domingo, 16 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 8

 


Paula observó el jardín a través de los visillos del ventanal. Patricio Bradly estaba cerca, hablando de algo con Eleonora. No podía ver a dónde había ido Pedro después de que saliera como una furia del estudio con Eduardo siguiéndolo. Los invitados ya estaban listos para conocer a la novia.


Cerró un momento los ojos para tratar de recobrarse. No podía seguir con eso, especialmente después de la escena del estudio con Pedro.


Sintió cómo Patricio le tocaba un brazo. Ya era el momento. No había forma de escaparse. Dentro de pocos minutos sería la esposa del señor Pedro Alfonso durante un año. Para bien o para mal, estaba explorando de nuevo un territorio desconocido, empezando una nueva vida como había hecho hacía ocho años, cuando conoció a Mateo y a J.C. Sólo que esta vez no era una joven huérfana, sino una mujer madura que iba a encontrarse con el extraño que iba a ser su marido.


Aceptó el brazo de Patricio y se dirigieron al jardín siguiendo los acordes de la famosa marcha nupcial. Las sillas estaban meticulosamente ordenadas en filas y cada una estaba decorada por un ramillete de orquídeas blancas. La impecable alfombra que cubría el suelo hacía que la hierba de primavera crujiera bajo los pies al caminar.


Mantuvo baja la mirada, levantándola sólo ocasionalmente mientras Patricio la guiaba. Cada vez que la levantaba, se encontraba con un montón de ojos interrogantes observándola.


«Deben de estar preguntándose la razón por la que él me ha pedido en matrimonio. ¡Si supieran!», pensó.


Si Paula se preguntaba lo que estarían pensando de ella los invitados, Pedro no lo hacía. Lo sabía. Tenía la mirada fija en ella mientras se aproximaba como si fuera en cámara lenta. Aunque quisiera no podía apartar la mirada. Era preciosa. Y parecía tan vulnerable. La vio mirar levemente a los invitados y luego volver a bajar los ojos. Dentro de pocos minutos esa mujer sería su esposa. Una especie de amargura le recorrió el cuerpo cuando lo pensó; el corazón empezó a latirle fuertemente. Hubiera querido alcanzarla a medio camino y tomarla en sus brazos. También quería castigarla de alguna manera por lo que le estaba haciendo.


Ella llegó a su lado y Patricio les hizo juntar las manos. Pedro se quedó mirándola y ella hizo lo mismo. Por un momento, Pedro se quedó como encantado por esos grandes ojos azules olvidándose incluso de quién era ella, él y lo que iban a hacer.


Paula sonrió, como si le ofreciera la paz, pero al mismo tiempo, de una forma tremendamente sensual y seductora, Pedro se quedó helado, interpretando mal la sonrisa, no la tomó como un truco, sino como una señal de triunfo. Su corazón latió con más fuerza. Volvió rápidamente la cabeza y le hizo un gesto al sacerdote para que empezara con la ceremonia.


Paula respiró profundamente. Por un momento, todos los problemas desaparecieron. El rostro de Pedro estaba tranquilo y su mirada receptiva. El hombre encantador del estudio había vuelto por un segundo. Luego volvió a transformarse en algo pétreo. Él separó su mano de la de ella y a Paula no le quedó más remedio que prestar atención a lo que estaba diciendo el sacerdote, pero las palabras carecían de significado. Hablaba de amor, de respeto mutuo, de una unión completa, de una vida en común… y nada de eso tenía nada que ver con ese matrimonio. Lo que tenían en común, si se le podía llamar así, estaba en las acciones y el dinero y, probablemente, no duraría más que un año. Le parecía estar desperdiciando las palabras y ese bonito y despejado día.


Ella respondió de la forma esperada, sin que le temblara la voz, a pesar de que su mente estaba en otra época, en otro día, cuando se casó con J.C. En contraste, ese día le había producido un sentimiento de alegría. Ahora no era así, solamente había vacío y miedo, en especial por el futuro y por lo que podría significar vivir con ese hombre.


Cuando Pedro puso su mano sobre la de ella, se dio cuenta de que era el momento de los anillos. Oyó cómo decía algo y se dio cuenta de a lo que se refería. Se le había olvidado quitarse su propio anillo de boda, el que le había puesto J.C. Rápidamente, Pedro se lo quitó antes de ponerle el suyo. Le quedaba un poco grande, pero era muy bello. Debía de haber pertenecido a su madre. Mientras lo admiraba, se dio cuenta de que, antes de que pasara un año iba a tener que devolvérselo. Como el apellido Alfonso, eso era sólo un préstamo.


Cuando el sacerdote les dijo que eran marido y mujer, sintió cómo se le agolpaban las lágrimas en los ojos. El sacerdote sonrió y tocó a Pedro en el brazo.


—Puede besar a la novia.


Pedro hizo que se diera la vuelta hasta que estuvo frente a él, tratando de darle un beso en la mejilla. Pero cuando Paula levantó el rostro y esos enormes ojos color zafiro aparecieron con sus brillantes lágrimas, algo parecido a una explosión se produjo en su interior. Una especie de urgencia protectora surgió de alguna parte que él no conocía y se encontró abarcándola en sus brazos. Sus labios se encontraron, suavemente, sin estar seguro de su respuesta. La notó relajarse contra él y la sujetó más firmemente mientras ella le pasaba las manos por el cuello.


Se encontraron muy levemente al principio y ella suspiró muy cerca de su boca. Pedro le apretó los labios con los suyos, de una forma que ya no era amable, sino exigente, tomando todo aquello que ella quería darle. Se quedaron así, abrazados el uno al otro mientras sus sentidos se relajaban.


Nadie le había sabido nunca así, pensó Pedro, nadie le había hecho sentir lo mismo. Se estaba ahogando y no le importaba.


En alguna parte se oyó una tos persistente que hizo volver rápidamente a la realidad a Paula, pero Pedro no reaccionó hasta que una mano le dio unos golpecitos en el hombro. Abrió los ojos y se dio cuenta de dónde estaba.


Doscientos invitados lo miraban sonriendo. Dio un salto atrás y se soltó de Paula tan rápidamente que ella perdió el equilibrio y él tuvo que agarrarla por un brazo para que no se cayera. Eduardo se les acercó y les pasó un pañuelo, con el que Pedro se limpió de los labios los restos de carmín mientras trataba de mirarla a ella a los ojos.


Necesitaba ver su expresión, saber si ese magnífico beso la había afectado tanto como a él. ¿Qué demonios había sucedido?


Pero ya era demasiado tarde. Las manos de Paula estaban como el hielo y Eleonora estaba al lado de Paula, arreglándole el maquillaje mientras la arrastraba hacia donde estaban los invitados.




EL TRATO: CAPITULO 7

 


Cuando Eduardo abrió la puerta y vio a su hermano agarrando de la mano a su futura esposa, se le vio claramente encantado.


—¡Bien! Ya veo que os habéis conocido. ¡Eso me ahorra las siempre molestas presentaciones! Vamos a empezar pronto. Patricio acaba de llegar, Paula. Eleonora vendrá de un momento a otro y le explicará todo.


Eduardo se dirigió a donde estaban las bebidas.


—¿Un trago? No, ya veo que estáis servidos ¿Qué bebéis? ¿No os sentará mal hacerlo ahora?


Pedro había apretado cada vez más la mano de Paula mientras Eduardo hablaba y el corazón de ella latía irregularmente. ¡Ese hombre no podía ser Pedro Alfonso!


Pedro tenía muy apretada la mandíbula y los ojos le echaban chispas. ¡Estaba loco! ¡Acababa de pedirle una cita a su futura esposa! Dejó caer la mano repentinamente y se dirigió al ventanal. Se suponía que ella tenía que ser mayor, no esa… esa. Se pasó una mano por el cabello con un gesto nervioso y se quedó mirando al jardín.


—Dios mío —dijo dándose la vuelta—. ¿Por qué no me ha dicho nada?


—¿Y por qué no lo ha hecho usted?


—¿Qué demonios…? —empezó Eduardo, pero en ese momento entró Eleonora, interrumpiéndolo.


—¡Aquí estás! Pedro, te he estado buscando por toda la casa. Y tú debes de ser Paula. ¡Eres encantadora!


Pedro gruñó algo incoherente y Eleonora besó levemente a Paula en la mejilla.


—No le prestes atención, querida. ¡Sufre del peor caso de nervios prenupciales que he visto en mi vida! —dijo Eleonora mirando a todo el mundo—. Ya que nadie parece querer presentarme, lo haré yo misma. Soy Eleonora, la esposa de Eduardo y la responsable de todo lo que está pasando hoy. Ya sé Pedro y tú queríais una ceremonia pequeña, pero no me parece bien una boda sin su fiesta ¿no?


Eleonora se dio cuenta lentamente del incómodo silencio que se había hecho en la habitación.


—¿Algo va mal?


Eduardo se apresuró a contestar.


—No. Nada, querida. Sólo los nervios. Creo que, cuanto antes se celebre la ceremonia, será mejor. Aquí está Patricio, ahora podremos empezar.


Patricio Bradly entró en el estudio y, después de saludar a todos, se colocó al lado de Paula. Se inclinó, besándola en la mejilla le preguntó:

—¿Cómo lo llevas?


—Horriblemente —le contestó ella en voz baja.


—Bueno, todo esto terminará pronto.


Ella le sonrió y se sentó.


—Ahora que ya estamos todos ¿por qué no le decimos al sacerdote que empiece con la ceremonia, Eleanora?—dijo Eduardo—. ¿Te ocupas de eso?


Eleonora asintió y salió del cuarto.


Entonces, Patricio se dirigió a Eduardo.


—Antes de eso, Eduardo, me gustaría que tanto Pedro como tú me firmarais esto.


—¿Qué es?


—Unos papeles garantizando que ese quince por ciento de acciones seguirán a nombre de Paula hasta que se las podáis comprar.


Eduardo parecía confuso.


—Por supuesto. Eso es parte del trato. Esas acciones serán de la familia Alfonso, de la cual Paula será parte a partir de hoy mismo.


Patricio agitó la cabeza.


—Me temo que no es suficiente. Las acciones han de quedar a su nombre, Paula Chaves Alfonso.


—¡Pero eso le dará derecho a voto en nuestro consejo de administración!


—Cierto —dijo Patricio—. Así ha de ser.


—¡Y un cuerno!


Todo el mundo se volvió hacia Pedro, que había sido el que había gritado.


—Lo siento si esto no te gusta, Pedro, pero tengo que saber que Paula queda protegida.


—¡Protegida! ¡Protegida! —volvió a gritar Pedro—. Va a llevar mi mismo nombre, a vivir en mi casa y va a tenerlo todo pagado a mis expensas. ¿Qué más quieren? ¿Sangre?


—Por favor, Pedro, cálmate. Gritarle a Patricio no va a resolver nada —dijo Eduardo y luego, dirigiéndose a Patricio añadió—: No comprendo por qué crees que esto es necesario.


—Teóricamente, la podéis echar a la calle mañana mismo. Cuando tengáis esas acciones ¿qué garantías tenemos de que respetaréis el acuerdo?


—Porque, señor Bradly —interrumpió Pedro—, somos gente honrada. Con la que parece que no tiene mucha experiencia de trato.


Pedro miró furioso a Paula, y ella le respondió de la misma manera. ¿Cómo se atrevía a acusarla de falta de honestidad?


—Oh, sí, señor Alfonso —intervino Paula tratando de controlar la voz—. ¡La empresa suya y de su hermano es impresionante! Si estamos hablando ahora de honestidad ¿cómo podemos llamar a este ridículo matrimonio? Si se trata de mantenernos a Mateo y a mí hasta que nos puedan comprar las acciones, estaré encantada de devolverles el dinero cuando me paguen mi parte. Incluso estoy dispuesta a ponerlo por escrito.


Pedro y Eduardo se miraron y el mismo pensamiento les pasó por la mente a la vez. Dario Carmichael podría intervenir.


Paula se dio cuenta de la mirada que intercambiaron.


—Bueno ¿estamos hablando de honestidad en general? ¿O es solamente la mía la que está en entredicho?


Eduardo habló primero.


—Dame esos malditos papeles.


Paula y Patricio intercambiaron una mirada de sorpresa, pero Patricio se los dio.


Cuando le llegó el turno de firmar a Pedro, miró largamente a Paula, y sus ojos decían lo que no podía expresar con palabras. Algo así como: «Esto lo pagarás». Podía incluso sentir físicamente el poder de su animosidad contra ella. Por una extraña razón, pensó que el que él estuviera enfadado con ella era intolerable. Tenía que encontrar la forma de arreglarlo un poco antes de la boda, encontrar algún tipo de terreno común antes de que fuera demasiado tarde.


Se le acercó y le tocó el brazo. Él retrocedió de un salto y la miró con la mandíbula apretada, de la forma que ella ya se había dado cuenta que utilizaba para mantener el control.


—Señor Alfonso… Pedro… por favor, deje que le explique…


—No hay nada que explicar. El mensaje era alto y claro —dijo él señalándole con un gesto los papeles que acababa de firmar.


—No comprende…


—¡Y no tengo que hacerlo! —gritó él volviéndose a Patricio y a Eduardo—. Vamos a seguir con la farsa. Tengo que tomar un avión por la mañana.




EL TRATO: CAPITULO 6

 


Esa sensación fue una sorpresa para Paula. Cuando estuvo casada, se había olvidado de esa parte de su vida, había permanecido como una esposa virgen. Cuando era más joven había pensado algunas veces en romances apasionados, pero nunca se los había permitido demasiado tiempo. Esos pensamientos eran una locura, teniendo en cuenta todo lo que J.C. había hecho por ella. Aunque a veces, en medio de la noche, se despertara con el cuerpo agitado. Era un precio muy pequeño por todo lo que tenía.


«Tenía». La palabra tuvo la virtud de hacer volver a Paula a donde estaba. Observó al hombre volver a llenar el vaso.


De repente, Pedro se dio cuenta de su presencia. Se volvió hacia ella y se quedó mirando la sorprendente y etérea forma que había al otro lado de la habitación. «Encantadora», pensó.


—Hola.


Su voz era tan suave como parecía, y tan invitadora. Él notó un ramalazo de calor que le recorría las entrañas y que no tenía nada que ver con el whisky. Respiró profundamente para disiparlo y recuperar el control. Tardó algunos segundos en darse cuenta de que la seguía mirando y de que todavía no le había contestado.


—Hola. Siento que me vea así, pero necesitaba un trago —le dijo señalando el vaso que acababa de rellenar—. ¿Es usted una invitada?


Paula dudó un momento.


—Algo parecido. ¿Y usted?


Él sonrió.


—Algo parecido.


Se quedaron durante un momento estudiándose el uno al otro. Paula sintió cómo se ruborizaba cuando se dio cuenta de la forma en que él la recorría con la mirada. A pesar de toda su educación y supuesta sofisticación, todavía tenía muy poca experiencia en hablar con los hombres, con los hombres jóvenes.


Pedro no se lo podía creer. Se estaba ruborizando de verdad. Pero las mujeres ya no se ruborizaban ¿no? Ciertamente, ninguna de las que él conocía. Y teniendo en cuenta esos pechos, lo que tenía delante era definitivamente una mujer. No, pensó, no sólo una mujer, sino toda una señora. Una señora que intentaba, aunque no lo consiguiera por completo, parecer serena. Los puños cerrados y el color de sus mejillas la traicionaban. De repente se dio cuenta de que quería conocer más a esa persona. ¿Por qué demonios tenía que ir a conocer a alguien así precisamente ese día?


—¿Quiere beber algo? —le preguntó.


—Sí, gracias.


—¿Qué prefiere?


—Escocés, si hay.


—Hay; pero me temo que no hay hielo.


—Sólo está bien.


Ella se le acercó y aceptó el vaso. Sus dedos se rozaron. Ella trató de tomar el vaso, pero él siguió sosteniéndolo. Sus miradas se encontraron y ella se sintió como si él la atrajera hacia sí cada vez más cerca. Realmente no se había movido ni un centímetro.


—Por favor, no se tome esto a mal, pero es usted una mujer realmente hermosa.


El rostro de Paula ardió con esas palabras y apartó la mirada de esos oscuros y penetrantes ojos.


—¿Está nerviosa? —le preguntó él.


—Sí. Mucho.


—¿La estoy poniendo nerviosa?


—¡Sí! ¡Mucho!


Paula se rió de su propia expresión y él la acompañó.


Paula se dio cuenta entonces de que ese hombre le gustaba.


No haciendo caso al buen juicio, Pedro se olvidó de la cautela. Lo que iba a hacer era una locura; pero se trataba de sus emociones y no tenía mucha práctica en contenerlas.


—¿Me haría usted el honor de cenar conmigo algún día?


La sonrisa de Paula se heló en sus labios cuando se percató de lo mucho que le gustaría hacerla. Pero algo así era imposible. Dentro de poco menos de una hora iba a ser la señora de Pedro Alfonso y a pesar de que no lo conocía, se iba a ver obligada a hacer el papel de su devota esposa. Ya era el momento de decirle a ese hombre quién era antes de que se creara una situación embarazosa.


Entonces él la tomó de la mano y le resultó más difícil hablar.




sábado, 15 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPITULO 5

 

Paula estaba de pie al lado de un escritorio de roble, mirando a través del gran ventanal del estudio de los Alfonso. Las manos, enguantadas de blanco y con los puños crispados era la única señal del torbellino que sentía en su interior.


Llevaba un vestido de seda color crema, de manga larga y un sombrerito con velo complementaba perfectamente su cabello color de miel… La simplicidad de su atuendo acentuaba su belleza. Parecía más alta con los tacones, y el corte de la falda acentuaba sus contornos.


Sabía que ese día parecía tener menos de los veintiséis años que tenía, demasiado joven como para casarse incluso por primera vez. Pero aunque pareciera increíble, era para eso para lo que estaba allí; para casarse por segunda vez en su vida. Y esta vez con un hombre al que no conocía.


Cuando Patricio Bradly le había explicado al principio esa loca proposición, se había reído en su cara. Era demasiado ridículo siquiera para imaginárselo. Los matrimonios de conveniencia se daban en el siglo diecinueve, no en esta época. Él le había dicho que se lo pensara, y ella lo hizo, largo y tendido. Incluso llamó a Carolina, la hermana de J.C. para pedirle su opinión. ¡Y ella había estado de acuerdo!


—Adelante —le dijo—. ¡Eso puede resolver todos tus problemas!


¿Pero qué pasaba con los problemas que podría crear ese matrimonio? Para ella todavía no tenía sentido. Había piezas del rompecabezas que le faltaban, y nadie parecía poder darle una explicación razonable. ¿Por qué no podían los Alfonso limitarse a mantenerla a ella y a Mateo durante ese año y luego comprarle las acciones? Porque no confiaban en ella, era lo que le había dicho Patricio. Pensaban que podía hacerles una jugada y vender a la competencia por un precio mejor. ¡Maravilloso!, pensó ella. ¡Resultaba que iba a vivir en casa de una gente que pensaba que era poco honrada!


Pero eso no era lo peor. Era Mateo. El chico, por el que hacía todo eso, ahora se había apartado de ella. Casi se puso a llorar cuando lo recordó. Paula había ido a Carlton con Patricio al día después de aceptar los términos del contrato que le proponían los Alfonso. Había necesitado el apoyo moral de Patricio para enfrentarse con Mateo y explicarle lo de su matrimonio.


Después de dedicarle al asunto un montón de horas durante sus noches de insomnio, Paula había decidido que era mejor no decirle a Mateo la verdad acerca del matrimonio o de su nefasta situación económica.


Patricio se había mostrado contrario a eso y le había dicho que el chico ya era lo suficientemente mayor como para tener el derecho de saber lo que estaba pasando. Pero ella supuso que Mateo podría estar muy afectado emocionalmente en ese momento. Había observado los síntomas, los mismos que había experimentado cuando era pequeño y había caído en la depresión. Ya le habían pasado muchas cosas y no creía que pudiera resistir bien el tener que dejar la universidad también. Paula tenía que cumplir la promesa que le había hecho a su padre de cuidarlo. Cuando pasaran algunos meses, todo hubiera pasado ya y tuvieran el dinero, ya le contaría la verdad.


Estaba convencida de hacer lo correcto, pero cuando le habló de la boda, la respuesta de Mateo no fue el enfado que se había esperado. Se limitó a marcharse, herido y confuso. Ella trató de seguirlo, pero el tutor se lo impidió, sugiriéndole que era mejor darle tiempo para que se acostumbrara a la idea.


Patricio y ella se marcharon de mala gana. Ahora estaba llena de dudas de cómo había llevado la situación. Sabía que él se sentía decepcionado porque ella se casara tan pronto, después de la muerte de su padre, y enfadado con ella por haber vendido la casa sin haberle consultado. Ella necesitaba más que nada aclarar esa situación. Trató de llamarlo por la mañana, pero él no quiso ponerse al teléfono. Era algo imperativo que arreglara eso cuanto antes. No podía perder a Mateo. Era todo lo que le quedaba.


Paula se puso a pasear nerviosamente. Eduardo Alfonso la había dejado en esa habitación hacía ya media hora y todavía estaba esperando. Ya debía de ser casi la hora de la ceremonia. Por el ruido que había fuera, debían de haber llegado ya casi todos los invitados. ¡Doscientas personas! Se había quedado atónita cuando Eduardo se lo dijo.


Si Pedro Alfonso se parecía a su hermano, se preguntó cómo iba a poder sobrevivir. No es que Eduardo tuviera mal aspecto o no fuera educado, pero era lo más parecido a un dictador. No había oído de sus labios ni una sola palabra amable en todo el viaje. Se había pasado todo el tiempo diciéndole lo que tenía que hacer y lo que no, dónde iba a vivir, lo a menudo que solía viajar Pedro, cómo iba a recibir el dinero para pagar los gastos de Mateo. Le había parecido un general dándole instrucciones a uno de sus subordinados, y se había reprimido incluso de saludar cuando terminó.


Oyó el ruido de la puerta y se dio la vuelta a tiempo de ver cómo un hombre alto y de cabello oscuro entraba en la habitación. Por un momento, pensó que podría ser el novio, pero se quitó inmediatamente ese pensamiento de la cabeza. Ese hombre no se parecía en nada a Eduardo. Supuso que debía de ser uno de los invitados. Fue directamente a donde se guardaban los licores al otro lado de la habitación sin mirar siquiera en su dirección.


Era muy alto y su cabello y ojos parecían casi negros. Tenía la mandíbula apretada, como si estuviera enfadado. Sacó una botella y un vaso del armarito y se sirvió un trago. Hecho la cabeza hacia atrás e hizo desaparecer muy eficientemente el contenido del vaso a través de su garganta. Era guapo y algo, muy en el interior de ella, respondió a ese hecho.





EL TRATO: CAPITULO 4

 


Así que Eduardo propuso el matrimonio. Incluso había llegado a hacer un contrato estipulando que el matrimonio duraría un año o menos, dependiendo de lo pronto que pudieran comprarle las acciones a la viuda. La mujer podría mantenerse a ella y a su hijastro y ellos estarían seguros de que seguían controlando toda la compañía. Después ya podrían anular el matrimonio.


Cuando Pedro sugirió que fuera Brian el que se ocupara del asunto, Eduardo se había reído. Brian era joven, cabezota e irresponsable. Tenía una gran reputación con las mujeres. Pedro tuvo que admitir que no era la persona adecuada para ese asunto.


¿Pero lo era él? Se apartó de la ventana y siguió vistiéndose. Estaba cansado, agotado, y todavía no era mediodía. Se había pasado más de tres semanas viajando, vendiendo el nuevo proyecto a una media docena de compañías. Normalmente le gustaba viajar, pero esta vez estaba molido. Tenía treinta y seis años y ya estaba con ganas de hacer algo más en la vida que llevar los negocios de la familia. Ya era hora de pasarle las riendas a Brian.


En realidad, había dejado a su hermano en California, terminando las negociaciones de un contrato muy importante. Había pensado volver después de la ceremonia para terminar el contrato, pero eso era imposible ahora. Entre la ceremonia y la celebración, se iba a pasar el día entero. Podría marchar a primera hora de la mañana y esperar que Brian pudiera hacerse cargo de los detalles. Sonrió. No había nada malo en un bautismo de fuego. Al final de ese viaje sabrían ya si Brian se podía hacer cargo de los negocios de la familia.


Volvió a comprobar su imagen y se sintió satisfecho con lo que vio. El traje azul oscuro le sentaba muy bien a su metro noventa. Se peinó el negro cabello, pero se le quedó un mechón rebelde sobre la frente. No se parecía nada a sus hermanos. Ellos eran más bajos y robustos, como su padre. Él había salido a la familia de su madre.


Dejó sus habitaciones y bajó las escaleras. Casi inmediatamente, su cuñada, Eleonora, se encontró con él y, sonriendo, le puso un jazmín en la solapa.


—¡Estás guapísimo!


Él sonrió también.


—Me alegro de que alguno de nosotros se esté divirtiendo.


—Vamos, Pedro, querido. ¿Ésa es una actitud adecuada para el día de tu boda? Compórtate. Te estás portando como un tipo frío.


—Yo diría mejor como un caso de locura temporal.


—¿Qué has dicho, querido?


—Nada, déjalo. ¿Dónde está la ruborizada novia?


—¡Hay que ver lo que dices! No sé dónde está, pero mi instinto me está diciendo que todo esto no es lo que parece ser.


Él le sonrió y se obligó a convencerla.


—No digas tonterías, Eleonora. Todo va como debe de ir, pero ¿está ella aquí ya?


—Bueno, no. Por lo menos no lo creo, Eduardo iba a traerla, pero no lo he visto regresar. No te preocupes, estoy segura de que estará pronto aquí.


Pedro recordaba algunos cotilleos maliciosos que se habían producido cuando la boda de J.C., pero dado que nunca había prestado mucha atención esas cosas, no recordaba de qué se trataba. Ahora le gustaría hacerlo. J.C. apenas salía después de su accidente y habían pasado bastantes años desde la última vez que se habían visto. No sabía nada de la mujer con la que se había casado J.C. pero, teniendo en cuenta que él tenía unos setenta años, era lógico suponer que ella no sería mucho más joven.


No es que tuviera muchos deseos de casarse con nadie y en especial con una mujer que, probablemente, era lo suficientemente mayor como para ser su madre. Se imaginó a sí misma ayudando a la pobre vieja a bajar los escalones mientras los amigos y la familia sonreían como bobos. ¡Estaba completamente seguro de que iba a asesinar a Eduardo en cuanto pudiera ponerle las manos encima!


Necesitaba un trago. El bar del salón estaba abarrotado. Suspiró. Las Hadas estaban conspirando hoy en su contra. Tal vez quedara algo en el estudio. Se abrió camino por el hall.



EL TRATO: CAPITULO 3

 


Pedro Alfonso pasó la mano indeciso por el interior del armario. Sacó una corbata azul marino de seda y se la anudó satisfecho al cuello de su nueva camisa, dirigiéndose luego hacia la ventana.


Su apartamento estaba situado en el ala este de la casa de los Alfonso, en la tercera planta. Las habitaciones eran decididamente masculinas en su decoración y todavía guardaban algunos restos de cuando era niño. Pedro tenía una casa también en Nueva York, pero ésta era su casa y esas habitaciones su santuario.


Compartía la enorme mansión con su hermano mayor, Eduardo, y su familia, que ocupaban toda la segunda planta. Brian, su hermano más joven tenía un apartamento similar en el ala oeste, pero podían pasar semanas sin verse. La casa era llevada con la mayor de las suavidades por la esposa de Eduardo, Eleonora.


Pedro se apretó el nudo de la corbata un poco frustrado al ver los coches que se acercaban. Invitados a la boda. «Boda». Lo que era una farsa. Lo que se suponía que tenía que ser una simple e íntima ceremonia de cara a la ley, se había transformado en todo un acto social gracias a Eleonora. Los hermanos habían estado de acuerdo en no decirle a Eleonora la verdadera naturaleza de esa boda. Era una romántica incurable y ninguno de ellos estaba dispuesto a las regañinas que iba a soltar si se enteraba del asunto.


¡Pero Eduardo debería tener más control sobre su esposa! La supuesta pequeña ceremonia había tomado de repente las proporciones de un circo, con una audiencia de un par de cientos de parientes y amigos, babeantes anticipadamente por verlo en el altar una vez más.


Nadie pensaba que Pedro Alfonso fuera a casarse otra vez, y el que menos, él mismo. Habían pasado diez años desde que lo dejo su primera esposa, pero todavía estaba afectado. No era que todavía le guardara la ausencia, ya que había dejado de amarla aproximadamente a las setenta y dos horas después de la boda, cuando vio la especie de barracuda que era. Finalmente la había perdido, después de dieciocho meses de matrimonio, por otro más viejo, más listo e indudablemente, más rico. Su orgullo masculino se había visto afectado profundamente. Había habido algunas mujeres en su vida después de eso, pero ninguna logró arrastrarlo al altar.


Hasta ese momento. ¡Maldito Eduardo! Su hermano había heredado la autoritaria personalidad de su padre. Sólo era seis años mayor que Pedro, pero parecía que le llevaba toda una generación, ya que Eduardo siempre lo trataba como un niño caprichoso.


Pedro recordaba la noche en que su hermano le había soltado esa absurda proposición. Acababa de regresar de un largo viaje de negocios, cuando Eduardo lo llamó para hablar de un asunto muy serio.


Parecía que Jonathan Chaves había muerto arruinado, dejando el quince por ciento que tenia de la compañía en el aire; o, para ser más precisos, en las manos de su viuda. La familia siempre había logrado que las acciones de la compañía volvieran a ella, pero según pensaba Pedro, eso significaba conseguirlas de nuevo comprándolas, no casándose con ellas.


Pero no podía comprarlas en ese momento, teniendo en cuenta las enormes inversiones en equipo que acababan de hacer. Y la buena mujer necesitaba el dinero inmediatamente para mantener a su hijastro. ¿Por qué casarse? Había preguntado entonces Pedro. ¿Por qué no mejor mantenerla durante un año o dos?


Entonces Eduardo pronunció las palabras mágicas… Carmichael.


Dario Carmichael era el rival de toda la vida de los Alfonso. A veces Pedro se había llegado a preguntar hasta dónde sería capaz de llegar Dario para alcanzar su sueño de sentarse en el consejo de administración de los Alfonso. Por lo que sabía, Darío era un tipo sin conciencia y sin escrúpulos. Pedro se consideraba a sí mismo un hombre tolerante, pero en lo que se refería a Dario Carmichael, no daba cuartel.


Con J.C. muerto, Dario tenía una oportunidad de oro para apuntarse el tanto. Era sólo cuestión de tiempo que descubriera el legado de J.C. y podía perfectamente hacerse con la voluntad de la pobre y anciana viuda con una lucrativa oferta. La compañía Alfonso podría ser presionada fuertemente para superarla, lo que no podía hacer en ese momento y dejaría el campo libre. Pedro recordó el sabor amargo que le vino entonces a la boca.


EL TRATO: CAPITULO 2

 


Durante un momento, se quedaron mirándose el uno al otro, compartiendo la pena por la pérdida que habían sufrido. Paula se puso de pie y se dirigió a la puerta. El sol de los últimos días del verano casi no tocaba las copas de los árboles del bonito jardín. Se imaginó a Mateo jugando allí, como solía hacer cuando estaba de vacaciones. La casa era de estilo colonial y tenía una gran cantidad de terreno alrededor. Estaba situada en Ryo, Nueva York. Era una zona de gente privilegiada y con dinero y Mateo había nacido allí. La última conversación que había tenido con él fue en ese jardín precisamente, después del funeral. Mateo le había preguntado si tendría que dejar la universidad privada en que estaba ahora que había muerto su padre. Abrazándolo fuertemente, ella le había asegurado que nada iba a cambiar, nada…


—¿Qué voy a hacer ahora, Patricio? —le preguntó Paula mirando aún a los árboles—. No me preocupa lo que me pase a mí. Tengo mi trabajo en la universidad. No es que me paguen mucho, pero puedo vivir con eso bien. ¿Pero Mateo? Él no ha sido nunca pobre. No tiene ni idea de lo que puede ser. Le he prometido que no va a tener que dejar la universidad. ¡Pero Carlton es tan cara! Oh, cielos ya ha tenido demasiadas tragedias en su vida. ¿Por qué esto ahora?


Paula se tapó el rostro con las manos y luego respiró profundamente, quedándose pensativa.


—Bueno —continuó—, supongo que lo primero que hay que hacer es deshacerse de la casa y despedir al servicio.


—Tal vez Carolina pueda ayudar.


Paula se rió y agitó la cabeza.


—Carolina es muy buena en los asuntos de caridad, como sabemos. Yo no estaría aquí si ella no me hubiera sacado de ese orfanato. Pero sólo llega hasta ahí. Nunca está demasiado cerca, demasiado involucrada. Tengo que encontrar otra forma.


Se dirigió entonces al mueble bar que había en una esquina y sirvió un par de bebidas.


—Eres una mujer con mucha entereza, Paula. Debo de admitir que te estás tomando esto mucho mejor de lo que pensaba.


—¿Pensabas que me iba a derrumbar? —le preguntó sonriendo—. Pues lo estoy haciendo. Por dentro. Lo que pasa es que soy lo suficientemente estúpida o estoy tan dolida como para no darme cuenta todavía.


—No eres nada de eso. Creo que eres valiente, y muy, muy fuerte.


—Gracias, Patricio. No es cierto, pero gracias.


Paula le pasó un vaso y le dio un largo trago al suyo, luego se volvió a dirigir a la ventana y se quedó mirando la puesta de sol. Habían estado hablando toda la tarde.


—Tiene que haber una solución.


Se volvió y lo miró.


—No te lo he dicho antes porque, francamente, no pensaba que lo fueras a tener en cuenta. Pero te estás tomando esto tan bien que tal vez quieras pensarlo.


—¡Por Dios, Patricio, no seas tan oscuro! ¿De qué me estás hablando?


—¿Has oído hablar de la «Alfonso Corporation»?


—No.


—Bueno, es una familia de pueblo. Tienen una gran compañía…


—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?


—Tú posees el quince por ciento de ella… bueno, era J.C. el que lo tenía. Él y Roberto Alfonso eran amigos y, cuando era joven, J.C. trabajó para él. En esa época, la compañía era pequeña y no hablaron de beneficios. Antes de que él se marcharas de su ciudad ya tenía el quince por ciento. No era mucho entonces, pero ahora es una buena suma.


—¿Por qué no perdió eso también?


—Porque J.C. no podía utilizarlo. El viejo Roberto Alfonso era listo. Hizo socio a J.C., pero con la condición de que, si alguna vez quería utilizar esas acciones, tenía que conseguir primero la aprobación de la familia Alfonso, dándoles un año para ejercer la opción de compra. J.C. no quiso usarlas por una cuestión de orgullo personal, de manera que mantuvo ese porcentaje intacto. Roberto siempre quiso mantener las acciones en la familia y sus hijos han continuado con la tradición.


—¡Eso es maravilloso! Vamos a vendérselas ahora mismo.


—Ya he visto esa posibilidad con Eduardo, es el hijo mayor y el presidente, y sí puedes hacerlo, pero de una manera un poco más complicada.


—¿Por qué?


—Los Alfonso están metidos en un nuevo proyecto y andan mal de capital… está todo invertido en una nueva compañía. Necesitan tiempo…


—Pero yo no puedo esperar. ¿No les podemos decir que necesito ese dinero ahora?


—Yo ya lo he hecho. También le dije que tu principal preocupación era Mateo y él me sugirió una solución.


—Y… —le dijo Paula animándolo a que continuara.


—Y yo le dije que no.


—¿Por qué? ¿Cuál es esa solución? ¡Por Dios, Patricio, ahora no puedo pensar en otra cosa que no sea poder echarle mano a algo de dinero!


—Para serte sincero, le dije que no porque pensé que no te iba a gustar. ¡Demonios, a mí no me gusta!


—Patricio, por Dios. ¿Qué te ha sugerido ese hombre?


—Que te cases con su hermano.