Era el día de su boda. Una vez más. El segundo en tres meses.
Se alisó el frente de su sencillo vestido de raso y se miró en el espejo. La diferencia residía en que amaba a Pedro, y que sabía que estar con él era exactamente lo que quería. No, él no la amaba a su vez, eso era verdad. O al menos no se lo había dicho, pero ella quería estar con él de todas formas.
Iban a casarse en la isla de Pedro, no en la mansión de su padre. Eso la entristecía un poco. Al igual que el hecho de que su familia no se hubiera implicado tanto en aquella boda como en la primera. Aldana tampoco había podido asistir, porque había tenido que acudir al estreno en los Estados Unidos de la película en la que había colaborado.
Se alegraba por ella, pero la echaba de menos.
Las bodas, en fin, siempre la ponían nerviosa. Aunque esa vez no iba a aparecer ningún amante a desbaratársela.
Respiró hondo y recogió su ramo nupcial. No, nada iba a estropear aquel día.
*****
Pero lo importante era que se celebrara la boda. Y rápido.
Todo estaba a punto de empezar. De hecho, había llegado el momento de que se dirigiera hacia allí. Abrió la puerta y echó a andar por el pasillo.
Ya estaba. La pieza final que lo ligaría a Paula. Porque ella le hacía sentirse un hombre nuevo. Como si fuera la sangre de otro la que corriera por sus venas. Y necesitaba eso. La necesitaba a ella. Bajó las escaleras y abandonó la mansión para enfilar el sendero que llevaba hasta la playa. Se dirigió hacia el altar, ignorando las miradas de los invitados. Todos ellos desconocidos, invitados de Paula.
Porque él no había invitado a nadie. No tenía amigos. Solo clientes. Y enemigos. Únicamente tenía a Paula.
Ella sí tenía amigos. Una familia que la quería. Era buena, algo que nunca podría decirse de él. Porque había una razón para que nunca nadie lo hubiera querido. Sintió como si una enorme piedra se hubiera alojado en su estómago y fuera creciendo a cada paso. Una vez ante el altar, se volvió para contemplar a la multitud y su mirada tropezó con la de Alejo Kouros. Estaba sentado en la primera fila, solo, ya que su mujer había ido a ayudar a Paula.
Al contrario que Pedro, Alejo se parecía mucho a su padre.
Se preguntó si alguien percibiría algún parecido entre los dos hermanos. Tal vez compartieran algunos rasgos, la misma mandíbula, el mismo mentón. Pero los ojos de Alejo eran oscuros, mientras que Pedro había heredado los de su madre.
De repente lo asaltó un pensamiento aterrador. Alejo tenía los ojos de su padre. El padre que le había dado su cariño, su amor. Alejo había tenido el amor de mucha gente. De su esposa, de su suegro. Tenía una familia. Tenía amigos.
Mientras que él estaba solo.
Él, que estaba conspirando para atrapar a Paula en la trampa de un matrimonio que iba a ofrecerle tan poco. De la misma manera que su padre había retenido a su madre en su mansión. Encadenada por su adicción a las drogas y por un amor insano, aterrador. Pedro no era mejor que su padre.
Había manipulado el cuerpo de una mujer en su ansia de venganza. Y ahora la estaba encadenando a él aun sabiendo que no podría darle nada más que su furia, nada más que la negra y malvada sangre que corría por sus venas.
Viendo a Alejo sentado allí, Pedro no veía más que a un hombre. No un monstruo, ni un demonio. No, el demonio nunca había estado en Alejo; había estado en él. Era por eso por lo que nadie lo había querido. Por lo que su madre había preferido la muerte a seguir viviendo con él.
Se alejó un paso del altar. Y otro. Hasta que se descubrió abandonando la playa, de regreso hacia la casa. Una vez dentro, cerró la puerta a su espalda. De repente alzó la mirada y vio a Paula bajando las escaleras, con su hermana sujetando la cola de su vestido. Parecía un ángel, toda de blanco, con su rizado cabello rubio como un halo de oro. La visión lo llenó de dolor. Y de odio contra el hombre que le había robado la inocencia y la había manipulado en sus juegos.
Se odió a sí mismo. Más de lo que había odiado nunca a Alejo, o a su padre. Más incluso de lo que había odiado a su madre cuando la vio desangrarse ante sus ojos. ¿Por qué habría de amar alguien a un hombre como él? Su madre tuvo que haber sabido, ya entonces, cómo era. Ella había amado a Kouklakis, pero nunca había sido capaz de quererlo a él. Se había matado antes que enfrentarse a una vida fuera de aquella mansión. Antes que enfrentarse a una vida con su hijo.
«Yo te habría salvado», le había dicho aquel día, entre sollozos. «Te lo habría dado todo». Pero nada de eso había importado. Porque no había sido lo suficientemente bueno.
No lo era, y nunca lo sería.
—Necesito hablar contigo.
—¿De qué? —ella parpadeó extrañada—. ¿Sucede algo?
—Tenemos que hablar, Paula.
—De acuerdo. Lucila, ¿puedes dejarnos solos un momento?
Su hermana asintió y subió de nuevo las escaleras, no sin antes lanzarle una dura mirada. No le importó.
—No voy a casarme contigo.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Que no voy a casarme.
—¿Por qué no? ¿Qué diablos te pasa?
—Hay algo que no te he dicho. Algo que cambiará lo que sientes por mí. Y tienes que escucharlo.
Paula dejó caer el ramo y se cruzó de brazos.
—Estupendo. Oigámoslo. Adelante, dispara.
—Alejo Kouros es mi hermano —aquello la dejó sin habla por un momento—. Nicolas Kouklakis era nuestro padre. Somos de madre distinta. Yo nunca conocí a la madre de Alejo, y sospecho que él tampoco.
—¿Por qué él no me dijo nada?
—Porque no lo sabe. Yo no lo averigüé hasta varios años después de que se hubiese marchado. Se marchó cuando yo debía de tener unos ochos años, así que él debía de tener… unos dieciséis —tragó saliva—. Cuando yo tenía catorce, el propio Nicolas me reveló que él era mi padre. Yo me quedé aterrado, porque siempre le había tenido miedo.
Siempre lo había odiado. Pero, me dijo él, dado que Alejo se había marchado, yo sería su heredero. Y luego… luego le dijo a mi madre que tenía que marcharse porque había dejado de serle útil allí. Supongo que mal que bien había sido una madre para mí… y él había dejado de necesitarla para ese papel.
Se interrumpió con el corazón acelerado, temblando. Nunca le había contado aquello a nadie. Jamás había pronunciado las palabras en voz alta. Odiaba aquel recuerdo. Aquella verdad.
—Me contó que había estado cuidando de mí. Evitando que cualquiera de los hombres de aquella mansión me tocara, tanto cuando era pequeño como cuando fui más mayor. Que se había asegurado de que me alimentara bien. Yo siempre había pensado que todo eso había sido cosa de ella, pero no. Ella nunca se había preocupado de mí —inspiró profundamente—. Salí corriendo de su despacho, No quería tener nada que ver con él. Y ella se enfureció conmigo, me dijo que lo había estropeado todo. Que nunca me había querido. Que todo lo que había hecho por mí había sido en realidad por él, para contentarlo. Yo le dije que cuidaría de ella. Que todo saldría bien.
—¿Y qué sucedió?
—Se mató. Delante de mí. Porque la muerte, el fin de todo, era preferible a una vida en mi compañía.
Vio que Paula desorbitaba los ojos de horror. Su vida ya se estaba oscureciendo por su culpa. Por culpa de la verdad.
—Pedro… Yo no… Ella tenía problemas, Pedro, la culpa no fue tuya.
—¿Ah, no? Ella quería a Nicolas Kouklakis, y no podía quererme a mí. Todo el mundo quiere a Alejo. Él salió de todo aquello… bien, intacto. Yo estoy roto. Todo lo que hay en mí es… yo soy su hijo. Toda su maldad reside en mí.
—Eso no es cierto. A mí no me importa quién sea tu padre. Ni tu hermano. Ni que tu madre fuera una prostituta. Yo sé quién eres ahora. Y te amo por ti mismo.
—No puedes.
—Puedo. Pedro, te amo. Todo aquello no fue culpa tuya. No hay nada roto ni malo en ti. Eres un hombre bueno, y yo te amo más que a nadie en el mundo.
No podía aceptarlo. Lo único que podía ver era la expresión de su madre, tan dolida y desesperada ante la perspectiva de tener que abandonar la mansión. Y luego su rostro pálido mientras yacía delante de sus ojos, muerta. Pensó en Alejo, que había logrado superar todo aquello. Que había encontrado el amor y una vida lejos de todo eso. No, él nunca lograría limpiarse. Y mancharía a Paula también.
—No seas ingenua —le dijo—. Todo esto tenía que suceder. Yo no quería Chaves. Yo no buscaba más que tu humillación y la de Alejo. Él había escapado sin consecuencias de la mansión Kouklakis y mi misión era conseguir que las sufriera. Si ahora está casado con tu hermana, su segunda opción como esposa, es porque no pudo tenerte a ti. Y ahora que ya es demasiado tarde, te dejo a su disposición porque sé que nunca podrá tenerte, ahora que tú estás embarazada de mí y él casado con Lucila. ¿Es que no te das cuenta de hasta qué punto te he manipulado? No me aburras con tus declaraciones de amor. No significan nada, porque tú no sabes quién soy. No puedes quererme. No puedes querer a alguien a quien no conoces de verdad.
Vio que una lágrima resbalaba por su mejilla.
—Como quieras, Pedro Alfonso.
Era lo mejor. Para ella y para su hijo. Su hijo, que nunca lo conocería. Ambos estarían mejor sin él.
—¿Anuncias tú la cancelación, o lo hago yo?
—Yo lo haré —dijo ella—. Ya me las arreglaré. Ya has hecho bastante. Mandaré después a alguien a recoger mis cosas. Supongo que no querrás saber nada del bebé.
El corazón parecía gritarle por dentro, pero lo ignoró.
—No.
—Estupendo. Genial. Si vuelves a acercarte a mi familia, te castraré, ¿me oyes? Te arrancaré la cabeza y la clavaré en una pica. Te juro que no dejaré que te escapes de esta. ¿Pensabas que tu venganza sobre Alejo era terrible? Espera a ver la mía.
Pasó de largo a su lado. La bañó el resplandor del sol en cuanto abrió la puerta. No era ya un ángel inocente, sino un ángel vengador. Pedro cerró los ojos, cegado por la luz, pero todavía podía ver la impresión de su figura en sus párpados cerrados. Tuvo el presentimiento de que siempre sería así. La vería así siempre, cada vez que cerrara los ojos.
La puerta volvió a cerrarse, y justo en ese momento oyó unos pasos a su espalda. De repente sintió un golpe en la nuca. Se volvió y vio el ramo nupcial en el suelo, irreconocible después de que alguien lo hubiera golpeado con él. Había sido Lucila, que lo estaba mirando toda furiosa.
—No te librarás tan fácilmente. Cuando Alejo se entere de lo que has hecho…
—Que haga lo que quiera. No tengo nada que perder —ya no. Había cortado los lazos con la mujer que… La mujer que había significado tanto para él. Y su hijo. Jamás lo tocaría, lo abrazaría.
«Es lo mejor. Para los dos», se recordó. Pasó al lado de Lucila y subió la escalera, de regreso a su despacho. Entró y cerró la puerta con llave. Se asomó a la ventana y vio a Paula de pie bajo aquel espantoso arco mientras le explicaba a todo el mundo que no habría boda.
De repente fue como si la tierra cediera bajo sus pies y se encontró en el suelo, de rodillas. No podía respirar. Era como si lo aplastara el peso de todo lo que había sucedido.
La había perdido. Y solo en aquel momento se daba cuenta de que la amaba.
Pero no importaba. El amor no era una opción si ello significaba encadenar a Paula a un hombre envenenado hasta el tuétano como él. Todo lo que le había hecho desde que se conocieron… Ella se merecía algo más, se lo merecía todo. Unas ardientes lágrimas habían empezado a resbalar por sus mejillas. No le importó. Él había sido el culpable de que Paula vertiera sus primeras lágrimas en años, y ahora ella era la causa de las suyas.
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