El día que tenían fijado viajar a Billings, Paula dejó la bolsa con su ropa en el coche. Cuando llegó la hora, depositó en su mesa una caja con los folletos que habían enviado de la imprenta y luego asomó la cabeza en el despacho de Nina.
—Te veré en uno o dos días —dijo—. Si surgiera algo, tienes el número de mi móvil.
Nina se puso de pie. Sentía predilección por los adornos navajos y ese día llevaba un collar de plata con turquesas ovaladas y pendientes a juego.
—Pásatelo bien —dijo—. Haz que Pedro te lleve al asador que hay frente al hotel. Sirven la mejor carne de Montana.
Pau experimentó una sensación completamente irracional de decepción.
—¿Tú ya has estado en esa conferencia? —preguntó.
La otra movió la cabeza.
—Le pido a mi marido que me lleve a cenar allí cada vez que vamos a Billings.
—Gracias por el consejo —dijo, animándose—. Adiós.
Mientras iba por el pasillo, oyó la voz de Pedro después de terminar una llamada telefónica.
—¿Lista? —preguntó, alzando la vista cuando ella titubeó en el umbral. También él llevaba unos vaqueros con una camisa con el logotipo de la empresa.
Con la partida inminente, Pau experimentó un ataque súbito de nervios. Estar durante un par de horas en el espacio reducido del habitáculo de su camioneta tendría que ser tenso.
Deseó poder decidir qué sería peor, si ver ese destello de interés en los ojos de Pedro o su total ausencia.
—Lamento que no podamos llevar el Lexus —dijo él una vez que salieron del aparcamiento—. El volquete es demasiado pesado para acoplarlo al coche.
—No pasa nada —repuso Pau.
Remolcaban un modelo nuevo montado en su propio tráiler. La unidad había quedado resplandeciente y en ese momento se hallaba cubierta con una lona azul para evitar que se manchara.
—Es un paisaje bonito, ¿verdad? —preguntó él pasados unos minutos—. Jamás me canso de él.
El camino serpenteaba por el pintoresco terreno montañoso en un descenso gradual. Aunque ya había nieve en las zonas más elevadas, el pavimento estaba limpio y húmedo.
—No creo que yo pudiera vivir en una ciudad grande —indicó Pau—. Me sentiría hacinada. ¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez tentado a trasladarte? —debía de haber obstáculos para dirigir un negocio internacional desde su pequeña ciudad.
Pedro rió entre dientes.
—Una de las ventajas de ser el jefe es que puedes elegir el lugar donde instalarte. Además, mi familia está aquí. Puede que los gemelos elijan vivir en otra parte una vez que se gradúen, pero la consulta de Mauricio está creciendo y mi padre tiene más trabajo que el que puede llevar.
—A mí me parece una excelente seguridad de trabajo —indicó sin pensárselo—. Y también para el resto de tus empleados —añadió de inmediato para que no pensara que daba por sentadas demasiadas cosas.
—A la mayoría le encanta vivir en Thunder Canyon, como a mí —convino—. Con el complejo hotelero abierto todo el año, creo que la gente seguirá trasladándose a la zona —miró por el retrovisor el tráiler que remolcaban—. Rodrigo lo odia, pero mientras el desarrollo esté controlado, creo que es bueno para todos los demás.
Tuvo ganas de preguntarle si pensaba casarse y establecerse, pero no quería que pensara que lo hacía por interés personal, de modo que guardó silencio.
—Hay unos cuantos CDs en la guantera —indicó él—. ¿Por qué no eliges algo para poner?
Curiosa por conocer su gusto en música, sacó unos cuantos y les echó un vistazo. Además de las selecciones de música country que prácticamente eran obligatorias si se vivía en Montana, había algunos artistas que no reconoció.
—¿Quién es? —preguntó, dándole la vuelta para leer la información posterior.
—Toca la guitarra acústica —explicó Pedro—. Algunos de los otros son de jazz. He descubierto que me calma mientras conduzco.
Paula dudó de que fuera la clase de persona que se volvía un energúmeno al volante, pero nunca se podía estar segura. Quizá bajo esa superficie serena que proyectaba, había turbulencias o pasiones desencadenadas.
¿Cómo sería perdiendo el control, dominado por el deseo, arrollado por el apetito de poseer a la mujer que adoraba? La imagen la hizo temblar, pero no de miedo.
—La expresión de tu cara despierta mi curiosidad por lo que pasa por tu cabeza —comentó él—. ¿Te apetece compartirlo?
Aturdida, logró esbozar una sonrisa de ecuanimidad.
—Ni lo sueñes. Una mujer tiene derecho a algunos secretos.
La mirada de él pareció atravesarla, pero no le quedó más opción que volver a concentrarse en la carretera.
—Quizá —concedió—, pero por lo general eso no detiene a un pobre hombre indefenso de tratar de descubrirlos.