viernes, 21 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 23

 


Un gemido lo despertó. Pedro tardó un momento en darse cuenta de que había sido él mismo, el que lo había lanzado.


El sueño había sido tan real. Paula estaba debajo suyo, susurrando dulces palabras, excitándolo más allá de lo razonable. Se sentó y se frotó los ojos. Miró el reloj y se dio cuenta de lo tarde que era; no había oído el despertador o, tal vez ni siquiera lo había puesto; no podía recordarlo.


Se puso de pie y se dio cuenta de cómo estaba. Eso tenía que parar. Lo que necesitaba era una ducha bien fría; pero más que eso, tenía que quitarse de la cabeza a esa mujer. Se acordó de algo mientras dejaba correr por su cuerpo el chorro de agua helada, tratando de disminuir su ardor. Tenía que llamar a Carmichael y, si eso no le podía quitar de encima el recuerdo de Paula, es que nada podía hacerlo.


Dario Carmichael. Habían sido unos amigables enemigos durante años, tantos que no lo recordaba. ¿Cuándo habían empezado? ¿En la universidad? ¿O fue ese día en el Club de Campo? Pedro lo recordaba muy claramente. Era uno de esos días que le quemaban en el recuerdo y no podía evitarlo por mucho que lo intentara. Desde ese mismo día, le ardía el rostro cuando lo recordaba por la vergüenza que le daba.


Era sólo un crío entonces, orgulloso, egoísta y que trataba de impresionar a una chica. Ni siquiera recordaba el nombre de la chica, pero eso no era importante. Lo que sí lo era es que había utilizado su apellido, su dinero, su educación y su tontería de adolescente para rebajar a alguien, para ponerlo en su sitio. Ese día lo tenía tan presente como si hubiera sido el día anterior y repasó mentalmente el incidente.


Era verano y él estaba en el Club de Campo. Dario Carmichael trabajaba allí. Venía de una familia de obreros pobres y se había hecho el propósito de mejorar, de hecho eso era algo evidente para todo el mundo que lo conocía. El padre de Pedro le había proporcionado a Dario un trabajo como «caddy» y, cuando terminaba la temporada de golf, hacía sustituciones en la cafetería.


Era uno de esos días en que Pedro venía de la piscina con algunos amigos. Había visto a Darío en la universidad e incluso había hablado con él un par de veces, pero decir que eran amigos hubiera sido una exageración. Darío siempre había sido grande, medía más de un metro ochenta por entonces y sobrepasaba en mucho a Pedro, que todavía no se había desarrollado del todo. El padre de Pedro siempre había hablado muy bien de Darío, ensalzando sus habilidades y su ética de trabajo, lo que siempre le había fastidiado a Pedro, ya que además siempre estaba tratando de agradar al viejo.


A su padre no le hubiera gustado mucho la forma que tuvo de comportarse ese día.


El grupo de chicos se sentó en una mesa al extremo de la cafetería. Dario los miró de vez en cuando, pero siguió limpiando los cristales, aparentemente sin prestarles atención. A Pedro le irritó que no fuera más solícito. Después de todo, estaba allí por su padre.


—¡Eh, tú, chico! —le gritó a Darío.


Recordaba cómo Darío se quedó como helado por un momento y, luego, siguió limpiando, pero más despacio, como controlándose.


—¡Eh, contéstame! ¿Me oyes?


Dario no levantó la mirada de la barra.


—Te oigo, Alfonso, lo mismo que la mitad del club.


Pedro se dirigió entonces a la barra.


—Para ti «señor Alfonso», Carmichael. ¿O es que tus padres no te han enseñado a hablar con tus superiores?


Luego Pedro se dio la vuelta y sonrió a la concurrencia.


Darío se puso aún más colorado de lo que era habitualmente, pero logró mantener la frialdad, lo que enfureció aún más a Pedro.


—¿Qué queréis?


—Unas Coca-Colas. Con mucho hielo. Llévalas a la mesa. Y deprisa.


Pedro le dio un par de golpes a la barra para darle énfasis a la orden y volvió al grupo.


Al cabo de poco tiempo, Darío les acercó una bandeja con cuatro refrescos y se los puso delante a cada uno. Cuando se volvió para marcharse, Pedro derramó deliberadamente su bebida con el codo y su contenido se desparramó por toda la mesa y el suelo. Darío tenía fuego en la mirada y Pedro recordaba que, por un momento, sintió miedo, hasta que la posibilidad de una pelea le inyectó adrenalina en sus venas de adolescente y se dejó de cautelas.


—Límpialo —le dijo—. No te olvides de quién te consiguió este trabajo, Carmichael.


Eso le proporcionó el suficiente sentido común a Darío como para darse la vuelta y traerle otro refresco y una bayeta, pero la forma en que lo miraba se le quedó grabada en la memoria a Pedro, incluso después de tantos años. Se preguntaba si Darío recordaba ese día tan claramente como él.


Cerró el agua y se secó, frotándose más fuertemente de lo que era necesario. Lo que había hecho no tenía nombre, y lo sabía. Ese día había descubierto una sensación de poder, pero ese poder le había dejado un regusto amargo. Con esa victoria vacía había aprendido una lección importante y que nunca olvidaría.


¿Pero a qué precio? Lo que podía haber sido una amistad entre dos chicos brillantes se había transformado en una larga batalla. Nunca dijo que sentía lo que había hecho. Realmente lo sentía, pero la oportunidad no se le había presentado nunca. Y así la herida se había agrandado, como su enemigo; se había hecho mayor, más importante, más poderoso de lo que cualquiera se podría haber imaginado ese día de verano, hacía ya tanto tiempo.


Dario se dedicaba desde hacía tiempo a perseguir cualquier cosa que quisieran los Alfonso; Pedro recordaba también cuando se les adelantó en un trato que se suponía que era totalmente secreto. Roberto Alfonso murió poco después de eso y Pedro estaba convencido de que se había debido al disgusto que se llevó porque Darío se les adelantara.


Él podía perdonar y olvidar muchas cosas, pero no ésa, en particular por la ayuda que su padre siempre le había prestado a Darío a lo largo de los años. Le parecía especialmente cruel que Darío se lo devolviera de esa manera. Más de una vez se había preguntado si no sería ésa la forma que había tenido Dario de devolvérsela a él. Era una culpa que arrastraba y que nadie más sabía, salvo posiblemente Dario.



EL TRATO: CAPÍTULO 22

 


Podía haberla llamado.


Era casi medianoche cuando Paula se metió en la cama. Las sábanas estaban recién limpias y frescas al tacto. Como su corazón. Podía haber hecho algún esfuerzo durante el día para ver si ella estaba viva o muerta con una simple llamada telefónica. Para saber cómo le había ido en su primer día en su casa. Era una cortesía que se debía a cualquier huésped, mucho más a una esposa.


Mil lágrimas le corrieron por el rostro por enésima vez en ese día. ¿Sería que no le importaba? ¿Es que lo que habían hecho la noche anterior no había significado nada para él? ¿Sería un tipo sin corazón?


Enterró la cabeza en la almohada, mojándola con las lágrimas. Durante horas se dijo que llamaría, incluso cuando sonó el teléfono a eso de las once, el corazón le dio un salto. Seguramente era él. Había tenido un día largo y duro y no debía haberla podido llamar hasta entonces.


Pero nadie fue a buscarla. Tenía que afrontar el hecho de que no le importaba como persona. Era un trato de negocios, el quince por ciento de la compañía y nada más. Por otra parte ¿quién podría culparlo por lo de la otra noche? No es que ella le hubiera echado a palos de su lado, precisamente. ¿Qué hombre de sangre caliente hubiera dejado pasar a una mujer que se le hubiera puesto tan a tiro? No era raro que no llamara, debía de estar alucinado con la virgen hambrienta que se había encontrado y que prácticamente le había obligado a hacer el amor con ella. ¡Qué horrible! Dios, esperaba que no volviera nunca de ese viaje.


Bueno, tenía que crecer alguna vez, se dijo a sí misma. Eso era la vida real, no la casa de muñecas que era la de J.C.


Trató de pensar en alguna otra cosa.


Recordó lo que había sido su primera cena en la casa de los Alfonso. La siempre elegante Eleonora estaba sentada al final de la mesa con el siempre serio Eduardo delante suyo. La comida, por supuesto, estaba exquisita. Los niños, Gabriel y Laura eran encantadores y se portaban magníficamente. La educación que recibían en un colegio privado se veía en su comportamiento en la mesa y la forma de hablar. Paula no se hubiera sentido más incómoda aunque lo hubiera intentado.


Entonces pensó en la única persona que podía quitarle de la cabeza a Pedro en esos momentos. Había recibido por lo menos una docena de telegramas felicitándola por la boda, pero ninguno de ellos era de esa persona. Eso le dolía. Mateo no sabía que ese matrimonio era un montaje. Podía haberse alegrado por ella, como lo había hecho ella por él durante años.


Había llamado a Carlton esa tarde, pero una vez más, Mateo se había negado a hablar con ella. Tenía que encontrar la forma de arreglar las cosas con él. Patricio la había prevenido de que podía reaccionar de esa manera, pero ella todavía seguía sintiendo que era algo justificado el no decirle a Mateo la verdad acerca de cómo andaban de dinero. Tenía que arreglar ese problema con Mateo antes de que se transformara en algo serio de verdad.


Había quedado con el señor Sagen en que iría a visitarlos dentro de dos días. Tenía que decirle la verdad a Mateo, aunque le costara. Ya no importaba, el daño ya estaba hecho… la boda ya se había celebrado y el trato estaba en marcha. Mateo podría ver que ya no había razón para seguir así. Ella se daba cuenta de que tenía derecho a sentirse dolido y enfadado, pero tenía que encontrar la forma de convencerlo, de que lo había hecho pensando sólo en él y en su bien.


Tenía la cabeza llena de sentimientos confusos y trató de dormir sin conseguirlo.


¿Qué había hecho?




EL TRATO: CAPÍTULO 21

 


Eran casi las ocho, hora del Pacífico cuando Pedro se metió en la suite del hotel Hyatt de San Francisco que compartía con su hermano. Estaba absolutamente agotado, pero antes de dejarse dominar por el sueño, tenía que hablar con Paula, aunque fuera sólo un minuto.


No había tenido tiempo en todo el día de llamarla. Había estado siempre rodeado de gente y lo que le tenía que decir no podía hacerlo en público. La había tenido constantemente en la cabeza, a veces casi en el subconsciente, otras casi interrumpiéndole los pensamientos. Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había preguntado «¿Qué era eso?» o le había pedido a alguien que le repitiera lo que se había dicho. Brian le había dicho a todo el mundo en broma que la preocupación de Pedro se debía a su reciente matrimonio. Su reputación de astuto hombre de negocios estaba todavía intacta, a pesar de que se había comportado un poco raro delante de la gente a la que respetaba, por el ansia que había mostrado por irse a dormir tan temprano.


Y ése era el problema. Porque no había nada en el mundo que pudiera añorar tanto en ese momento como el estar en la cama con Paula, haciendo el amor. Había tantas cosas que quería mostrarle, enseñarle. Había sido una temeridad ese asunto de la virginidad. Las posibilidades eran infinitas. Las ideas le daban vueltas en la cabeza, fascinándolo y excitándolo. Quería hablar con ella, estar con ella, tocar su cuerpo, hacer el amor hasta quedar completamente agotado. Quería dormir con ella todas las noches, tenerla en sus brazos hasta que los despertara la aurora. Y luego quería volver a empezar.


Pero él más que nadie comprendía la imposibilidad de hacer esas cosas. Tenía que controlarse más que nunca. Lo que no tenía ni idea era de cómo iba a lograrlo, ya que el mero hecho de llamarla por teléfono lo estaba excitando. ¿Qué demonios iba a hacer cuando estuvieran juntos?


Pedro tomó el teléfono. Respiró profundamente y cerró los cansados ojos. Se preparó para oír su voz. «Oh, Dios», pensó. «¿Por qué me has dado una mujer que deseo más que a nada en el mundo, sólo para que sea la única mujer del mundo que no puedo tener?» No le parecía un juego limpio.


—¿Hola?


—¿Eduardo? Soy Pedro.


—¡Pedro! Esperaba saber de ti antes.


—Sí, bueno, es una larga historia. Acabo de terminar. ¿Cómo va todo por allí?


—Bien, bien. ¿Cómo te ha ido en la reunión? ¿Vuelve ya a casa Brian?


—La reunión fue muy bien. Mejor de lo que esperábamos y Brian va a tomar un avión de vuelta más tarde. Ahora está en la ciudad con una gente.


—Siempre igual. Cuando quiero algo de él, siempre está de bares.


—Eduardo, por favor, no empieces. He tenido un día muy duro y se me está haciendo cada vez más largo.


—Bueno, antes de que cuelgues, Dario Carmichael le dejó un mensaje a Eleonora para nosotros, quiere que lo llames.


—¿Para qué?


—No tengo ni idea. Pero tenemos que averiguar qué es lo que sabe.


Pedro suspiró; no se encontraba en condiciones para pensar en Carmichael en ese momento.


—De acuerdo, le llamaré por la mañana. Hazme un favor, Edu. Dile a Paula que se ponga, tengo que hablar con ella.


Eduardo dudó un momento.


—No puede ponerse ahora.


—¿Dónde está?


—Se ha ido a la cama. Dijo algo acerca de un dolor de cabeza durante la cena y desapareció. Probablemente ya esté dormida.


—Eduardo, allí son sólo las once. Di que la llamen. Estoy seguro de que querrá hablar conmigo.


Pedro, ella, bueno, dejó muy claro que no quería que la molestaran por ninguna razón.


—¿Va algo mal?


—No, no creo. Hoy recibió un telegrama y parecía muy preocupada por su hijastro, pero no creo que sea nada serio.


—Entonces llámala, Eduardo.


—Muy bien.


Pedro cerró los ojos mientras esperaba lo que le parecía una eternidad. Sabía que Eduardo estaba tremendamente intrigado por lo que estaba pasando entre Paula y él; lo podía adivinar en su voz. Pero ¿cómo iba a poder explicarle algo que no podía comprender ni él mismo.


—¿Pedro?


—Sí, Eduardo. ¿Dónde está Paula?


—Dice que no quiere hablar contigo.


—¿Qué?


—Que dice que está ocupada.


—¡Ocupada! —dijo Pedro furioso. ¿Demasiado ocupada para hablar con él?


—Sí, bueno, eso es lo que ha dicho. A lo mejor está… en mitad de algo. ¿Le dejas un mensaje?


—Sí, le puedes decir que… No, olvídalo. Ya se lo diré yo mismo cuando la vea. Cuando pueda.


Pedro colgó con fuerza. ¡Ocupada! ¿Qué podría ser más importante que hablar con él? Especialmente después de lo que habían compartido la noche anterior.


Pero tal vez no habían compartido nada. Tal vez era solamente un experimento por parte de ella, mientras que para él había sido… hacer el amor, de verdad. Se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo. Le hubiera gustado saber qué era lo que le pasaba por la cabeza a Paula, que estuviera en ese momento allí para poder preguntárselo, para estar cerca de ella, para acariciarla. Cerró los ojos y trató de dormirse.


Quería tantas cosas…





jueves, 20 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 20

 


Él la besó y dejó caer todo su peso sobre ella, perdiéndose en su suavidad. Ninguna otra mujer le había hecho sentirse así, como flotando en el aire. Le levantó las piernas y se acercó con mucho cuidado hasta que notó su rigidez. Tardó un momento en comprender por qué y, cuándo lo hizo se quedó helado. Levantó la cabeza y se quedó mirándola.


—¿Paula?


La expresión de incredulidad de su rostro lo decía todo.


—No, Pedro, por favor, no te pares. Quiero que me… Te deseo.


Él empezó a agitar la cabeza, pero ella se la tomo entre las manos y lo besó. Puso el corazón en ese beso, todo su deseo, toda su soledad, todo el amor de su vida en una plegaria desesperada para que él continuara. Estaba tan cerca de tenerlo todo. Arqueó las caderas, urgiéndole a que siguiera, apretándose contra él para disipar cualquier duda que pudiera tener.


Con un sonido gutural en la garganta, Pedro se metió en ella, abriendo su camino de una vez por todas. Hacer el amor con Paula era algo temerario para él. Lo único que quería era darle placer, de todas las formas, como ella se lo estaba dando a él. Era perfecta y no quería hacerle daño.


Paula estaba en una meseta que sabía que existía, pero en la que sólo había podido soñar. Sentía el poder del cuerpo de Pedro llenarla con un plenitud indescriptible. Había en su interior una fuerza creciente que no la iba a dejar reposar hasta que no llegara a la paz con él. Se fue expandiendo; despacio al principio; luego, de repente, se transformó en una sensación tan increíble, tan atenazante, tan intensa que hasta llegó a tener miedo. Pedro sintió su reacción y la animó a que siguiera.


—Sigue, Paula. No pares, deja que te atrape…


Esas tranquilizadoras palabras la ayudaron a relajarse y esa sensación se transformó en una especie de erupción que le recorrió el cuerpo espasmo tras espasmo. Acercó la boca a su hombro y dijo algo contra la empapada piel, mientras él continuaba empujando en su interior.


Pedro estaba perdiendo el control. Quería seguir así para siempre, pero su cuerpo no iba a cooperar. La fuerza de su clímax estaba aproximándole a él al suyo y se sintió caer. Su mente perdió levemente la consciencia cuando él también alcanzó el punto más alto.


Luego se acabó.


Pedro se apoyó en los codos para quitarle algo de peso de encima. Ella tenía los ojos cerrados y, si no fuera por el latir de una pequeña vena en su frente, se podría haber pensado que estaba durmiendo. Él la miró maravillado. ¿Quién era esa mujer? Su mujer, ¿Pero quién más? Era virgen a pesar de haber estado casada con J.C. durante años. Había estado de acuerdo con ese matrimonio de conveniencia por dinero y seguridad y, a la vez, le había respondido esa noche allí de esa forma apasionada y libre.


Paula abrió los ojos y se encontró con su mirada. Sonrió, estaba demasiado bien como para dejar que la incertidumbre que se leía en ella la preocupara. Sabía que estaba confundido y, en cierta forma, le agradaba. Era tan feliz en ese momento que nadie se lo iba a arruinar. Ni siquiera el poderoso señor Pedro Alfonso.


—Supongo que te estarás haciendo un montón de preguntas.


—Supones bien.


De repente, Paula bostezó. El dispendio de energía que había supuesto hacer el amor la había terminado de agotar. Estaba casi completamente dormida.


—¿Podemos hablar de eso por la mañana?


Pedro, al contrario, estaba completamente despierto y quería saberlo lodo de esa mujer con la que ahora estaba unido por más de una cosa.


—Yo no estaré aquí por la mañana ¿recuerdas? Tengo que irme a California.


—Ummm, sí. Recuerdo algo así —le contestó ella con los ojos cerrados.


Pedro se apartó de ella y le apoyó la cabeza sobre su hombro.


—Paula, tenemos que hablar.


—¿Mmmm?


—He dicho que tenemos que hablar.


Ella se volvió de lado y se acurrucó más contra el calor de su cuerpo.


—Ha sido algo increíble ¿no? —murmuró.


Él sonrió ante una pregunta tan infantil y le levantó la barbilla para que lo mirara. Tenía los párpados semicerrados.


Ella le sonrió completamente dormida o casi. Suspiró un momento cuando Pedro tiró de las mantas y los tapó a los dos.


Pedro tenía que admitir que hacer el amor con ella había sido algo especialmente hermoso, así que abandonó la idea de hablar.


La besó en la frente y sonrió en la oscuridad.


—Ha sido definitivamente increíble.


Bostezó. También él estaba cansado, pero su mente funcionaba como una máquina. De alguna manera, ese viaje que tenía que hacer a la mañana siguiente ya no era tan bienvenido como antes. Se preguntó cómo iba a poder soportar el día. No sólo estaría cansado físicamente por la falta de sueño, sino también mentalmente, por el esfuerzo de ordenar todo lo que había pasado esa tarde y noche, a la vez que intentar concentrarse en los negocios.


Cerró los ojos y esperó que el sueño lo invadiera. ¿No sería maravilloso que Brian hubiera terminado ya él solo con el trato? Sonrió y se pegó al cuerpo que tenía al lado.


¿No sería maravilloso si no tuviera que irse?




EL TRATO: CAPÍTULO 19

 


Él se apartó entonces, pero mantuvo los labios muy cerca de los de ella mientras suspiraba su nombre. Dejó un sendero de leves besos por toda su garganta, el cuello, el pecho y entre sus senos.


—¿Paula?


Era una pregunta con solo una posible respuesta por su parte. Paula lo deseaba desesperadamente. Nunca antes había experimentado una fascinación semejante por un hombre. Era como si fuera una pequeña mariposa volando alrededor de una gigantesca llama. Lo necesitaba, necesitaba ser suya, de cualquier manera que él pudiera tenerla.


Era su esposo. Y ahora quería más que ninguna otra cosa en el mundo ser su esposa.


Pedro —le susurró al oído—. Sí, oh, por favor.


Él la tomó en sus brazos tan rápidamente que Paula no pudo respirar, sin darle tiempo a que se echara para atrás volvió a cubrirle la boca con la suya propia. La llevó al dormitorio y la dejó gentilmente sobre la cama. Pedro se sentó y se quedó mirándola durante un largo instante. Ella cruzó la mirada con la suya y la mantuvo.


A cámara lenta, él le quitó la toalla. Sintió cómo le temblaban las manos cuando apartó primero un lado, luego el otro. Durante todo el rato, no dejó de mirarla a los ojos, saboreando la anticipación, el escalofrío de ver, de tocar sus pechos. Bajó la mirada y se quedó extasiado ante lo que vio. Le pasó los pulgares por los pezones tan gentilmente que fue recompensado por un suave suspiro.


Paula cerró los ojos, flotando en un mar de sensaciones mientras él le acariciaba los pechos con unas manos levemente ásperas. Cuando los volvió a abrir, los negros ojos de Pedro estaban allí esperándola.


—Eres tan bonita —dijo—. Más de lo que me había imaginado.


—¿Me habías imaginado así?


—Oh, sí. Durante todo el día, en realidad, desde que te vi en el estudio.


Paula levantó la mano y le hizo bajar la cabeza.


—Bésame.


Él lo hizo con placer, sin que sus manos abandonaran los pechos de ella. La besó una y otra vez, con la lengua hundiéndose profundamente, casi hasta su alma, como pensó Paula. Sintió cómo el corazón le latía fuertemente cuando se puso a acariciarle el vello del pecho. Cuando le hizo acercarse más, él colocó su cuerpo encima suyo y Paula sintió cómo le recorría todo con las manos. Luego, volvió a acariciarle los pechos. El que estaba fascinado con ellos era evidente para los dos.


¡La estaba volviendo loca! Los movimientos de Pedro se estaban volviendo erráticos, no podía hacer nada para detenerse. Se dijo a sí mismo que tenía que ir más despacio con ella, pero su desinhibida respuesta estaba encendiendo una pasión igual en él, le animaba a tocarla sin descanso. Le pasó las manos por la espalda, por los brazos, por los puntos sensitivos de su estómago, y luego se puso a besar los sitios por donde habían pasado sus manos. Le beso las caderas y la hizo abrirse de piernas para continuar explorándole la piel.


Para Paula esas sensaciones eran tan nuevas, tan eróticas, que no sabía cómo responder, o mejor, cómo no responder. Así que se dejó llevar por ellas.


Él la tocó por todas partes, excepto en esa que a ella le apetecía más. Levantó las caderas en una súplica sin palabras para que él aliviara esa enorme necesidad. Lo deseaba tanto, quería sentirlo todo, en su interior, llenándola, satisfaciendo la plenitud más importante.


Pedro sabía lo que ella quería y lo sentía tanto como ella. Se puso de rodillas entre sus piernas. Los calzoncillos casi no podían contener su erección, que luchaba para liberarse de la tela. Le puso una mano en cada cadera y se puso a acariciarle los rubios rizos con los pulgares.


—¿Qué es lo que quieres?


—A ti —le contestó ella—. Todo tú.


En un momento él se quitó los calzoncillos y los tiró lejos. Se arrodilló sobre ella ya desnudo y ella se quedó impresionada al verlo, orgulloso y fuerte en su excitación. Nunca antes había visto a un hombre en ese estado y eso la excitaba enormemente. Le preocupó un poco el pensar que quizás no pudiera satisfacerlo, pero entonces Pedro bajó el cuerpo y, cuando la cálida espesura de su vello le tocó los pechos, se le quedó la mente en blanco para todo lo que no fueran sensaciones.



EL TRATO: CAPÍTULO 18

 


Paula abrió los ojos de repente y trató de oír de nuevo el ruido que la había despertado. Se sentó en la bañera; el agua se había enfriado. Se levantó y salió del agua tomando una gran toalla de baño y poniéndosela delante.


Lo primero que vio Pedro fue ese redondo trasero cuando entró. Paula sintió el aire frío casi en el mismo momento en que oyó abrirse la puerta.


—¡Oh! —dijo y se volvió, dándole la cara a una encantado Pedro.


Por lo menos, parecía encantado. O divertido. O idiotizado. No estaba segura de qué. Se había quedado allí muy quieto, mirándola de una forma muy extraña, casi sonriendo, como tonto. Parecía como si le hubiera dado algo.


Se quedaron mirándose a los ojos y Paula notó cómo empezaba a ponerse colorada. La mirada de Pedro se hundió en ella y empezó también a darse cuenta de un ruido bajo y profundo. Tardó un momento en darse cuenta de que era ella quien lo producía, ya que había dejado de mirarla a la cara y le estaba recorriendo ese magnífico cuerpo con la mirada. Se había quedado helada. Sus calzoncillos no dejaban absolutamente nada a la imaginación y, a pesar de que lo intentó, no pudo apartar los ojos de esa parte de su anatomía.


Un escalofrío la devolvió al presente y se dio cuenta de que ni siquiera se había envuelto con la toalla, sino que la tenía apretada contra los pechos. Bajó la mirada de mala gana y se envolvió en ella.


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.


Pedro tardó un momento en contestar, la seguía mirando de esa forma extraña.


—Uh, estaba a punto de preguntarte lo mismo a ti.


—Me trajeron a estas habitaciones —dijo ella—. Suponía que era aquí donde me iba a quedar.


—Son las mías.


—Eso es evidente. También que se suponía que tú no te ibas a quedar aquí esta noche.


Él vio cómo empezaba a enfadarse y no quería provocarla, por lo menos no de esa manera.


—Lo siento. No vi tu equipaje, si no hubiera supuesto que estabas aquí. Supongo que di por hecho que te quedarías en la zona de invitados. Por favor, discúlpame por interrumpirte.


Paula lo miró a la cara. Su tono de voz parecía sincero y al fin y al cabo, comprensible.


—Está bien —le dijo aproximándose a la puerta.


Él se apartó para dejarla pasar.


Pero cuando ella entró en contacto con él, Pedro puso el brazo atravesado en la puerta, bloqueándola. Ella se volvió para ver lo que quería y su mirada la volvió a dejar helada. Los músculos del abdomen se le hicieron un nudo cuando la respiración de Pedro la removió los mechones del flequillo. Sabía que tenía que apartarlo, pero no podía. Era incapaz de cualquier pensamiento racional. Todo lo que podía hacer era quedarse allí, esperando lo que fuera que él hubiera pensado hacer y más que lista para ello.


Pedro levantó una mano y le quitó una horquilla del cabello. Ella la oyó caer al suelo como si estuviera muy lejos y él le pasó los dedos por el cabello, luego bajo la cabeza con un movimiento lento e inevitable hacia la suya. Ella la levantó para encontrarlo a mitad de camino.


—Tengo que saber —dijo Pedro—, si era real.


Se estaba refiriendo al apasionado beso que se dieron en el altar, sin duda. Ella se dejó llevar y él dejó caer los brazos y la tomó de la cintura, apoyándose en el quicio de la puerta, acercándosela más a su cuerpo, con los brazos completamente llenos de ella.


Paula abrió la boca más aún para profundizar en el beso y la lengua de Pedro le entró en la boca, buscando y encontrando la suya. Sabía a coñac y sus sentidos se rindieron ante ese asalto. Él la estaba devorando, hurgando profundamente en el interior de su boca con la lengua. A ella no la habían besado nunca de esa manera, ni se lo había imaginado. Era intoxicante. Se sentía tan bien, tan fuerte, tan vital. Le pasó las manos por la espalda y le tocó los sólidos músculos y él bajó las suyas hasta abarcarle el trasero, casi levantándola del suelo.


Que él estaba completamente excitado estaba claro como el agua, y era especialmente evidente teniendo en cuenta la poca ropa que había entre ellos. Paula acercó aún más su cuerpo contra el de él, disfrutando de las sensaciones. Quería estar tan cerca de él como le fuera posible. Quería hacer desaparecer toda la tela y sentirlo, todo él, sin ninguna barrera. Quería más, mucho más que sus besos. Quería que la tocara, que la acariciara de la forma más primitiva y elemental que podían hacerlo un hombre y una mujer.




miércoles, 19 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 17

 


Pedro entró en su apartamento quitándose la chaqueta. Estaba agotado, había sido un día muy largo. La boda le requirió mucha más energía de la que se había imaginado. Todo eso le había hecho sentirse como una marioneta, como un loco sin pensamientos propios.


¡Y el baile! Eleonora había tenido que contratar a esa estúpida banda. Lo que recordaba bien era el contacto del cuerpo de Paula contra el suyo. Se notó responder ante ese vivo recuerdo tan pronto como lo había hecho en la pista de baile… ¡Ya estaba bien!


Se dirigió hacia el pequeño bar y se sirvió un poco de coñac. Luego se dejó caer sobre el tresillo y puso los pies ya descalzos sobre la mesita. Cuando cerró los ojos y apoyó la cabeza en los cojines, su imaginación se desmadró y no sólo pudo sentir el cuerpo de Paula contra el suyo, sino también casi oler su suave perfume. Se preguntó de dónde venía ese olor. Respiró profundamente, tratando de encontrar la fuente; todavía lo tenía en la nariz.


Ella era tan femenina. Encajaba tan perfectamente entre sus brazos. Había tratado de no apretarla demasiado, de no tocarla de la forma que quería realmente, de no ver si realmente era tan suave como parecía. Y luego estuvo ese beso en el altar…


Pedro abrió los ojos y se sentó. ¡Déjalo! se dijo. Eduardo tenía razón. No podría llegar al final de ese año si no mantenía esa atracción bajo control. ése había sido el tema de la última charla que le había dado su hermano antes de subir. Se sintió como un escolar siendo regañado.


¡Estaba enfadado! Eduardo estaba actuando como si él fuera un jovenzuelo con las hormonas desbocadas. La compañía era tan importante para él como lo podía ser para Eduardo y el resto de la familia. ¿Es que Edu se imaginaba que era capaz de hacer algo que destruyera aquello para lo que había estado trabajando tan duramente durante todos esos años, incluso renunciando casi completamente a tener una vida social? No, Eduardo estaba equivocado. Él podía y debía quitarse eso de la mente. Con todos los viajes que hacía, el año pasaría volando y luego ella se marcharía.


Se puso de pie y se dirigió hacia la habitación. Se sentó en el borde de la cama y se quitó los calcetines y pantalones. ¿Por qué ese pensamiento le producía como un nudo en el estómago? Estaría muy contento cuando esa irritante mujer desapareciera de su vida. No necesitaba que lo mirara con esos enormes ojos azules, encantándolo a condenándolo. ¡No le debía nada!


Se había sacrificado mucho por su familia. Se pasó una mano por el abdomen tomando nota de que debía de volver al gimnasio. Si, una vez que volviera a su rutina habitual no tendría casi tiempo para recordar que estaba casado.


Con ese pensamiento en la cabeza, se dirigió hacia el cuarto de baño. Tal vez una ducha le ayudara a quitarse a Paula de la cabeza.