Eloisa era muy guapa, pero no le atraía en absoluto. Lo único que le gustaba de ella era que se parecía un poco a su hermana. Por eso la había ayudado en un mal momento doce años antes, en Lima, cuando, sin que ella lo supiera, su representante la obligó a firmar un contrato para una película pornográfica. Él, además de romper el contrato, le había buscado un representante decente. Estaba casada con un amigo suyo y, sin embargo, siempre que tenía oportunidad intentaba seducirlo.
Seguramente era culpa suya porque una vez, diez años antes, había sucumbido a sus encantos una noche. Aunque enseguida se dio cuenta de que era un error. Su amistad había sobrevivido, sin embargo, y era un juego al que ella jugaba cada vez que se encontraban. Debería haberle parado los pies tiempo atrás.
Pensó luego en el informe que le había enviado su investigador privado sobre los Chaves. En ella había una fotografía de Paula en una playa desierta, con una gorra en la cabeza, una camiseta ancha y pantalones vaqueros. No podía saber si era alta, delgada, rubia o morena.
Y se había llevado una sorpresa al verla.
La foto no le hacía justicia, desde luego. Una ridícula diadema con cuernos sujetaba una larga melena rubia que caía por debajo de sus hombros, aunque no sabía si era natural o teñida. Tenía la piel muy blanca, unos magníficos ojos azules y unos pechos perfectos. En cuanto al resto, no podría decirlo porque sólo la había visto sentada. De estatura normal, seguramente. Pero, como buen conocedor de las mujeres que era, se reservaría el juicio hasta que la viese de pie. Podría tener un enorme trasero y los tobillos gruesos. Aunque eso no le importaba, claro. El hecho de que fuera una Chaves lo echaba para atrás. No la tocaría aunque fuese la última mujer en la tierra.
Elias Chaves se había casado con Sara Deveral, en la que había sido la boda del año en Londres, veintiséis años antes. Su mujer le había dado un hijo nueve meses después, Tomas, y una hija, Paula, un año más tarde. La familia perfecta…
Paula Chaves vivía una vida regalada. Lo tenía todo: una familia que la quería, la mejor educación, una carrera como arqueóloga marina, y se movía en la sociedad de Londres como pez en el agua. Pensar eso le hizo sentir una punzada de rabia, lo que sentía desde la muerte de su madre.
—No me lo creo —Eloisa inclinó a un lado la cabeza—. Máximo está bailando un tango…
Pedro siguió la dirección de su mirada y se quedó perplejo al ver a su jefe de seguridad y guardaespaldas, aunque Maximo era más un amigo que otra cosa, bailando el tango apasionadamente. Y lo más curioso era que su pareja seguía cada uno de sus pasos como si fuera una profesional.
Y su pareja era Paula Chaves. Una mujer impresionante. Tenía unas piernas interminables, el trasero respingón, la cintura estrecha y unos pechos altos y firmes. El traje rojo parecía pegado a su cuerpo como una segunda piel, sin dejar nada a la imaginación. Pedro no tenía duda de que todos los ojos masculinos estaban clavados en ella en aquel momento.
El pelo rubio caía sobre sus hombros con cada giro… y menudos giros.
Una placentera sensación, aunque inconveniente, empezó a hacer cosquillas entre sus piernas.
—Qué ridículos. Ya nadie baila así —dijo Eloisa, desdeñosa.
—¿Qué? Ah, sí... —Pedro no la estaba escuchando.
Curiosamente, Máximo y Paula hacían una pareja estupenda y todos los invitados estaban pendientes de ellos. Cuando el tango terminó, Paula se incorporó, riendo, y todo el mundo empezó a aplaudir.