Paula estaba de pie al lado de un escritorio de roble, mirando a través del gran ventanal del estudio de los Alfonso. Las manos, enguantadas de blanco y con los puños crispados era la única señal del torbellino que sentía en su interior.
Llevaba un vestido de seda color crema, de manga larga y un sombrerito con velo complementaba perfectamente su cabello color de miel… La simplicidad de su atuendo acentuaba su belleza. Parecía más alta con los tacones, y el corte de la falda acentuaba sus contornos.
Sabía que ese día parecía tener menos de los veintiséis años que tenía, demasiado joven como para casarse incluso por primera vez. Pero aunque pareciera increíble, era para eso para lo que estaba allí; para casarse por segunda vez en su vida. Y esta vez con un hombre al que no conocía.
Cuando Patricio Bradly le había explicado al principio esa loca proposición, se había reído en su cara. Era demasiado ridículo siquiera para imaginárselo. Los matrimonios de conveniencia se daban en el siglo diecinueve, no en esta época. Él le había dicho que se lo pensara, y ella lo hizo, largo y tendido. Incluso llamó a Carolina, la hermana de J.C. para pedirle su opinión. ¡Y ella había estado de acuerdo!
—Adelante —le dijo—. ¡Eso puede resolver todos tus problemas!
¿Pero qué pasaba con los problemas que podría crear ese matrimonio? Para ella todavía no tenía sentido. Había piezas del rompecabezas que le faltaban, y nadie parecía poder darle una explicación razonable. ¿Por qué no podían los Alfonso limitarse a mantenerla a ella y a Mateo durante ese año y luego comprarle las acciones? Porque no confiaban en ella, era lo que le había dicho Patricio. Pensaban que podía hacerles una jugada y vender a la competencia por un precio mejor. ¡Maravilloso!, pensó ella. ¡Resultaba que iba a vivir en casa de una gente que pensaba que era poco honrada!
Pero eso no era lo peor. Era Mateo. El chico, por el que hacía todo eso, ahora se había apartado de ella. Casi se puso a llorar cuando lo recordó. Paula había ido a Carlton con Patricio al día después de aceptar los términos del contrato que le proponían los Alfonso. Había necesitado el apoyo moral de Patricio para enfrentarse con Mateo y explicarle lo de su matrimonio.
Después de dedicarle al asunto un montón de horas durante sus noches de insomnio, Paula había decidido que era mejor no decirle a Mateo la verdad acerca del matrimonio o de su nefasta situación económica.
Patricio se había mostrado contrario a eso y le había dicho que el chico ya era lo suficientemente mayor como para tener el derecho de saber lo que estaba pasando. Pero ella supuso que Mateo podría estar muy afectado emocionalmente en ese momento. Había observado los síntomas, los mismos que había experimentado cuando era pequeño y había caído en la depresión. Ya le habían pasado muchas cosas y no creía que pudiera resistir bien el tener que dejar la universidad también. Paula tenía que cumplir la promesa que le había hecho a su padre de cuidarlo. Cuando pasaran algunos meses, todo hubiera pasado ya y tuvieran el dinero, ya le contaría la verdad.
Estaba convencida de hacer lo correcto, pero cuando le habló de la boda, la respuesta de Mateo no fue el enfado que se había esperado. Se limitó a marcharse, herido y confuso. Ella trató de seguirlo, pero el tutor se lo impidió, sugiriéndole que era mejor darle tiempo para que se acostumbrara a la idea.
Patricio y ella se marcharon de mala gana. Ahora estaba llena de dudas de cómo había llevado la situación. Sabía que él se sentía decepcionado porque ella se casara tan pronto, después de la muerte de su padre, y enfadado con ella por haber vendido la casa sin haberle consultado. Ella necesitaba más que nada aclarar esa situación. Trató de llamarlo por la mañana, pero él no quiso ponerse al teléfono. Era algo imperativo que arreglara eso cuanto antes. No podía perder a Mateo. Era todo lo que le quedaba.
Paula se puso a pasear nerviosamente. Eduardo Alfonso la había dejado en esa habitación hacía ya media hora y todavía estaba esperando. Ya debía de ser casi la hora de la ceremonia. Por el ruido que había fuera, debían de haber llegado ya casi todos los invitados. ¡Doscientas personas! Se había quedado atónita cuando Eduardo se lo dijo.
Si Pedro Alfonso se parecía a su hermano, se preguntó cómo iba a poder sobrevivir. No es que Eduardo tuviera mal aspecto o no fuera educado, pero era lo más parecido a un dictador. No había oído de sus labios ni una sola palabra amable en todo el viaje. Se había pasado todo el tiempo diciéndole lo que tenía que hacer y lo que no, dónde iba a vivir, lo a menudo que solía viajar Pedro, cómo iba a recibir el dinero para pagar los gastos de Mateo. Le había parecido un general dándole instrucciones a uno de sus subordinados, y se había reprimido incluso de saludar cuando terminó.
Oyó el ruido de la puerta y se dio la vuelta a tiempo de ver cómo un hombre alto y de cabello oscuro entraba en la habitación. Por un momento, pensó que podría ser el novio, pero se quitó inmediatamente ese pensamiento de la cabeza. Ese hombre no se parecía en nada a Eduardo. Supuso que debía de ser uno de los invitados. Fue directamente a donde se guardaban los licores al otro lado de la habitación sin mirar siquiera en su dirección.
Era muy alto y su cabello y ojos parecían casi negros. Tenía la mandíbula apretada, como si estuviera enfadado. Sacó una botella y un vaso del armarito y se sirvió un trago. Hecho la cabeza hacia atrás e hizo desaparecer muy eficientemente el contenido del vaso a través de su garganta. Era guapo y algo, muy en el interior de ella, respondió a ese hecho.