy. No puedes quererme. No puedes querer a alguien a quien no conoces de verdad.


Vio que una lágrima resbalaba por su mejilla.


—Como quieras, Pedro Alfonso.


Era lo mejor. Para ella y para su hijo. Su hijo, que nunca lo conocería. Ambos estarían mejor sin él.


—¿Anuncias tú la cancelación, o lo hago yo?


—Yo lo haré —dijo ella—. Ya me las arreglaré. Ya has hecho bastante. Mandaré después a alguien a recoger mis cosas. Supongo que no querrás saber nada del bebé.


El corazón parecía gritarle por dentro, pero lo ignoró.


—No.


—Estupendo. Genial. Si vuelves a acercarte a mi familia, te castraré, ¿me oyes? Te arrancaré la cabeza y la clavaré en una pica. Te juro que no dejaré que te escapes de esta. ¿Pensabas que tu venganza sobre Alejo era terrible? Espera a ver la mía.


Pasó de largo a su lado. La bañó el resplandor del sol en cuanto abrió la puerta. No era ya un ángel inocente, sino un ángel vengador. Pedro cerró los ojos, cegado por la luz, pero todavía podía ver la impresión de su figura en sus párpados cerrados. Tuvo el presentimiento de que siempre sería así. La vería así siempre, cada vez que cerrara los ojos.


La puerta volvió a cerrarse, y justo en ese momento oyó unos pasos a su espalda. De repente sintió un golpe en la nuca. Se volvió y vio el ramo nupcial en el suelo, irreconocible después de que alguien lo hubiera golpeado con él. Había sido Lucila, que lo estaba mirando toda furiosa.


—No te librarás tan fácilmente. Cuando Alejo se entere de lo que has hecho…


—Que haga lo que quiera. No tengo nada que perder —ya no. Había cortado los lazos con la mujer que… La mujer que había significado tanto para él. Y su hijo. Jamás lo tocaría, lo abrazaría.


«Es lo mejor. Para los dos», se recordó. Pasó al lado de Lucila y subió la escalera, de regreso a su despacho. Entró y cerró la puerta con llave. Se asomó a la ventana y vio a Paula de pie bajo aquel espantoso arco mientras le explicaba a todo el mundo que no habría boda.


De repente fue como si la tierra cediera bajo sus pies y se encontró en el suelo, de rodillas. No podía respirar. Era como si lo aplastara el peso de todo lo que había sucedido. 


La había perdido. Y solo en aquel momento se daba cuenta de que la amaba.


Pero no importaba. El amor no era una opción si ello significaba encadenar a Paula a un hombre envenenado hasta el tuétano como él. Todo lo que le había hecho desde que se conocieron… Ella se merecía algo más, se lo merecía todo. Unas ardientes lágrimas habían empezado a resbalar por sus mejillas. No le importó. Él había sido el culpable de que Paula vertiera sus primeras lágrimas en años, y ahora ella era la causa de las suyas.




UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 18




—Hola, querida.


Pedro entró en su dormitorio, el mismo que compartía con ella, y se detuvo en seco. Porque Paula lucía únicamente un corto camisón de encaje y lo estaba mirando con una expresión que solo podía calificarse de seductora.


—¿A qué debo el placer? —le preguntó mientras se desabrochaba el botón superior de la camisa.


—Se lo he contado. A mi hermana, a mi padre. Lo del bebé.


—¿Y? —se detuvo, tenso. Si le habían hecho daño, si la habían humillado de alguna forma…


—Se mostraron… sorprendentemente tranquilos. Pero creo que también aliviados, porque les expliqué por qué hice lo que hice. Quiero decir, siempre es incómodo decirle a tu padre que te sentiste irremediablemente atraída por un hombre, pero de alguna manera logré hacerlo. El caso es que han dejado de preocuparme.


—¿De veras?


—Sí. Necesito preocuparme de mí. De nosotros. Y del bebé.


—¿Ya no te da miedo lo del bebé?


—Sí, sigo aterrada. Completamente. Pero es como si volviera a ser capaz de respirar. Porque… ¿y si realmente no soy tan mala tal como soy? ¿Y si no tengo por qué ser un clon de mi madre? En ese caso quizá pueda concentrarme en ser una buena madre sin tener que preocuparme de la imagen que proyecto. ¿No te parece que tiene perfecto sentido?


—Por supuesto.


Y se echó a reír, dulce y seductora con su camisón de encaje y la melena rubia echada sobre un hombro. Había algo perfecto en ella. Un aire de libertad que deseaba capturar, retener para siempre.


Pero entonces… entonces dejaría de ser libre. Quedaría atrapada en una jaula diseñada por él, no por Alejo o por su padre. Ese pensamiento lo inquietó.


—¿Sabes? Hasta ahora nunca he sido capaz de ser yo misma. Siempre luchando con esa voz crítica, intentando ser mejor, mientras secretamente me moría de aburrimiento. Ni siquiera tenía sentimientos propios.


—Yo procuro no aferrarme a los sentimientos. Por seguridad —solo que no era cierto. Se aferraba a ellos. La furia, la rabia y el impotente anhelo de afecto que había sentido de muchacho aún seguían allí. Y lo odiaba.


Se hizo un silencio entre ellos. El brillo de los ojos de Paula cambió. Se tornó feroz.


—Lo que viviste de niño fue algo tremendamente injusto. Creo que es maravilloso que sigas queriendo a tu madre. 
Pero ojalá alguien te hubiera defendido en aquellas circunstancias. Me apena tanto pensar en ello…


—Tú… ¿me aprecias, Paula?


—Más que eso, Pedro. Precisamente… quería decírtelo, pero pensaba esperar hasta después de… Te quiero.


Pedro se quedó paralizado.


—Dilo de nuevo.


Eran las palabras que se había pasado toda la vida deseando escuchar. Palabras que nadie le había dirigido nunca. Ahora que por fin las oía, no sabía qué sentir. Era algo demasiado profundo. Algo que le hacía desear subirse a un coche y arrojarse con él al mar, o simplemente estrecharla en sus brazos y besarla hasta dejarla sin respiración.


—Te quiero.


—¿Por qué?


No había querido hacerle la pregunta, pero tenía sentido. 


Ignoraba por qué aquella mujer tan bella e increíble, que parecía iluminar el mundo cuando sonreía, podía sentir algo por él. No cuando la había manipulado, seducido por venganza.


—Porque me gusta seducirte, y dejar que me seduzcas, y hacer el amor contigo. Y porque no me juzgas, ni me menosprecias. Porque me aceptas tal como soy, y contigo siento que yo también puedo aceptarme a mí misma.


Aquello le hizo decidirse. Se acercó a ella, la estrechó entre sus brazos y la besó hasta que ambos se quedaron sin respiración. Hasta que se llenó los pulmones de ella, de su aliento. Hasta que la sangre le hirvió tanto que sintió que iba a explotar. Se sentía perdido, abrumado por lo que ella acababa de darle y él se sentía incapaz de retornarle a su vez.


Sintió la necesidad de asegurar aquel vínculo. Con votos matrimoniales, con documentos legales. Necesitaba casarse ya. No podía perderla.


—Demuéstrame lo mucho que me amas —le dijo con un gruñido.


—¿Cómo? —inquirió ella.


—Demuéstramelo —insistió, desesperado.


Ella le quitó la camisa y le besó el cuello, el pecho. Se concentró luego en desabrocharle el pantalón. No tardó en tenerlo desnudo, con sus suaves manos acariciando su cuerpo. Pedro solo quería perderse en ella, en su contacto. Eternizar aquel momento.


Creyó volverse loco cuando ella se apartó por un instante. 


No pudo hacer otra cosa que observarla. Se estaba quitando el camisón, desnudándose lentamente. Y mirándolo a los ojos. No tardó en volver con él, apretando los senos contra su pecho. Pedro adelantó entonces un muslo entre sus piernas, sintiendo su humedad. Su deseo.


Bajó una mano hasta sus nalgas y empezó a mecerla rítmicamente contra sí. Ella echó la cabeza hacia atrás. Un dulce gemido escapó de sus labios. Él la tomó de la barbilla e inclinó la cabeza para besarla mientras continuaba moviéndose, dándole placer.


Le regalaría aquello. No su amor, pero sí aquello. Y ella lo amaba, de modo que sería suficiente. Le demostraría lo muy bien que podía hacerle llegar a sentirse, lo importante que era el sexo. La llevó hasta la cama.


—Te necesito —le dijo—. No sabes cuánto.


Le alzó las piernas para enredárselas en torno a las caderas y entró en ella. Se apoderó de un pezón con los labios y lo chupó con fuerza, hasta arrancarle un gemido. Hasta que sintió sus músculos internos apretándose en torno a su miembro. Ella se aferró a sus hombros, clavándole las uñas.


No pudo tomarse su tiempo, la necesitaba demasiado. 


Necesitaba huir hacia delante, huir del rugido de la sangre en los oídos, hacia una liberación que borrara el dolor que le atenazaba el pecho. Un orgasmo que lo purgara de todo anhelo y de todo dolor. La aferraba de las caderas, tirando con fuerza de ella a la vez que acudía a su encuentro. No podía saciarse. Nunca podría saciarse. Jamás había experimentado algo así. Era como si estuviera reventando por las costuras.


Ella gritó de placer y él se dejó arrastrar por el clímax, apoyando ambas manos en el colchón mientras se vertía estremecido. Le temblaban los músculos. Había sido la experiencia sexual más intensa de su vida. Pero no se había liberado del peso que sentía en el pecho. Del dolor. La confusión. Lo único que sabía de seguro era que Paula era suya.


Se apartó para tumbarse a su lado, jadeando aún.


—Empezaré enseguida con los preparativos de la boda —le dijo.


—¿Qué?


—La boda. Retrasarla no tiene ningún sentido. El embarazo no tardará en notarse —le puso una mano en el vientre. Se vio asaltado por una extraña punzada de orgullo, sobre la que no quiso detenerse demasiado.


—Eres un poco mandón.


—Sí.


—Eres más joven que yo. Se supone que tú deberías ser mi juguetito, pero eres todo lo contrario.


Él se cernió entonces sobre ella, acariciándole los senos con el pecho.


—Te gusta.


—Sí.


—Así que no te quejes. Nos casaremos dentro de dos semanas. Contrataré a una organizadora y tú podrás exponerle todas tus ideas.


—Suena cómodo. Antes daba mucha importancia a las bodas, pero ahora… Es como si la boda en sí no me pareciera tan importante como la vida que llevaremos después.


—¿Y cómo será esa vida? —le preguntó él.


—Una vida juntos.


Sí, era suya. Se relajó. No había nada de qué preocuparse. 


Había estado al mando de la situación, desde el principio hasta el final. Sí, las cosas se habían desmandado un par de veces, pero al final había conseguido lo que quería. A ella.