martes, 11 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 37

 


Paula se soltó el cabello, dejando que el viento se lo despeinara mientras avanzaban por la carretera de la costa en el descapotable rojo que Pedro había alquilado, un Chevy Caprice de 1975. Le encantaba, igual que el restaurante que había escogido.


Giró la cabeza y estudió a Pedro, que iba muy serio y callado al volante. ¿Qué habría pensado de las revelaciones que le había hecho durante el almuerzo? Se había mostrado muy tierno con ella, pero era evidente que aún estaba dándole vueltas a lo que le había contado, y no podía evitar sentirse nerviosa por cómo la trataría a partir de ese momento. ¿Se comportaría de un modo distinto? ¿Querría replantearse su decisión de darle una oportunidad a lo suyo?


–¿Dónde vamos? –le preguntó extrañada–. Creía que el aeropuerto estaba en la dirección contraria.


–Y lo está. He pensado que podríamos aprovechar el resto del día antes de irnos –respondió él, señalando un faro de ladrillo en la distancia–. Vamos allí, a aquel promontorio.


El viejo faro se alzaba orgulloso sobre la verde colina. Paula se imaginó llevando allí de picnic a los niños, como lo habían hecho días atrás en aquel parque histórico de San Agustín.


–Este sitio es precioso –murmuró–. No sabía que los paisajes en Carolina del Norte fueran tan bonitos.


–Pensé que te gustaría si no habías estado antes. Creo que eres de esas personas que aprecian lo exclusivo, de las que prefieren tomar el camino menos transitado.


–Tanto con el sitio como con el coche me encantan.


El que la conociera ya tan bien y el que hubiera sido tan detallista con ella hizo que el corazón le palpitara con fuerza. La serpenteante carretera los llevó hacia la colina, lejos del pueblo, lejos de todo, y de pronto, cuando Pedro detuvo el coche junto al faro, comprendió.


–Me has traído aquí para besarme en el coche, ¿verdad?


Él se rió.


–Así es, me declaro culpable, señoría.


–Por lo que dije en el restaurante de que no había podido tener un novio ni besarme con él en su coche… –murmuró ella conmovida.


–Culpable de todos los cargos –respondió él–. Me gustan los sitios solitarios como éste, con la naturaleza en estado puro. Da una sensación… liberadora el dejar atrás la civilización, ¿no te parece? –se quedaron los dos en silencio, mirándose el uno al otro, y la fuerte atracción que había entre ellos tejió una vez más su magia, aislándolos del mundo–. Cuando veo cómo el viento levanta tu cabello me entran ganas de tocarlo –murmuró él tomando un mechón entre sus dedos–; me hipnotizas. Antes de este fin de semana hacía ya seis meses que llevaba una vida de celibato. Han pasado varias mujeres atractivas por mi vida, pero ninguna me había tentado como tú. ¿Te han dicho alguna vez lo hermosa que eres?


Paula se sentía halagada, pero no estaba acostumbrada a que le dijeran cosas así, y sintió que las mejillas se le teñían de rubor.


–No es verdad, yo no…


Pedro le impuso silencio acercando un dedo a sus labios.


–Cuando te toco –murmuró bajándole los tirantes del vestido al tiempo que le acariciaba los brazos– me excita la suavidad de tu piel, las curvas tan femeninas que tienes…


Le bajó un poco el cuerpo del vestido, dejando al descubierto parte de su pecho, y Paula sintió que un cosquilleo de nerviosismo y excitación la invadía al comprender cuáles eran sus intenciones.


–¿Vamos a hacer el amor aquí?


–¿Creías que eras la única a la que le gusta hacerlo al aire libre?


–Pero era de noche, donde nadie podía vernos –replicó ella.


El nerviosismo de Paula iba en aumento. Allí no había una lámpara que pudiese apagar. Aunque le había dicho a Pedro que había superado sus problemas, no era cierto del todo. Hasta ese momento, de una manera u otra, había tenido bajo control la situación cuando habían hecho el amor, pero hacerlo en aquel lugar, a plena luz del día…


Pedro tomó su rostro entre ambas manos.


–He escogido este lugar porque sabía que estaríamos completamente a solas –le dijo.


A solas, sí, pero su cuerpo quedaría completamente expuesto cuando estuviese desnuda, pensó ella. Pedro le estaba pidiendo que confiara en él. Bajó la vista y deslizó un dedo por la hebilla del cinturón.


–Así que quieres hacerlo aquí, a plena luz del día… Bueno, parece que aquí no puedo correr las cortinas, ¿no?


–¿Quieres protector solar? –bromeó él.


Ella enarcó una ceja y le desabrochó el cinturón.


–¿Piensas tenerme desnuda tanto tiempo como para que me queme? Me parece que estás siendo un poco fanfarrón.


Paula se inclinó hacia él y murmuró contra sus labios.


–Sí, confío en ti.


Pedro la besó. ¿Por qué besaría tan bien? Desde luego sabía cómo hacer que una mujer se sintiese deseada. Paula se echó hacia atrás y acabó de bajarse lentamente el vestido, descubriendo su cuerpo centímetro a centímetro, casi como había hecho cuando se había desnudado para ella la primera vez que lo habían hecho. En cierto modo aquélla también era una primera vez para ellos; la primera vez que lo hacían sin barreras.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 36

 


Pedro aparcó el coche de alquiler junto al restaurante, y esperó el veredicto de Paula sobre el lugar que había escogido.


Podría haberla llevado a Le Cirque, en Nueva York, o a City Zen, en Washington. Incluso podría haberla llevado al Savoy, en Las Vegas, pero al pensar en el mundo en el que se había criado sabía que no la impresionarían esos sitios lujosos y exclusivos.


Era algo que aplaudía el chico de Dakota del Norte que aún llevaba dentro. Por eso había llenado el depósito de su Cessna 185 y la había llevado a un pequeño restaurante en un pueblo de Carolina del Norte donde servían pescado fresco y hamburguesas además de una cerveza estupenda.


Una amplia sonrisa asomó a los labios de Paula.


–Es perfecto –le dijo.


Pedro rodeó el coche para abrirle la puerta y la condujo a una mesa para dos en la terraza, donde soplaba la brisa del mar. Al poco de sentarse se acercó una camarera a atenderles.


–Me alegra volver a verlo, señor Jansen –saludó a Pedro–. Enseguida le traigo lo de siempre: dos cervezas de la casa y dos lomos de atún con ensalada y patatas.


–Estupendo, gracias, Carola –dijo él. Cuando la camarera se hubo alejado, se dio cuenta de que Paula estaba jugueteando con los botes de la sal y la pimienta, como si estuviera incómoda o nerviosa–. ¿Ocurre algo? ¿Prefieres que vayamos a otro sitio?


Ella alzó la vista de inmediato.


–No, este sitio es estupendo, de verdad. Es sólo que… bueno… me gusta poder escoger lo que quiero tomar.


–Lo comprendo, y te pido disculpas. Perdona, ha sido presuntuoso por mi parte pensar que querrías tomar mi plato favorito –le dijo Pedro–. Podemos pedir que nos cambien lo que hemos pedido.


–No es necesario –replicó ella–. De verdad, no importa. Lo decía sólo para la próxima vez. Además, tu plato favorito suena bien, así que quizá no debería haber dicho nada –luego, con una sonrisa vergonzosa, añadió–: Supongo que te has dado cuenta de que estoy un poco… obsesionada con tener las cosas bajo control.


–Bueno, no creo que haya nada de malo en querer hacer las cosas uno mismo y que haya orden en tu vida –respondió él.


En ese momento regresó la camarera con dos platos de lomo de atún, dos cervezas, y dos vasos de agua.


–Es una manera inconsciente de revolverme contra mi infancia y mi adolescencia –le explicó Paula cuando se quedaron a solas de nuevo.


–¿En qué sentido? –inquirió él, después de tomar un sorbo de su cerveza.


–Mi madre es una persona hipercontroladora, y nada de lo que yo hacía le parecía bien. Siempre estaba machacándome con lo que esperaba de mí –dijo Paula.


–¿Y qué esperaba de ti?


–Unas notas excelentes, porque quería que estudiara en la mejor universidad del estado; también quería que estuviese siempre en mi peso y bien arreglada, que fuese la más popular de mi clase, y que tuviese al novio perfecto. Lo normal.


–Pues a mí no me parece que sea algo normal, ni gracioso –replicó él muy serio.


De pronto acudió a su mente una imagen de Pamela sentada en el coche junto a su madre, las dos vestidas con una rebeca y un suéter de punto y unos pantalones.


–Obviamente estaba siendo sarcástica –respondió ella–. Esa clase de hipercontrol suele hacer que los adolescentes se rebelen, pero yo era más bien del tipo pasivo-agresivo. El problema fue agravándose con el tiempo: empecé a controlar lo que comía, cuándo comía, y cuánto comía.


Pedro no sabía qué decir, así que puso su mano sobre la de ella y permaneció callado.


–Creyendo que haría feliz a mi madre con eso, me apunté al equipo de natación del instituto, y descubrí que aquello me ayudaba a quemar calorías. Hasta que un día, cuando me quité el chándal, vi las caras de espanto de mis compañeras.


Pedro le apretó la mano suavemente, deseando haber podido estar allí para ayudarla.


–Tengo suerte de estar viva. Aquel día, cuando mis compañeras me miraron de ese modo intenté correr a esconderme en el vestuario, pero mi cuerpo estaba sin fuerzas y me desplomé allí mismo –Paula bajó–. Tuve un paro cardíaco.


Pedro le apretó la mano de nuevo.


–Suerte que nuestro entrenador sabía cómo se hacía la reanimación cardiopulmonar –dijo ella medio en broma, pero pronto la risa murió en sus labios–. Fue entonces cuando mis padres y yo tuvimos que enfrentarnos al hecho de que tenía un serio trastorno alimentario –se echó hacia atrás en su asiento–. Me pasé el siguiente año en un centro de recuperación para bulímicas y anoréxicas –se peinó el cabello con mano temblorosa–. Pesaba poco más de cuarenta kilos cuando ingresé.


Pedro no habría imaginado jamás que Paula hubiera podido pasar por algo tan terrible. Se le hizo un nudo en la garganta de sólo pensar en ello.


–Lo siento mucho; debió ser muy duro para ti.


Ella asintió.


–Gracias a Dios lo superé, por completo. Lo único que me queda de aquello son las estrías que me produjo el perder y ganar peso.


–¿Por eso prefieres hacer el amor con las luces apagadas?


Paula asintió de nuevo.


–No me sentía preparada para contarte esto, aunque supongo que es una tontería. Esas marcas son el recuerdo de que logré superar aquello –tomó un sorbo de su vaso de agua–, el año que estuve internada no pude hacer fiestas de pijama con mis amigas, como otras chicas, ni tener una de esas citas con un chico en las que te lleva a casa en su coche, y te quedas allí sentada, besándote con él. Ni tampoco pude ir al baile de graduación.


–¿Y qué pasó cuando terminaste el instituto?


–Mi padre pagó para que pudiera ir a la universidad a la que querían que fuera, y me casé con el hombre que ellos querían –respondió Paula–. A-1, mi pequeña empresa, es lo primero que he hecho por mí misma.


La admiración que Pedro ya sentía por ella aumentaba cada vez más. Paula había sido capaz de romper esas cadenas de dependencia que la ataban a sus padres y de forjar su propio destino. Apartarse de su familia debía haber sido muy duro para ella, por tirante que hubiese sido su relación con ellos. Había huido de la clase de mundo que parecía estar sofocando a Pamela.


–Pero tampoco quiero que pienses que me siento desgraciada –le dijo Paula–. Las cosas que lamento haberme perdido… me he hecho a la idea de que tengo que aceptar que no puedo tenerlas, que no puedo volver atrás y cambiar cómo fue mi adolescencia. Tengo que aceptarlo y seguir adelante.


La tristeza en su voz, a pesar de que decía que no se sentía desgraciada, hizo que Pedro sintiera deseos de hacer algo por ella. De darle esas cosas que sus padres le habían robado al intentar hacer de ella la clase de hija que querían que fuera. No podía cambiar el pasado, pero quizá pudiera darle alguna de esas cosas que se le habían negado.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 35

 


Una sensación de déjà vu invadió a Paula ante aquel parecido. Podrían haber sido su madre y ella años atrás. Además, a Paula le había parecido ver en Pamela la misma fragilidad que ella había tenido hacía años, la misma falta de confianza en sí misma.


Tener unos padres ricos hacía que vivieses rodeada de lujos, pero también podía hacer que una persona sintiese que no valía nada, que no podía hacer nada por sí misma. A ella sus padres se lo habían dado todo; incluso habían sobornado al director de su instituto para que obtuviese buenas notas, y aquello no había estado bien.


Igual que no estaría bien disculpar el comportamiento imprudente de Pamela, que había dejado a sus hijos porque necesitaba un descanso. Sí, entendía que se hubiese sentido abrumada, pero su familia tenía dinero; podría haber contratado a una persona que la ayudase con los niños en vez de esperar a que se lo propusiese Pedro. Había cientos de opciones mejores a dejar a sus hijos solos dentro de un avión.


Paula apretó los puños, llena de frustración. Aquello no era asunto suyo, ni había nada que ella pudiera hacer. No eran sus hijos. Era a Pedro a quien le correspondía solucionar aquella situación. Se sentó en un sofá decidida a no pensar más en eso, y trató de distraerse fijándose en lo que la rodeaba, pero los minutos parecían pasar muy despacio.


Cuando por fin se abrió la puerta se levantó como un resorte. Pedro se detuvo ante ella muy serio, y dejó caer los brazos junto a sus costados.


Paula le puso una mano en el hombro y se lo apretó suavemente.


–¿Estás bien? –le preguntó.


–Un poco preocupado, pero se me pasará –respondió él en un tono algo seco, apartándose de ella.


Hacía sólo unos minutos la había besado, y ahora de repente se mostraba distante. ¿Habría sido el beso sólo una pantomima? No, no creía que lo hubiese sido. Si no la quería allí, si necesitaba estar a solas, lo dejaría tranquilo, se dijo dirigiéndose hacia la puerta.


–Paula, espera –la llamó él–. Aún tenemos asuntos pendientes; los negocios son los negocios.


¿Negocios? No era precisamente lo que había esperado oír.


–¿A qué te refieres?


Pedro fue hasta su escritorio y sacó una carpeta de un cajón.


–Te hice una promesa cuando accediste a ayudarme con los niños. Esta mañana, antes de hablar con Pamela, hice algunas llamadas. Os he conseguido a tu socia y a ti cuatro entrevistas con cuatro clientes potenciales –dijo pasándole la carpeta–. El primero de la lista es el senador Matthew Landis.


Paula tomó la carpeta. El senador Landis… Llevaba mucho tiempo ambicionando una oportunidad así, pero de pronto tenía la sensación de que Pedro estaba intentando zafarse de ella. Bueno, sí, era lo que habían acordado, pero era como si quisiera acabar con aquello cuanto antes para perderla de vista. Apretó la carpeta entre sus manos.


–Gracias. Es… es estupendo; te lo agradezco.


–Bueno, tendrás que conseguir convencerlos, naturalmente, que es la parte más difícil. Pero le pedí a mi secretaria que preparara unas notas que pueden ayudarte a mejorar tu propuesta.


No le había dejado dinero en la cómoda, como a una prostituta, pero era como Paula se sentía con aquella transacción, teniendo en cuenta lo que habían compartido y lo que podía haber habido entre ellos.


–No sé cómo darte las gracias, de verdad –murmuró Paula.


Apretó la carpeta contra su pecho, preguntándose por qué aquella victoria parecía tan vacía. Hacía sólo unos días habría dado lo que fuera por la información que contenía esa carpeta.


–No, soy yo quien tiene que darte las gracias. Es lo que acordamos, y yo me he limitado a cumplir mi palabra –respondió él–. Y aunque siento de verdad no poder hacer un contrato con tu empresa, he dado instrucciones para que a partir de ahora sea la primera opción cuando sea necesario subcontratar los servicios de limpieza.


Paula no sabía si sentirse dolida o furiosa.


–Ya veo. Bueno, entonces supongo que nuestros asuntos han concluido.


–Yo diría que sí.


No estaba dolida; estaba furiosa. ¿Cómo tratarla de esa manera? Habían dormido juntos, y él la había besado delante de su ex. Se merecía algo mejor que aquello. Plantó la carpeta sobre la mesa y le preguntó:

–¿Estás intentando zafarte de mí?


Él dio un respingo y parpadeó.


–¿Qué diablos te hace pensar eso?


–Para empezar lo frío que llevas conmigo todo el día –le espetó ella, cruzándose de brazos.


–Sólo quería dejar cerrado este asunto porque a partir de este momento, si vamos a seguir viéndonos, será sólo por motivos personales.


Pedro la asió por los hombros.


–Ahora que ya no hay intereses de por medio; no tenemos por qué reprimir lo que sentimos.


Paula alzó la vista hacia él.


–Entonces… ¿me estás diciendo que quieres que pasemos más tiempo juntos?


–Sí, eso es lo que estoy intentando decirte. Tú te has tomado el fin de semana libre y aún no es siquiera la hora de comer, así que… ¿por qué no pasamos el día juntos, sin niños, y olvidándonos del trabajo? –le propuso Pedro, echándole hacia atrás el cabello–. No sé si lo nuestro llegará a alguna parte, y hay mil razones por las que éste no es el momento adecuado, pero no puedo dejar que te alejes de mí sin que al menos nos hayamos dado una oportunidad.


Estar con aquel hombre era como una montaña rusa. En un momento se mostraba muy intenso, al siguiente, malhumorado, luego feliz, después sensual… Era verdaderamente intrigante.


–De acuerdo. Entonces, invítame a comer.


Pedro suspiró aliviado, como si hubiera estado conteniendo el aliento, y le rodeó la cintura con los brazos.


–¿Dónde te gustaría ir? Puedo llevarte a cualquier parte del país. Hasta podría llevarte a cualquier parte del mundo si vas a por tu pasaporte.


Ella se rió.


–Por esta vez creo que me conformaré con un sitio dentro del país.


¿Por esta vez?, se repitió a sí misma? El pensar que de verdad lo suyo pudiera funcionar, y que pudiesen haber otras veces la hizo estremecerse de placer.


–Y en cuanto a dónde… tú eliges; eres tú quien va a pilotar el avión.


Esas palabras fueron un paso tangible que convertía sus anhelos en realidad, y Paula, aunque ilusionada, no pudo evitar sentir algo de aprehensión. Ya no estaban los negocios de por medio, ni los hijos de Pedro; aquello ya sólo tenía que ver con ellos dos. Había estado explorando cada capa de aquel hombre tan complejo, y ahora ella debía abrirse a él también. Tendría que dar un salto de fe y ver cómo reaccionaría él cuando lo supiese todo sobre ella, cuando le mostrase su lado inseguro, que tan parecida la hacía, en cierto modo, a su ex esposa.




lunes, 10 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 34

 

Paula sintió que los nervios le atenazaban el estómago cuando bajó la escalerilla del avión privado de Pedro. Ya estaban de regreso en Charleston.


Durante el vuelo no habían tenido oportunidad de discutir qué iba a ser a partir de entonces de lo que había surgido entre ellos. Los niños habían estado revueltos durante la mayor parte del viaje, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta cómo estaban alterando su rutina, y Pedro no había podido dejar la cabina ni un momento porque había bastantes turbulencias.


Apenas había pisado el asfalto de la pista con Olivia en su cadera, cuando se oyó un gritito que provenía de donde estaba el edificio principal del aeropuerto privado, propiedad de la compañía de Pedro. Paula alzó la vista y vio a una mujer pelirroja. Pamela Alfonso.


Llevaba un conjunto de rebeca, suéter de punto y pantalón, y el mismo collar de perlas y los pendientes que le había visto esa mañana, cuando había mantenido aquella conversación por Skype con Pedro.


Pamela echó a correr hacia ellos con los brazos abiertos y una amplia sonrisa, al tiempo que Olivia estiraba sus manos diciendo: «Ma-má, ma-má…».


Pamela la tomó en brazos y la levantó girando con ella.


–¡Cómo te he echado de menos, mi niña! ¿Lo habéis pasado bien con papá? Me he traído vuestro DVD preferido de Winnie the Pooh para que lo veáis en el coche camino de casa.


Dejó de girar y se quedó mirando a Paula con curiosidad. A lo lejos un avión despegó, y Baltazar, que iba en brazos de Pedro, lo señaló con una sonrisa y se puso a dar palmas. Distraída por el entusiasmo de su hijo, Pamela se olvidó de ella un momento y se volvió hacia él.


–Hola, mi niño guapo –dijo besándolo en la frente.


–Creía que íbamos a vernos más tarde para hablar –dijo Pedro, visiblemente tenso.


–Lo sé, pero después de oír las voces de los niños esta mañana estaba deseando verlos. Los echaba tanto de menos que tomé el primer vuelo que pude y me vine para acá. Tu secretaria me dijo a qué hora llegabais –le explicó antes de volverse de nuevo hacia Paula–. ¿Y quién eres tú?


Pedro dio un paso hacia ella.


–Ésta es Paula, una amiga. Como no podía cancelar este viaje ha tenido la amabilidad de tomarse unos días libres para poder echarme una mano con los gemelos. En tu nota decías que ibas a estar fuera dos semanas.


–Sí, pero después de descansar el fin de semana me siento como nueva y lista para ocuparme otra vez de los niños. Además, me toca tenerlos a mí.


Pedro suspiró cansado, y condujo a su ex y a Paula hacia el edificio principal, lejos del ir y venir de camionetas y personal de mantenimiento.


–Pamela, no quiero empezar una pelea, pero lo que te dije esta mañana iba en serio: quiero estar seguro de que no dejarás otra vez a los niños solos sin avisarme si vuelves a sentirte abrumada de nuevo.


–Mi madre está en el coche –dijo Pamela señalando un vehículo aparcado a unos metros, un Mercedes plateado–. Voy a quedarme con ella una temporada, así que no tienes que preocuparte, estaré bien. Pero lo he estado pensando y voy a aceptar tu oferta de buscar a alguien que me ayude con los niños, y también quiero que renegociemos los derechos de visita. Ya hace un par de meses que dejé de darles el pecho, así que creo que tú podrías tenerlos contigo más a menudo.


Pedro no pareció satisfecho al cien por cien con su respuesta, pero asintió.


–De acuerdo, podemos vernos mañana por la mañana en mi despacho, sobre las diez, para empezar con los trámites.


–Estupendo. No sabes cómo me alivia volver a ver a los niños. Este fin de semana me ha dado una nueva perspectiva sobre cómo organizarme mejor –le aseguró Pamela–. ¿Me acompañas a llevarlos al coche? ¿No te importa que te lo robe un momento, verdad? –le preguntó a Paula.


–No, por supuesto que no –respondió ella.


–Será sólo un momento –le dijo Pedro–, pero puedes esperar en mi despacho; hace menos calor –añadió sacándose unas llaves del bolsillo para abrir la puerta que estaba a su derecha.


¿Tenía un despacho allí? Creía que las oficinas de Aviones Privados Alfonso estaba en el centro de la ciudad. Claro que tenía sentido que allí también tuviese un despacho, ya que era su aeropuerto.


–De acuerdo.


Pedro la besó en los labios. No fue un beso largo, ni sensual, pero sí una manera de darle a entender a su ex que había algo entre ellos, y Paula, que no lo esperaba, se quedó un poco sorprendida.


Pamela la miró con creciente curiosidad.


–Gracias por ayudar a Pedro con los niños.


Paula, que no sabía que decir, optó por responder:

–Baltazar y Olivia son un amor; me alegro de haber podido ayudar.


Luego se despidieron, y Paula entró en el despacho mientras ellos se alejaban. Paula cerró la puerta tras de sí y se quedó mirándolos por la ventana. Al volante estaba sentada la que debía ser la madre de Pamela, aunque casi parecía su gemela.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 33

 


Cuando el ferri que los llevaba de la isla a la pista de aterrizaje privada del rey se puso en marcha, Paula se agarró a la barandilla y observó la isla, que poco a poco fue quedando en la lejanía. Los gemelos, que iban cada uno en su sillita, dieron grititos de placer cuando sintieron la brisa marina en sus caritas, mientras los tres le decían adiós a la isla.


Paula tenía la sensación de que estaba despidiéndose de mucho más. Giró la cabeza hacia Pedro, que estaba hablando con el capitán, y que estaba distante desde su conversación de esa mañana con su ex.


Paula acarició el cabello de los pequeños y miró de nuevo hacia la isla. No tenía a nadie con quien hablar. Javier y Victoria habían optado por quedarse en la isla un par de días más. Paula los envidiaba. Los envidiaba tanto… Lo que había vivido con Pedro allí antes de aquella conversación que él había tenido con su ex había sido mágico, y habría deseado que no se hubiese acabado tan pronto.


No pudo evitar fantasear con qué pasaría si alargase su relación con Pedro. ¿Soportaría la presión del día a día lo que habían compartido, o se diluiría como un terrón de azúcar en un vaso de agua?


Dejando aquellos pensamientos a un lado, Paula sacó su teléfono móvil para ver si tenía algún mensaje de Blanca. Lo había apagado la noche anterior para recargar la batería. Bueno, y también porque no había querido interrupciones.


De pronto la asaltaron los recuerdos de Pedro y ella haciendo el amor en la playa… Se sintió acalorada de sólo pensar en ello.


No tenía ningún mensaje de Blanca, pero sí nueve llamadas perdidas de su madre. Justo iba a cerrar el teléfono cuando empezó a sonar. Su madre… Paula contrajo el rostro.


Por un instante consideró ignorar la llamada, pero al mirar a los niños pensó en lo mucho que se había encariñado con ellos, a pesar de que eran los hijos de otra mujer, y pensó que estaba siendo cruel con su madre. Finalmente, llevada por ese sentimiento de culpa, pulsó el botón para contestar.


–Hola, mamá, ¿qué pasa?


–¡Pauli! ¿Dónde estás? Te he llamado no sé cuántas veces –exclamó su madre.


De fondo se oían risas y ruido de cubiertos y de platos. Sus padres habían vendido su casa y se habían ido a vivir a un complejo residencial para jubilados donde tenían un montón de actividades.


–¿Pauli, sigues ahí? He dejado una partida de cartas para llamarte.


¿Por qué no podía llamarla Paula en vez de Pauli? Detestaba que la llamase así.


–Estoy en Florida, por trabajo.


¿Por qué había tenido que decirle eso? Debería haberle mentido. No era buena idea dar más información de la estrictamente necesaria a su madre.


–¿En Florida? ¿Estás cerca de Boca Ratón? Tómate el resto del día libre y tu padre y yo iremos a recogerte –le ordenó.


–No puedo tomarme el resto del día libre, mamá, te he dicho que estoy trabajando. Además, estoy en el norte de Florida; muy lejos de vosotros.


Aunque no lo bastante lejos, pensó.


–¿Cómo vas a estar trabajando? Oigo niños de fondo; ¿estás en un parque?


Olivia había escogido ese momento para ponerse a balbucear, y Baltazar la estaba imitando, como si estuviesen teniendo una conversación.


A Paula no le gustaba mentir, así que respondió con un vago:

–Mi jefe tiene niños.


–¿Está casado o divorciado?


Paula, que no quería dejarse llevar a ese terreno, cortó por lo sano:

–¿Para qué decías que me llamabas?


–Por la fiesta del día de Navidad.


¿Eh?


–Mamá, faltan meses para Navidad.


–Lo sé, pero estas cosas hay que organizarlas con antelación y tenerlo todo atado y bien atado para que salgan bien. Ya sabes que cuando hago algo quiero que sea perfecto. Necesito saber si vas a venir.


–Pues no sé, supongo que sí.


–Pero es que necesito saberlo con seguridad, para que haya el mismo número de hombres que de mujeres cuando nos sentemos a la mesa. Porque tengo que pensar a quién voy a sentar en cada sitio, y detestaría que me llamaras en el último minuto para decirme que al final no vas a poder venir.


¡Y ella que creía que su madre estaba ansiosa por ver a su única hija el día de Navidad! Lo único que quería era a alguien con cromosomas femeninos.


–¿Sabes qué, mamá? Quizá lo mejor sea que no cuentes conmigo.


–Oh, Pauli, no seas así… Y no frunzas el ceño, que seguro que lo estás haciendo. Te saldrán arrugas en la frente antes de que cumplas los cuarenta.


Paula inspiró profundamente, tratando de calmarse. Sabía por qué su madre actuaba como actuaba: porque era una persona hipercontroladora. Cada vez que se habían hecho una foto de familia, por ejemplo, los colores de la ropa que llevaban tenían que estar coordinados, la pose de cada uno debía ser perfecta… Sin embargo, el que comprendiera por qué era como era no significaba que tuviese que aceptar ese trato denigrante.


Se había esforzado mucho para que sus opiniones no la afectasen, para que dejase de tratarla como si fuese una muñeca a la que podía manejar a su antojo, y si algún día tenía una hija, le daría su amor incondicional en vez de convertirla en una versión en miniatura de sí misma como había intentado hacer su madre con ella.


Paula apretó el teléfono en su mano. Ella no era como su madre, y podía hablar con ella manteniéndose en su sitio.


–Mamá, agradezco que quieras contar conmigo para tu fiesta de Navidad. A finales de mes te llamaré para darte una respuesta definitiva, vaya o no.


–Ésa es mi chica –su madre se quedó callada, y si no fuera porque aún se oían voces y risas de fondo, Paula habría pensado que había colgado el teléfono–. Te quiero, hija; cuídate.


–Y yo a ti. Cuidaos vosotros también.


Era verdad que la quería, y ése era precisamente el motivo de que a veces se le hiciese tan difícil. El amor podía ser algo maravilloso, pero implicaba entregar a la otra persona tu corazón, y con ello el poder para hacerte daño. Cerró el teléfono y lo guardó en su bolso.




FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 32

 


Pedro dejó a los niños en el suelo, y deseó poder deshacerse del peso que llevaba sobre los hombros con la misma facilidad. Justo cuando lo que más ansiaba era que su vida personal fuese un poco más sencilla, el hablar con Pamela le había hecho ver que la situación era más complicada de lo que creía.


Paula y él habían llevado su relación a un nuevo nivel la noche anterior, tanto por el sexo como por haber dormido juntos, y había estado deseoso por afianzar ese paso. Sin embargo, la conversación a través de Skype con Pamela lo había dejado muy preocupado.


Era evidente que Pamela estaba al límite, y aunque él quería poder pasar más tiempo con sus hijos, no quería que fuera porque su ex estaba al borde de un ataque de nervios.


Y aquélla desde luego no era la manera en que había imaginado que empezaría el día con Paula. Giró la cabeza para mirarla.


–Pasa, no te quedes ahí.


No sabría explicar cómo, pero había sentido su presencia en mitad de la conversación con su ex. Era como si hubiese forjado un vínculo mental con ella.


Paula avanzó hacia él, como una diosa descalza.


–Perdona, no pretendía escuchar vuestra conversación.


Con su elegancia innata, se sentó en el suelo con los gemelos, que estaban jugando con unos bloques de construcción de colores. Era la mujer de sus sueños, pero había llegado a su vida en un momento en que estaba se estaba convirtiendo en una pesadilla.


–No era una conversación privada –le dijo levantándose de la silla para ir a sentarse en el sofá–. Quería que Olivia y Baltazar vieran a su madre y necesitaba hablar con ella de lo ocurrido. Criar a un hijo ya es bastante difícil, y a un par de gemelos más aún; ha hecho bien en tomarse un descanso, aunque me habría gustado que se hubiese sincerado conmigo antes.


–Yo creo que tú también necesitas un descanso. ¿Qué te parece si me llevo a los niños un par de horas? Así tendrías tiempo para…


–Ya me ocupo yo de ellos –la cortó él–. Imagino que querrás darte una ducha y cambiarte de ropa.


En un mundo perfecto se uniría a ella en la ducha. ¡Lo que él daría por poder pasar veinte minutos bajo un chorro de agua caliente con Paula desnuda entre sus brazos! Tragó saliva y apartó ese pensamiento.


–No es molestia, en serio –respondió ella–. Si tienes que ultimar detalles con Javier, o lo que sea, me los puedo llevar a la playa para cansarlos un poco y…


–He dicho que yo me encargo; son mis hijos –le espetó él cortante.


No había pretendido ser tan áspero, pero la conversación con Pamela lo había puesto bastante tenso, y se sentía tremendamente frustrado.


Paula lo miró dolida.


–Bueno, entonces me cambiaré e iré haciendo las maletas. ¿Cuándo nos vamos?


–Dentro de una hora –respondió él.


Sí, pronto estarían de nuevo en Charleston, pero no quería separarse aún de ella. Quería más, necesitaba más tiempo con ella. Su relación con Pamela había sido un desastre, pero había aprendido de la experiencia. Podía disfrutar teniendo a Paula en su vida sin que ello supusiera un compromiso, ni ataduras.


Mientras miraba a sus hijos, que seguían jugando, se quedó oyendo las pisadas de Paula mientras se alejaba. Se estaba alejando de él, y no sólo en el sentido más literal. Iba a perderla si no hacía algo. No quería confundir a sus hijos metiendo a otra mujer en sus vidas, pero no podía dejar que se alejase de él.


–Paula…


Ella se detuvo, pero no contestó.


–Perdona; me he comportado como un ca… –se calló antes de decir una palabrota delante de los niños–. Como un imbécil. Sé que esto no entraba en nuestro acuerdo, pero espero que me des la oportunidad de compensarte.


Ella permaneció callada tanto rato que Pedro pensó que iba a decirle que se fuera al infierno. Finalmente exhaló un suspiro que lo hizo sentirse aún más culpable y respondió:

–Ya hablaremos; no me parece que ahora sea un buen momento.


–Sí, supongo que será lo mejor.


El problema era que no sabía cuándo sería un buen momento, dada la situación con Pamela y con sus hijos. Razón de más para mantener sus emociones bajo control… Su escapada a aquella isla paradisíaca había terminado, e iban a volver al mundo real.




domingo, 9 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 31

 


Paula se desperezó en la enorme cama, envuelta en las frescas sábanas de algodón y el aroma de haber hecho el amor con Pedro. Sólo recordaba vagamente que Pedro la había llevado en volandas desde la playa hasta su cama. Por un instante había pensado en insistirle para que la llevase a su dormitorio y la dejase allí. Sin embargo, se había sentido tan deliciosamente saciada y tan bien en sus brazos que se había acurrucado contra su pecho y se había quedado dormida.


¡Y cómo había dormido! No recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido ocho horas seguidas. ¿Sería tal vez porque todos los músculos de su cuerpo se habían quedado maravillosamente relajados después de que hicieran el amor?


Oyó voces al otro lado de la puerta cerrada, la voz de Pedro y el balbuceo de los gemelos. Sonrió, deseando ir a verlos, sólo que su ropa estaba en el otro dormitorio y no quería salir de esa guisa, no se fuera a topar con alguien. Se bajó de la cama y se puso el vestido. Les daría los buenos días y entraría en su dormitorio para cambiarse.


Sin embargo, cuando fue a abrir la puerta oyó otra voz, una voz de mujer. Se quedó paralizada y acabó de abrir la puerta muy despacio. Pedro estaba sentado frente al escritorio, con un gemelo en cada rodilla. Delante tenía su ordenador portátil, y parecía que estaba en medio de una conversación con alguien a través de Skype.


El rostro de una mujer ocupaba casi la totalidad de la pantalla, y se la oía hablar.


–¿Cómo están mis niños? No sabéis cómo os echo de menos…


Oh, no… Por si Paula no se imaginaba ya de quién podía tratarse, los dos niños empezaron a decir: «Ma-má, ma-má, ma-má».


–Olivia, Baltazar, estoy aquí –respondió la mujer, con evidente afecto en su voz.


Pamela Alfonso no era en absoluto la clase de mujer que había imaginado que sería. Para empezar, no parecía una cabeza hueca. Era una pelirroja elegante pero sencilla a la vez. Llevaba un suéter de manga corta y unos pendientes y un collar de perlas. Daba la impresión, por el fondo que se veía detrás de ella, que estaba en una cabaña en las montañas, y no en crucero ni en un spa de lujo como había dado por hecho. Y no parecía que estuviese despreocupada y pasándolo bien. Más bien parecía… cansada y triste.


–Mamá sólo está descansando, como cuando vosotros os echáis la siesta, pero nos veremos muy pronto. Os mando muchos besos y abrazos –se llevó una mano a los labios y les lanzó un beso a cada uno para luego rodearse el cuerpo con los brazos–. Besos y abrazos.


Olivia y Baltazar, felices e ignorantes de lo que ocurría, le lanzaron besos también, y Paula sintió que le dolía el corazón al verlos. Los hombros de Pedro estaban tensos.


–Pamela, aunque comprendo que necesitaras tomarte un descanso, me gustaría que me prometieras que no vas a volver a desaparecer. Necesito poder ponerme en contacto contigo si hay una emergencia.


–Te lo prometo –dijo Pamela con voz ligeramente temblorosa–. A partir de ahora te llamaré a menudo. No me habría marchado de esta manera si no hubiera estado desesperada. Sé que debería habértelo dicho en persona, pero temía que me respondieras que no podías llevarte a los niños a Florida contigo, y necesitaba un respiro. Me quedé mirando por una ventana del hangar hasta que subiste al avión. Por favor, no te enfades conmigo.


–No estoy enfadado contigo –respondió él, aunque no logró disimular del todo la irritación en su voz–. Sólo quiero asegurarme de que estás bien, de que no vas a volver a dejar que la situación te supere por miedo a hablar las cosas conmigo.


–Estos días de descanso me están haciendo mucho bien; estoy segura de que estaré completamente repuesta para cuando vuelva a Charleston.


–Ya sabes que me gustaría poder tener a los niños más a menudo –le dijo Pedro–. Cuando vuelvas podemos ponernos de acuerdo para contratar a una persona que te ayude con ellos cuando los tengas tú, pero no podemos dejar que esto se repita.


–Tienes razón –murmuró Pamela jugueteando nerviosa con su collar. Tenía las uñas mordisqueadas–. Creo que no deberíamos hablar de esto delante de ellos.


–Cierto, pero tenemos que hablarlo, y cuanto antes mejor.


–Lo hablaremos; te lo prometo –asintió ella, casi frenética, antes de sonreír una última vez a sus pequeños–. Hasta luego, Oli, hasta luego, Balta. Sed buenos con papá; mamá os quiere mucho.


Su voz se desvaneció al tiempo que su imagen cuando la conexión terminó. Olivia dio un gritito de excitación y le dio palmadas a la pantalla mientras Baltazar le lanzaba más besos.


Paula se apoyó en el marco de la puerta. Hasta ese momento había detestado a Pamela, aun sin conocerla, por lo imprudente que había sido, pero la mujer a la que había visto en la pantalla era una mujer estresada y agotada, una madre que quería a sus hijos pero que había llegado al límite, y que había hecho bien en dejarlos con su padre antes de sufrir una crisis de ansiedad. Desde luego habría sido mejor si lo hubiese hablado con él, pero Paula sabía por propia experiencia que muchas veces las cosas no eran blancas o negras.


Había visto a Pedro enfadado, frustrado, decidido, cariñoso, excitado… Pero en ese momento, en el Pedro que se había quedado mirando la pantalla del ordenador, vio a un hombre bueno que estaba profundamente triste, un hombre que aún albergaba sentimientos encontrados hacia su ex esposa.