La puerta estaba cerrada para mantener fuera el ruido y el polvo de la zona principal. Quizá estar con ella a solas en ese sitio tampoco había sido una buena idea. Ese día llevaba unos pantalones azul marino y una blusa celeste holgada que no conseguía ocultar sus curvas. Incluso en ese momento, vestida de manera más sencilla y casi sin maquillaje, lo dejaba sin aliento.
Tendría serios problemas si tenía que pasar cuarenta horas semanales en un estado de constante percepción de ella, porque aquello le provocaba que el flujo sanguíneo hacia su cerebro fuera muy disminuido.
—Te encanta, ¿verdad? —adivinó ella—. Todo esto no es sólo un trabajo, un negocio. Es una pasión.
—Todo el mundo debería trabajar en lo que le encanta —repuso Pedro—. ¿Para qué sirve el éxito si no eres feliz?
—¡Exacto! —exclamó Pau complacida—. Es lo que quiero, sentirme de esa manera con lo que haga y desempeñar un trabajo en el que crea.
Pedro la estudió, recordando que ella era más que unos ojos oscuros y brillantes y una silueta que podía hacer llorar a un hombre.
—¿Crees que podrás encontrarlo aquí o es demasiado pronto para saberlo?
Cuando sonrió, Pedro fingió que lo hacía el hombre y no el jefe.
—Eso espero. Supongo que pronto lo averiguaremos.
Él pensó en lanzar la cautela por la borda y besarla, pero jamás había obtenido nada que valiera la pena avanzando sin un plan. Agradeciendo que no pudiera leerle la mente, la llevó de vuelta a la oficina y suspiró aliviado cuando la mesa de la recepción se interpuso entre ellos.
—Supongo que ya sabes que Darío y Ailín se casan el viernes —comenzó con cautela.
Ella se sentó, mirándolo recelosa.
—Sí, me he enterado.
Algo titiló en sus ojos, haciendo que Pedro se preguntara si aún no había superado la ruptura con Damián.
—Es mi amigo desde hace tiempo —prosiguió Pedro—, de modo que no puedo faltar.
La expresión de ella perdió parte de su reticencia.
—Claro que no —confirmó—. Será una ceremonia agradable. En el salón de belleza comentaban que Ailín ha elegido un tema parisino.
—¿Y qué diablos significa eso? —soltó él, sinceramente desconcertado, sin saber cómo a las mujeres se les ocurrían cosas parecidas—. ¿Una tarta con forma de Torre Eiffel?
Pau rió.
—No tengo ni idea. Espero que me lo cuentes.
—Va a ser una ceremonia pequeña —explicó para justificar que no la hubieran invitado en el momento en que desde el exterior les llegaba el ruido producido por el portazo de un coche.
Pedro miró por la ventana y maldijo para sus adentros. Había olvidado su cita con el representante de la nueva empresa de diseño gráfico. Era local, algo que prefería.
—Tiene que ser Jaime Parks, de Mountain Art —comentó Pau después de ojear su bloc de notas.
No podría haber elegido peor momento.
—Jaime —saludó, extendiendo la mano cuando el vendedor, de pelo cano y con gafas, entró en el edificio—. Soy Pedro Alfonso. Pase.