Paula sintió los intensos latidos de su corazón. Se negaba a creer que aquello pudiera ser lo que quería, de manera que trató de bromear.
–¿Me estás diciendo que has disfrutado con el ballet?
–Bueno, he visto algunos paralelismos.
–Yo no estoy a punto de morir de pena –protestó Paula, repentinamente indignada. No le gustaba que Pedro pensara que era débil.
–Ya lo sé –Pedro sonrió–. No era a eso a lo que me refería. Te pareces a Giselle en tu capacidad de amar tan profundamente.
–¿Qué te hace pensar eso? –murmuró Paula, sintiéndose muy vulnerable.
–Tú lo das todo –inclinó su rostro hacia ella hasta que casi se tocaron–. ¿No vas a preguntarme qué hago aquí?
–¿Debería preguntártelo? ¿No quieres decírmelo?
–No debería haberte dejado en la estacada –dijo Pedro, repentinamente serio.
–Tú nunca me has dejado en la estacada –replicó Paula sinceramente.
–Sí lo he hecho.
–Tenías derecho a decirme que no.
–Te decepcioné y me decepcioné a mí mismo al dejarte ir sin decirte lo que sentía. Debería haberlo hecho, pero el orgullo me lo impidió. Y el dolor. Ahora me siento tan mal que estoy dispuesto a pedir perdón de rodillas tantas veces como haga falta. Me preguntaste si alguna vez había tenido que luchar de verdad por algo –continuó Pedro–. Dijiste que si lo hubiera hecho habría sabido cuando una lucha merecía el esfuerzo. Ahora estoy luchando, ¿y sabes por qué?
Paula negó con la cabeza.
–Estoy luchando por ti. No quería que te fueras. Debí decírtelo, pero no quería impedir que te fueras. No quería interponerme en tu camino y pensaba que tú no querías… –Pedro se interrumpió al ver que Paula lo seguía mirando como si fuera una aparición. Apoyó las manos en su cintura para atraerla hacia sí, pero Paula apoyó las manos contra su pecho para impedírselo.
–Te conozco, Pedro –dijo con aspereza–. Eres un sanador, no alguien que hace daño a otras personas. Odias la idea de hacer daño a alguien. Pero yo soy fuerte. No soy como Diana. No me voy a desmoronar.
–La verdad es que me gustaría que lo hicieras –Pedro la atrajo hacía sí–. Ojalá te hubieras abierto a mí y me hubieras dicho lo que sentías. No pasa nada por reconocer que uno está disgustado. No pasa nada por pedir ayuda. No tiene nada de malo necesitar algo de alguien. Sé lo fuerte que eres. Eres la persona más fuerte que he conocido, de manera que no siento ninguna lástima por ti. En todo caso la siento por mí, por tener que igualar el nivel de tu coraje. No creo que seas alguien a quien haya que rescatar. Más bien al contrario. Eres muy valiente, y muy independiente. No pretendo que dejes de hacer lo que deseas, pero quiero un lugar en tu vida y pienso luchar por conseguirlo, Paula. Creo que te estás perdiendo la mayor aventura de todas, conmigo. Quiero que seas así para mí –Pedro apoyó una mano en la mejilla de Paula y miró sus preciosos ojos azules, cargados de un dolor que estaba deseando aliviar–. Sabes que no quería ningún compromiso. Creía tener mi vida perfectamente planeada, pero entonces te conocí, y ahora sería capaz de hacer cualquier cosa por ti. Así que permanece conmigo. Apóyate en mí. Eso es lo que hacen las personas que se quieren. Siento que perdieras a tu familia, pero no puedes huir de volver a amar. Eso no sería vivir. Necesitas tus conexiones, tu historia. Necesitas tu hogar, y siento si al haber estado allí conmigo ha estropeado el lugar para ti. ¿Fue eso lo que pasó? –añadió, casi con temor.
–Oh, no, claro que no –dijo Paula con expresión angustiada–. Simplemente no podía aguantar más… había perdido en esa casa a todos los que amaba –se mordió el labio antes de añadir–: Incluyéndote a ti.
–Nunca me has perdido –dijo Pedro a la vez que le hacía alzar el rostro con delicadeza–. Pero no me dejes ahora en el desierto, Paula. Te quiero. Lo quiero todo contigo.