Paula se dejó guiar de vuelta hasta el salón, donde les aguardaba la pasta, buscando desesperadamente algo que decir y que pudiera poner fin a aquel silencio incómodo.
—¿Y cuál es la historia de Julian Lopez? —preguntó.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro mientras se llevaba el tenedor a la boca.
—Es joven para dirigir un lugar así.
—¿Y eso viniendo de ti?
—Tengo buen instinto para la gente. No me parece del todo… cómodo en su papel. Como un traje que no le queda bien.
Pedro se quedó mirándola.
—Interesante. ¿Qué más?
—No le caigo bien.
—Según tú, no le caes bien a la mitad del personal.
—Pero con él es cierto. Desde el primer día. Prácticamente le sale por los poros.
—Es porque te contraté. Está molesto.
—Tú eres el jefe. Puedes contratar a quien quieras, ¿verdad?
—Es complicado.
—Si quiero hacer bien mi trabajo, tendré que saber cuáles son los secretos.
Pedro dejó el tenedor en el plato y se limpió los labios lentamente con la servilleta.
—Julian es mi hermano.
—¿Qué? ¿Desde cuándo?
—Pues básicamente desde que nació.
—Qué gracioso —dijo ella sarcásticamente—. ¿Y pensabas decírmelo o ibas a dejar que siguiera hablando de él?
—Te lo estoy diciendo ahora.
—¿Por qué no lo habías mencionado antes?
—No es pertinente.
—Desde luego que lo es. Las relaciones familiares en los lugares de trabajo incrementan las probabilidades de que se cometa un crimen, ¿lo sabías? Van en segundo lugar por detrás de las relaciones sentimentales.
—Gracias por el dato. Pero éste es un negocio familiar. Él es la última persona que querría matarme.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando para ti?
—¿Se trata de una pregunta personal o profesional?
Paula tomó aliento y reculó.
—Personal —contestó—. Me interesa saberlo.
Pedro no parecía convencido.
—Mi madre se llevó a Julián con ella a Estados Unidos cuando se marchó. Él vivió allí hasta que cumplió los diecinueve. Luego… quiso regresar a casa.
Paula frunció el ceño.
—¿Abandonó a vuestra madre?
—Crecemos, Paula. Todos nos separamos de nuestras madres tarde o temprano. Incluso Leighton lo hará.
Estaba cambiando de tema y Paula se dio cuenta al instante.
—Volviendo a Julián… ¿Regresó a WildSprings y lo nombraste director financiero?
—Había trabajado como conserje en un gran hotel en Chicago. Tenía las habilidades adecuadas y yo no estaba interesado en dirigir el parque por entonces. Acababa de volver. Así que le pedí que se quedase.
—¿En qué hotel?
—No lo sé. No me importa. Algo francés. Algo grande.
—Debes de confiar mucho en él para darle el trabajo de entrada.
—¿Acaso tú no?
—Solo estaba intentando sacar un tema de conversación.
—Realmente no te cae nada bien, ¿verdad? —apartó el plato medio vacío—. Es mi hermano, Paula Claro que confío en él. Y le debo…
Si no se hubiera detenido tan en seco, tal vez Paula lo hubiese dejado pasar.
—¿Le debes qué?
—No creo que eso tenga nada que ver con la seguridad del parque.
A Paula se le aceleró el corazón. Se recostó en la silla y vio su mirada severa. Caso cerrado.
—¿Quién era? —preguntó él tras varios minutos comiendo en silencio.
—¿Quién?
—El hombre que te enseñó tanto sobre el ejército.
—¿Por qué tiene que ser un hombre? A lo mejor simplemente me interesa la historia militar de Australia.
—¿Es así?
—No —no podía mentirle a los ojos.
—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?
—Era mi padre.
—¿Tu padre? Pensé que… parecías tan…
—¿Creías que huía de una relación rota? Supongo que en cierto modo es así. Pero no de una relación sentimental.
No había estado con nadie desde la noche en la que Lisandro había sido concebido, pero no iba a decirle eso.
—¿En qué rama estaba?
—Es coronel en el ejército.
Paula supo perfectamente el momento en el que Pedro hizo la asociación.
—¿El coronel Martín Chaves es tu padre? Es una leyenda.
—Estoy segura de que sí. Vivía el ejército.
—¿Y tú huyes de él?
—Como padre no era una leyenda precisamente. Yo no quería criar a mi hijo bajo su influencia. ¿Recuerdas tu entrenamiento básico?
Su resoplido fue inmediato.
—¿Cómo iba a olvidarlo? Fue un infierno.
—¿Cuántos años tenías?
—Dieciocho.
—Pues imagina tener cinco años.
Se puso en pie, recogió ambos platos y los llevó a la cocina, donde comenzó a limpiarlos. De pronto unas manos grandes cubrieron las suyas.
—Déjalo, Paula —dijo Pedro tras ella.
Le quitó los platos, le estrechó una mano y la condujo al porche. Ella lo siguió, inundada por los recuerdos amargos de su niñez.